El acudir a citas no había sido todavía frecuente en la vida del joven Val Dartie; por eso, cuando faltó a dos y acudió a una, fué lo último lo que le produjo cierta sorpresa cuando lo pensaba de regreso de Robin Hill a Londres tras su paseo con Holly. Ella habíale parecido más bonita que el día anterior: estaba sencillamente encantadora montada en su caballo. A él dotado de agudo espíritu crítico, le parecía que sus botas eran lo único de él que en las dos horas que duró el paseo habían brillado lo debido. Llevó el reloj de oro que le había regalado su abuelo. Y lo sacó y abrió frecuentemente; pero no para mirar la hora, sino para ver el estado de una pupa que tenía encima de una ceja y que podía desagradarle a ella. Crum no tenía nunca pupas. Y al pensar en Crum, recordó la escena del Pandemónium. En aquella segunda entrevista no sintió el menor deseo de franquearse con Holly en nada referente a su padre. En lo que a su padre tocaba, faltaba poesía. Y por primera vez en sus diecinueve años, el sentimiento poético le apretaba dulcemente el alma. El Liberty, con Cyntia Dark, aquella personificación de la belleza mística; el Pandemónium, con la mujer aquella de edad incierta, quedaban por completo fuera del interés de Val tras aquel paseo con la nueva primita, tímida y morena, que le había salido. Montaba ella muy bien, realmente muy bien; y así, había sido muy grato el haberla dirigido él por donde quería en Richmond, aunque ella conocía los paseos y avenidas del parque perfectamente. Reflexionando sobre todo lo pasado, quedaba desconcertado por lo intrascendente de su charla. Estaba seguro de poder decir mil cosas importantes si tuviera otra ocasión, y el pensamiento de que tendría que regresar a Littlehampton al día siguiente y marchar a Oxford el 12 para aquel examen absurdo, sin la menor probabilidad de volver a verla, le entenebrecía el espíritu. De todas formas le escribiría, y ella había prometido contestarle. Quizá fuera a Oxford a ver a su hermano, y aquel pensamiento era la única estrella que percibía al encaminarse a las Cuadras Parwick, en las cercanías de Sloane. Desmontó y se estiró gozosamente, pues se había hecho sus buenas veinticinco millas. El Dartie que llevaba en la sangre le hizo entretenerse cinco minutos con el joven Chadwick para discutir de su caballo favorito en las próximas carreras de Cambridgeshire. Después, con las palabras «Anota el alquiler de la jaca en mi cuenta», se marchó sintiendo un vacío entre las piernas y golpeándose las botas con la fusta. «No tengo gana de salir —se dijo—. A ver si mamá quiere celebrar con champaña mi última noche». Con champaña y recuerdos pasaría bien una velada en familia.
Cuando bajó, impoluto tras el baño, se encontró a su madre elegantemente vestida con un traje de noche muy descotado, y para enojo suyo, acompañada del tío Soames. Dejaron de hablar cuando entró; después, su tío dijo:
—Lo mejor es que lo sepa todo.
Ante estas palabras, que sin duda se referían a su padre, su primer pensamiento fué Holly. ¿Sería algo que estorbara?… Su madre empezó a hablar.
—Tu padre —dijo con su voz elegante y bien timbrada, mientras que sus dedos tiraban nerviosos pellizcos al brocado de su vestido—, tu padre, hijo mío… no está en Newmarket. Va camino de Sudamérica… Nos… nos ha abandonado.
Val miró a su madre y a su tío. ¿Los había abandonado su padre? ¿Lo sentía? ¿Tenía cariño a su padre?… Pues no estaba seguro. Pero de repente, como ante una vaharada violenta de gardenias y tabaco, el corazón se le exaltó, y lamentó el suceso. ¡Un padre pertenece a uno, y no podía marcharse así porque sí…; eso no se hacía! Además, que no había sido siempre el «tipo» del Pandemónium. Tuvo un rápido recuerdo, muy grato, de sastrerías y caballos, de regalitos y dádivas cuando había buena suerte.
—¿Pero por qué? —y luego sintió haber preguntado. La aparente serenidad de su madre desapareció por completo, y él se apresuró a decir—: ¡Bueno, bueno, mamá; no me expliques nada! Dime sólo qué va a ocurrir ahora…
—El divorcio, Val, es lo que me temo que va a ocurrir.
Val emitió un sonido raro, y miró rápidamente a su tío, a aquel tío que había aprendido a considerar como garantía de tener a Dartie por padre y hasta de llevar sangre Dartie en las venas. La cara lisa de Soames hizo un gesto que le intranquilizó.
—No será una cosa pública, ¿verdad?
Vívidamente se presentaron ante sus ojos los detalles desagradables de los divorcios que comentaba la Prensa.
—¿No habría algún medio de hacerlo reservadamente? —insistió—. Sería tan desagradable para mamá y… para todos…
—Todo se hará con la mayor reserva posible, puedes estar seguro.
—Sí, pero ¿es indispensable? ¿Es que mamá quiere casarse otra vez?
Él, las niñas, el nombre de todos manchado a la vista de sus compañeros, de Crum, de la gente de Oxford… de Holly… ¡Intolerable! ¿Qué se ganaría con el divorcio?
—¿Eh, mamá? ¿Es que quieres volver a casarte? —preguntó con aspereza.
Y así, Winifred se vio cara a cara con sus propios sentimientos al conjuro de las palabras del ser que más quería en el mundo. Se levantó de la silla Imperio en que estaba sentada. Comprendía que su hijo estaría contra ella, a menos que se le explicase todo; pero ¿cómo decírselo? Sin dejar de pellizcar el brocado del vestido, miró a Soames. Val le miró también. Confiaba en que aquella personificación de la respetabilidad y del sentido del decoro no querría echar una mancha sobre su propia hermana.
Soames pasaba una navajita por la superficie pulida de una mesa; sin mirar a su sobrino, habló:
—Tú no comprendes todo lo que tu madre ha tenido que soportar durante veinte años, Val. Esto no es sino la gota que ya hace rebasar el vaso —y mirando a su hermana, le preguntó—: ¿Quieres que le cuente?
Winifred guardó silencio. Si no se le explicaba todo, estaría contra ella. Pero ¡qué horrible tener que decir al muchacho aquellas cosas de su padre! Apretando los labios, asintió.
Soames habló con voz baja y monocorde:
—Ha sido siempre una carga colgada del cuello de tu madre. Ella tenía que pagarle las deudas una y otra vez; se emborrachaba, la insultaba y la amenazaba; y ahora se va a Buenos Aires con una bailarina —y como desconfiando del efecto de estas palabras sobre el muchacho, prosiguió rápidamente—: Robó las perlas de tu madre para dárselas a ésa.
Val extendió con dolor una mano. Ante esta muestra de amargura, Winifred exclamó:
—¡Basta, Soames, basta!
En Val luchaban el Dartie y el Forsyte. Comprendía un tanto lo de la bebida y lo de la bailarina. Pero lo de las perlas… era sencillamente repugnante. ¡Era demasiado! Notó que la mano de su madre apretaba la suya.
—Ya comprenderás que no vamos a dejar que las cosas empiecen de nuevo a ser como han venido siendo. Hay un límite para todo. Ahora que el hierro está caliente, debemos golpear.
Val soltó la mano.
—Pero… no iréis a sacar a relucir eso de… las perlas… ¡No podría soportarlo! ¡No podría!
Winifred exclamó:
—¡No, Val, no! Solamente te lo hemos dicho para que comprendas cómo es tu padre —y el tío Soames convino con un gesto.
Algo calmado, Val sacó un cigarrillo. Su padre le había regalado la pitillera aquélla, fina y curvada. ¡Era insoportable! ¡Y precisamente cuando él iba a ir a Oxford!
—¿Y no puede mamá quedar protegida sin divorcio? Yo miraría por ella. Ya se haría después, si era indispensable…
En los labios de Soames apareció por un instante una sonrisa, que se hizo después amarga.
—No sabes lo que estás diciendo; nada peor que retrasar esas cosas.
—¿Por qué?
—Di que te lo digo yo, muchacho; nada peor que retrasarlo. Lo sé por experiencia.
Su voz tenía tonos de desesperación. Val le miraba con los ojos abiertos, pues nunca había oído a su tío expresarse con tanta pasión. Sí… Ahora se acordaba… Había habido una tía Irene, y había ocurrido algo con ella… algo que la gente no comentaba; una vez había oído a su padre una palabra horrorosa hablando de ella.
—Yo no quiero hablar mal de tu padre —prosiguió Soames—, pero le conozco lo suficiente para estar seguro de que habrá vuelto a caer sobre tu madre antes de un año. Ya puedes imaginarte lo que supondría eso para ella y para todos vosotros. Lo único positivo es cortar por lo sano.
A su pesar, Val quedó impresionado. Y al mirar la cara de su madre, se dio cuenta por primera vez de que sus sentimientos no serían siempre los más importantes en muchas cuestiones.
—Bueno mamá —dijo—. Te ayudaremos todos. Ahora, que quisiera saber cuándo va a ser. Éste es mi primer curso, y no quisiera estar allí cuando salga todo a relucir.
—¡Pobre hijo mío! —murmuró Winifred—. Es una cosa triste para ti. ¿Cuándo será eso. Soames?
—Pues no sé. Tardará meses. Primero tenemos que obtener restitución.
«¡Qué diablo será eso! —pensó Val—. ¡Qué brutos son los abogados! ¡Tardará meses! Yo sólo sé una cosa: que no ceno en casa», y dijo:
—Lo siento, mamá, pero tengo que cenar fuera.
Aunque era su última noche, Winifred aprobó contenía la salida; los dos comprendían que habían ido demasiado lejos en la expresión de sentimientos.
Val buscó libertad en la niebla de la calle Green, inquieto y deprimido. Y hasta que llegó a Piccadilly, no se dio cuenta de que no tenía más que dieciocho peniques. Con eso no podía cenar, y tenía mucha hambre. Miró con deseo las ventanas del Iseum, donde muchas veces había cenado con su padre lo mejor de lo mejor. ¡Aquellas perlas! No podía olvidarlas. Pero cuanto más pensaba y más andaba, más hambre tenía. De no volver a su casa, sólo podía ir a dos sitios: a casa de su abuelo o a casa de Timoteo. ¿Qué sería menos malo? En casa de su abuelo quizá consiguiera mejor cena, por lo importante del momento. En casa de Timoteo le daban a uno bien de comer, si le esperaban; pero de otra forma, no. Se decidió por Park Lane, no sin pensar que marchar a Oxford sin dar a su abuelo oportunidad de hacerle un obsequio en metálico, no estaba nada bien. Su madre sabría que había ido allí, y le chocaría, pero qué le iba a hacer. Tocó la campanilla.
—¡Hola, Warmson! ¿Cree usted que habrá algo de cena para mí?
—Precisamente van ahora a cenar, señorito. El señor Forsyte se alegrará mucho de verle. Precisamente hoy, a la hora de almorzar, se lamentaba de que no le veía con frecuencia.
—Bueno, pues aquí estoy. Mate usted el carnero gordo, Warmson; eche el resto…
Warmson sonrió. En su opinión, Val era un pillastre.
—Consultaré con la señora, señorito Val.
—¡Oiga, amigo! —gruñó, quitándole el abrigo—. ¡Que ya no soy un niño de la escuela!
Warmson, con cierto buen humor, abrió la puerta y le anunció:
—¡El señor Valerio Dartie!
«¡No reventarás!», pensó Val, y entró.
Un cálido abrazo de Emilia y un tembloroso «¡Por fin se te ve el pelo!», de James le devolvieron el sentido de la dignidad.
—¿Por qué no nos has avisado? No hay más que carnero. ¡Champaña, Warmson! —dijo Emilia, y pasaron todos al comedor.
A la gran mesa, reducida todo lo posible, bajo la cual habían estado tantas piernas ilustres, se sentó James en una cabecera y Emilia en la otra, y Val, entre los dos; y algo de la soledad de sus abuelos, ahora que sus cuatro hijos no estaban, se infiltró en el alma del muchacho.
—Espero que estiraré la pata antes de llegar a la edad del abuelo. ¡Pobrecillo… está más flaco que un hilo! —y bajando la voz mientras James y Warmson discutían sobre si la sopa tenía azúcar, le dijo a Emilia—: Es terrible lo que ocurre en casa, abuelita. No sé si lo sabrás.
—Sí, hijo, sí.
—El tío Soames estaba allí cuando yo me marchaba. Y oye: ¿no se podría hacer nada para evitar el divorcio? No sé por qué el tío es tan partidario de esa idea.
—Calla, hijo, que estamos ocultándoselo a tu abuelo.
La voz de James sonó al otro extremo:
—¿Qué es eso? ¿De qué estáis hablando?
—Del colegio de Val. El hijo de Pariser estuvo allí. ¿Te acuerdas, James? Poco después desbancó en Montecarlo.
James murmuró que no sabía nada y que Val tenía que andar allí con mucho cuidado.
—De lo único que tengo miedo —dijo Val, mirando a su plato— es de andar mal de dinero.
Instintivamente sabía que el punto débil de su abuelo era el miedo a que sus nietos no tuviesen bastante.
—Tendrás una buena mensualidad —dijo James, mientras la sopa se le salía de la cuchara—. No te será difícil mantenerte dentro de ella.
—Sí, si es bastante, claro que no será difícil. A propósito, abuelo: ¿a cuánto asciende?
—A trescientas cincuenta. Es mucho. Yo, a tu edad, no tenía casi nada.
Val suspiró. Había esperado las cuatrocientas y se había temido las trescientas.
—Yo no sé lo que tendrá tu primo, que también está allí —dijo James—. Su padre es hombre rico.
—También lo eres tú —dijo Val con atrevimiento.
—Pero yo tengo muchos gastos. Tu padre… —y James se detuvo.
—El tío Jolyon vive en un sitio muy bueno. Fui allí con el tío Soames. Buenas cuadras, buenas…
—¡Ah! —murmuró James profundamente—. ¡La casa aquélla! Ya sabía yo lo que tenía que pasar —y se quedó meditabundo.
La tragedia de su hijo y la profunda brecha que había producido en la familia le sumían en un mar de dudas y tristezas. Val, que ansiaba hablar de Robin Hill, porque Robin Hill significaba Holly, se volvió a Emilia, diciendo:
—Y la casa, ¿fué construida para el tío Soames? —y tras recibir asentimiento, prosiguió—: Cuéntame, abuelita: ¿qué se hizo de tía Irene? ¿Vive todavía? El tío parece que está esta noche muy preocupado…
Emilia se puso un dedo en los labios, pero la palabra Irene había llegado a oídos de James.
—¿Qué hay de Irene? ¿Quién la ha visto? Creía que no sabían nada de ella.
—Nada, James, cena tranquilo. Nadie ha visto a nadie.
James dejó el tenedor.
—Claro, claro, como siempre. Antes me muero que me digáis nada… ¿Va a divorciarse Soames?
—¡Qué tontería! —dijo Emilia con aplomo incomparable—. Soames es demasiado sensato para hacer eso.
James se había echado la mano al cuello, reuniendo en él las patillas.
—Ella… ella siempre fué… —y con aquellas palabras enigmáticas se cortó la conversación, pues Warmson entraba.
Después, cuando tras el carnero siguieron el dulce y los postres y a Val le hubo dado su abuelo un cheque de veinte libras y un beso —como ningún otro beso en el mundo, de labios que se lanzaban adelante con fuerza, como venciendo una debilidad—, el chico volvió a la carga en el hall.
—Pero ¿qué pasa con el tío Soames, abuela? ¿Por qué es tan partidario de que mamá se divorcie?
—Tu tío Soames, hijo mío —dijo Emilia, y en su voz había una nota de seguridad excesiva—, es abogado y entiende bien de esas cosas.
—Sí, ¿eh? ¿Y qué pasó con la tía Irene? Recuerdo que era muy guapa.
—Pues… Pues se portó muy mal. No nos gusta ni nombrarla.
—Bueno, yo no quiero que nadie en Oxford sepa nuestros asuntos —exclamó Val—. Sería una cosa muy desagradable. ¿No se podrían arreglar las cosas en privado?
Emilia suspiró. Siempre había vivido más o menos en atmósfera de divorcio, a causa de sus tendencias a la elegancia. Muchos cuyas piernas habían estado bajo su mesa habían ganado cierta notoriedad. Pero ahora que afectaba a su familia, no le hacía gracia aquello.
—Tu madre será más feliz si queda libre, Val. Y buenas noches, hijo; aquí tienes una cosita.
Con otras cinco libras en la mano y un poco de emoción, pues quería mucho a su abuela, se vio en Park Lane. Todo aquel dinero le impulsaba a ver la vida y a divertirse. Pero no había andado cuarenta metros en dirección a Piccadilly, cuando el rostro tímido de Holly, sus ojos graves con un diablillo danzando en ellos, se le presentó en el recuerdo y le pareció sentir su manita enguantada apretando la suya.
«¡No, diablos! —pensó—. ¡Me voy a casa!».