Se despertó a las dos y media, hora que por experiencia sabía traía intensidad a los pensamientos dolorosos. La experiencia le había enseñado también que al volverse a despertar a las ocho comprendía lo absurdo que sus dolorosos pensamientos eran. En aquel primer despertar pensó que si muriera en seguida, cosa no imposible a su edad, no la volvería a ver. De esto pasó a pensar que estaría en posición muy violenta cuando su hijo y June regresaran de España. ¿Cómo podría justificar el gusto en recibir visitas de quién había robado a June su amor? Aquel novio que le habían quitado estaba muerto, pero June era muy obstinada; muy buena, sí, pero con la cabeza muy dura, y —no cabía duda— persona que no sabía olvidar. A mediados del mes siguiente estarían de vuelta. Le quedaban menos de cinco semanas de disfrutar del nuevo interés que se había despertado en el ocaso de su vida. Vio claramente lo absurdo de su sentimiento por Irene. La admiración por la belleza era cosa rara a su edad. Y, sin embargo, ¿qué otra razón tenía para pedir a June que sufriera la presencia de Irene, y a su hijo y a su nuera que no le consideraran chiflado? Se vería obligado a escapar a Londres, lo que le molestaba mucho; y la menor indisposición le privaría de hacerlo. Permanecía en la cama con los ojos abiertos y la mandíbula como oponiéndose al desagradable futuro y diciéndose que era un viejo loco, mientras el corazón le latía violentamente o casi se le paraba. Oyó los pájaros saludar al día y vio la primera claridad del crepúsculo antes de volverse a quedar dormido; se despertó luego cansado, pero muy en sus cabales. Cinco semanas antes que tuviera que preocuparse eran, a sus años, una eternidad, en que no había de tener problemas. Pero aquella mañana los pensamientos dolorosos le habían dejado cierta reminiscencia y habían acobardado ligeramente la voluntad de uno que siempre la había impuesto a todos. ¡La vería todo lo que quisiera! ¿Por qué no ir a Londres y hacer con el abogado aquella disposición testamentaria en vez de escribirle? Quizá ella quisiera ir a la Opera. Pero irían en tren, pues no quería que Beacon metiera las narices donde no le importaba. Los criados son muy molestos, y la verdad era que habían conocido la historia de Irene y Bosinney. Los criados lo saben todo, y lo que no saben se lo figuran. Le escribió aquella mañana:
Querida Irene:
Mañana tengo que ir a la ciudad. Si quieres, podemos ir a la Ópera y cenar tranquilamente en cualquier sitio.
¿Pero dónde? Hacía décadas que no cenaba en Londres en otra parte que no fuera su Club o en casa de alguien. ¡Ah, aquel sitio que estaba de moda cerca de Covent Garden!
Deja un recado en el hotel Piedmont, donde te espero a las siete.
Con todo cariño,
JOLYON FORSYTE
Ella comprendía que deseaba proporcionarle unas horas agradables, pues la idea de que adivinara que lo que quería era verla le desagradaba instintivamente; no era lo corriente que un viejo como él anduviera buscando contemplar la belleza de una mujer.
La jornada siguiente, con la visita a su abogado, le cansó. Además hacía calor, y tras vestirse para cenar se echó en el sofá de su dormitorio del hotel, para descansar un poco. Debió de tener una especie de desvanecimiento, pues reaccionó sintiéndose mal. Y con algún trabajo se levantó y tocó la campanilla. ¡Cómo! ¡Eran ya más de las siete! ¡Y ella estaría esperándole! Pero le atacó más fuerte el malestar y hubo de sentarse en el sofá. Oyó a la muchacha decir:
—¿Había llamado, señor?
—Sí, venga aquí —no la veía claramente, pues tenía como una nube ante los ojos—. No me encuentro bien; necesito algunas sales o algo por el estilo.
—Sí, señor —y su voz sonó asustada.
Hizo un esfuerzo.
—No se vaya. Tome este recado para mi sobrina, una señora que está en el hall… una señora vestida de gris. Dígale que el señor Forsyte no se encuentra bien… por el calor. Dígale que lo siente mucho, y que si no va inmediatamente, que no le espere a cenar.
Cuando se marchó la muchacha pensó: «¿Por qué le he dicho que iría vestida de gris? ¡Puede ir de cualquier otra forma! Necesito tomar unas sales…» —no se dio cuenta de cómo Irene llegó hasta él con un frasco de sales en la mano, haciéndoselo oler y poniéndole un almohadón bajo la cabeza. Le oyó decir ansiosa: «¡Tío Jolyon!, ¿qué es eso?»; y tuvo vaga consciencia de la suave presión de sus labios sobre su mano; aspiró profundamente las sales, sintió que se aliviaba y estornudó.
—¡Vaya! —dijo—. No es nada. ¿Cómo estás aquí? Anda y ve a cenar. Los tickets están en la mesa. Yo estoy bien dentro de un minuto.
Notó su mano fresca sobre la frente, que le olía a violetas, y se sentó resuelto a estar bien.
—¡Cómo! ¿Vas vestida de gris? Ayúdame —y una vez en pie, hizo un movimiento brusco para reaccionar del todo.
Fué muy despacio hasta el espejo. ¡Qué cadavérico estaba! Le oyó decir a sus espaldas:
—No debes bajar, tío. ¡Es mejor que descanses!
—¡Nada! ¡Una copa de champaña me dejará como nuevo! No podemos perdernos la Opera.
Pero el camino por el corredor fué difícil. ¡Qué alfombras ponían en aquellos hoteles de moda! Tropezaba uno a cada paso que daba, con tanto mullido. En el ascensor notó cuán afectada estaba Irene, y dijo con una sonrisa no lograda del todo:
—Soy un buen anfitrión.
Cuando el ascensor paró tuvo que agarrarse fuertemente al asiento para no caer; pero tras la sopa y una copa de champaña, se sintió mucho mejor y empezó a alegrarse de la indisposición que había provocado en ella unas maneras tan afectuosas para con él.
—Qué bien si hubieras sido hija mía… —le dijo repentinamente; y viéndola sonreír, continuó—: No tienes que aferrarte a las tristezas del pasado a tu edad; ya tendrás que hacerlo para entretenerte cuando llegues a la mía. Es bonito ese vestido que llevas.
—Pues yo misma me lo he hecho.
¡Ah! Una mujer que se hacía un vestido tan bonito no había perdido todo interés por la vida.
—Cosecha mientras haya trigo… Y bebe, anda, que te has quedado muy pálida. No debemos desperdiciar la vida. Esta noche tenemos una Margarita nueva; confiemos en que no será una vieja gorda. Y Mefistófeles…, no hay nada más feo que un gordo haciendo de diablo.
Pero no fueron por fin a la Opera, pues al acabar de cenar la indisposición volvió, y ella insistió en que se quedara en el hotel y se acostase pronto. Cuando la despidió a la puerta, tras de pagar al cochero para que la llevase a Chelsea, se sentó otro poco para deleitarse con el recuerdo de sus palabras: «No sabes lo que te quiero, tío Jolyon». ¿Por qué? ¿Y por qué no? Le hubiera gustado quedarse otro día y llevarla al Parque Zoológico, pero dos días de estar con él la hubieran aburrido mortalmente. No; se esperaría hasta el domingo, en que ella le prometió ir a verle. Arreglarían aquello de las lecciones de música a Holly, aunque no fuera más que por un mes. Ya era algo. Mademoiselle Beauce no lo vería con buenos ojos, pero que se aguantara. Y aplastando la chistera, fué hacia el ascensor.
A la mañana siguiente se fué en coche a Waterloo, luchando con el deseo de decir: «Lléveme usted a Chelsea». Pero su sentido de lo que estaba bien era muy fuerte. Además, no se encontraba bien y no quería arriesgarse a otro ridículo como el de la noche anterior. También Holly le estaría esperando ya lo que le había comprado. Y no es que le fingiera cariño su nietecilla para sacarle regalitos, no; que la chiquilla era toda entusiasmo por él. Entonces, con el cinismo amargo de los viejos, pensó si el afecto que le mostraba Irene no sería fingido. Pero no: Irene no era tampoco hipócrita. Además, saltaba a la vista, no era persona que supiera aprovecharse de nada; no tenía sentido de la propiedad, la infeliz. Y sobre todo, que él no le había dicho una palabra sobre aquel codicilo, ni pensaba hacerlo…
En el coche, que le esperaba en la estación, estaba Holly con el perro Baltasar, y los juegos a que se entregaron en el camino le marearon bastante. Pasó el resto del día y casi todo el siguiente contento y descansando a la sombra del roble, mientras el sol bañaba el campo y las flores. Pero el jueves empezó a contar las horas que faltaban: sesenta y cinco hasta que fuera otra vez a encontrarse con ella y regresar a su lado por el camino. Pensó en consultar al médico sobre aquello que le había dado; pero el hombre se empeñaría en que tenía que guardar cama, en que necesitaba reposo, tranquilidad absoluta y todas aquellas monsergas de los médicos. Y ni le llamó, ni le dijo una palabra a su hijo en la carta que le escribió, pues aquello los haría regresar antes todavía. Y si este silenciar su accidente fué por no anticiparles el viaje o por no desbaratar sus planes, fué cosa que no se puso a considerar.
Aquella noche, cuando en su despacho acababa de fumarse el cigarro y se estaba adormilando, oyó el ruido de una falda y percibió un aroma de violetas. Abrió los ojos y la vio, vestida de gris, en pie junto a la chimenea, con los brazos tendidos. Lo raro era que, aunque sus brazos parecían vacíos, se iban curvando como en torno al cuello de alguien, y el cuello de ella estaba echado atrás y tenía los labios entreabiertos y los ojos cerrados. Desapareció al momento, y allí quedó la chimenea con los bronces en la repisa. Pero ni repisa ni bronces estaban cuando estaba ella, sólo el hueco de la chimenea y la pared… Algo asustado, se levantó.
—Tengo que tomar una medicina —se dijo—. No puedo estar bien.
El corazón le latía velocísimo, sintió que le faltaba aire y hubo de abrir la ventana para respirar. Un perro ladraba en la lejanía, un perro de la granja de Gage, sin duda. La noche estaba muy serena, pero muy oscura. «Me dormí, no puede ser de otra forma; eso es todo. Y, sin embargo, juraría que tenía los ojos abiertos. Un sonido como el de un suspiro pareció responderle».
—¿Qué es eso? —preguntó sobresaltado—. ¿Quién está ahí?
Apretándose el corazón con la mano, para amortiguar sus saltos, salió a la terraza. Algo blando se escurrió en la oscuridad. Era el gato gris, tan grande, que tenían. «El joven Bosinney era como un gato grande», pensó. Era él el que estaba aquí, al que ella…
Anduvo hasta el borde de la terraza, y mirando en la oscuridad, pudo ver las margaritas del terreno sin segar. Hoy viven, mañana no vivirán… Y apareció la luna, que lo veía todo, a los viejos y a los jóvenes, a los vivos y a los muertos, y a la que nada le importaba. Y miró la fachada de la casa. Vio las ventanas del cuarto de los niños: su nietecita estaría dormida. «Que no le despierte el perro ese —pensó—. ¿Qué será lo que nos hace amar y morir? Bueno; tengo que irme a la cama». Y volvió a cruzar la terraza, cuyas piedras lucían grises a la luz de la luna, y se metió dentro.
¿Cómo podrá un hombre viejo vivir sus días, si no es evocando el pasado? Claro que en eso no hay calor violento; sólo débiles rayos de sol invernizo. Así, la concha puede resistir la agitación suave de la dínamo del recuerdo; del presente, desconfiaría, y el pensamiento del futuro es insoportable. Desde sombra densa vigilará el sol, que quiere subirle por las piernas; si es sol estival, que no se aventure a él el hombre viejo…, podría resultarle excesivo. De esta manera declinará poco a poco, hasta que una mañana cualquiera, sobre una tumba, aparezca grabado su nombre. Si se atiene a estos sanos principios, un Forsyte vivirá mucho, y mucho todavía después de morir.
El viejo Jolyon se daba cuenta de todo esto, pues está escrito que un Forsyte no amará más la belleza que el buen sentido, ni sus propias inclinaciones más que su salud. Y algo se agitaba en él aquellos días, en que con cada palpitación adelgazaba un poco más la ya delgada concha. Su sagacidad lo comprendía; pero comprendía también que no podía detener aquellos latidos, ni los hubiera detenido de poder. Y, sin embargo, si alguien le hubiera dicho que ya no vivía de rentas, sino de su capital, le hubiera mirado con desprecio. No, no; un hombre no vive de su capital: los tópicos del pasado son más reales que las verdades del presente. Y a él, para quien vivir del capital siempre fuera anatema, no podía aplicar tan tremenda frase a su caso. El placer es sano; la belleza es dulce de vivir; ¡vivir de nuevo de la juventud de los jóvenes!… ¿Qué otra cosa estaba él haciendo?
Metódicamente, como había procedido siempre en todo, disfrutaba ahora de sus días. Los martes iba a Londres en tren; Irene cenaba con él e iban a la Opera. Los jueves iba a la ciudad en coche, y haciendo que el cochero le esperara, la encontraba en los jardines de Kensington, tomaba el coche después de dejarla, llegaba a Robin Hill para la cena. Decía en su casa que tenía negocios en Londres esos días. Los miércoles y sábados, ella iba a darle lección a Holly. Cuanto más gusto iba sacando a su compañía, más exigente era, con exigencia de tío anciano y cariñoso; que eso era en definitiva, pues ¿qué otra cosa podría ser? Y, sin embargo, si se retrasaba se ponía nervioso, y dos veces que no fué, no pudo dormir.
Y así pasó un mes; un mes de verano en los campos y en su corazón, con el calor inherente y la fatiga que era su consecuencia. ¡Quién hubiera predicho semanas antes que pensaría en el regreso de su hijo y su nuera con temor! Es que era deliciosa aquella libertad, aquel recobrar la independencia que un hombre pierde al formar una familia, aquella compañía que había hallado, que no le pedía nada y que permanecía siempre un poco en el misterio. Era como un trago de vino para quien ha estado bebiendo agua tanto tiempo, que se le ha olvidado que existe el vino y que produce revulsión en la sangre y sopor en el cerebro. Las flores tenían colores más vivos; los olores, la música, tenían una calidad vital más rica. Había ahora para él una razón de vivir que le excitaba continuamente y le anticipaba el gozo. Vivía aquello, no el pasado; la diferencia es considerable para las personas de su edad. Los placeres de la mesa, que nunca fueron mucho para una naturaleza sobria, carecían ahora por completo de valor. Comía poco, sin saber lo que comía; y cada día estaba más delgado y más gastado. Volvía a ser «un papel de fumar», y a esta delgadez, su frente abombada y los huecos de los parietales le daban más dignidad que nunca. Se daba perfecta cuenta de que debiera llamar al médico; pero la libertad de que disfrutaba era demasiado dulce para perderla. No podía permitirse cuidar sus frecuentes ahogos y su dolor de costado a expensas de aquella libertad. Fumaba demasiados cigarros; la regla siempre había sido fumar dos cada día. Ahora fumaba tres y hasta cuatro, como hace el hombre que se ve lleno de espíritu creador. Pero muchas veces pensaba: «Debía dejarme el tabaco y el café. Debía dejar de andar correteando por Londres». Pero no lo hacía; nadie tenía autoridad para darse cuenta de nada, y aquello era demasiado precioso para abandonarlo. Quizá los criados estuviesen extrañados, pero no los preocuparía demasiado lo que no les afectaba. Mademoiselle Beauce pensaba demasiado en sus procesos digestivos y era demasiado «bien educada» para hacer alusión alguna. Holly todavía no podía darse cuenta del estado aparente de nadie, y menos de él, que era a la vez su juguete y su dios. Sólo a Irene le quedaba la tarea de decirle que comiera más, que reposase a las horas de calor, que tomase un tónico, etc. Pero no le decía que comprendía ser ella la causa de su delgadez, pues nadie percibe los destrozos que produce en los demás. Un hombre de ochenta y cinco años no tiene pasiones; sólo la belleza que produce la pasión actúa sobre él, hasta que la muerte cierra los ojos que la percibían.
El primer día de la segunda semana de julio recibió una carta de su hijo, fechada en París, anunciándole que estarían en casa el viernes. Así tenía que suceder; pero con la conmovedora impresión que Dios concede a los ancianos para que puedan resistir hasta el final, no lo había admitido nunca. Ahora se imponía hacer algo. No podía vivir sin aquel nuevo interés que se le había presentado; pero lo que se puede perder existe, y los Forsytes lo aprenden por experiencia. Se sentó en su sillón de cuero, dando vueltas a la carta, temblándole en los labios el cigarro sin encender. Pasado el día siguiente, tendría que abandonar sus expediciones a Londres. Lo más que podría hacer es ir una vez por semana, pretextando necesidad de ver a su hombre de negocios. Pero hasta eso dependería de su salud, pues ahora todos empezarían a vueltas con si estaba delgado o no, si comía o no comía. ¡Las lecciones! ¡Las lecciones tendrán que continuar! Ella tenía que tragarse sus escrúpulos, y June tendría que guardarse sus sentimientos en el bolsillo. Ya lo había hecho una vez, el día siguiente al de la noticia de la muerte de Bosinney; pues lo que había hecho entonces tendría que hacerlo ahora. Ya hacía cuatro años que había sufrido la ofensa. Un cristiano no puede guardar rencor eternamente… June tenía una voluntad muy fuerte, pero más fuerte la tenía él. Irene era tierna, y seguramente haría aquello por él, por no hacerle sufrir. Las lecciones tenían que seguir, pues si seguían subsistiría él. Y encendiendo al fin el cigarro, trató de pensar cómo explicar a los que venían aquella extraña intimidad, cómo velar la verdad desnuda…, la realidad de que él no podía dejar de percibir la belleza. ¡Ah! ¡Holly! Holly la quería mucho; a Holly le gustaban sus lecciones… ¡Ella, su nietecita, le salvaría! Y con aquel pensamiento feliz se tranquilizó y llegó a extrañarse de haber estado tan preocupado. No debiera preocuparse, pues la preocupación le dejaba muy débil.
Aquella noche, después de cenar, le volvió el mareo, aunque no se desvaneció. No quiso llamar, pues comprendía que produciría alarma y haría que su salida del día siguiente pareciese más extraordinaria. Cuando uno se hace viejo, el mundo entero conspira contra la libertad. ¿Y por qué? Sólo para conservarle a uno la respiración otro poco… Él no quería subsistir a ese precio. Sólo el perro Baltasar presenció su recuperación; vio ansioso cómo su amo sacaba una botella de brandy y tomaba un poco, sin acordarse de darle a él una galleta. Por fin, el viejo Jolyon se fué a la cama. Y aunque por la mañana no se encontraba bien del todo, el pensar en la tarde que se aproximaba le fortalecía. Era una satisfacción darle una buena cena… Temía que casi no comiera cuando estaba sola. Le parecía que la ópera no era lo que más le gustaba. De todas formas, aquélla sería la última vez que la llevaría. Cuando estaba haciendo su maletín, sintió que le molestaba la idea de vestirse para cenar y que le agobiaba tenerle que decir que June regresaba.
La ópera que vieron aquella noche fué Carmen, y él escogió el último entreacto para darle la noticia, difiriéndola instintivamente al último instante. Ella la recibió con calma: la máscara estaba, como tantas veces, cubriendo en su cara toda expresión de sentimiento. Necesitaba tiempo para pensarlo, no había duda. No quería obligarle a tomar una decisión rápida, pues al día siguiente iría a la lección, y entonces era el momento de ver si se había acostumbrado a la idea. En el coche hablaron sólo de la representación de Carmen que habían visto; en sus tiempos lo hacían mejor, pero aquélla no estaba mal del todo. Al darse la mano en despedida, ella se inclinó rápidamente y le besó la frente.
—Adiós, tío Jolyon. Has sido muy bueno conmigo.
—Hasta mañana, pues —dijo él—. Buenas noches, y que duermas bien —y ella dijo como un suave eco—: Que duermas bien —y desde la ventanilla del coche, que ya andaba, le vio volver la cabeza hacia él y extender la mano en un gesto como si quisiera retenerle.
Se fué despacio a su habitación. Nunca le daban la misma en aquel hotel, y no podía acostumbrarse nunca a un cuarto. Estuvo desvelado, y aquella maldita habanera se le repetía en la memoria sin cesar. En la vida siempre había algo que trastornaba todos los planes, algo que hace a hombres y mujeres danzar a distinto son del deseado. Uno se cree que domina su vida, pero la vida se escapa del humano control, se lanza sobre uno, obliga a ceder aquí y a ceder allí, y de repente resulta que las cosas no fueron lo que se quisiera que hubieran sido.
Pero ¡qué calor hacía allí! ¡Y cuánto ruido! La frente le ardía; ella se la había besado precisamente donde le solía doler, como si hubiera sabido el sitio y quisiera con su beso borrarle todo dolor. Pero lejos de eso, el beso le había dejado una zona de malestar. Nunca había hablado con aquella voz, no había hecho nunca aquel gesto de quererle retener, ni se había vuelto a mirarle cuando se alejaba. Se levantó del lecho y corrió las cortinas de la ventana; el cuarto daba al río. Había poco aire, pero la vista de aquella gran vena de agua, discurriendo tranquila, con perennidad eterna, le tranquilizó.
«Lo verdaderamente importante —pensó— es no preocuparse. Pensaré en mi nieta y me dormiré».
Pero no hizo más que coger el sueño unas cuantas veces y volverlo a perder.
Cuando al día siguiente llegó a su casa, salió con Holly a coger un gran ramo de claveles. Eran, dijo a la niña, para la señora de gris; y los puso en un florero en la mesa de su despacho, adonde pensaba llevar a Irene en cuanto llegara para hablarle del regreso de June y de las futuras lecciones. La fragancia y color de las flores ayudarían mucho. Después de almorzar, se echó un poco, pues se sentía muy cansado, y el coche no la traería de la estación hasta las cuatro. Pero cuando la hora se iba aproximando, se iba poniendo más nervioso y se fué a la habitación donde daban la clase, pues desde ella se veía la carretera. Se sentó junto a la ventana, y el perro Baltasar, a su lado. Cada rayo de sol que entraba tenía un brillar doloroso para su vista; el perro olía mal; el perfume de los espliegos que había sobre el piano de dar clase era insoportable; los gusanos de seda de Holly parecían desagradablemente vivos, y la cabecita negra de la niña, inclinada sobre ellos, tenía un lustre molesto. La vida era de una dureza maravillosa y cruel para los viejos y los débiles; parecía hacerle burla con su multitud de formas y colores. Hasta aquellas últimas semanas no había experimentado la rara sensación de tener una mitad de su ser ansiosamente agarrada al río de la vida, y la otra mitad anclada con fuerza a la orilla, observando el inevitable curso de las aguas. Solamente cuando Irene estaba con él perdía aquella molesta sensación.
Holly volvió la cabeza y señaló con el puñito cerrado al piano (pues eso de señalar con el dedo estaba feo) y dijo:
—El piano es también una señora de gris…
—¿Quién le ha puesto ese trapo encima?
—Mademoiselle.
—¡Bah! ¡Qué ocurrencia más tonta!
¡Vaya con la francesa! No se había resignado a que las lecciones de música se dieran sin su intervención. Oyó que la niña decía:
—Cuando mamá esté en casa, no vendrá la señora de gris a enseñarme a tocar, ¿verdad? A mamá no le gusta que venga gente.
Aquellas palabras le pusieron bien de manifiesto la amenaza que se cernía sobre su libertad. Tendría que resignarse a ser un pobre viejo víctima de los cuidados y precauciones de todos, o luchar para defender su amistad nueva, y la lucha le cansaba mortalmente. Pero su cara seca y delgada se endureció en voluntad de luchar. Estaba en su casa: la amistad de Irene era cosa suya. ¡No cedería! Miró el reloj viejo y delgado como él; hacía cincuenta años que lo tenía. ¡Ya eran más de las cuatro! Y dándole un beso a Holly, se marchó al hall. Quería hablarle antes que empezara. Cuando oyó el ruido del coche salió al portal; pero el coche venía vacío.
—El tren ha venido, señor; pero la señora, no.
—Muy bien —dijo el viejo Jolyon, y se internó en la casa. Llegó al despacho y se sentó, temblando como una hoja. No, no había perdido el tren.
«Adiós, tío Jolyon»… ¿Por qué adiós, en vez de buenas noches? Y aquel gesto que hizo… Y el beso que le dio… ¿Qué significaba todo aquello? Se sintió alarmado y colérico. Anduvo a grandes pasos por la habitación, desde la puerta a la ventana. ¡Le dejaba, le abandonaba! Y no podía hacer nada para evitarlo. ¡Un viejo deseoso de belleza! ¡Qué cosa tan ridícula! No tenía derecho a nada cálido y amable; no tenía derecho más que al recuerdo y al dolor. No podía suplicarle, pues, eso sí, un viejo ha de conservar toda la dignidad. Durante más de una hora se paseó por el despacho, y las flores que había cogido le hacían burla con su aroma. De todas las cosas que hay que sufrir, el no poder hacer lo que se quiere es la más dura para quien ha impuesto siempre su voluntad. Se sentía como un pez cogido en la red, enloquecido buscando un agujero por donde escaparse, pero sin hallar ni esperanza de encontrarlo. A las cinco le llevaron el té, y con él, una carta. Por un instante le animó la esperanza. Abrió el sobre con el cuchillo de la mantequilla y leyó:
Queridísimo tío Jolyon:
Mucho me duele tenerte que escribir una cosa que te va a hacer sufrir. Pero anoche no tuve el valor de decírtela. No puedo seguir dándole lección a Holly ahora que June va a regresar. Hay cosas que se sienten demasiado para poder olvidarlas. Para mí ha sido una gran alegría volver a verte y conocer a la niña. Te veré algunas veces cuando vengas a Londres, pero ten en cuenta que no te conviene salir; me parece que te fatigas mucho cada vez que andas. Debes descansar durante todo este tiempo de calor, y ahora que vuelve tu hijo, te sentirás feliz. Un millón de gracias por todo lo bueno que has sido conmigo.
Te quiere mucho,
IRENE
¡Ya estaba explicado todo! De nada le servía tratar de disfrutar y, sobre todo, intentar sustraerse a la idea del fin inevitable de todo, a la idea de la muerte que se le acercaba con pasos que ya oía ¡No haría ya nada para él!
Se le enfrió el té, y el cigarro se quedó sin haberlo encendido; se sentía desgarrado y sujeto, por una parte, a lo que le imponía la dignidad, y por otra, al deseo de prolongarse un poco la vida. Sin duda que si le dijera todo lo que representaba para él, que si le dijera que la necesitaba para poder seguir viviendo, comprendería. Se sentó y tomó una pluma. Pero no podía escribir. Había algo que le hacía intolerable la idea de humillarse hasta tal extremo, que le impedía suplicarle que le dejase echar una última ojeada a su belleza. Era tanto como confesar chochez. Pero escribió así:
Confiaba en que el recuerdo de dolores pasados no interrumpiría lo que es un placer para mí y un provecho para mi nietecita. Pero los viejos tenemos que reprimir nuestros caprichos, incluso el capricho de vivir; la muerte nos obliga a reprimirlo, más tarde o más temprano; quizá cuanto más temprano, mejor.
Sabes te quiere,
JOLYON FORSYTE.
«Amargo —pensó—, pero no puedo escribir otra cosa. Estoy ya cansado».
Echó la carta en el buzón para que saliera en el correo de la tarde.
Después de la cena, que casi no probó; después del cigarro, que no pudo acabar, pues le mareaba, subió despacito las escaleras y entró en el cuarto de los niños. Se sentó a la cabecera de Holly; una lucecita débil que dejaban siempre le permitía verla. ¡Qué gusto si pudiera dormir como aquella niña! Separó un poco las cortinas y miró afuera. La luna se levantaba, color rojo sangre. Nunca había visto la luna tan roja. «Mi vida ha sido larga —pensó—. He disfrutado de lo mejor de ella; no debo ser ingrato. He gozado mucho en la belleza cuando joven. El pobre Bosinney decía que tenía sentido de la belleza». Cerró los ojos. Le vino el pensamiento de que no los volvería a abrir, y dejó que la idea se afirmara en su mente y se sintió hundirse; entonces, con un escalofrío, levantó los párpados como pudo. Estaba malo, no cabía duda. Tenía que llamar al médico sin falta. ¿Qué importaba ya? En aquel soto, la luz de la luna debía reinar en absoluto. No habría pájaros ni flores; sólo sombras. Dos sombras estarían reclinadas en el tronco: ella y Bosinney. Y las ranas y los animalillos diminutos estarían cantando. ¡Cómo sonaba el reloj en aquella habitación! Se puso en pie y quedó mirando a Holly. La niña, como percibiendo que la miraban, cambió de postura y se cubrió la cara con un bracito. Salió de puntillas al pasillo; llegó a su cuarto, se desnudó y se acostó en seguida. Permaneció largo tiempo sin moverse y sin poder dormir, tratando de encontrar resignación…
A la mañana siguiente se despertó tan sin fuerzas y agotado, que mandó llamar al médico. Después de reconocerle, el hombre puso una cara de un palmo de larga y le ordenó quedarse en cama y no fumar. No era prescripción dura: ni tenía para qué levantarse ni le gustaba fumar cuando se sentía enfermo. Pasó la mañana muy aburrido, dando vueltas al Times, pero sin leer mucho; el perro Baltasar estaba debajo de la cama. Con el almuerzo le trajeron un telegrama que decía:
Recibí carta; voy esta tarde; estaré contigo tres treinta.
IRENE
¡Por fin! ¡La vería! ¡No le había abandonado! Se tomó la sopa y puso a un lado la mesita y se estuvo muy quieto hasta que hubieron retirado el servicio y le dejaron solo. De cuando en cuando guiñaba los ojos. ¡Iba a verla!
A las tres se levantó, y lentamente, sin hacer ruido, se vistió. Abrió la puerta cuidadosamente y bajó la escalera. En el hall, el perro Baltasar estaba solo; seguido del animal, el viejo Jolyon entró en su despacho y por el balcón practicable salió a la tarde quemante. Quería encontrarla en el soto; pero se dio cuenta de que con el calor que hacía le iba a ser imposible. Se sentó bajo el roble, y el perro Baltasar, que también notaba el calor, se tumbó a su lado.
Sonreía feliz. ¡Qué minutos deliciosos! ¡Qué zumbar de insectos y arrullar de palomas! Aquel día era la quinta esencia del verano… Ella venía, no le había abandonado. Tenía todo cuanto pudiera pedir a la vida. La vería llegar; cuando pasara los helechos, vería su figura ondulante, gris, pasando entre margaritas y flores silvestres. Él no se movería, pero ella se acercaría diciéndole: «Tío Jolyon, cuánto lo siento»… Y se sentaría a su lado, y él podría mirarla y decirle que no había estado muy bien, pero que ahora se encontraba perfectamente, y el perro le lamería las manos. El perro se daba cuenta de que su amo la quería, y él la quería también. Era un perro muy bueno.
La sombra era intensa bajo el roble; el sol no podía molestarle, y no había más que iluminar el mundo para él y aclarar la atmósfera para que viera Epsom en la lejanía. Disfrutaba oliendo los limoneros y el espliego. ¡Por eso había por allí tantas abejas! Andaban agitadas, excitadas, como su corazón. Tenía sueño, tenía sueño y embriaguez de miel y de felicidad. ¡Verano!… ¡Verano!, parecía decir el zumbar de los abejarrones, de las abejas y de las moscas.
El reloj del establo dio las cuatro; dentro de media hora, ella estaría allí. Se echaría una siestecita muy breve, pues había dormido muy poco los últimos días, y así estaría descansando cuando ella viniese. Y recostándose cuanto le permitía la rústica silla, cerró los ojos. Un vilano se acercaba movido por el escaso aire que hacía y se quedó prendido en su bigote, más blanco aún. No se dio cuenta, pero lo movía con su respirar. Un rayo de sol se filtró de alguna manera y cayó sobre su bota Una abeja empezó a dar vueltas en torno a su sombrero de paja. Y la deliciosa sensación de sueño se apoderó de su cerebro y la cabeza se le dobló sobre el pecho. ¡Verano!… ¡Verano!, seguían murmurando las abejas.
Dio el cuarto en el reloj del establo; el perro Baltasar se estiró y miró a su amo. El vilano dejó de moverse. El perro descansó la cabeza sobre la bota que recibía el rayo de sol. Pero la retiró rápidamente, se levantó y saltó al regazo del viejo Jolyon; le miró a la cara y lanzó un quejido; saltó al suelo otra vez y se sentó sobre las ancas, mirando. De repente, lanzó un aullido largo, muy largo.
Pero el vilano seguía parado en el bigote de su amo, que tenía la cara inmóvil también.
¡Verano!… ¡Verano!… ¡Verano!
Aquellos ligeros pasos sobre la hierba…