VII

Cuando Val salió de la presencia de sus tíos, pensó: «¡Qué gracia tiene esto! El tío Soames me la ha buscado buena. Vamos a ver cómo es la niña ésa…». No se figuraba obtener ninguna satisfacción del encuentro. Y de repente la vio de pie y mirándole. ¡Qué bonita era! ¡Qué suerte!

—Creo que no me conoces —le dijo—. Soy Val Dartie… primo segundo o tercero tuyo, no lo sé bien. Mi madre se llama Forsyte.

Holly, que había dejado la mano en la del Val, pues era demasiado tímida para retirarla, dijo:

—Yo no conozco a nadie de mi familia, y creo que es muy numerosa.

—Montones. Y todos son horribles, la mayoría por lo menos. Todos los parientes son horribles para todo el mundo, ¿verdad?

—Lo mismo pensarán los parientes… —dijo Holly.

—Pero de ti no podrá nadie pensar eso… Nadie puede considerarte horrible…

Holly le miró con tanto candor en sus ojos grises, que Val comprendió inmediatamente que debía protegerla.

—Quiero decir que hay parientes y parientes —añadió astutamente—. Tu padre, por ejemplo, me parece la mar de bien.

—Sí, mi padre es muy bueno —dijo Holly fervorosamente.

Val se ruborizó… Aquella escena en el Pandemónium… Aquel hombre moreno con el clavel en el ojal, que resultó ser su padre…

—Pero ya sabes tú lo que son los Forsytes… Pero no, no; se me olvidaba que no lo sabes.

—¿Qué son?

—¡Oh! Unos sujetos cautelosos, insinceros… Mira al tío Soames, por ejemplo.

—Me gustaría verle —dijo Holly.

Val tuvo que hacer un esfuerzo para cogerla del brazo y sujetarla.

—No —dijo—. Vamos fuera. Demasiado pronto le verás. Y ¿cómo es tu hermano?

Holly se dirigió por la casa y por el terreno sin responder. ¿Cómo describir a Jolly, que siempre había sido para ella su dueño, su señor su ideal?

—¿Se parece a ti? Le encontraré en Oxford. ¿Tenéis aquí caballos?

—Sí. ¿Quieres ver las cuadras?

—¡Ya lo creo!

Pasaron bajo el roble y llegaron al establo. Allí, bajo la torre del reloj, había un perro blanco y marrón tembloroso y tan viejo, que no se movió cuando pasaron los muchachos, y lo único que pudo hacer fué mover la cola.

—Ése es Baltasar —dijo Holly—. Es muy viejo, viejísimo, casi tanto como yo. ¡Pobrecito! ¡Quiere mucho a papá!

—Baltasar… ¡buen nombre! No es pura raza, ¿eh?

—No, pero es muy rico —y se inclinó para acariciar al perro.

Gentil y esbelta, de cuello y manos morenos, le parecía a Val extraña y dulce, algo distinto a él y a todo conocimiento previo suyo.

—Cuando mi abuelo murió, no quiso comer en dos días. Vio morir al abuelo.

—¿Tu abuelo era el viejo Jolyon? Mamá siempre dice que era muy elegante.

—Sí que es verdad —dijo Holly, sencillamente. Y abrió la puerta de la cuadra.

En un amplio compartimiento estaba un caballo ruano, de cola y crin muy largas y negras.

—Es mía. Se llama Hada.

—Es preciosa. Pero debieras cortarle la cola. Haría mucho más elegante —pero viendo su mirada de extrañeza, dijo—: También así está muy bien —y aspirando profundamente el olor de la cuadra, dijo—: Los caballos son formidables, ¿verdad? Mi padre… —pero se detuvo.

—¿Qué? —preguntó Holly.

Un impulso instantáneo de abrirle el corazón le vino casi irresistible; pero pudo dominarlo.

—No, nada… que también le gustan mucho los caballos. Y a mí me encantan, y la caza también. Y las carreras —y olvidándose del hecho de que sólo le quedaba un día de estar en Londres y de que tenía dos compromisos, dijo:

—Oye, si yo alquilo un caballo mañana, ¿vienes conmigo a dar un paseo por Richmond?

Holly juntó las manos con entusiasmo:

—Sí, sí… A mí me gusta muchísimo también… Pero aquí tienes el caballo de Jolly. ¿Por qué no lo montas? Podíamos dar un paseo después del té.

Val se miró dudoso a los pantalones. Se había imaginado ya ante ella vistiendo los de montar y calzando las elegantes botas que tenía.

—No sé… A lo mejor no le gusta que coja su caballo. Además el tío Soames querrá volver pronto. Claro, no es que tenga que hacer yo lo que él quiera… Tú no tienes tíos, ¿verdad? Éste es muy buen caballo —dijo, mirando al de Jolly—. No habrá caza por aquí, ¿verdad?

—No sé si me gustaría cazar. Debe de ser muy interesante, pero me da lástima. June dice que es una crueldad.

—¿Crueldad? ¡Tonterías!… ¿Quién es June?

—Mi hermana, mi media hermana… por parte de papá nada más —había puesto las manos en la cabeza del caballo de Jolly, y pasaba la nariz por encima de la del animal, haciendo unos ruiditos que parecían hipnotizarle. Val la veía y pensaba: «Es realmente bonita…».

Volvieron a la casa bastante silenciosos, seguidos ahora por el perro Baltasar, andando lentísimamente tras ellos y demostrando esperanza en que no le dejasen.

—Esto es precioso —dijo Val al pasar por el roble, donde se pararon para que el perro pudiera alcanzarlas.

—Sí —dijo Holly suspirando—. Pero a mí me gustaría ir a otras partes. Me gustaría ser una gitana, y andar por ahí…

—Ya lo creo… Los gitanos son algo formidable —dijo Val con una convicción que acababa de dominarle—. Tú pareces algo gitano.

La cara de Holly resplandeció de contento, como las hojas tostadas brillan al sol.

—Ir por ahí danzando y viéndolo todo, y vivir al aire libre… ¡Qué divertido!

—Vámonos de gitanos —dijo Val.

—Vámonos…

—Sería estupendo irnos de gitanos los dos.

Holly percibió el sentido de las palabras de Val y se ruborizó.

—Bueno, pues vamos a hacerlo —dijo Val con obstinación—. Yo creo en la posibilidad de hacer las cosas que a uno le gustan. ¿Qué es eso?

—Es el huerto y el estanque, y el soto y la granja.

—Vamos a verlo.

Holly miró hacia la casa.

—Es hora ya de merendar. Papá está llamándonos.

Val, gruñendo de contrariedad, la siguió.

Cuando volvieron a la galería, la vista de los dos Forsytes maduros, tomando té juntos, hizo sobre ellos un efecto mágico y se quedaron completamente callados. Era, en realidad, un espectáculo que impresionaba. Estaban los dos sentados ante un mueble plata y rosa que parecía tres sillas pegadas una con otra, y tenían una mesa de té bajita ante ellos. Parecían haber adoptado aquella posición para no tener que mirarse el uno al otro demasiado; comían y bebían más que hablaban: Soames, con aire de despreciar cada pedazo de bizcocho que se tragaba, y Jolyon, como si estuviera ligeramente divertido. Para un espectador poco observador, ninguno tenía apetito, pero los dos estaban tomando una buena merienda. Los dos jóvenes tomaron lo suyo, y todo siguió callado hasta que vino el momento de encender los cigarrillos. Jolyon preguntó a Soames:

—¿Y cómo está el tío James?

—Pues muy débil.

—Somos una familia maravillosa, ¿verdad? El otro día estaba yo calculando la vida media de los diez viejos Forsytes con los datos de la Biblia de mi padre[40], y llegaba a ochenta y cuatro años, y con cinco todavía vivos. Van a establecer una gran marca —y mirando críticamente a Soames, dijo:

—Nosotros ya no somos así, ¿no te parece?

Soames sonrió con superioridad, como diciendo:

—Te creerás tú que yo admito no ser igual a ellos, o que voy a perder algo… y menos la vida.

—Quizá lleguemos a vivir sus años —prosiguió Jolyon—, pero nos damos cuenta de que vivimos, y eso ya es una inferioridad, y en eso consiste precisamente la diferencia. Hemos perdido la seguridad, el convencimiento. No sé cuándo habrá nacido en nosotros ese darnos cuenta de los años que tenemos y que vivimos. Mi padre padecía un poco de eso, pero creo que los demás Forsyte, ni por asomo. No verse a sí mismo como los demás le ven… ¡Eso es maravilloso de verdad! La razón de la historia del último siglo está en la diferencia entre ellos y nosotros. Y entre nosotros y vosotros —añadió, mirando a Val y a Holly— habrá otras diferencias, que no sé todavía cuáles podrán ser.

Soames sacó el reloj.

—Tenemos que irnos, pues si no, perderemos el tren.

—El tío Soames nunca pierde un tren —dijo Val con la boca llena.

—¿Y por qué tengo que perderlo? —preguntó sencillamente.

—No sé. Siempre hay gente que pierde el tren.

A la salida dio a Holly un apretón de manos subrepticio.

—Espérame mañana —murmuró—. A las tres estaré en la carretera, así se ahorra tiempo. Veras qué paseo tan bueno —y se volvió a mirarla desde la verja de la puerta de entrada, y a no ser por sus firmes principios de hombre de ciudad, hubiera agitado la mano para decirle adiós.

No se sentía con humor para tolerar la conversación de su tío. Pero no estaba en peligro de tener que aguantarle. Soames se mantuvo en perfecto silencio, ocupado en pensamientos muy hondos.

Las hojas amarillas caían sobre ellos mientras recorrían la milla y media que Soames había atravesado tantas veces en aquellos días lejanos en que viniera a contemplar con orgullo la edificación de la casa, de la casa que había de ser hogar suyo y de aquélla a quien quería ahora libertarse. Miró atrás una vez y contempló aquel panorama ilimitado… Parecía que había pasado un siglo desde entonces.

—No quiero verla —le había dicho a Jolyon. Pero ¿era verdad?—. Pero tendré que verla —y se estremeció con uno de esos escalofríos que dicen son pasos que se dan hacia la tumba. ¡El mundo era frío! Y mirando a hurtadillas a su sobrino, pensó: «¡Si yo tuviera los años de éste…! Y ¿ella cómo estará ahora?».