IV

De todos los barrios de la rara amalgama que se llama Londres, Soho es quizá el que menos conviene al espíritu Forsyte. ¡So ho, valiente[36]!, hubiera dicho Jorge al ver a su primo dirigirse allí. Sucio, lleno de griegos, ismaelitas, gatos, italianos, tomates, restaurantes, organillos, telas de colorines, nombres raros, gente asomada a las ventanas, es algo muy separado del cuerpo político británico. Sin embargo, tiene un instinto colectivo de la propiedad que hace que en él los alquileres se mantengan, mientras que en otros distritos bajan. Durante largos años, el conocimiento de Soames con Soho se había limitado al bastión occidental, calle Wardour. Allí había sacado algunos negocios. Incluso en aquellos siete años de Brighton, tras la muerte de Bosinney y la fuga de Irene, había comprado allí tesoros que no tenía donde colocar, pues cuando se convenció por completo de que su mujer se había marchado para siempre, hizo colocar en su antigua casa un letrero que decía:

Y la magnífica residencia se había vendido a la semana… Aquella casa en que un hombre y una mujer habían visto destrozarse sus corazones.

En una tarde nublada de enero, poco antes de descolgar el cartel, Soames había ido allí por última vez y se había parado en la plaza, mirando los balcones sin luz, masticando recuerdos de posesión que se le hacían tan amargos al paladar de la memoria. ¿Por qué ella no le había amado nunca? ¿Por qué? Él le había dado todo lo que pudiera desear, y en correspondencia, durante tres años, ella le había dado también todo, menos su corazón. Emitió un largo quejido involuntario, y un guardia que pasaba le miró sospechoso. Aquella tarde se marchó a vivir a Brighton.

Al llegar a la calle de Malta y al restaurante Bretagne, donde Annette estaría con sus lindos hombros inclinados sobre sus libros de contabilidad, Soames pensó con extrañeza en aquellos siete años de Brighton. ¿Cómo se las había arreglado para vivir en aquel lugar, donde no tenía ni espacio para colgar sus tesoros artísticos? Realmente, aquellos años no había tenido tiempo ni para mirarlos, años de apasionado hacer dinero, durante los cuales Forsyte, Bustard y Forsyte habían llegado a ser procuradores de más Compañías de las que podían verdaderamente atender. A la City, por la mañana, en coche Pullman; de la City, por la tarde, en coche Pullman. Documentos jurídicos después de cenar; después, el sueño de los que se cansan con el trabajo del día; después, otra vez el trabajo. Sábados y domingos, en el club de Londres, con una visita a su familia en Park Lane, a casa de Timoteo o a la calle Green, pues ir de visita a cualquier parte se había convertido para él en una necesidad. Incluso desde que se mudó a Mapledurham, había mantenido el hábito hasta… hasta que conoció a Annette. Si Annette determinó un cambio en sus costumbres, o si el cambio de costumbres había hecho que conociese a Annette, lo sabía menos que nosotros sabemos cuál es el punto inicial de una circunferencia. Lo que sí sabía era que el tener propiedades y no tener a quién dejárselas era la negación del auténtico forsyteísmo. Tener un heredero, una continuación de su propio ser, que siguiese donde él terminara, se había convertido en su perpetua obsesión. Un día de abril, tras de hacer una adquisición, pasó por la calle de Malta para ver una casa de su padre que se había convertido en un restaurante, una cosa que no estaba prevista en el contrato de alquiler. Había observado un poco desde fuera el revoco color crema de la fachada y el letrero «Restaurante Bretagne» en caracteres dorados que habían puesto, y quedó favorablemente impresionado. Entró y vio que ya había gente sentada a las mesitas verdes adornadas con cacharritos de flores frescas y porcelana bretona. Preguntó a una esbelta camarera por la dueña del negocio. Fué conducido a una habitación trasera, donde una muchacha, sentada a un sencillo bureau manejaba incontables papeles y donde había una mesa puesta para dos personas. La impresión general de limpieza, orden y buen gusto que estaba formando se afirmó cuando la joven se levantó, preguntándole:

—Deseaba usted ver a maman, monsieur? —con un acento extranjero muy marcado.

—Si —dijo Soames—. Represento al propietario del inmueble. Soy su hijo.

—¿Tiene la amabilidad de sentarse? Dígale a maman que la espera este caballero.

Le gustó que la joven se sintiera impresionada por él, pues esto mostraba instinto comercial; y, además, se dio cuenta de que era muy bonita, tan bonita que le era difícil dejar de mirarla. Cuando se le acercó para darle una silla, notó que se balanceaba de forma muy graciosa, como si alguien le hubiera comunicado una secreta habilidad; y su cara y su cuello, no tapado por el pelo por completo, eran tan frescos como si hubieran recibido un riego de rocío. Quizá en este momento decidió Soames que el contrato no había sido quebrantado; aunque ante sí mismo y ante su padre basó este criterio en los signos de prosperidad y eficiencia que el negocio de madame Lamotte mostraba. No se olvidó, con todo, de dejar algunos aspectos de la cuestión para consideración futura, lo que hizo necesarias ulteriores visitas, de tal forma que en la pequeña habitación trasera su figura llegó a ser familiar y anodina.

Madame Lamotte le encontró un monsieur très distinguée, y muy pronto también très amical, très gentil[37], al observar cómo detenía la mirada en su hija.

Era una de esas francesas de generosas dimensiones físicas, con pelo negro y cara guapa, cuya voz y maneras inspiran confianza en sus capacidades domésticas, en sus conocimientos culinarios y en el cuidadoso y constante incremento de sus cantidades en cuenta corriente.

Tras del comienzo de estas visitas al Restaurante Bretagne, otras cesaron, sin que esto indique decisión concreta alguna, pues Soames Forsyte, como todos los Forsytes y la gran mayoría de sus compatriotas, era por nacimiento de temperamento empírico. Pero fué este cambio en su modo de vivir lo que le fué haciendo paulatinamente consciente de que deseaba cambiar su situación de hombre casado y no casado por la de hombre casado, descasado y recasado.

Al llegar a la calle de Malta, aquella tarde de primero de octubre de 1899, compró un periódico para ver cómo iba el asunto Dreyfus, tópico de conversación muy útil para hablar con madame Lamotte y su hija, que eran católicas y anti-Dreyfus. Mirando las diversas columnas, no encontró nada del tema francés que le interesaba, sino que notó un descenso general en la Bolsa y numerosas noticias del Transvaal. Entró allí pensando: «La guerra es un hecho. Tengo que vender mis títulos de la Deuda». No es que poseyese muchos, pues el interés que daban era muy pequeño; pero informaría a sus Compañías que los títulos bajarían sin duda. Una mirada, al atravesar el restaurante, le aseguró que el negocio marchaba viento en popa, y esto, que en abril le hubiera gustado, ahora le hacía experimentar cierto malestar. Si los pasos que iba a dar terminaban en matrimonio con Annette, le gustaría ver a su madre vuelta a Francia. Y este regreso quedaría grandemente dificultado si los negocios le iban bien a la buena señora. Habría que comprar el regreso a su patria, pues los franceses sólo van a Inglaterra a hacer negocio, y ello le supondría un buen precio. Mas aquella dulce presión en la garganta y aquel acelerado palpitar del corazón que le acometían en cuanto allí entraba le impedían pensar en la cantidad que tendría que gastarse.

Cuando entraba, vio la gran falda negra de Annette que desaparecía por una puerta, mientras su dueña levantaba las manos para arreglarse el cabello. En aquella actitud era en la que más le gustaba; tan erecta, tan bien hecha, tan esbelta… Y le dijo:

—Quería hablar con su madre sobre el derribo de aquel tabique… Pero no; no la llame.

—¿Monsieur querrá cenar con nosotras? La cena estará dispuesta en diez minutos.

Soames, que todavía tenía la mano extendida, quedó sorprendido por un impulso invencible que experimentó.

—¡Qué bonita está usted esta noche! —le dijo—. Está verdaderamente guapa. ¿Sabe usted todo lo guapa que está, Annette?

Annette, ruborizándose, retiró la mano y dijo:

Monsieur es muy bueno.

—Nada de bueno —dijo Soames. Y se sentó triste.

Annette hizo un mohín delicioso con las manos; en sus labios, intocados por la pintura, brillaba una sonrisa.

Mirando aquellos labios, Soames le preguntó:

—¿Se siente usted feliz aquí, o quisiera volver a Francia?

—¡Oh, me gusta Londres! París también, claro. Pero Londres es mejor que Orleáns, y el campo inglés es muy hermoso. He estado en Richmond el domingo pasado.

Soames pasó unos instantes de tremenda batalla interior. ¡Mapledurham! ¿Se atrevería?… Atreverse supondría descubrir sus intenciones, cosa que en aquella habitación era imposible. Sin reflexionarlo más, dijo:

—Quisiera que vinieran conmigo usted y su madre el sábado que viene, por la tarde. Mi casa está en el río. Aún es tiempo para una excursión. Y les enseñaría a ustedes algunos cuadros. ¿Qué dice usted?

Annette juntó las manos en expresión de agrado sumo.

—Sería precioso… ¡El río es tan bello!

—Entonces, de acuerdo. Yo se lo diré a madame.

Aquella tarde no necesitaba arriesgarse a decir nada más. Pero ¿no habría arriesgado ya demasiado? ¿Es cosa corriente invitar a dueñas de restaurantes con hijas bonitas a visitar la casa de uno? Madame Lamotte se daría cuenta, si Annette no se la daba. Pero ¿qué sería de lo que madame Lamotte no se diera cuenta? Por otra parte, aquélla era la segunda vez que se había quedado a cenar con ellas… Les debía, pues, hospitalidad…

De regreso a Park Lane —pues se quedaba en casa de su padre—, recordaba el tacto de la mano suave e inteligente de Annette en la suya, y sus pensamientos eran agradables, extraños… ¡Tomar medidas! ¿Qué medidas? ¿Y cómo? Eso sería lavar la ropa sucia a la vista del público… ¡Qué horror! Él, que era defensor de la propiedad, que tenía prestigio de inteligente y de mirada aguda, que era pilar de la ley, ¿se iba a convertir en juguete de esa ley que él sustentaba? Ya el asunto de Winifred era bastante desagradable para tener una doble dosis de publicidad en la familia. ¿No sería mejor un arreglito bien llevado? Un arreglito y un hijo que él podría adoptar… Pero la figura entera y católica de madame Lamotte tapaba aquel posible camino de visiones tan venturosas. No; eso era imposible. No sería así si Annette concibiera una violenta pasión por él; pero a sus años, ya era difícil despertar pasiones. Si su madre consintiera, si las ventajas materiales fueran realmente grandes, quizá… De otro modo, era segura la negativa. «Además —pensaba—, yo no soy un villano, yo no quiero hacerle daño y no quiero nada deshonesto. Yo la quiero, la quiero bien, y quiero tener un hijo. No me queda otra que divorciarme. Divorciarme como sea y a costa de lo que sea…». A la sombra que los faroles encendidos arrancaban a los árboles, se paseó por el parque Green. La niebla se colgaba de las formas imprecisas de los árboles. ¡Cuántas veces habría pasado entre aquellos árboles, al ir o venir a casa de su padre, cuando era muchacho! También, cuando vivía en la plaza de Montpellier, en aquellos cuatro años de vida de casado. Y aquella noche, decidiéndose a liberarse de aquella inútil ligadura matrimonial, le dio por pasearse de Hyde Park Corner a Knightsbridge Gate, como lo hacía cuando iba a casa de Irene en días ya lejanos. ¿Cómo estaría ahora? ¿Qué huella habrían dejado en ella los años que habían pasado desde la última vez que la viera, doce en total, siete desde que el tío Jolyon le dejara en herencia aquel dinero? ¿Seguiría siendo hermosa? ¿La conocería si se la encontrara? «Yo no he cambiado mucho, pero seguro que ella sí —pensó—. Y ¡cuánto me ha hecho sufrir!». Se acordó de una noche, la primera que salió a cenar sin ella, en el primer año de matrimonio. ¡Con qué prisa había regresado a casa! Al entrar silenciosamente, como un gato, la oyó tocar el piano. Abrió la puerta del salón sin hacer ruido y se quedó viendo la expresión de su cara, diferente de la que siempre le veía, abierta, confiada, como si la música hubiera infiltrado en ella un corazón que nunca le había notado. Y se acordó de cómo ella paró de tocar, cómo su cara volvió a ser la de siempre… Sí, le había hecho sufrir mucho. ¡El divorcio! Sonaba a ridículo tras todos aquellos años de separación. Pero tenía que ser, no había otro remedio. «La cuestión —pensó con repentino realismo— era cuál de ellos había faltado. Ella me dejó. Algún otro andará por medio». Involuntariamente emitió un leve grito de dolor, y dando la vuelta se encaminó a Park Lane.