II

El hecho de que un hombre de mundo tan sujeto a las vicisitudes de la fortuna como Montague Dartie continuase viviendo en la casa que tomara hacía ya veinte años, sería muy notable y chocante si no se supiera que los gastos de alquiler reparaciones, etc., los sufragaba su suegro. Mediante aquel sencillo expediente, James Forsyte aseguraba cierta estabilidad a las vidas de su hija y nietos. Y hasta los acontecimientos de los últimos días, Dartie se había comportado aquel año de manera verdaderamente extraordinaria. Pero un buen día adquirió con Jorge Forsyte una jaca que había resultado completamente mal en el Hipódromo; era una jaquita baya, que por ciertas razones no había sacado a relucir su gran clase. Con su participación en la propiedad de este noble bruto y todo el idealismo latente en Dartie, había sentado la cabeza y se había dedicado durante meses a la jaca sin que otra preocupación consiguiera distraerle; cuando un hombre tiene un alto motivo de vida, hay que ver lo que cambia. Y el motivo de vida era realmente grandioso: un premio formidable en las carreras de otoño, y tres probabilidades contra una de alcanzarlo. Así se había jugado hasta la camisa, y, lo que es más aún, había dejado que casi se durmiera una viva pasión que un día le había entrado por una bailarina.

La mañana de la carrera amaneció clara y brillante. Era el último día de septiembre, y Dartie, que vestía un flamante traje deportivo, se situó en sitio conveniente para ver bien el triunfo de la jaca. Si ganaba, se embolsaría una bonita suma, que en cierto modo sería su recompensa por aquellas semanas de sobriedad, paciencia y esperanza. Si perdía, no sería mucho, pues las mil quinientas que puso para la jaca no le valían ni para empezar con la bailarina.

Hay momentos de desilusión en la vida de los hombres, cuyo recuerdo hace temblar al más duro y bien templado. Sea, pues, suficiente decir que la cosa salió mal y Dartie perdió la camisa.

Y entre este acontecimiento y el día en que Soames fué a la calle Green, ¡cuántas cosas habían ocurrido!

Cuando un hombre del temperamento de Montague Dartie se ha dominado por varios meses por alguna razón, y resulta después sin recompensa, no maldice su suerte y muere, sino que maldice su suerte y vive, para molestia y contratiempo de su familia.

Winifred —mujer de arranque, si bien un poco demasiado elegante—, que le había soportado exactamente veintiún años, nunca hubiera creído que llegara a hacer lo que le hizo. Como tantas otras esposas, creía que ya había soportado lo peor, pero todavía no le había visto a los cuarenta y cinco años, cuando, como otros muchos hombres, comprendía que entonces, o… nunca. Buscando el 2 de octubre algo en su cajita de joyas, se sintió horrorizada al ver que el collar de perlas que Montague le había regalado el 86, cuando nació Benedicto, y que James tuvo que pagar en la primavera del 87 para evitar el escándalo, había desaparecido. Consultó inmediatamente a su marido, quien le quiso quitar importancia a la cosa: ¡ya aparecería! Y sólo ante la afirmación de que iría ella a Scotland Yard consintió en conceder atención al asunto. Pero, desgraciadamente, las operaciones de apostar a los caballos no son incompatibles con la ingestión de algunos vasos de vino; y aquella noche, Dartie volvió a su casa sin temor a nada, sin asomo de deseos de ocultar su proceder. En circunstancias normales, Winifred habría cerrado su cuarto por dentro y su marido hubiera dormido en el comedor. Pero una preocupación torturante por sus perlas la hizo aguardarle a ver si le traía alguna noticia de ellas. Llegó Dartie, sacó un pequeño revólver del bolsillo y, avanzando hacia ella, le dijo que le importaba un pito que ella viviese lo que le viniera en gana, pero que él estaba cansado de la vida. Winifred le recomendó:

—No seas payaso, Monty. ¿Has estado en Scotland Yard?

Colocando el revólver contra su pecho, Dartie había apretado varias veces el gatillo, pero el arma estaba descargada. Tirándola con una imprecación, había murmurado:

—¡Si no fuera por mis hijos! —sentándose después pesadamente en un butacón.

Winifred recogió el revólver, le dio un vaso de seltz y esperó. La bebida le hizo efecto mágico. La vida le había maltratado; Winifred no le había comprendido nunca. Si él no tenía derecho a llevarse las perlas que él mismo le había regalado, ¿quién podría hacerlo? Las perlas habían sido para la jaquita española. Y si Winifred tenía alguna objeción que hacer, le cortaría el cuello. ¿Pasaba algo? (Éste fué, probablemente, el origen de la popular frase… ¡Tan oscuros son los orígenes de las lenguas, incluso en las clásicas!)[32].

Winifred, que había aprendido a dominarse en bien dura escuela, le miró y le dijo:

—Conque la jaquita española, ¿eh? Te refieres a la niña del ballet, ¿verdad? ¡Eres un ladrón y un canalla! —y aquellas palabras fueron la gota que hicieron derramarse las angustias que ya llenaban un alma atribulada: levantándose de la butaca, cogió Dartie un brazo de su esposa y, recordando sus habilidades como luchador de cuando era muchacho, se lo retorció.

Winifred soportó el dolor con lágrimas en los ojos, pero en silencio, Después, esperó a que la presión se relajara algo, y dando un tirón se escapó y se puso al otro lado de la mesa, diciendo entre dientes:

—¡Eres ya lo último, Monty!

Y dejando a Dartie con el bigote manchado con la espuma de la cólera, escapó escalera arriba, se encerró bien, se lavó el brazo dolorido con agua caliente y se acostó. Pero no para dormir, sino para pensar en sus perlas adornando el cuello de otra y en la compensación que habría obtenido su marido tras el bello regalo.

El hombre de mundo se despertó con la sensación de que debía terminar con todo aquello que hasta el día presente le había rodeado y con el oscuro recuerdo de que le habían llamado «lo último». Media hora de aquel amanecer siguió sentado en la butaca en que había dormido, quizá la peor media hora de su vida, pues hasta para un Dartie el sentimiento de terminar con algo es dramático. Y se daba cuenta de que terminaba con algo. Ya no volvería a dormir en el comedor y a despertarse con la luz que se filtraba por aquellos visillos que había comprado Winifred en Nickens y Jarveys con el dinero de James. No volvería a tomar un condenado desayuno en aquella mesa, tras el piscolabis que tomaba en el lecho, antes del baño. Sacó la cartera del bolsillo interior de la chaqueta: cuatrocientas libras, en billetes de cinco y de diez, era lo que le quedaba de la venta de la jaquita, y había vendido su mitad a Jorge, pues éste, que por si acaso había apostado en grande por otro caballo, había salido ganando, y no concebía el odio que su socio y pariente le había tomado repentinamente al animal. El ballet partía para Buenos Aires dos días después, y él se marchaba con ellos. Todavía no había cobrado todo el valor del collar.

Subió furtivamente la escalera. Y no atreviéndose a bañarse ni a afeitarse —además el agua estaría fría—, se limitó a empaquetar todo lo que pudo. Era triste abandonar tantos pares de elegantes y lustrosos zapatos; pero el hombre no debe acobardarse ante el sacrificio. La casa estaba en completo silencio. ¡Aquella casa dónde habían nacido sus hijos!… Tuvo una sensación extraña al pasar por la puerta de su dormitorio, donde reposaría su esposa, una vez admirada, ya que —tal vez— no amada, y que le había llamado «lo último»… Se acorazó contra sensiblerías repitiéndose la tremenda frase, y de puntillas prosiguió; pero la puerta siguiente era más difícil de pasar: era el cuarto de sus hijas. Maud estaba en el colegio, pero Imogen reposaría allí, y los ojos de Dartie se humedecieron. Aquélla era la que más se le parecía de los cuatro, con su pelo negro y sus ojos vivos y brillantes. Dejó en el suelo las dos maletas. Aquella casi formal abdicación de la paternidad le hacía daño. La luz de la mañana iluminaba un rostro transido de emoción. No le conmovía ningún remordimiento, sino un auténtico sentimiento paternal y la melancolía del «nunca más»… Se pasó la lengua por los labios, y una irresolución completa paralizó por un instante sus piernas en sus pantalones a cuadritos. ¡Era duro, muy duro, verse obligado a abandonar familia y casa! Pero un ruido que percibió en el piso superior le hizo comprender que las muchachas se estarían levantando. Cogió sus maletas y bajó la escalera. Tenía las mejillas húmedas por las lágrimas, y el comprobarlo le confortaba. Se detuvo aún en el piso bajo para recoger todos los cigarros que tenía, algunos papeles, un sombrero y una pitillera de plata. Después, sirviéndose un whisky fuertecito y encendiendo un cigarrillo, se paró ante una fotografía en marco de plata de sus dos hijas. Era de su mujer. «No importa —pensó—. Ella puede hacerles otro retrato si quiere, pero yo no». Y metió la fotografía en una de las maletas. Se puso el abrigo, cogió otros dos, su mejor bastón de Malaca, un paraguas y abrió la puerta. La cerró suavemente tras él, y cargado como nunca lo hubiera estado en su vida, se fué hasta la esquina a esperar un coche tempranero…

Y así, a los cuarenta y cinco años de vida, salió Montague Dartie de la casa que había llamado suya.

Cuando Winifred se levantó y se dio cuenta de que no estaba, su primer sentimiento fué de indignación por haberse escapado sin oír todo lo que pensaba decirle y que había preparado cuidadosamente en las precedentes largas horas de insomnio. Se habría ido sin duda a ver a la mujer aquélla. ¡El muy pillo! Obligada a disimular ante Imogen y ante las criadas, y comprendiendo que su padre no resistiría la narración de la última hazaña de su marido, no pudo contenerse y fué a casa de Timoteo a desahogarse con sus tías. ¿Qué significaba? Tras cuidadoso examen de las cosas de su marido, comprendió que se había marchado para siempre. Mientras se convencía de que era así, trató de analizarse y ver cómo se sentía. En modo alguno satisfecha. Aunque era «lo último», era suyo, de su propiedad; además, el ser viuda y no viuda a los cuarenta y dos años, y con cuatro hijos, la haría convertirse en el objeto de la conmiseración y lástima de quienes la conocían. ¡Dejarla a ella! ¡Huir entre los brazos de aquella jaca española! Recuerdos y sentimientos que creía totalmente muertos revivieron en ella dolorosos y tenaces Mecánicamente cerró los cajones de su marido, que había estado mirando, y se echó en la cama con la cara sepultada en la almohada. Pero no lloró. ¿Para qué? Cuando se levantó para bajar a almorzar, pensó que sólo una cosa podía consolarla, y era el tener a Val con ella. Val, su hijo mayor, que iba a empezar a ir a Oxford a expensas de James, estaba entonces en Littlehampton recibiendo las últimas lecciones de equitación de su entrenador… Puso un telegrama para que viniera.

—Tengo que ocuparme de sus ropas —dijo a Imogen—. No puedo dejarle que vaya a Oxford de cualquier forma. Los chicos de allí visten mucho.

—Val tiene muchas cosas, mamá —respondió Imogen.

—Ya lo sé, pero tengo que darle un repaso a todo. Ojalá venga pronto.

—Vendrá como una flecha; pero si te metes en tiendas y sastres, perderá su examen.

—Pues qué le vamos a hacer. Le necesito.

Imogen miró a su madre con mirada inocente y a la vez aguda. Comprendía que en el fondo de todo estaba su padre. Val vino, efectivamente, «como una flecha», a las seis.

Imagínese un cruce de un pepinillo con un Forsyte y se tendrá una representación del joven Publio Valerio Dartie. Un niño así bautizado no podía resultar de otra forma. Cuando nació, Winifred en la culminación de la elegancia, decidió que sus hijos no llevarían nombres vulgares. (Afortunadamente, lo comprendía ahora, no había puesto Tisbe a Imogen). Pero era a Jorge Forsyte, siempre guasón, a quien se debía el nombrecito de Val. Sucedió que Dartie cenaba con él una semana después del nacimiento de su hijo y heredero, y le explicaba las altas aspiraciones de distinción de Winifred.

—Ponle Catón, que será precioso.

Acababa de ganar un billete grande con un caballo que se llamaba de esa manera.

—¡Catón! ¡Eso no es nombre!

—¡Oiga, haga el favor! —llamó Jorge a un ordenanza del club—. Tráigame de la biblioteca la Enciclopedia Británica, letra C

El ordenanza trajo el tomo pedido.

—¡Entérate bien! Publio Valerio Catón, hijo de Virgilio y Lidia[33]. Ése es el nombre que te conviene para el niño. Publio Valerio está todavía mejor.

Al llegar Dartie a casa le propuso el nombre a Winifred, que quedó encantada; ¡hacía tan chic! Y Publio Valerio fué el nombre de la criatura, aunque después se dieron cuenta de que habían escogido el menos importante de los Catones. Sin embargo, en 1890, cuando Publio tenía casi diez años, lo chic pasó un poco de moda y Winifred tuvo sus dudas; éstas fueron confirmadas por el niño, que de regreso de su primer curso escolar declaró que la vida era para él una carga insoportable: sus compañeros le llamaban Pubby[34]. Winifred, que era mujer de soluciones prontas, le cambió de colegio y de nombre: se llamó Val, y del Publio no quedó ni la inicial.

A los diecinueve años era un flaco y pecoso jovencito de boca grande, ojos claros con largas pestañas negras, una sonrisa bastante graciosa, un conocimiento bastante grande de lo que no tenía que saber y no considerable desconocimiento de lo que debía hacer. Pocos muchachos habían estado tan cerca de que los expulsasen del colegio como él. Tras besar a su madre y dar un pellizco a Imogen, corrió a su cuarto, subiendo las escaleras de tres en tres y las bajó de cuatro en cuatro, arreglado para cenar. Lo sentía mucho, pero su entrenador, que había venido también, le había invitado a cenar en el Oxford, y Cambridge; no podía dejar de ir, pues el buen señor se molestaría. Winifred le vio marchar con orgullo amargo. Le hubiera gustado tenerle en casa, pero era agradable saber que un profesor le estimaba tanto. Al marcharse guiñó el ojo a su hermana y dijo:

—Oye, mamá, me gustaría mucho tomarme un par de huevos a la vuelta, pues le acaban de llenar el estómago a uno la mar de bien. ¡Ah! Y ¿tienes dinero? Le he tenido que pedir cinco libras prestadas a Snobby.

Winifred, mirándole con reprensión cariñosa, contestó:

—Hijo mío, eres muy malo…; te gastas el dinero a una velocidad… Pero no deberías pagar esta misma noche a ese señor, pues está feo siendo su invitado.

¡Cuidado que estaba guapo con su chaleco blanco y con aquellas pestañas tan largas!

—Sí, pero a lo mejor quiere ir al teatro, y yo debería sacar las entradas; ya sabes que siempre anda el pobre mal de dinero.

Winifred sacó un billete de cinco libras, diciendo:

—Bueno; quizá esté mejor que pagues. Pero no tomes tú las entradas también.

Val se guardó el billete.

—Si puedo evitarlo, lo evitaré. ¡Adiós, mamaíta!

Salió con la cabeza alta y el sombrero alegremente torcido a un lado, oliendo el aire de Piccadilly con el ansia de un perro en libertad.

Se encontró con su profesor no precisamente en el Oxford y Cambridge, sino en el Goat’s Club. El profesor era un año mayor que él, un muchacho muy bien parecido, de hermosos ojos oscuros, rostro ovalado, y pelo liso y negro; lánguido, inmaculadamente vestido, uno de esos muchachos que sin esfuerzo alguno cobran ascendencia moral sobre sus compañeros. Había también evitado por tablas la expulsión del colegio, como Val, pero un año antes, terminando los estudios preuniversitarios. Aquel año lo había pasado en Oxford, y Val casi percibía en torno a su cabeza un halo luminoso y triunfal. Se llamaba Crum, y no había nadie más rápido que él en sacar dinero. Esto parecía ser el objeto de su vida, y con él deslumbraba a Val, en quien el Forsyte solía desaparecer de vez en vez haciéndole preguntarse para qué valía el dinero.

Cenaron tranquilamente; dejaron el Club fumándose sus buenos puros y llevando dos botellas en el estómago; después se fueron al Liberty. El placer que Val sentía en escuchar canciones alegres y en contemplar bonitas pantorrillas se interrumpía de cuando en cuando a causa del miedo que sentía por no igualar a Crum en elegancia. Se le había exacerbado el idealismo, y cuando sucede eso no se siente uno bien. Sin duda, él tenía una boca demasiado grande, y su chaleco no era del corte más distinguido, y sus guantes no tenían puntaditas negras en el dorso. Además, comprendía que se reía demasiado. Crum no reía nunca, no hacía más que sonreír, levantando un poco sus bien dibujadas cejas a la vez que entornaba los ojos. ¡No! ¡Él no sería nunca como Crum! De todas formas, la función era espléndida, y Cyntia Dark, también. En los entreactos, Crum le participó ciertos detalles de la vida privada de Cyntia, y a Val le vino el tremendo convencimiento de que, si quería, podría ir a verla al acabar la representación. Ansiaba decirle: «¡Ve a verla y llévame a mí también!». Pero no se atrevía a causa de sus reconocidas deficiencias, y esto hizo que al último acto le dominara la tristeza. Al salir, Crum le dijo:

—Todavía falta media hora para que cierren. Vamos al ballet del Pandemónium.

Tomaron un coche para recorrer los doscientos metros escasos que los separaban, y localidades de paseo, que costaban caras. Este desprecio olímpico por el dinero era lo que más ansiaba aprender Val de su amigo. El ballet estaba terminando no sólo la representación, sino la serie de ellas que había dado, y había mucho público, muchos hombres y mujeres dispuestos en tres hileras tras de la barandilla. El movimiento del escenario, la semioscuridad, el mezclado olor de tabaco y de mujer que se sentía, empezaron a liberar a Val de su exaltación de idealismo. Miró admirativamente el rostro de una mujer, vio que no era joven, y rápidamente desvió la mirada. ¡Sombra de Cyntia Dark! El brazo de la mujer rozó el suyo. Val la volvió a mirar de reojo. Quizá sí era joven. El pie de ella tropezó con el suyo; ella le pidió perdón. Y él dijo:

—¡No hay de qué! Bonito ballet, ¿verdad?

—¡Oh!… A mí me cansa… ¿A usted no?

Val sonrió, luciendo su amplia y encantadora sonrisa. Pero no fué más allá, pues no acababa de convencerse. El Forsyte que era quería completa seguridad. Y en el escenario el ballet mostraba plenamente su calidoscópica visión de blanco nieve, rosa salmón y verde esmeralda y violeta. Terminaron, y atronadores los aplausos pusieron ruidoso colofón a la obra. Cayó el telón. El semicírculo de hombres y mujeres que rodeaba a Val se abrió; el brazo de la mujer aquélla rozó el suyo. Un hombre que llevaba un clavel en el ojal parecía extrañado de algo, y la gente lo notaba. Val volvió a mirar a la mujer. Tres hombres, cogidos del brazo y de poco firme andar, llamaban la atención del público que se retiraba, pues el que iba en medio era el del clavel en la solapa. La voz de Crum sonó suave y uniforme:

—¡Mira el tipo ese! ¡Está borracho!

Val se volvió a mirar. El «tipo» había extendido un brazo y le señalaba a sus compinches. Y la voz de Crum dijo de nuevo:

—¡Parece que te conoce!

El tipo habló:

—¡Hombre, amigos! ¡Mirad al pillastre de mi hijo!

Val quedó anonadado. ¡Era su padre! Hubiera querido que la tierra le tragara. No era el encuentro en semejante lugar, no era que su padre estuviera borracho; era, sobre todo, que Crum le había llamado tipo, que por revelación del Cielo le pareció calificativo totalmente justo. Sí; su padre era un tipo raro, con aquel bigote negro, con aquella flor encarnada, con su andar vacilante… Oyó que le llamaba «Val», y salió corriendo, empujando a todos, hasta que llegó a la calle.

El avergonzarse del propio padre es quizá la cosa más amarga porque se puede pasar en la juventud. Le parecía a Val, según iba corriendo, que su carrera había terminado antes de empezar. ¿Cómo podría ahora ir a Oxford a convivir con aquellos muchachos que eran amigos de Crum y que sabrían lo tipo que era su padre? Y sintió odio repentino por Crum. ¿Quién diablos era Crum para hablar así de su padre? Si Crum hubiera estado a su lado en aquel momento… Se le hizo un nudo en la garganta. ¡Maldito Crum! Se le pasó por la cabeza la idea de ir y buscar a su padre, cogerle del brazo y pasearse con él ante Crum; pero la abandonó al instante y siguió por Piccadilly. Una muchacha se paró ante él.

—No hay que tener tan mal humor, simpático.

Suspiró, esquivó a la mujer, y de repente quedó completamente en calma. Si Crum decía algo, le machacaría los sesos, y todo acabado. Anduvo otros cien metros, satisfecho con este pensamiento; pero pronto volvió a perder la serenidad. ¡La cosa no era tan sencilla! Se acordaba cómo en el colegio, cuando aparecía un pariente de algún escolar que no daba la talla deseada, no se lo perdonaban al muchacho: era una de esas cosas que nadie podía ya borrar. ¿Por qué se habría casado su madre con su padre? Era una deslealtad darle a uno un padre semejante. Lo peor de todo era que, una vez que oyó lo que dijo Crum, comprendió que siempre había sabido él que su padre no era trigo limpio. Era la cosa más triste que le había ocurrido jamás, la cosa más triste que pudiera ocurrirle a cualquiera. Y decaído como nunca lo había estado, llegó a la calle Green y entró en su casa con una llave que se había proporcionado. En el comedor estaba aquel par de huevos esperándole en invitación silenciosa y viva, con pan y mantequilla y un poco de whisky. «Lo justo —había pensado Winifred— para que el muchacho se sintiera un hombre». Le dio náuseas mirar aquella comida y se fué a su cuarto.

Winifred le oyó pasar y se dijo: «Ya vino, gracias a Dios… Si sale a su padre, no sé lo que voy a hacer. Pero no saldrá…; es como yo. ¡Hijo mío!».