VIII

Cuando Soames y Val se fueron, Jolyon no volvió a su pintura, pues estaba oscureciendo; pero volvió a su cuarto de pintar, anhelando volver a ver a su padre como le pareció verle cuando estaba hablando con Soames. Muchas veces en aquel cuartito, el más cómodo de la casa, Jolyon creía entrar en momentánea comunicación con su padre. No es que creyera en apariciones de espíritus, sino que le parecía que lo mismo que un perfume persiste en la atmósfera después que se ha marchado la persona que lo llevaba, así su cuerpo producía como un impacto en el ambiente, dejaba como una señal que quizá se pudiera percibir: una impresión en el aire o en la luz, de esas que los ojos de los artistas creen captar. Solamente allí, en aquella habitación donde su padre había pasado tantas horas, se podía hacer la ilusión de que su padre no se había ido para siempre.

—¿Cuál sería el consejo de su padre en esta recrudescencia de la vieja tragedia? ¿Qué diría ante la amenaza que se cernía sobre la persona a quien había tomado tanto cariño en los últimos días de su vida? «Tengo que hacer por ella lo que pueda —pensaba Jolyon—, me lo encomendó en su testamento. Pero ¿qué es lo mejor que puedo hacer?».

Y buscando algo de la sapiencia, del equilibrio y del buen sentido de aquel viejo Forsyte, se sentó en la butaca con las piernas cruzadas. Pero no le vino ninguna inspiración, y sólo sentía los dedos del viento golpear suavemente los cristales.

«¿Debo ir a verla? —se preguntaba—. ¿O pedirle que venga ella aquí? ¿Qué vida ha llevado? ¿Y qué vida lleva ahora? Es brutal pretender investigar estas cosas a estas alturas». Y volvió a representársele su primo, de pie junto a la puerta, diciendo aquello de «Yo sé ocuparme de mis cosas. Ya te lo he dicho una vez, y ahora te lo repito: No estamos en casa». La repugnancia que había sentido entonces por Soames volvió a sentirla de nuevo, viva y aumentada. «No le trago —pensó—. Me molesta de manera insoportable. Y esto es una suerte, pues me será más fácil apoyar a su mujer». Medio artista y medio Forsyte, se ajustaba perfectamente a la descripción del perro de pastor: «Antes correrá que luchará». Sobre su barba se extendió una sonrisa. «Tiene gracia que haya venido Soames aquí, a esta casa, que hubiera sido suya». ¡Y cómo había mirado aquellas ruinas de su ilusión pasada! Furtivamente, pero fijándose en todo… Y Jolyon pensó: «Creo que incluso ahora quisiera vivir aquí. No puede dejar de desear lo que poseyó una vez sin llegar a poseerlo. Bueno, tengo que hacer algo, lo que sea; pero es un problema, un verdadero problema».

A última hora de la tarde escribió a Chelsea preguntando a Irene si podría verla.

El siglo que había presenciado la gigantesca floración de la planta del individualismo se estaba poniendo con un cielo anaranjado, presagio de futuras tormentas. En aquellos días, los rumores de guerra ponían otra nota de agitación a Londres. Y para Jolyon, que no iba casi nunca a la ciudad, las calles tenían un aspecto febril, a causa de aquellos nuevos automóviles que desaprobaba por principio estético. Contaba aquellos vehículos desde su coche de caballos, y sacaba que estaban en proporción de uno a veinte. «Hace un año la proporción era de uno por cada treinta coches. Acabarán por imponerse. Más ruido, más confusión cada vez». Pues Jolyon era uno de esos raros liberales que se oponían automáticamente a toda innovación en lo material. Y dijo a su cochero que siguiera junto al río, alejado del tráfico, deseoso de ver el agua deslizarse a través del telón de los árboles. Paró junto a la manzana de casas situada unos cincuenta metros más allá del Embankment y le dijo al cochero que le esperase. Subió al primer piso.

—Sí. La señora Heron estaba en casa.

Inmediatamente percibió la existencia de una pequeña renta fija, al recordar cómo era aquel pisito hacía ocho años, cuando fué a anunciar a su propietaria la buena noticia de la herencia. Ahora todo estaba nuevo, limpio, y había un acentuado olor a flores en el aire. En la decoración predominaba el tono plateado con detalles en negro, gris hortensia y oro. «Tiene muy buen gusto», pensó. Irene le pareció exactamente lo mismo que siempre, vestida con una bata de pana multicolor, con sus dulces ojos negros y su cabello dorado, tendiéndole la mano y sonriéndole.

—¿Pero no quieres sentarte?

Nunca había ocupado una silla sintiéndose más embarazado.

—No has cambiado lo que se dice nada —le dijo.

—Y tú estás más joven, primo Jolyon.

Jolyon se pasó la mano por el pelo, que, muy espeso, le tranquilizaba un poco respecto a su juventud.

—Yo soy ya viejo, pero no lo noto. Es una de las ventajas de la pintura: le conserva a un joven. Tiziano vivió hasta los noventa y nueve, y si no llega a producirse una peste, no sé lo que hubiera vivido todavía. Y mira tú…: la primera vez que te vi pensé en un cuadro suyo.

—¿Cuándo me viste por primera vez?

—Fué en el Jardín Botánico.

—¿Y cómo me conociste, sin haberme visto nunca?

—Por alguien que iba a encontrarte —y la miraba atentamente, pero no vio ningún cambio en su cara. Dijo suavemente:

—Hace ya muchísimo tiempo de eso…

—¿Cuál es tu receta de juventud, Irene?

—La gente que no vive se conserva muy bien.

Era una respuesta amarga. ¡La gente que no vive! Pero era una oportunidad y la aprovechó:

—¿Te acuerdas de mi primo Soames?

Vio cómo ante aquella pregunta extraordinaria su sonrisa desapareció, y siguió diciendo:

—Anteayer estuvo a verme. Quiere divorciarse. ¿Y tú?

—¿Yo? —pareció pronunciar la palabra con sorpresa—. ¿Al cabo de doce años? Es un poco tarde… ¿No será muy difícil?

Jolyon la miró con firmeza.

—A menos… —dijo.

—A menos que yo tuviera un… Pero ni ahora ni antes lo he tenido.

¿Qué sintió él ante la sencillez y candor de sus palabras? Descanso, sorpresa, compasión… Venus sin un amante en doce años…

—Y con todo, supongo que darías mucho por ser libre.

—Pues no lo sé. ¿Qué importa ya?

—Pero ¿y si volvieras a sentir amor?

—Pues lo sentiría —y en aquella respuesta pareció quedar resumida toda la filosofía del ser a, quien el mundo ha vuelto la espalda.

—¡Muy bien! ¿Qué le digo entonces?

—Que siento mucho que no esté libre. Una vez tuvo la posibilidad. No sé por qué no la aprovechó entonces. ¿Pero tú…? —Irene sonrió—. Tú, sí.

—Yo soy un tanto híbrido… no soy un Forsyte puro. Yo nunca cobro la calderilla de los cheques; la dejo en la ventanilla —dijo Jolyon con desasosiego.

—Bueno, y Soames, ¿qué es lo que quiere ahora en vez de mí?

—No lo sé. Quizá hijos.

—Sí —murmuró ella—. Es duro. Le ayudaría si pudiera.

Jolyon miraba su sombrero, para disimular su embarazo. Crecía su admiración, su extrañeza y su lástima. ¡Era tan adorable! ¡Y estaba tan sola!

—Muy bien. Tendré que ver a Soames. Si en algo puedo servirte, ya sabes que puedes contar conmigo. Debes considerarme como un humilde sustituto de mi padre. De todas formas, ya te haré saber lo que resulta de mi conversación con Soames. Quizá quiera él mismo proporcionar el material necesario para…

—No. Él tiene mucho que perder, y yo nada. Yo quisiera ayudarle, pero no veo qué podría hacer.

—Yo tampoco —dijo Jolyon despidiéndose. Subió a su coche. Eran las tres y media. Soames estaría aún en su oficina.

—¡A Poultry! —dijo al cochero.

Frente al Parlamento, los vendedores de periódicos gritaban: «¡Grave situación en el Transvaal!». Pero los gritos le pasaban casi inadvertidos, absorto en el recuerdo de aquella mujer tan hermosa, en el recuerdo de su mirada, en el recuerdo de sus palabras «Ni antes ni ahora lo he tenido». ¿Cómo vivía aquella mujer, tan sola, tan sin protección, con todos los hombres dispuestos a tender la mano veraz a la menor oportunidad? Y así año tras año…

La palabra Poultry escrita encima de los transeúntes le hizo reaccionar.

El «Forsyte, Bustard y Forsyte», en letras negras, le espoleó y subió de prisa la escalera de piedra. ¡Forsyte, Bustard y Forsyte! ¡Qué se le va a hacer!… El mundo no podría existir sin ellos.

—Quisiera ver al señor Soames Forsyte —dijo al chico que le abrió la puerta.

—¿A quién anuncio?

—A Jolyon Forsyte.

El muchacho le miró curioso, pues nunca había visto un Forsyte con barba, y desapareció.

Las oficinas de Forsyte, Bustard y Forsyte habían ido absorbiendo lentamente las de Tooting y Bowles, y ocupaban por entero el primer piso. La entidad constaba ahora nada más que de Soames y cierto número de empleados. El retirarse James totalmente seis años atrás había acelerado los negocios, que recibieron el último impulso acelerador cuando Bustard cayó, se decía, destrozado por el pleito Fryer contra Forsyte, más enredado que nunca y de menos beneficio probable para sus posibles beneficiarios. Soames, con su fina percepción de la conveniencia, nunca había permitido que tal pleito le preocupara; por el contrario, se había dado cuenta de que la Providencia le había regalado doscientas libras al año a perpetuidad, y… las cobraba.

Cuando Jolyon entró, su primo estaba haciendo una lista de poseedores de obligaciones que, en vista de los rumores de guerra, iba a aconsejar a sus Compañías vendiesen cuanto antes, antes que otras Compañías hiciesen lo mismo e inundasen el mercado.

—¿Cómo estás? Perdóname medio minuto. Siéntate —y tras apuntar tres cantidades, y poner una regla para marcar la línea donde iba, se volvió a Jolyon mordiéndose el lado de un dedo índice.

—¿Qué hay? —preguntó.

—La he visto.

Frunció Soames el entrecejo.

—¿Y qué?

—Ha permanecido fiel a su recuerdo.

Después de decir esto, Jolyon se sintió avergonzado. Su primo se ruborizó, con un rubor rojo-amarillo. ¿Por qué tenía que hacer sufrir al pobre hombre?

—Iba a decirte que siente mucho que no seas libre. Doce años son muchos años. Tú conoces las leyes mejor que yo, y las posibilidades que pueda haber.

Soames emitió un ruido gutural raro, y los dos quedaron unos minutos sin hablar. «¡Como si fuera de piedra!», pensó Jolyon mirando aquella cara donde el rubor iba desapareciendo. «En modo alguno exteriorizará lo que piensa o lo que va a hacer. Lo mismo que si fuera de piedra». Y dirigió la mirada al plano de unas construcciones futuras, que, expuesto en la pared, llamaba al instinto de posesión de los clientes de Soames. Se le ocurrió un pensamiento humorístico. A lo mejor contabiliza todo esto: «Por visitar al señor Jolyon Forsyte para asuntos referentes a mi divorcio; por recibir su visita e informes sobre mi esposa, por pedirle que la visite de nuevo, diecisiete chelines con seis peniques».

De repente, dijo Soames:

—Yo no puedo seguir así; te aseguro que es una situación insostenible —y sus ojos iban de un lado a otro, como los de un animal que busca sitio por donde escaparse de la trampa—. «No cabe duda de que sufre —pensó Jolyon—. Porque no le tenga simpatía no voy a negarlo».

—Sin duda —le dijo amablemente— que tú puedes arreglarlo. Un hombre puede siempre salir de estas situaciones si quiere.

Soames se volvió a él y le habló con voz que parecía salirle muy de dentro:

—¿Por qué tengo yo que sufrir más de lo que he sufrido ya? ¿Por qué?

Jolyon no pudo sino encogerse de hombros. Su razón asentía, pero su corazón se rebelaba.

—Tu padre —continuó Soames— se tomó interés por ella. Dios sabrá por qué. Y tú también, ¿verdad? —y miró a Jolyon con mirada penetrante—. Ya me está pareciendo que para despertar simpatía lo único que tiene que hacer una persona es proceder mal. Yo no sé qué es lo que se me puede reprochar a mí. Nunca lo he sabido. Siempre la he tratado bien. Siempre le di todo lo que necesitaba y quería. Yo la amaba.

Volvió la razón de Jolyon a asentir; volvió de nuevo su instinto a disentir.

—¿Qué me pasa? —pensó—. Algo tiene que haber en mí que no procede con rectitud; y con todo, prefiero proceder mal en este caso que razonablemente.

—En fin de cuentas —dijo Soames con oscura ferocidad—, ella es mi esposa.

E instantáneamente, el pensamiento de Jolyon fué: «Eso es. Ya salió el instinto de propiedad. Poseerlo todo, incluso los seres humanos…».

—Tienes que tener en cuenta los hechos —dijo secamente—. O, mejor dicho, la falta de hechos.

Soames volvió a mirarle sospechoso.

—¿Falta de hechos? Pues yo no estoy tan seguro.

—Permíteme: te he dicho lo que ella me ha dicho. Fué claro y definitivo.

—Mi propia experiencia no me permite tener fe ciega en sus palabras. Ya veremos.

Jolyon se levantó.

—Adiós —dijo con sequedad.

—Adiós —contestó Soames; y Jolyon salió sin explicarse la mirada entre sorprendida y amenazadora de su primo.

Fué hacia la estación de Waterloo con la mente conturbada, como si le hubieran lastimado la piel de la moral; y durante todo el trayecto en el tren pensó en Irene y en su soledad, en aquel piso, y en Soames en su oficina solitaria, y en la extraña parálisis de la vida que se había producido en ambos. «En tela de juicio… —pensó—, ambos tienen el cuello en el tajo. ¡Y el de ella es tan bello!».