Cuando Soames entró en el salón Luis XV de su hermana, con su balcón siempre florido con geranios y lilas, quedó extrañado de la inmutabilidad de los problemas humanos. Todo estaba igual como en el día de su primera visita a los recién casados Darties, hacía veintiún años. Él mismo había elegido el mobiliario, y tan por completo, que ninguna adición ulterior fué capaz de cambiar la fisonomía de la habitación. Sí; había acomodado bien a su hermana. Y decía mucho en favor de Winifred el hecho de que, tras veinte años de matrimonio con Dartie, siguiera bien acomodada. Desde el principio, él había calado a Dartie, a pesar de su distinción, de su savoir faire, de su buen aspecto, que había engañado a Winifred, a su madre y hasta a James, hasta el punto de permitirle casar con aquel sujeto que no llevaba nada al matrimonio… cosa que no se debe admitir.
Winifred, a quien vio después de mirar el mobiliario, estaba sentada ante su bureau[35] de Buhl con una carta en la mano. Se levantó y fué hacia él. Alta, bien vestida, tenía algo en la cara que intranquilizó a Soames. Arrugó la carta entre los dedos, pero algo le hizo cambiar de idea y se la alargó para que la leyera. Además de su hermano, era su abogado.
Soames leyó, en papel del Iseum Club, estas palabras:
No volverás a tener oportunidad de insultarme. Mañana dejo el país. Todo ha terminado. Me he cansado de soportar tus insultes. Tú has hecho que las cosas sean así. Ningún hombre que se respete puede soportar situación semejante. No volveré a pedirte nada. Adiós. Me llevo la fotografía de las niñas. Todo mi cariño es para ellas. No me importa lo que diga tu familia; ellos tienen la culpa. Voy a empezar una vida nueva.
M. D.
Aquella carta tenía una especie de mancha que no estaba del todo seca. Miró a Winifred. La mancha la había echado ella; y contuvo las palabras «Ya te ha dejado tranquila», que se le iban a escapar. Entonces se le ocurrió que con aquellos renglones manuscritos, su hermana entraba en la situación que él estaba deseando dejar: la situación de un Forsyte no divorciado.
Winifred se había vuelto de espaldas y estaba aspirando el contenido de una botellita con tapón dorado. Un sentimiento de conmiseración y de ofensa se apoderó del corazón de Soames. Iba a hablarle a ella de su situación propia, a pedirle comprensión y solidaridad, y ella estaba lo mismo, pidiéndole comprensión y solidaridad a él. Así son las cosas… Nadie parecía darse cuenta de que él tenía problemas y preocupaciones propios. Dobló la carta y dijo:
—Bueno; y ahora, ¿qué?
Winifred le contó lo de las perlas.
—¿Tú crees que verdaderamente se ha ido, Soames? Ya ves el estado en que se hallaba al escribir esto.
Soames, que cuando deseaba una cosa aplacaba a la Providencia fingiendo que no creía que había sucedido, respondió:
—Creo que no. Podría averiguarlo en su Club.
—Si Jorge está allí —dijo Winifred—, él lo sabrá.
—¿Jorge? Le vi en el entierro de su padre.
—Entonces allí está.
Soames, que en su buen sentido aplaudió el razonamiento de su hermana, dijo:
—Bueno; voy a ver ahora mismo. ¿Has dicho algo en Park Lane?
—Se lo he dicho a Emilia —contestó Winifred, que conservaba aquella elegante manera de dominar a su madre—. A papá le hubiera dado un ataque.
Cualquier cosa desagradable se ocultaba cuidadosamente de James. Con otra mirada al mobiliario, como si quisiera determinar la exacta situación de su hermana, Soames marchó hacia Piccadilly. Hacía algo de frío. Anduvo rápidamente, con su aire reservado y abstraído. Tenía que acabar pronto, pues quería cenar en Soho. Al oír del portero del Iseum que el señor Dartie no había cenado allí, preguntó al leal funcionario si el señor Jorge Forsyte estaba allí. Sí que estaba. Soames, que siempre miraba desconfiado a su primo, como temeroso de que pudiera burlarse de él, siguió al botones, ligeramente tranquilizado por la idea de que Jorge acababa de perder a su padre. Debía de haber heredado unas treinta mil, pues el difunto había acertado con el medio de evitar el pago de derechos reales. Estaba Jorge junto a una ventana, mirando distraído a un plato de bizcochos medio vacío. Su figura alta, gruesa y vestida de negro, tenía un aire amenazador. Con un guiño le dijo:
—¡Hola, Soames! ¿Un bizcochito?
—No —dijo Soames—. Muchas gracias —y queriendo decir algo adecuado y que mostrara condolencia, preguntó—: ¿Cómo está tu madre?
—Gracias —dijo Jorge—, así, así. Hacía tiempo que no nos veíamos. Nunca vas a las carreras. ¿Y cómo está la City?
Soames, oliéndose la proximidad de una burla, se retrajo, diciendo:
—Quería preguntarte por Dartie. He oído que…
—Sí. Ha dado el salto a Buenos Aires con la bella Lola. Suerte para Winifred y los pequeños. Es un pillastre.
Asintió Soames. Enemigos por temperamento los dos primos, sobre Dartie estaban muy de acuerdo.
—El joven Val necesita que miren por él. Yo siempre lamentaba la suerte de Winifred. Es una mujer de arrestos.
Soames volvió a asentir.
—Ahora tengo que volver a verla. Quería ver si por ti se enteraba en definitiva de lo de su marido. Habrá que tomar algunas medidas. Es seguro que se ha ido, ¿verdad?
—Completamente claro —dijo Jorge, que era quien inventó tantos dichos y modismos que luego se atribuyeron a otros—. Estaba borracho como una cuba anoche; pero esta mañana salió en perfecto estado de salud. Su barco es el Tuscarora —y sacando un papel leyó—: «Señor Montague Dartie, lista de Correos, Buenos Aires». Si yo fuera tú tomaría esas medidas cuanto antes. Anoche me hartó bastante.
—Sí —dijo Soames—; pero no siempre es fácil.
Después, deduciendo de la mirada de Jorge que se estaba acordando de su propio asunto, se levantó, tendiéndole la mano.
Jorge se levantó también.
—Recuerdos a Winifred. Si tomas mi consejo, la orientarás por el Tribunal de Divorcios inmediatamente.
Miró Soames a su primo desde la puerta. Con aquel traje negro parecía muy solo y triste… Nunca le había visto tan modoso como aquella noche. «Es posible que, en cierto modo, lo sienta. Deben de haber tocado a cincuenta mil cada uno; todo comprendido. Debieran no hacer reparto de propiedades. Si estalla la guerra, la riqueza mobiliaria descenderá mucho. De todas maneras, el tío Rogelio sabía lo que se traía entre manos». Y el rostro de Annette se presentó ante la imaginación en la calle oscurecida ya: su cabello oscuro y sus ojos azules de pestañas largas, y sus labios y mejillas frescas, y su figura grácil, que, a pesar de Londres, no perdía su particular elegancia francesa. «Tomas medidas…», pensó Y al volver a entrar en casa de Winifred se encontró con Val en la puerta, y entraron juntos. Se le ocurrió una idea: su primo Jolyon era el hombre de negocios de Irene; la primera medida a tomar podía ser ir a verle a Robin Hill. ¡Robin Hill! ¡Qué de recuerdos le traían aquellas dos palabras! ¡Robin Hill! ¡La casa que Bosinney había construido para él y para Irene! La casa que no había llegado a habitar, la casa fatal… Y ahora Jolyon vivía allí. Y repentinamente se acordó de que tenía un hijo que iba o iba a ir a Oxford. ¿Por qué no llevar a Val para que se conocieran? Sería un buen pretexto, que disimularía mucho su visita. Así, mientras subían la escalera, le dijo al muchacho:
—Tienes un primo en Oxford al que no conoces. Me gustaría llevarte mañana a que le conocieras. Puede serte útil allí.
Val recibió la idea con moderadas demostraciones de alegría. Pero Soames se aferró a ella.
—Mañana te vendré a buscar después del almuerzo. Es en el campo. No está lejos, lo pasarás muy bien.
En la puerta del salón recordó que las medidas que había de tomar eran referentes a Winifred, no a él.
Winifred seguía sentada ante su bureau.
—Todo es verdad —le dijo—. Se ha ido a Buenos Aires. Ha salido esta mañana. Lo mejor es que cuando desembarque alguien le vigile. Cablegrafiaré en seguida. De otra forma tendríamos muchos gastos. Estas cosas cuanto antes se hagan, mejor. Yo siempre me lamento de no haberlo hecho… A propósito: ¿puedes tú alegar malos tratos?
Winifred dijo con voz apagada:
—No sé. ¿Qué son malos tratos?
—¡Hombre! Si te ha pegado, o cosa así…
—Me ha retorcido un brazo. Y el apuntarme con una pistola, ¿valdría? ¿O el estar tan borracho que no podía desnudarse solo? ¿O…? No, no puedo hacer que los niños…
—No, no —dijo Soames—. Tenemos, por otra parte, la separación legal. Eso lo podemos conseguir en seguida. Pero la separación… ¡Hum!
—Y eso ¿qué es? —preguntó Winifred, desolada.
—Pues que él no puede acercarse a ti ni tú a él. Quedáis los dos casados, pero sin casar —y volvió a emitir un «¡Hum!», de desagrado. Era su misma situación, pero legalizada. No, no la haría pasar por ella—. Tiene que ser divorcio —dijo decidido—. Si no podemos alegar malos tratos, podemos alegar abandono. Hay un procedimiento para abreviar el plazo de dos años: solicitamos del Tribunal la restitución de los derechos conyugales, que siempre se concede. Si él no obedece, en seis meses estás divorciada. Eso sobre la base de que tú no quieras que vuelva. Claro que corremos el riesgo de que regrese. Casi mejor alegar malos tratos.
Winifred dijo:
—Pero eso es tan brutal…
—Bueno —dijo Soames—. Quizá no haya mucho peligro de que regrese mientras tenga dinero. No digas nada a nadie y no pagues ninguna de sus deudas.
Winifred suspiró. A pesar de lo que había sufrido, tenía una gran sensación de pérdida, recrudecida por la idea de no volver a pagar deudas de su marido. Algo muy estimado, una riqueza muy preciosa, parecía habérsele escapado. Sin su marido, sin sus perlas, sin aquél su íntimo creer que constituía con Dartie una pareja que destacaba del turbio torbellino familiar, tendría que enfrentarse ahora con el mundo, en una ingrata sensación de inferioridad.
Soames, al darle un beso de despedida, lo hizo con más cordialidad que otras veces.
—Mañana tengo que ir a Robin Hill a ver a Jolyon para cuestiones de negocios. Tiene un chico en Oxford. Quiero llevar a Val para que se conozcan. Ven a casa a pasar el fin de semana con los niños. Pero no… ya tengo otra gente invitada y no estaríamos solos un momento —y se marchó hacia Soho.