Los recuerdos del pasado que llenan los días de un hombre viejo no habían estado para el viejo Jolyon tan retraídos como lo estuvieron en las setenta horas que pasaron hasta el domingo. El espíritu del futuro, con el encanto de lo desconocido, fué el que le acompañó con insistencia. El viejo Jolyon no estaba intranquilo ya, no hacía visitas al tronco: ella vendría a almorzar. Una cita para una comida es algo muy seguro, pues nadie deja de comer, a menos que surjan cosas inevitables. Jugó mucho con la pequeña Holly en el jardín. «Esta niña no era Forsyte», pensaba viéndola jugar. El perro Baltasar, que estaba siempre delante, intervenía en el juego cuanto podía. Y como el tiempo iba de prisa, cada día le parecía más largo que el anterior. La noche del viernes tomó una píldora para el hígado; el costado le dolía bastante, y como no era al lado del hígado, el remedio le sentó muy bien… Si alguien le hubiera dicho que había encontrado una excitación para su vida y que excitarse no le convenía a sus años, le hubiera contestado que él sabía lo que le convenía mejor que nadie.
El domingo por la mañana, cuando Holly estaba con la nurse en misa, fué a ver las fresas. Acompañado por el perro Baltasar, examinó las plantas cuidadosamente y pudo encontrar hasta dos docenas de frutas que estaban realmente maduras. No le sentaba bien el agacharse, y se puso muy encarnado por la frente y quedó soñoliento. Después de colocar las fresas en un plato, se lavó las manos y se humedeció las sienes con agua de colonia. Frente al espejo, se le ocurrió que estaba más delgado. De joven había sido un hito… Le gustaba ser así, pues no podía soportar una persona gorda; pero ahora era quizá demasiado. Ella llegaría en el tren de las doce y media, y subiría por el camino de la granja de Drage hasta el soto. Y tras mirar en el cuarto de June a ver si faltaba algo, echó a andar para encontrarse con ella cuando llegase, pues su corazón le saltaba y no le dejaba esperarla tranquilamente. El aire estaba perfumado, las alondras cantaban, y la atmósfera era tan límpida, que se veía Epsom. ¡Un día perfecto! En un día así, seis años antes, Soames había llevado a Bosinney a ver los terrenos antes de edificar. Fué Bosinney quien había determinado el lugar exacto donde levantar la casa; June se lo había dicho muchas veces. En aquellos días él estaba muy preocupado pensando en el joven arquitecto, como si su espíritu estuviera rondando por el lugar en espera de ver una vez más a Irene… Bosinney, el único hombre que había poseído su corazón, el único ser a quien ella había dado su cariño sin reservas, era envidiable a pesar de su trágico fin. A su edad, él no podía ya comprender bien las cosas de esa naturaleza; pero el pensamiento le producía molestia, como si se le infiltrase el espíritu de unos celos impersonales, sentidos por otro… Pero también sentía una lástima generosa por el fin lamentable de aquel amor. Miró el reloj: todavía le quedaban veinticinco minutos de espera. Y volviendo la cabeza, la vio exactamente en el sitio de la primera vez, en el tronco, y comprendió que debía de haber venido en el tren anterior para estar allí sola un par de horas sentada. Dos horas de su compañía… perdidas. ¿Qué recuerdo tan querido para ella podía tener aquel tronco? Su cara debía de mostrar lo que estaba pensando, pues ella dijo en seguida:
—Perdonadme tío Jolyon; pero aquí fué donde por primera vez comprendí que le quería.
—Sí, sí; y aquí está para cuando quieras venir. Es tu tronco. Pareces cansada, una verdadera londinense. Estarás dando demasiadas clases.
La idea que le producía el que tuviera que estar aguantando torpes escalas de torpes dedos de niñas le era insoportable.
—¿Y a quién das esas clases?
—La mayoría son familias judías, por fortuna.
El viejo Jolyon quedó sorprendido desagradablemente. A todos los Forsyte los judíos les parecían extraños y de poco fiar.
—Les gusta la música y son muy atentos.
—Claro que serán atentos; ¡estaría bueno que no lo fueran!
Se apoyó en su brazo, pues al subir cuestas, el costado le dolía más. Dijo:
—¿Ves tú qué flores tan bonitas? Han salido durante la última noche.
Sus ojos parecían volar sobre el campo como abejas de flor en flor.
—Quería que vieses esto de día.
Y acordándose de que ella había venido a hablar de Bosinney, señaló la torre con reloj que había sobre los establos.
—Seguro que él no me hubiera dejado poner esto aquí… No le importaba nada el tiempo, si no recuerdo mal.
Pero apretándole el brazo con la mano, ella se puso a hablar de flores, y él comprendió que lo hacía para que no le pareciera que venía sólo por hablar de su muerto querido.
—La mejor flor que puedo enseñarte —dijo, con una especie de triunfo— es mi nieta. Vendrá en seguida de la iglesia. Tiene algo en su aspecto, en su modo de ser, que me hace pensar en ti.
Y no le pareció raro haber dicho aquello en vez de decir: «Hay algo en ti que me hace pensar en ella». Pero ¡por allí venía la niña!
Holly, seguida de cerca por su nurse francesa, que tenía el estómago destrozado desde el sitio de Estrasburgo, venía corriendo hacia ellos. Se paró unos pasos antes de alcanzarlos para acariciar al perro Baltasar, fingiendo que aquello era lo único que le preocupaba. Pero el viejo Jolyon, que la conocía bien, le dijo:
—Mira, nena: aquí está la señora del traje gris que te he dicho iba a venir a verte.
Holly levantó la cabeza. Los miró a los dos mientras Irene sonreía. La niña sonrió también, pero con una sonrisa profunda: tenía también sentido de la belleza. El viejo Jolyon disfrutó viéndolas besarse.
—La señora Heron… La señora Beauce… ¿Qué tal, mademoiselle? ¿Cómo ha estado el sermón?
Pues ahora que comprendía no le quedaba mucho que vivir, se interesaba mucho por los sermones. Mademoiselle Beauce extendió su fina mano enguantada en cabritilla —había estado en muy buenas casas— y sus ojos tristes parecían preguntar: ¿Está usted bien educada, señora? Siempre que Holly o Jolly le hacían algo que le molestaba, cosa no infrecuente, les decía: «Los hijos del señor Tayleur nunca hacían eso… ¡Eran unos niños bien educados!». Jolly odiaba a los hijos del señor Tayleur. Holly se preguntaba qué tendrían aquellos niños.
La comida fué un éxito; las setas que él mismo había cogido, las fresas que él también fuera a buscar y otra botella de Steinberg le llenaron de cierta espiritualidad romántica y de la seguridad de que al día siguiente tendría eczema. Después del almuerzo se sentaron bajo el roble a tomar café. No le disgustó nada que mademoiselle Beauce se retirase a escribir su carta de los domingos a su hermana, cuyo futuro se había visto en peligro tiempo atrás por haberse tragado un alfiler, suceso recordado cada día para prevenir a los niños de la necesidad de comer despacio y de masticar bien. Sobre la hierba, Holly y el perro Baltasar jugaban. Jolyon miraba a Irene, una figura suave y vaporosa, con un brochazo de sol aquí y allí sobre el gris de su vestido y los labios entreabiertos y los ojos un poco cerrados. Parecía contenta; sin duda le gustaba ir a verle. El egoísmo de la mucha edad no se había apoderado de él por completo, pues todavía encontraba satisfacción en la satisfacción de los demás.
—Esto está muy tranquilo; quizá te resulte aburrido a ti —le dijo—. Si lo pasas mal, no vengas. Pero verte es un placer para mí. La niña es la única persona que ahora me da gusto ver, excepto tú.
De su sonrisa dedujo que no le era indiferente que la apreciaran, y esto le tranquilizó.
—No te estoy engañando; puedes creerme que nunca le dije a una persona que la admiraba sin ser verdad. En realidad, no sé si se lo he dicho a alguna mujer, excepto a la mía en tiempos pasados; pero las mujeres de uno son muy divertidas —y tras un silencio, siguió bruscamente—: Mi mujer esperaba siempre que le dijera más cosas de las que sentía —y su cara apareció turbada, y como temiendo haber dicho algo doloroso, prosiguió—: Cuando mi nieta se case, quiera Dios que sea con uno que comprenda a las mujeres. Yo no estaré aquí para verlo, pero hay muchas ideas confusas en lo referente al matrimonio. Y no quisiera que tropezase con eso —y comprendiendo que había ido de mal en peor, añadió—: Ese perro está siempre molestando.
Callaron ambos. ¿En qué estaría pensando aquella criatura que tenía la vida destrozada, que había terminado con el amor, pero que seguía estando hecha para el amor? Quizá algún día, cuando él ya no estuviera en el mundo, encontrara un compañero. Pero ¿y su marido?
—¿No te molesta nunca Soames? —preguntó.
Negó ella con la cabeza. Su rostro se había vuelto repentinamente sombrío. A pesar de su dulzura, apareció algo violento en ella. Y un destello de comprensión de lo que era la antipatía de los sexos penetró en aquel cerebro de los primeros tiempos victorianos, que nunca había pensado en esas cosas.
—Menos mal. ¿Quieres que demos una vuelta?
Y pasearon, entre árboles y frutos, por el huerto y los establos, mientras Holly y el perro Baltasar corrían delante de ellos, acercándoseles sólo de cuando en cuando en busca de atención. Era aquélla una de las tardes más felices de su vida; pero se cansó mucho y se alegró de entrar en el salón de la música a que ella le sirviera el té. Había ido a jugar una amiguita de Holly: una niña rubia, con el pelo corto como un muchachito. Y las dos jugaban en la galería, en la escalera y en el jardín. El viejo Jolyon quiso oír algo de Chopin. Y ella tocó estudios, mazurcas, valses, hasta que las dos niñas se acercaron al piano, con sus cabecitas rubia y morena, inclinadas y escuchando. El viejo Jolyon las observaba.
—¡Anda, a ver cómo bailáis las dos!
Tímidamente, empezando mal, las dos se lanzaron a bailar. Dando vueltas y más vueltas, pasaban ante la silla del anciano a los acordes de aquel vals. Las miraba embelesado, y la cara de la pianista se volvía hacia las pequeñas con un gesto que quería decir: «¡No he visto nada más encantador en mi vida!». Una voz sonó:
—¡Niña! Mais enfin…, qu’est-ce que tu fais la… danser le dimanche? Viens, donc[29]!
Pero las niñas se acercaron al viejo Jolyon, comprendiendo que él las salvaría.
—A mejor día, mejores hechos, mademoiselle. La culpa es mía. Andando, niñas, a merendar…
Y cuando se hubieron ido seguidas del perro, que participaba de todas las comidas, miró a Irene y le dijo:
—¿Has visto qué encanto de criaturas? ¿No tienes tú ninguna discípula así?
—Sí, tres. Dos de ellas, monísimas.
—¿Sí?
—Sí, preciosas.
El viejo Jolyon suspiró. Sentía un amor insaciable por los niños.
—Mi nietecita se vuelve loca por la música. Algún día será famosa, te lo digo yo. ¿No me darías tu opinión sobre sus posibilidades?
—Pues ya lo creo.
—¿No te gustaría —y se le endureció la voz— darle lección de piano?
La idea de que ella tenía que dar lecciones era desagradabilísima; pero eso supondría que pudiera verla con regularidad. Ella se levantó de la banqueta del piano y fué hacia él.
—Sí que me gustaría. Y mucho; pero ¿qué pensaría June?… ¿Cuándo vuelven?
El viejo frunció el entrecejo.
—No vienen hasta mediados del mes próximo. Pero ¿eso qué importa?
—Tú dices que June me ha perdonado. Pero nunca podrá olvidar, tío Jolyon.
¡Olvidar! Tendría que olvidar si él quería que olvidase.
Pero como respondiendo a sus pensamientos, Irene dijo:
—Tú sabes que no podría. Uno no olvida cuando quiere.
¡Siempre aquel maldito pasado! Y dijo, como sintiendo vejación por no poderle dominar:
—Bueno, ya veremos…
Le estuvo hablando más de una hora de muchas cosas: de los niños, de la vida que hacía, etc., hasta que vino el coche a buscarla. Y cuando se hubo ido, volvió a sentarse en su sillón a soñar con el día que había transcurrido.
Aquella tarde, después de cenar, fué a su despacho y sacó papel y pluma. Estuvo algunos minutos sin escribir; después se levantó, se paró ante su obra Pesqueros holandeses al atardecer y la contempló un rato. No estaba pensando en el cuadro, sino en su vida. Le iba a dejar algo en su testamento. Le iba a dejar una parte de su riqueza de sus aspiraciones, de sus acciones, de su trabajo, de todo lo que había echado de menos en la vida… Pero ¿qué era lo que había echado menos? «Pesqueros holandeses», dijo en voz alta, abstraído; se acercó al balcón y lo abrió. Se había levantado viento, y una de las hojas del roble caídas en otoño, que había escapado a la escoba del barrendero, entró en la habitación. Aparte de hacer viento, estaba todo muy tranquilo y le llegaba el olor del heliotropo, que hacía tiempo no se regaba. Pasó un murciélago. Un pájaro emitió su último piar. Y precisamente sobre el roble se encendió la primera estrella. Fausto, enchisterado, cambiaba su alma por unos años de juventud. ¡Morbosa idea! La tragedia estaba en que era imposible aquel negocio. Era imposible rejuvenecerse por amor a la vida ni por nada. No le quedaba más que contemplar la belleza desde una tremenda lejanía y legar algo en el testamento. Pero ¿cuánto? Y no diciéndole nada la dulce noche que contemplaba desde el balcón, se metió en el cuarto y se acercó a la chimenea. Allí estaban sus bronces que tanto quería: una Cleopatra con el áspid en el seno; un Sócrates; un perro jugando con otro más pequeño; un hombre fuerte y poderoso sujetando unos caballos. «Duran…», pensó. Y sintió angustia. Pasarían mil años y aquellas estatuillas subsistirían.
¿Cuánto? Bueno, lo bastante para evitarle envejecer antes de tiempo, para conservar puras y juveniles las líneas de su rostro; lo bastante para que aquel cabello rubio se volviera gris y blanco sin prisas. Él podía vivir unos cinco años más. Para entonces, ella tendría más de treinta. ¿Cuántos? Ella no llevaba en sus venas ni una gota de su sangre. De su lealtad a su vida de más de cuarenta años, desde que se casó y fundó esa cosa misteriosa que se llama una familia, le vino esta prevención: «¡Quien no sea de tu sangre, no tiene derecho a nada tuyo!». Su verdadero futuro estaba en los que llevaban su sangre, en los que él viviría después de muerto. Se separó de sus bronces y se quedó mirando al sillón de cuero verde, en el que se había sentado y había fumado tantos cigarros. Y de repente le pareció verla sentada allí, con su vestido gris, fragante, suave, con los ojos de negro azabache, graciosa, mirándole a él. ¿Por qué? ¡Él no le importaba a ella! Lo que únicamente le importaba era el recuerdo de su amado. Pero ella estaba allí, produciéndole placer, quisiera o no, con su belleza y su gracia. Nadie tiene derecho, de viejo, a imponer su compañía; no debiera pedirle que fuera a verle y tocara para él y no recompensarla luego… En este mundo hay que pagar el placer. ¿Cuánto? Después de todo, él dejaría mucho; su hijo y sus nietos no iban a notar la falta de aquel pellizco. Él se lo había hecho todo, desde el primero al último céntimo; bien podía permitirse la satisfacción de dejar a quien quisiera algo de lo suyo. Volvió a su mesa. Escribió:
Amigo Herring:
Redácteme un codicilo a este efecto: «Dejo a mi sobrina Irene Forsyte, nacida Irene Heron, que en la actualidad usa este nombre, la cantidad de quince mil libras sin impuestos de derechos de sucesión».
Atentamente le saluda su afectísimo,
JOLYON FORSYTE.
Cuando hubo cerrado y puesto sello en el sobre, volvió al balcón. Ya estaba totalmente oscuro, pero muchas estrellas brillaban en el cielo.