I

El instinto de la posesión nunca permanece fijo. En paz y en lucha, como entre hielos o fuego, sigue leyes de progresión incluso entre los miembros de la familia Forsyte, que lo consideraban totalmente inmóvil, a fuerza de estar arraigado en su modo de ser. Pero no puede disociarse del medio, lo mismo que la calidad de la patata no se independiza de las condiciones del suelo.

La historia de la Inglaterra de los siglos XVIII y XIX reflejará la bastante rápida progresión desde un satisfecho y limitado provincialismo a un también satisfecho, pero menos limitado imperialismo; en otras palabras: el desarrollo del instinto de posesión de un pueblo en movimiento. Y así, en conformidad con la general tendencia, sucedía en la familia Forsyte. Progresaban no sólo en lo exterior, sino en lo interior también.

Cuando en 1895 Susana, la Forsyte casada, siguió a Hayman, su marido, a la otra vida, a la ridícula edad de setenta y cuatro años, y fué incinerada, se produjo poca agitación entre los seis viejos Forsytes restantes. Para tal apatía había tres causas: Primera, el casi subrepticio entierro del viejo Jolyon en 1892, allí en Robin Hill; éste era el primero de los hermanos que desertaba del panteón familiar en Highgate. Aquel entierro, siguiente al honorable y propio entierro de Swithin un año antes, produjo grandes habladurías en la Bolsa Forsyte, la residencia de Timoteo en la carretera de Basyswater (Londres), donde todavía se concentraba y desde donde aún se irradiaba lo más importante de los comentarios familiares. Las opiniones iban desde las lamentaciones de tía Julita hasta el extremado aserto de Francie, que decía ser buena cosa «parar ya aquellas tabarras de Highgate». El tío Jolyon en sus últimos años —precisamente desde aquel lamentable asunto entre el novio de su nieta June y la mujer de su sobrino Soames— se había dedicado insistentemente a dar palmetazos en los nudillos a la familia; y aquel proceder, que había sido siempre bastante raro en él, había empezado a parecer un tanto inadecuado a la familia. La vena filosófica que poseía era bastante propicia a no arrancar de los verdaderos estratos del forsyteísmo puro; así, no les extrañó mucho que se hiciera enterrar en lugar desacostumbrado para la familia. Pero lo notable no era esto, con serlo ya bastante; era que en su testamento apareció una cláusula dejando de su fortuna (145 304 libras, más 35 libras, 7 chelines y 6 peniques de haber pasivo) la cantidad de 15 000 libras. «¿A quién te figuras tú?», se preguntaba con asombro en la «Bolsa Forsyte». ¡Pues a Irene!, a la esposa fugada de Soames, que era su sobrino carnal; a Irene, que casi había deshonrado a la familia y que no era nada de él, pues la mujer de un sobrino no es nada… No, la cantidad, no, claro; los intereses, la renta, pero vitalicia, de las 15 000.

Y así, el derecho del viejo Jolyon a haber sido un Forsyte perfecto quedó cancelado. Y sentado ya el precedente, no chocó mucho que el entierro de Susana tuviera lugar en Woking.

La segunda razón era todavía más fuerte que la dicha. Además de la casa de Campden Hill, tenía Susana, por habérselo dejado su marido, Hayman, al morir, un terreno donde sus hijos habían aprendido a cazar y montar tan perfectamente. Y el tener cosa tan firme como es la propiedad de terrenos da un crédito muy estimable y una razón para no desear que los restos de uno vayan a parar a otro sitio, si bien aquello de la incineración no comprendían quién se lo hubiera podido meter en la cabeza. De todas formas, las esquelas habituales se habían repartido, y el testamento había sido completamente satisfactorio.

La tercera razón del poco revuelo originado por el entierro de Susana era la más importante de todas. Eufemia, la pálida, la delgada, la resumió en estas palabras: «Bueno, yo creo que uno tiene derecho a hacer lo que quiera de su cuerpo, incluso después de morirse». Procediendo de una hija de Nicolás, tal afirmación era una prueba de que mucho había llovido desde la muerte de tía Ana, en el 86, que fué cuando empezó a estar en tela de juicio el derecho de Soames a ser dueño de su mujer. Eufemia, desde luego, hablaba como una niña, y no tenía experiencia, pues aunque había rebasado en bastante los treinta, era todavía soltera. Pero, con todo, su observación era demostración patente de la gran expansión del principio de libertad que animaba la época. Cuando Nicolás supo lo que había dicho su hija, de boca de tía Ester, se indignó: «¡Qué hijas, qué mujeres! Hoy día hacen lo que les parece. No podía por menos, estando el Gobierno como está…». Él, desde luego, nunca perdonaría la ley sobre los bienes de las mujeres casadas, que le hubiera perjudicado mucho de no haberse casado, afortunadamente, antes de su aprobación. Entre los Forsytes jóvenes había producido el peor de los efectos. Todos estaban ya casados, excepto Jorge, que se había limitado a los goces del Hipódromo y del Iseum Club, y Francie, dedicada a su carrera musical en una Schola de Chelsea, y a llevar admiradores a bailes; Eufemia también seguía en casa y seguía quejándose de Nicolás; y los Dromios, Giles y Jesse Hayman, continuaban asimismo célibes. De la tercera generación no había muchos miembros: el joven Jolyon tenía tres hijos; Winifred Dartie, cuatro; el joven Nicolás ya tenía seis; el joven Rogelio, uno; Marian Tweetyman, uno, y St. John Hayman, dos. Pero el resto de los diecisiete casados: Soames, Raquel y Cicely, hijos de James; Eustaquio Tomás, de Rogelio; Ernesto, Archibaldo y Florencia, de Nicolás; Augusto y Ana Spenler, hijos de los Hayman, iban pasando los años sin tener descendencia.

Así, de los diez viejos Forsytes, habían nacido veintiún jóvenes Forsytes; pero estos veintiuno sólo tenían diecisiete hijos y parecía poco probable que tuvieran ninguno más, o, de tenerlos, en número insignificante. Un técnico en estadística hubiera notado que los nacimientos estaban, de generación en generación, en razón proporcional al dinero. Así, el abuelo Forsyte, que a principios del XIX había sacado su buen diez por ciento, tuvo diez hijos. Estos diez, excepción hecha de los cuatro solteros y de Julita, cuyo marido había muerto casi inmediatamente de serlo, habían obtenido del cuatro al cinco por ciento, con un número de hijos que iba de una a otra cifra. Los veintiuno que tuvieron llegaban apenas a un tres; y los seis que habían traído al mundo descendencia tuvieron diecisiete hijos, sacándose el dos y medio o el dos con seis, ni más ni menos.

Había razones que explicaban esta escasez de reproducción; la desconfianza en la capacidad de ganar dinero, natural en los casos en que está garantizada una suficiencia decorosa, junto con la seguridad de que los padres no se morían, los hacía aficionados a tener pocos hijos. Si uno tenía muchos y poco dinero, el nivel de comodidad y placer tenía necesariamente que descender: lo que bastaba para dos era insuficiente para cuatro, etc. Sería mejor esperar a ver qué hacía padre. Además, era muy bonito tomarse de vez en cuando unas vacaciones sin las trabas que suponen los hijos. Más bien que en la posesión de herederos, preferían concentrarse en la posesión de sí mismos, confirmándole en la tendencia en creciente boga fin de siècle, como se la llamaba. Esto permitía incluso tener un automóvil. Efectivamente, Eustaquio ya había tenido uno; pero en accidente desgraciado se había roto un diente, lo que hizo pensar que había que esperar que aquellos artefactos tuvieran una construcción más segura. Mientras tanto, ¡no más hijos! Incluso el joven Nicolás no había incrementado el número de seis a que llegara.

La decadencia forsyteana de que todo esto era síntoma no había avanzado hasta el punto de impedir una demostración de fuerza cuando Rogelio Forsyte murió en 1899. Fué al fin de un hermoso verano, y cuando ya habían vuelto todos de playas y lugares de reposo, cuando Rogelio, con una última muestra de su originalidad de carácter, exhaló el último suspiro, repentinamente, en su casa de los Jardines de la Princesa. En casa de Timoteo se comentó tristemente que el pobre Rogelio había tenido siempre ideas equivocadas acerca de los productos de más fácil digestión. ¿No había preferido, por ejemplo, el carnero alemán antes que otra carne cualquiera?

De todas formas, su entierro en Highgate había sido perfecto, y cuando regresaba de él, Soames se dirigió casi mecánicamente a casa de su tío Timoteo. Las pobres viejas —tía Julita y tía Ester— querrían saber detalles. James, su padre, con sus ochenta y ocho a cuestas, no se había sentido con fuerzas para asistir, y de esta forma Nicolás fué el único hermano presente. De todas formas, hubo una buena congregación de Forsytes y a las pobrecitas tías les gustaría que alguien les explicase. Este sentimiento de ternura por sus tías no dejaba de estar mezclado con el inevitable deseo de obtener algo de cualquier cosa que se hiciese, característica fundamental de un Forsyte y, sin duda alguna, de los más sanos elementos de toda nación. Con esta costumbre de llevar toda noticia a casa de Timoteo, Soames no hacía sino seguir los pasos de su padre, que siempre tuvo un rato cada semana que dedicar a sus hermanas, y que sólo había dejado de hacerlo cuando, a los ochenta y seis años, no pudo ya ir solo a ninguna parte y tenía que ir a todas con Emilia. Pero ir con Emilia no tenía ninguna gracia; ¿pues de qué se puede hablar en presencia de la mujer de uno? Como James en los viejos tiempos, Soames iba casi todos los sábados a sentarse en el salón aquel, en el que, gracias a su indudable buen gusto, se había introducido un gran cambio en la decoración, por lo que respecta a porcelanas y cuadros. Él mismo, en su nuevo domicilio, cerca de Mapledurham, tenía un verdadero museo, una hermosa galería bien iluminada, que pocos interesados en pintura dejaban en Londres de conocer. Aquel lugar servía para atracción de domingo en aquellas reuniones de fin de semana que sus hermanas Winifred y Raquel organizaban de vez en cuando. Pero aunque era un poco taciturno como expositor de sus bellezas pictóricas, su carácter serio no dejaba de impresionar a sus visitantes, pues sabían que su fama de entendido estaba cimentada no meramente en su buen gusto, sino en las bases sólidas de sus aciertos como pronosticador de qué valores artísticos iban a cotizarse bien en el mercado. Casi siempre que iba a casa de Timoteo tenía algo que contar sobre recientes triunfos obtenidos sobre tratantes o corredores de cuadros. Y se sentía halagadísimo en su vanidad con las felicitaciones que sus tías, pródigas, le daban. Aquella tarde estaba, sin embargo, animado de otras ideas. Procedente del entierro de Rogelio, vestido de oscuro —no de negro, pues un tío es, en definitiva, un tío, y no le gustaba hacer alardes excesivos de dolor—, estaba aquella tarde notablemente silencioso. Si era a causa de la triste ceremonia que acababa de presenciar o no, el Forsyte que presentaba su cara se percibía en toda su magnitud. El tema de que deseaba hablar —su situación de hombre separado y no divorciado de su mujer— era difícil de exponer sobre el tapete. Y, sin embargo, ocupaba por entero su mente, excluyendo de ella toda otra cuestión. Solamente desde la primavera le venía sucediendo aquello, y un sentimiento nuevo le iba llevando hacia lo que sabía muy bien sería locura en un Forsyte de cuarenta y cinco años. Se iba dando cuenta cada vez más de que se hacía viejo. La fortuna, ya considerable cuando concibió el proyecto de la casa de Robin Hill, que había acabado con su matrimonio, había crecido sorprendentemente en aquellos doce años en que se había dedicado a pocas cosas que no fueran aumentarla. Tenía más de cien mil libras y nadie a quién dejarlas en herencia; no había, pues, objeto en lo que constituía su razón de vida. Incluso aunque aflojara su tensión de trabajo, el dinero llama al dinero, y estaba bien seguro de que poseería ciento cincuenta mil cuando menos lo pensase. En Soames siempre había existido una fuerte tendencia a la familia; frustrados sus deseos, se le habían replegado y escondido en el fondo del alma; pero ahora, al entrar en su segunda juventud, le volvían de nuevo y con más fuerza. El motivo del reverdecimiento de su inclinación era una joven francesa; seguramente que no perdería la cabeza por él, y con mayor seguridad todavía, no aceptaría una situación ilegal, cosa que a él tampoco le gustaba. Mejor sería un matrimonio en la Embajada inglesa en París, unos cuantos meses de viaje de novios, y traer después a Annette a la familia, rota toda ligadura con un pasado que no era muy distinguido, pues la señorita en cuestión no era sino la contable de su madre en la administración de un restaurante de Soho; podría traerla como algo muy nuevo y muy chic, recién importado de Francia, a reinar en «el Refugio», en las proximidades de Mapledurham. En la Bolsa Forsyte y entre sus amistades, insinuaría que la había conocido durante sus viajes y se había casado con ella. En ello habría un grato aroma de novela, y el tener una esposa francesa le daría un cierto cachet[30] muy interesante desde diversos puntos de vista. Sí, estaba dispuesto a hacerlo. Solamente que su realidad de hombre casado echaba por tierra toda decisión y todo proyecto. También cabía la posibilidad de que Annette le rechazase; pero él le haría la proposición solamente cuando tuviera resuelto su asunto y cuando pudiera ofrecerle un futuro claro y hasta resplandeciente.

En el salón de sus tías oyó las cosas de siempre: preguntas sobre la salud de su padre, consejos de que no saliera, pues ya empezaba a hacer frío; informaciones acerca de nuevos remedios encontrados por Ester para combatir aquel dolor de costado que solía molestarle, etc. Tuvo que tomar un poco de mermelada de ciruela, que aquel año les había salido riquísima. Y de los Darties, ¿había oído que Winifred estaba sufriendo mucho con su marido? Timoteo pensaba que debiera darse a la pobre alguna clase de protección. Se decía —pero Soames no debía darlo por seguro— que Montague había dado joyas de Winifred a una bailarina. Era un ejemplo malísimo para Val, que iba a empezar a ir al colegio. ¿No sabía nada? ¡Ah, pues debiera ver en seguida a su hermana y tomar cartas en el asunto! ¿Y creía él que los bóers[31] iban a resistir? Timoteo estaba muy excitado con aquello. El precio de su papel había subido mucho con aquello; pero si se formalizaba la guerra, ¿no bajaría? Soames dijo que sí, pero que todo se resolvería en seguida. Para Timoteo sería terrible que no fuera así. También el padre de Soames, a su edad, lo sentiría mucho. Rogelio, el pobre, había tenido suerte con ahorrarse aquellos sufrimientos. Y la tía Julita, con su pañuelo diminuto, se limpió una lágrima enorme que intentaba descender por su mejilla izquierda; se estaba acordando de Rogelio y de sus originalidades y de cómo, siendo pequeñitos los dos, les gustaba clavarse alfileres. La tía Ester, con su magnífico instinto de evitar conversaciones tristes, interrumpió: ¿Creía Soames que nombrarían primer ministro al señor Chamberlain? Él lo arreglaría todo. Ya le gustaría ver cómo mandaba a Krüger a Santa Elena. Se acordaba perfectamente de la noticia de la muerte de Napoleón y de la satisfacción que le produjo a su abuelo. Claro que ella y Julita —teníamos casi siempre las mismas opiniones— no le dieron mucha importancia.

Soames aceptó la taza de té que su tía le daba y comió una de aquellas pastas que contribuían a aumentar la fama de la casa de Timoteo. Su sonrisa, débil y altiva, se había acentuado un poco. La verdad era que su familia seguía siendo provinciana, a pesar de toda la extensión de Londres que poseyeran todos juntos. En aquellos días de progreso, su provincianismo resaltaba aún más. Hasta el viejo Nicolás pertenecía a aquella cuna antediluviana del liberalismo, el Remove Club; claro que sus miembros eran todos buenos conservadores, o si no, su tío no se hubiera inscrito en él; lo que es más: Timoteo llevaba todavía gorro de dormir… La tía Julita habló de nuevo: Soames estaba muy bien de aspecto, lo mismo que el día en que la pobre Ana murió y estuvieron todos reunidos: el pobre Jolyon, el pobre Swithin y el pobre Rogelio. Se detuvo y cazó la lágrima, que esta vez le descendía visible por el carrillo. ¡Aquella Julia siempre estaba diciendo cosas que…! La sonrisa de Soames desapareció. Dejó la taza de té: ya había salido a relucir lo que él quería.

La tía Julita prosiguió rápidamente:

—Dicen que el pobre Jolyon le dejó quince mil libras; pero comprendiendo sin duda que no estaba bien, fueron sólo los intereses para mientras viva.

—¿Sabía Soames algo de eso?

Soames sabía algo, efectivamente.

—Tu primo Jolyon se ha quedado viudo, y es el depositario de ella, ¿lo sabías tú?

Soames lo sabía, pero quería quitarle interés. No se había encontrado con el joven Jolyon desde la muerte de Bosinney.

—Ya debe de tener sus años… Dejadme que lo piense… —continuó tía Julita—. Él nació cuando tu tío, que en paz descanse; vivía en la calle Mount, mucho antes que se mudara a Stanhope Gate, en diciembre… antes de la Comuna. Tiene más de cincuenta. ¡Hay que ver cómo pasa el tiempo! Un niño tan guapo que era, y ya más de cincuenta años.

Y la tía Julita suspiró, y un mechón que no era por completo suyo se le desarregló, haciendo que tía Ester se estremeciese. Soames se levantó; estaba haciendo un descubrimiento: que la herida no se le había cerrado todavía. Llegó creyendo que podría hablar de aquello tranquilamente, pero su orgullo se resentía.

—¿Pero cómo se marchaba tan pronto?

Dio recuerdos para el tío Timoteo, besó aquellas frentes arrugadas y se fué.

—¡Pobre Soames, qué bueno había sido en ir a verlas en aquel día que no se sentían muy allá!

Bastante compungido bajó Soames aquellas escaleras que olían tan bien a alcanfor y a vino, a casa donde no se consienten corrientes de aire. Las pobres viejas… Pero en la calle las olvidó, volviendo a su mente la imagen de Annette y al pensamiento de la cadena que le ataba. ¿Por qué no se decidió entonces, cuando Bosinney murió atropellado, y había motivo suficiente para que le hubieran concedido el divorcio? Y se encaminó a ver a su hermana Winifred, que vivía en la calle Green, en Mayfair.