Muy avanzado estaba el tiempo para pasear por el río, pero los días eran hermosos y el verano se detenía aún bajo las hojas ya amarillas de los árboles. Soames oteó el firmamento muchas veces desde su jardín, cerca de Mapledurham, aquella mañana de domingo. Con sus propias manos llenó de flores su casita y preparó el bote en que, tras el almuerzo, se proponía pasear a sus invitadas. Y al colocar aquellos almohadones chinescos, no sabía si deseaba encontrarse a solas con Annette. Era muy bonita, y por eso no podía confiar en abstenerse de decir palabras irrevocables más allá del límite de la discreción. Algunas rosas de la terraza estaban todavía en completa plenitud, y también las siemprevivas, de tal forma que no había nada que hiciese invernizo el ambiente. Pero él estaba nervioso, desconfiando de su capacidad de seguir el camino acertado. Había planeado la visita para producir en Annette y en su madre una gran impresión de riqueza, de forma que quedasen preparadas para recibir con respeto cualquier sugerencia que se decidiera a hacerles. Se vistió con gran cuidado, procurando no presentarse ni demasiado juvenil ni demasiado viejo, y satisfecho de que su cabello fuera todavía espeso y suave y sin zonas grises que lamentar.
Tres veces fué a ver sus cuadros. Si tenían la menor idea de lo que era la pintura, debieran ver al momento que solamente su colección valía muy bien sus buenas treinta mil libras. También inspeccionó minuciosamente el pequeño dormitorio que daba al río, adonde las llevaría a quitarse los sombreros; aquél sería el dormitorio de ella si las cosas iban bien y llegaba a ser su esposa. Pasando ante el tocador, acarició el acerico color lila, cuajado de alfileres de todas clases; un cacharrito exhalaba un olor que le hizo volver la cabeza. ¡Su mujer! Si pudiera arreglarse todo sin tener que pasar por la pesadilla del divorcio… Y con el rostro reflejando contrariedad, se puso a mirar el río que corría más allá de las rosas y el prado. Madame Lamotte no podría negarse a semejante partido para su hija; Annette no podría negarse al deseo de su madre. ¡Si él fuera libre! Salió a la estación a esperarlas. ¡Qué buen gusto tenían las mujeres francesas! Madame Lamotte vestía de negro, con algunos detalles en lila; Annette vestía de gris azulado, con guantes y sombrero color crema. Por su palidez parecía londinense, y en sus ojos azules había cierto aire de recato. Esperando que bajaran al comedor, Soames estaba en pie ante la ventana abierta, experimentando aquella deliciosa sensación de sol y flores que en la juventud sólo se percibe por completo cuando se puede compartir con alguien. Había elegido el almuerzo con sumo cuidado: el vino era un Sauterne muy especial; la comida, excelente, y el café servido en la terraza, perfecto. Madame Lamotte aceptó una copita de crema de menta y Annette la rehusó. Sus maneras eran encantadoras, con una deliciosa insinuación de engreimiento por su belleza. «Sí —pensaba Soames—. Otro año en Londres en ese género de vida, y se estropea».
Madame tenía raptos de ternura francesa: «Adorable! Le soleil est si bon[41]… Pero qué chico es todo, ¿verdad, Annette? Monsieur es un verdadero Montecristo». Annette asentía, mirando a Soames de una manera que no sabía interpretar. Propuso un paseo por el río. Pero llevar en barca a dos personas cuando una de ellas era tan encantadora, era someterse a sufrir la molesta sensación de estar perdiendo una oportunidad; así, pues, anduvieron sólo un corto trecho hacia Pangbourne, regresando lentamente después, mientras de vez en vez una hoja caía sobre Annette o sobre la negra amplitud de su madre. Y Soames no se sentía feliz, preocupado con el pensamiento: «¿Cómo, cuándo, dónde, puedo yo decir… que?». Ellas ni sabían siquiera que estaba casado. Decírselo, podía estropearlo todo; pero si no hacía comprender que deseaba la mano de Annette, podía muy bien presentársele otra oportunidad antes que él estuviera libre.
Al tomar el té, que las dos se sirvieron con limón, Soames habló del Transvaal.
—Tendremos guerra —dijo.
Madame Lamotte se lamentó:
—Ces pauvres gens bergers[42]! ¿No podían dejarlos tranquilos y libres?
Soames sonrió. La pregunta le parecía absurda.
Sin duda que, como mujer de negocios, comprendería que los ingleses no podían abandonar sus intereses comerciales.
—¡Sí, claro!
Pero a madame Lamotte le parecía que los ingleses eran bastante hipócritas: hablaban de justicia a los Uitlanders[43] y no de negocios. Monsieur era el primero que hablaba con esa sinceridad.
—Los bóers están a medio civilizar —hizo notar Soames—. Estorban en el camino del progreso. No sería útil que arriesgásemos nuestra soberanía allí.
—¡Soberanía! ¡Qué palabra tan extraña!
Soames habló elocuente, estimulado por aquellas amenazas al principio de la propiedad, y estimulado también por los ojos de Annette, que estaban fijos en él. Quedó encantado cuando ella dijo de repente:
—Creo que monsieur tiene razón. Merecen recibir una lección que les aproveche.
¡Era una persona sensata!
—Claro que —concedió— debemos proceder con moderación. A mí no me gusta que se intimide a nadie, pero debemos ser firmes sin valentonadas. ¿Quieren ustedes subir ahora a ver mis cuadros?
Llevándolas de uno a otro de estos tesoros, pronto se dio cuenta de que no entendían nada. Pasaron junto a su último Mauve, aquel notable estudio titulado La carreta vuelve, como si pasaran ante una litografía. Esperó casi con pánico a ver cómo reaccionaban ante la joya de su colección, un Israels, cuyo precio veía ascender y ascender hasta el punto de pensar que mejor le estaría venderlo. Pues no lo apreciaron en nada, y le contrarió mucho. Aunque tener en Annette un gusto virgen que formar era decididamente más agradable que verla con los gustos ridículos de la clase media inglesa. Al fondo de la galería tenía un Meissonier que le avergonzaba bastante, pues su precio iba decreciendo. Madame Lamotte se paró ante él diciendo:
—¡Meissonier! ¡Qué joya!
Había oído aquel nombre. Soames aprovechó el momento. Muy cortésmente, tocando el brazo de Annette, le dijo:
—¿Qué le parece mi casa, Annette?
Ella no se turbó ni dijo de momento nada: le miró a él intensamente, bajó la vista, después dijo:
—¿A quién podría no gustarle? ¡Si es algo hermosísimo!
—Pues quizá algún día… —dijo Soames, y aquí se calló.
Era ella tan bonita… tan segura y reposada… Llegaba a asustarle. Con aquellos ojos azules, aquel cuello suave y cremoso, aquellas curvas tan delicadas… Era una tentación a la indiscreción. ¡Pero no… no! Había que estar seguro antes; cuanto más seguro, mejor…
«Si guardo demasiada distancia, se desorientará». Y se dirigió a madame Lamotte, que estaba todavía frente al Meissonier.
—Sí; ésta es una buena muestra de la última época del pintor. Tienen que venir otra vez, señoras, para ver los cuadros iluminados. Pueden venir y pasar aquí la noche.
—¡Sería encantador ver los cuadros iluminados! Además, a la luz de la luna el río sería maravilloso…
Annette murmuró:
—¡Sentimental estáis, señora madre!
¡Sentimental! ¡Sentimental aquella francesa vestida de negro, de espíritu mercantil y mujer de mundo! Y repentinamente se dio cuenta Soames de que ninguna de las dos era sentimental. ¡Tanto mejor! ¿De qué sirve el sentimentalismo? Aunque de todas formas…
Las llevó a la estación en coche y las acompañó hasta dejarlas en el tren. A la presión acentuada de su mano, le pareció que los dedos de Annette respondían un poco; su cara le sonrió al partir.
Volvió a su coche, preocupado.
—Vamos a casa, Jordán; pero yo voy andando.
Y empezó a caminar por los campos, que oscurecían ya, lleno de deseos de posesión y de cautela. «Bon soir, monsieur[44]!». ¡Con qué dulzura lo había dicho! ¡Si pudiera él adivinar lo que pensaba! Los franceses eran igual que los gatos… no se sabía nunca cómo reaccionarían. Pero ¡qué linda era! ¡Qué juventud tan hermosa! ¡Y qué madre de su heredero! Y pensó sonriendo en su familia y en la sorpresa que se llevarían ante una esposa francesa, y de la curiosidad que sentirían, y en cómo él se divertiría excitándola más y más, y… engañando a todos, los malditos… Los álamos suspiraban en la oscuridad. Un búho ululaba. Las sombras oscurecían el agua. «Tengo que ser libre. Iré a ver a Irene y le hablaré. Uno tiene que hacerse las cosas por sí mismo. Tengo que volver a vivir. Vivir y tener alguna satisfacción en la vida». Y las campanas de una iglesia llamaron a la oración vesperal.