II

Dos días de lluvia, y el verano entró suave y soleado. El viejo Jolyon paseaba y hablaba con Holly. Al principio se sentía más fuerte y lleno de vigor; después se sentía impaciente. Casi todas las tardes iba con su nieta paseando hasta el tronco. «No está, no está», solía pensar, y se volvía hacia la casa arrastrando los pies con cansancio y apretándose con la mano el costado. De vez en cuando le asaltaba la duda: «¿Vino en realidad, o es que lo soñé?». Y se quedaba mirando al aire, mientras que el perro Baltasar le miraba a él. ¡No volvería otra vez! Abría las cartas de España con menos interés. No regresaría hasta julio; sintió, cosa rara, que lo podía soportar muy bien. Cada día, a la hora de cenar, clavaba la mirada en el sitio donde Irene se había sentado. Pero no estaba allí, miraba a otra parte.

Siete días después de la visita, pensó: «Tengo que comprarme unos zapatos». Avisó al cochero y partió. Al pasar por Putney, camino de Hyde Park, se dijo: «Podría llegarme a Chelsea y verla». Y dijo a Beacon:

—Lléveme a donde llevó a aquella señora la otra noche.

El cochero volvió la cara ancha y encarnada, y preguntó:

—¿La señora del traje gris?

—Sí, la señora del traje gris. ¿Qué otra señora podía ser? ¡Qué hombre tan tonto!

El coche paró ante un bloque de casas, todas de tres pisos. Con su buen instinto comprendió el viejo Jolyon que eran casas muy humildes. «No paga más de sesenta libras al año». Y entrando, miró la placa de nombres. El «Forsyte» no figuraba allí, pero frente a «Primero C» estaban las palabras: «Señora Irene Heron». ¡Había vuelto a su apellido de soltera! Y aquello le agradó. Subió despacio la escalera, sintiendo otra vez el dolor de costado. Se detuvo un instante antes de llamar. ¡No estaría en casa! Y entonces…, ¡a comprarse los zapatos! ¿Para qué quería él zapatos a sus años? No usaría ya todos los que tenía. El pensamiento era triste.

—¿Está la señorita en casa?

—Sí, señor.

—Dígale que está Jolyon Forsyte.

—Muy bien, señor. ¿Quiere pasar por aquí?

El viejo Jolyon siguió a la muchacha, que era muy jovencita, no mayor de los diecisiete, a un salón muy pequeño con las persianas echadas. Había allí un piano vertical y una suave fragancia en el ambiente. Se quedó de pie en medio de la habitación, con la chistera en la mano, pensando que Irene debía de ser verdaderamente pobre. Se vio en un espejo encima de la chimenea. ¡Qué viejo era! Oyó un ruidillo y se volvió. Estaba tan cerca, que casi le pasó los bigotes por la frente, por donde asomaban sus hilos de plata.

—Pasaba por aquí y se me ocurrió subir a verte, a ver cómo habías llegado la otra noche.

Y viendo su sonrisa se tranquilizó; sin duda le agradaba su visita.

—¿Quieres venir a dar una vuelta por el parque? Anda, ponte el sombrero y vamos.

Pero mientras ella iba a prepararse, lo sintió. ¡El parque! James y Emilia vivían allí… La mujer de Nicolás o algún otro miembro de su encantadora familia estaría por allí. Y se lanzarían a contar que los habían visto. Mejor no ir. No quería volver a despertar los ecos de la «Bolsa Forsyte». Se quitó un pelo blanco que tenía en la solapa de su bien abrochada levita y se pasó la mano por los bigotes y la cara. Se notó el rostro muy delgado. Últimamente comía muy poco. Tendría que llamar al mediquillo que visitaba a Holly y pedirle que le recetara un tónico. Pero Irene había ya regresado; cuando estuvieron en el coche, le dijo:

—¿Te parece que vayamos a los jardines de Kensington y nos sentemos un poco?

Y añadió:

—Mejor será eso que andar de acá para allá —como si ella le pudiera leer los pensamientos.

Se apearon y entraron en aquel elegante recinto.

—Has vuelto a tu nombre de soltera, ¿eh? No creas que lo siento.

Ella le cogió del brazo.

—¿Me ha perdonado ya June, tío Jolyon?

Él respondió suavemente:

—Sí. ¿Cómo no?

—¿Y tú?

—¿Yo? Yo te perdoné en cuanto me di cuenta de las cosas.

Y quizá era verdad, pues él fué siempre muy propenso a perdonar a la belleza.

Exhaló Irene un hondo suspiro:

—Yo nunca me arrepentí… No podía. ¿Has querido tú profundamente alguna vez, tío Jolyon?

Ante aquella extraña pregunta, Jolyon se quedó mirando al vacío. ¿Había amado? No se acordaba. Pero no quería decir aquello a Irene. Y pensó muy para sus adentros:

—Si te hubiera encontrado a ti cuando yo era joven…, hubiera sido capaz de hacer locuras.

Y tuvo que refugiarse en generalidades:

—El amor es una cosa muy rara. A veces es fatal. Los griegos, creo que eran los griegos, ¿no?, amaban a las diosas, y creo que estaban en lo cierto. Pero aquélla era una edad de oro.

—A Felipe le interesaban mucho los griegos.

¡Felipe! La palabra le hizo estremecerse, pues repentinamente comprendió por qué le toleraba ella: ¡quería hablar de su amor! Bueno; si eso la hacía un poco feliz… Y dijo:

—Era muy aficionado a la escultura, ¿verdad?

—Sí. Amaba el equilibro y la simetría; le encantaba la devoción con que los griegos se entregaban al arte.

¡Equilibrio! Pero él no era muy equilibrado para nada, si se acordaba bien. Y de simetría… No andaba torcido, no. Pero aquellos ojos, ¡y aquellos pómulos que tenía el pobre! ¡Vaya con la simetría…!

—Tú también eres de la edad de oro, tío Jolyon.

El viejo Jolyon la miró desconfiado. ¿Se estaría burlando de él? Pero no: sus ojos eran tan suaves como el terciopelo. ¿Le estaría adulando? ¿Y para qué? No podía conseguirse nada de un vejestorio como él.

—Felipe pensaba eso de ti. Y solía añadir: «Pero no puedo decirle nunca que le admiro».

Ya había vuelto a salir aquello: el amado muerto, el deseo de hablar de él… Y le apretó el brazo medio resentido, medio agradecido al vínculo de confianza que establecía con él.

—Era un chico de mucho talento —murmuró—. Hace calor. Hoy siento yo mucho el calor. Será mejor sentarse.

Ocuparon dos sillas bajo un castaño que con sus ramas frondosas los aislaba un poco de la tarde deliciosa. Era un placer sentarse allí con ella y poderla contemplar, y notar que a ella le gustaba estar con él. Y deseó aumentar aquel gusto y hacerlo progresar constantemente, si era posible.

—Seguramente a ti te mostró un aspecto de su alma que yo no conocí. Contigo se encontraría tan a gusto. Sus ideas de arte eran un tanto nuevas para mí…

—Sí, pero él decía que tú tenías verdadero sentido de la belleza.

Y el viejo Jolyon pensó:

—¡Un demonio diría de mí! Y con un guiño dijo: «Será verdad, y por eso estoy aquí sentado contigo».

Era fascinadora cuando sonreía como en aquel instante.

—Él creía que tú posees uno de esos corazones que no envejecen nunca. Felipe tenía verdadera intuición de la verdad.

No se dejaba entusiasmar por aquellas alabanzas procedentes del pasado, pero le agradaba oír que no envejecía, aunque fuera en el corazón tan sólo. Y eso debía de ser verdad, pues al contrario que el muerto, él nunca había amado con locura, había conservado siempre un equilibrio perfecto y una completa simetría en todo. Y por eso, a los ochenta y cuatro, podía admirar la belleza.

Una pareja pasó ante ellos, con los brazos muy cogidos. La luz del sol daba cruelmente en sus rostros pálidos y juveniles.

—¡Son los dos más feos que Picio! —dijo el viejo Jolyon al verlos—. Me extraña ver cómo el amor existe también para ellos…

—El amor existe para todo el mundo.

—Eso creéis los jóvenes.

—El amor no tiene edad, no tiene fin, ni muere nunca.

Con aquel resplandor en la cara, con el pecho latiendo suavemente, con los ojos tan dulces y profundos, parecía Venus rediviva. Pero aquel pensamiento tuvo instantánea reacción, y guiñando un ojo, dijo: «Claro, si el amor tuviera fin, no naceríamos. Pues, ¡caray!, hay que aguantar mucho en esta vida…».

Se quitó la chistera y la limpió con una manga. El chisme aquel le calentaba los cascos demasiado. En aquellos días calurosos, la sangre se le acumulaba en la cabeza. Su circulación no era tan buena como había sido.

Ella continuaba mirando al vacío. Dijo:

—Es raro que yo esté ahora viva.

Se acordó de la descripción que Jo le hizo de ella.

—Sí. Mi hijo te vio un instante aquel día…, y quedó impresionado.

—¿Aquél era tu hijo? Oí una voz en el hall y por un momento… creí que era Felipe.

Jolyon vio que le temblaban los labios. Se puso la mano sobre ellos, la retiró de nuevo y siguió hablando así:

—Aquella noche me fui al Támesis; una mujer me cogió por el vestido. Me habló de su vida… Cuando una sabe lo que otros sufren, siente vergüenza…

—¿Era una de esas…?

Asintió Irene. Jolyon se estremeció horrorizado, con el horror de los que nunca han sentido verdadera desesperación. Casi contra su deseo, dijo:

—Cuéntame, ¿quieres?

—No me preocupa vivir ni morir. Cuando se sufre tanto, no se tiene ni deseo de morir siquiera. Durante tres días aquella mujer me cuidó. No me abandonó un instante. Yo no tenía dinero. Por eso ahora hago lo que puedo por ellas.

El viejo Jolyon pensaba:

—¡No tenía dinero! ¿Qué puede haber peor que eso? Todo lo malo de la vida estaba en eso.

—¿Y por qué no viniste a mí?

Irene no respondió.

—¿Porque mi nombre era Forsyte? ¿O por causa de June? ¿Cómo te desenvuelves ahora?

Y los ojos de Jolyon la miraron de arriba abajo. Quizá ahora mismo no tuviera nada. Pero no estaba delgada, no…

—Mira, con mis cincuenta libras al año voy viviendo.

La respuesta no le tranquilizó; desconfiaba. ¡Y aquel Soames…! Pero su sentido de justicia se impuso. No; ella preferiría morir antes que tomar un penique de él. Parecía suave, pero sin duda había en ella una gran fuerza interior. Fuerza interior y lealtad. Pero ¿por qué diablos el condenado Bosinney se dejaría atropellar, dejándola abandonada?

—Mira: ahora debes acudir a mí para cualquier cosa que necesites, o me darás un disgusto —y poniéndose la chistera, se levantó y añadió—: Vamos a tomar una taza de té. Hice la tontería de decirle a ése que volviera a buscarme a tu casa dentro de una hora; pero tomaremos un coche de alquiler. Ya no puedo andar tanto como andaba antes.

Disfrutó con aquel paseo: el sonido de su voz, el brillo de sus ojos, la belleza toda de aquella figura que marchaba a su lado le llenaba de bienestar. Disfrutó tomando aquel té en Ruffel, en High Street, y salió de allí con una gran caja de bombones atada al dedo meñique. Disfrutó con el regreso a Chelsea en, el coche de alquiler, fumándose su cigarro. Le había prometido volver a verle el domingo para tocar para él y ya la veía cogiendo rosas y claveles para llevárselas a su casa. Era un gusto dar una pequeña satisfacción a Irene. Cuando llegaron a la casa de ella, ya estaba allí el coche del viejo Jolyon. ¡Qué casualidad! El cochero aquel, que siempre que se le necesitaba llegaba tarde… Subió un instante con ella para decirle adiós. El pequeño hall olía desagradablemente a coles. En el banco adosado a la pared, único mueble que había, se hallaba una mujer sentada. Irene le dijo bajito:

—Un momento.

Después le preguntó:

—¿Una de tus protegidas?

—Sí. Ahora, gracias a ti, puedo hacer algo por ella.

Se quedó pensativo acariciándose aquella barbilla que había dado miedo a tantos. ¿Qué podría hacer por aquellas mujeres? La idea de mezclarse con ellas le horrorizaba. No podría ayudarlas en nada. Lo único que conseguiría era perjudicarse.

—Ten cuidado —le previno—. La gente interpreta las cosas de la peor manera posible.

—Ya lo sé.

Quedó un poco humillado por su sonrisa.

—Bueno, adiós, hasta el domingo…

Ella avanzó la mejilla para que la besara.

—Adiós —le dijo de nuevo—. Cuídate.

Y salió de la salita sin mirar a la mujer del hall. Se dirigió a su casa por Hammersmith, para parar en un sitio que conocía y enviarle dos docenas de botellas de Borgoña. Eso le serviría de reconstituyente, que buena falta le haría. Cuando iba por Richmond Park se acordó de que había salido para comprarse unos zapatos, y quedó sorprendido de haber tenido una idea tan absurda.