Cuando el criado le abrió la puerta dijo a Soames en voz muy baja:
—El señor está muy mal… No quería acostarse sin que usted viniera. Todavía está en el comedor.
Soames preguntó en el tono silencioso que en la casa era ahora habitual:
—¿Qué le pasa, Warmson?
—Los nervios, señor; sin duda son los nervios. Quizá por el entierro de esta tarde… O puede que cuando vino la señorita Winifred oyese algo. Le acabo de dar una copita de vino…
Colgó Soames el sombrero en el perchero de caoba, diciendo:
—Está bien, Warmson; puede usted retirarse. Yo acostaré al señor —y pasó al comedor.
James estaba junto a la chimenea en un gran sillón, arropado con un chal de pelo de camello que le había puesto sobre los hombros, y sobre el cual caían sus blancas patillas. Su cabello níveo, todavía muy abundante, brillaba a la luz de la lámpara; algo de humedad procedente de sus ojos daba un tinte gris a sus mejillas, todavía de buen color, y las arrugas que le comenzaban a ambos lados de la boca se movían como si estuviera hablando a solas. Tenía las largas piernas dobladas en ángulo agudo, y sobre una de las rodillas le temblaba una mano. Junto a él, en una mesita baja, estaba una copa de vino a medio beber, y en el cristal había gotitas producidas por el calor. Todo el día, salvo breves intervalos para comer, había estado sentado allí. A sus ochenta y ocho años estaba orgánicamente muy bien, pero sufriendo mucho por el terrible pensamiento de que nadie le decía nunca nada. Era inexplicable cómo se había percatado de que habían enterrado a Rogelio aquel día, pues Emilia no se lo había dicho. Siempre le ocultaba las cosas… ¡Emilia no tenía más que setenta años! A James le molestaba la juventud de su mujer. A veces pensaba que no debía haberse casado con ella; y no se hubiera casado si hubiera sabido que andando el tiempo le pasaría tantos años. No era natural aquello. Ella le sobreviviría quince o veinte años y gastaría mucho dinero. Pues él bien sabía que quería comprar uno de aquellos automóviles, ya que siempre había tenido gustos extravagantes. Cicely, Raquel e Imogen montaban en sus bicicletas y se marchaban sabe Dios dónde. Y ahora, Rogelio se moría. No iban las cosas bien… la familia se estaba deshaciendo. Soames sabría lo que dejaba su tío. Y se daba el caso raro de que pensaba en Rogelio como tío de Soames, no como hermano suyo. ¡Soames, Soames! Era, ahora más que nunca, lo único sólido y firme en un mundo que desaparecía. Soames era muy prudente. Pero no tenía a quién dejar su dinero. Y allí estaba aquel Chamberlain… Pues los principios políticos de James se habían afirmado entre el 70 y el 85, cuando aquellos «pillos de radicales» se habían constituido en la amarga espina que se clavó en el costado de la propiedad, y desconfiaba incluso entonces de él, a pesar de su conversión; metería al país en un buen lío y los arruinaría a todos. ¿Dónde estaba Soames? Sin duda estaría en el entierro que habían tratado de ocultarle. Estaba seguro; se había fijado en el pantalón de su hijo. ¡Rogelio! ¡Rogelio en el ataúd! Recordaba cómo, viniendo una vez del colegio en el coche de línea, el año 1824, se había dormido. ¡Qué original era Rogelio! Más joven que él, y muerto… La familia se estaba deshaciendo. Y Val, que iba ya a ir a la Universidad. Nunca le visitaba ahora. Costaría lo suyo mantenerle allí. ¡Qué tiempos! Y todo lo que le costaban sus cuatro nietos se le aparecía ante los ojos. No le dolía gastar en ellos, pero le dolía el riesgo que tantos gastos podría suponer; le dolía la disminución de la seguridad económica. Y ahora que Cicely se había casado, tendría hijos también. No sabía en qué terminarían las cosas: la gente no pensaba más que en gastar dinero, en pasarlo bien, en darse buena vida. Por la calle pasó un automóvil. ¡Qué cosas más feas! ¡Y qué ruido para nada! A la gente, por obtener rapidez y velocidad, no le importaba ir en aquellos cacharros tan horribles. Más valía su coche y sus caballos que todos aquellos trastos juntos. ¡Y el papel a 116! Debía de haber mucho dinero en el país. Y allí estaba el Krüger aquel… Habían tratado de que no se enterase de lo de Krüger, pero a él no se le engañaba tan fácilmente. Se iba a armar una buena. Ya sabía él lo que iba a pasar cuando aquel Gladstone, muerto ya, gracia a Dios, hizo aquella tontería de Majuba. No le extrañaría que el Imperio se disolviese como un azucarillo.
Y esta visión del Imperio disolviéndose le preocupó un buen cuarto de hora. Había comido muy poco, por los nervios; pero con todo, el desastre nervioso se le presentó después de su escaso almuerzo. Estaba dormitando cuando oyó voces, voces en voz baja, pero voces. ¡Ah! ¡Nunca le decían nada! Hablaban Winifred y su madre. Hablaban de Monty, de aquel Dartie, siempre de aquel Dartie. Se habían salido de la habitación, pero James siguió alerta como una liebre, temiendo algo. ¿Por qué se marchaban? ¿Por qué no le decían nunca nada a él? Y un pensamiento horrible, que durante años y años le había perseguido, se concretó inmediatamente en su cerebro: «Dartie se había arruinado… quiebra fraudulenta, y para salvar a Winifred y a los niños, él tendría que pagar». Durante los minutos que Emilia estuvo delante, el aterrador fantasma se concretó en forma más horripilante: «Había sido falsificación». Con los ojos fijos en el dudoso Turner que adornaba la pared frente a él, James sufrió grandes torturas. Veía a Dartie perdido, a sus hijos en el arroyo y a sí mismo en cama. Veía el Turner vendido en Jobson, y el gran edificio de su propiedad, de sus riquezas, destrozado. Vio a Winifred pobremente vestida, y creyó oír la voz, de Emilia diciéndole: «¡Bueno, James, no te preocupes más!». Siempre le estaba diciendo que no se preocupase. Es que no tenía nervios. No se debiera nunca haber casado con una mujer dieciocho años más joven que él. Entonces oyó verdaderamente a Emilia que le decía:
—¿Has echado una siestecita, James?
¡Siestecitas él! ¡Él no hacía más que sufrir! ¡Y luego le venían con siestecitas!
—¿Qué ocurre con Dartie? —le preguntó con mirada furiosa.
El dominio de Emilia no desapareció:
—¿Qué has oído? —le preguntó suavemente.
—¿Qué ocurre con Dartie? —repitió James—. Se ha arruinado…
—¡Qué tontería!
James hizo un gran esfuerzo y se levantó.
—¡Nunca me decís nada! ¡Dartie se ha arruinado!…
Emilia consideró que lo que importaba era quitarle aquella idea de la cabeza.
—No se ha arruinado. Se ha ido a Buenos Aires.
Si hubiera dicho que se había ido a Marte, no hubiera dado a su marido un golpe mayor: su imaginación, llena por completo de lo referente a valores del Estado, comprendía lo mismo una cosa que otra.
—¿Y para qué se ha ido allí? Él no tiene dinero. ¿Qué se ha llevado?
—Se ha llevado las perlas de Winifred y una bailarina.
—¿Qué? —preguntó James, y se sentó.
Aquella postura, que más parecía un colapso, alarmó a Emilia, y pasándole la mano por la frente, le dijo:
—¡Bueno. James, no te preocupes más!
La cara se había teñido de rojo intenso.
—¡Es un ladrón! —dijo temblando—. ¡Ya sabía yo lo que iba a pasar! Va a ser mi muerte…
Emilia, que creía conocerle muy bien, se sintió todavía más alarmada, y fué a sacar un frasco de sales para que oliera. No podía percibir el tenaz espíritu Forsyte trabajando y trabajando en aquel cuerpo enflaquecido y tembloroso que le hacía mejor efecto que todos los frascos de sales del mundo.
—Huele esto…
Dio un manotazo al frasco y preguntó:
—¿Y en qué estaba pensando Winifred para dejarle que se llevara las perlas?
Comprendió Emilia que la crisis había pasado.
—Yo le daré las mías, que nunca las uso para nada. Lo mejor será que se divorcie.
—¡No digas eso! ¡Nunca hemos tenido un divorcio en la familia! ¿Dónde está Soames?
—Vendrá en seguida.
—No, no vendrá. Está en el entierro. ¿Tú te crees que yo no me entero de nada?
—Bueno, lo que tienes que hacer es no preocuparte.
Y dejándole las sales al alcance de la mano, salió de la habitación. Pero James siguió viendo visiones: Winifred ante el Tribunal de Divorcios, el nombre de la familia en los periódicos, la tierra cayendo sobre el féretro de Rogelio, Val saliendo tan granuja como su padre, las perlas que había él pagado y que no volvería a recuperar, el dinero redituando un cuatro por ciento, el país destrozándose… Y según pasaba el tiempo y se acercaba la hora de merendar y la hora de la cena, estas visiones se fueron volviendo más y más amenazadoras… ¿Dónde estaba Soames? ¿Por qué no venía?… Su mano temblorosa cogió la copa de vino y vio a su hijo en pie junto a él. Un suspiro de descanso escapó de sus labios.
—¡Por fin estás aquí! Dartie se ha ido a Buenos Aires.
Soames asintió.
—¡Alabado sea Dios! Buena plepa nos hemos quitado de encima…
Una ola de tranquilidad pasó por el cerebro de James. Soames sabía lo que se decía. Soames era el único de todos ellos que tenía sentido. ¿Por qué no podía irse a su casa y vivir con él? Ahora estaba solo, sin ningún hijo. Y dijo amargamente:
—A mi edad me pongo nervioso. Me gustaría que vivieras aquí, hijo mío.
Soames volvió a asentir; en su rostro no se reflejó nada, pero se acercó más y tocó el hombro de su padre.
—En casa del tío Timoteo me han dado recuerdos para ti. Todo fué bien. He estado en casa de Winifred. Voy a tomar medidas… —y para sus adentros dijo: «Y mejor será que no las sepas».
James le miró; sus patillas blancas temblaron y su cuello delgadísimo parecía algo muy débil y desnudo.
—He pasado el día muy mal. Nunca me dicen nada.
El corazón de Soames se estremeció.
—Bueno, bueno, no te preocupes. No ocurre nada malo. ¿Quieres subir ya a acostarte? —y puso el brazo doblado para que a él se cogiera su padre.
James, obediente y trémulo, se levantó, y juntos los dos cruzaron lentamente el comedor, que tenía un aspecto hermoso con las luces encendidas, y subieron la escalera.
—Buenas noches, hijo mío —dijo James a la puerta de su dormitorio.
—Buenas noches, padre —respondió Soames, y le dio una palmadita en la manga, que parecía vacía: tan delgado tenía el brazo.
Y cerrando la puerta de su padre, subió el tramo que faltaba para su cuarto.
«Quiero tener un hijo —pensó, sentándose en el borde de la cama—. Quiero tener, necesito tener un hijo».