I

El día último de mayo de comienzos del novecientos, hacia las seis de la tarde, el viejo Jolyon estaba sentado bajo el roble del jardín de su casa de Robin Hill. Estaba esperando a que los mosquitos le irritaran lo bastante para hacerle meterse dentro y abandonar la gloria de la tarde al aire libre. Su mano, flaca y negruzca donde las venas resaltaban, mantenía la colilla de un puro entre los dedos largos y afilados, una de cuyas uñas persistía larga desde los tiempos victorianos, en que era tan elegante llevarlas de forma que demostrase que su propietario no tenía que tocar nada, ni siquiera los extremos de los otros dedos. Su frente abombada, su rostro enteco y sus bigotazos blancos se protegían del sol con un viejo sombrero de paja. Tenía las piernas cruzadas, y todo en su aspecto era de elegancia y reposo, como de hombre que todas las mañanas se ponía unas gotas de colonia en el pañuelo de seda. A sus pies yacía aquel perro de raza poco definida, el perro Baltasar, entre el cual y el viejo Jolyon la aversión primera se había trocado en amistad con el transcurso de los años. Junto a su silla había otra más pequeña, y en ella estaba sentada la muñeca de Holly, llamada Alicia, con la cintura doblada y la nariz casi tocando la faldita negra. Era una muñeca mimada; así, pues, no importaba la postura en que se sentase. Bajo el roble, el terreno declinaba hacia una banda donde crecían los helechos, y tras aquella banda estaban los terrenos del estanque, aquellos que años atrás, bajo aquel mismo árbol, habían parecido a Swithin Forsyte hermosos y notables, precisamente cinco años antes, cuando fué en coche con Irene a ver la casa.

El viejo Jolyon había oído contar el éxito de su hermano como cochero, pues aquel paseo se había hecho famoso en la Bolsa Forsyte. ¡Swithin! El pobre había muerto en noviembre último, sin contar más que setenta y nueve años, renovando con su fallecimiento las dudas que se apuntaban sobre la inmortalidad de los Forsytes, que habían empezado cuando tía Ana había pasado a vida mejor. Había muerto, y no quedaban más que Jolyon, James, Timoteo, Julia y Ester. Y el viejo Jolyon pensaba: «¡Ochenta y cinco años ya! Y no los siento más que cuando me da el dolorcillo ese…».

Trataba de recordar. No se había dado cuenta de que era viejo desde que compró la malhadada casa de su sobrino Soames y se estableció en Robin Hill hacía ya más de tres años. Era como si cada primavera se hubiera rejuvenecido por vivir en el campo con su hijo y con sus nietos June, Holly y Jolly, los hijos del segundo matrimonio de su hijo; por vivir lejos del bullicio y ajetreo de Londres y de los chismes y murmuraciones de la «Bolsa Forsyte», libre de Consejos de Administración, y en aquella atmósfera de descanso y bienestar. Todas las contrariedades que se habían acumulado en su corazón durante aquel largo y trágico asunto de June, Soames, Irene y el pobre Bosinney habían desaparecido. Hasta June había abandonado toda melancolía, y prueba de ella era el viaje por España que estaba haciendo con su padre y su madrastra. Una paz chocante y perfecta había quedado tras su partida. Se sentía feliz, aunque un poco solo porque su hijo no estaba allí. Jo era su gran compañero, pues las mujeres, hasta las más buenas, atacan los nervios, a menos que se esté enamorado de ellas.

Muy lejos se oía el canto de un cuco; una paloma torcaz arrullaba en un álamo, y las margaritas y otras florecillas habían crecido esplendentes tras la última siega. El viento soplaba, dulcísimo, del Sudoeste. Se echó el sombrero atrás y dejó que el sol le acariciara la mejilla. No sabía por qué, pero aquel día necesitaba la compañía de alguien, necesitaba una cara grata que mirar… La gente trataba a los viejos como si no necesitasen nada. Y con su filosofía no forsyteana pensaba: «Uno no ha tenido nunca todo lo que deseaba. Con un pie en la sepultura, uno sigue deseando cosas». Allí, lejos de los negocios, con sus nietos, las flores, los árboles y los pájaros, seguía deseando pronunciar un «ábrete, sésamo», que le pusiera en posesión de cosas inconcretas vagamente deseadas. Siempre se había conmovido ante lo que la gente empezaba a llamar «Naturaleza»; se había conmovido sincera, genuina, religiosamente casi, aunque no había perdido la costumbre de llamar puesta de sol a una puesta de sol y paisaje a un paisaje. De todas formas, la Naturaleza le conmovía profundamente. Cada uno de aquellos días largos, suaves y brillantes, con la manita de Holly entre las suyas y el perro Baltasar ante su vista, paseaba entre las rosas abiertas, entre las enredaderas, entre las hojas de roble que brillaban al sol; escuchaba el canto de los estorninos y de las alondras, pensando tal vez que no le quedaba mucho tiempo de gozar de aquello. La idea de que algún día —quizá antes de diez años, tal vez antes de cinco— todo aquel mundo desaparecería para él antes de haberse agotado su capacidad de amarlo, le parecía una injusticia amenazadora. Si en la otra vida se encontraba con algo, no sería con lo que él querría, no sería Robin Hill con sus flores y sus pájaros, con aquellas caritas que tanto amaba. Con el transcurso de los años, su desagrado por lo ficticio había aumentado; sólo sentía reverencia por tres cosas: la belleza, la conducta recta y el sentido de la propiedad. Pero ahora, para él, la más hermosa de aquellas Gracias era la Belleza. Siempre había estado en todo, y hasta entonces leía el Times, pero muy fácilmente lo dejaba para escuchar el canto de un mirlo. Conducta recta, propiedad… ¡Eran cosas que cansaban! Pero los pájaros y las puestas de sol no le cansaban nunca, sólo le producían el pensamiento triste de que nunca podría saciarse de su belleza. Contemplando la tranquila tarde radiante y las flores doradas y blancas, pensó que aquel tiempo del año era como la música de Orfeo, que hacía poco había oído en Covent Garden. Una buena ópera, no como la música de Meyerbeer ni de Mozart, pero en otros aspectos más bellas todavía. El anhelo de Orfeo por la belleza que se le estaba escapando, por su amor que iba hacia el Infierno, como van en la vida el amor y la belleza, el anhelo que se percibe en aquella maravillosa música se percibía también en el aire y el clima de aquella tarde. Con la punta de su bota despertó al perro Baltasar, que se entregó a una orgía de vueltas en el intento de morderse el rabo para matarse alguna pulga; pues aunque oficialmente no tenía ninguna, no había medio de que se convenciera. Paró el perro, se restregó contra su amo y se echó en el suelo con la mandíbula apoyada sobre el pie que le había despertado. Y el viejo Jolyon tuvo un recuerdo repentino; el rostro que había visto en la Opera tres semanas atrás, el rostro de Irene, de la mujer de su querido sobrino Soames, aquel hombre tan bien acomodado… Aunque no lo había vuelto a ver desde la gran reunión familiar en su casa de Stanhope Gate, en que se había celebrado el desdichado compromiso matrimonial de su nieta June con el pobre Bosinney, la había reconocido al instante, pues siempre la había admirado…, era una criatura hermosa. Tras la muerte de Bosinney, cuya amante tan censurablemente había sido, sabía que había dejado a Soames inmediatamente. Dios sabía lo que había estado haciendo desde entonces. El verla en el teatro era el único dato que tenía para pensar que había vivido todo aquel tiempo. Nadie volvió a hablar de ella. Pero no; Jo le había dicho algo de ella una vez…, algo que le había preocupado. Su hijo lo había sabido por Jorge Forsyte, que había visto a Bosinney el día que le pilló el coche, algo que explicaba la desesperación del pobre joven…, algo que Soames había hecho a su mujer, un acto lamentable. Jo la había visto a ella también aquella tarde del día en que se supo lo del atropello, y la descripción que le hizo de ella se había quedado adherida dolorosamente ante el recuerdo del viejo Jolyon. Y al día siguiente, June había ido allí; se había guardado sus sentimientos y había ido allí; y la muchacha le había dicho que la señora se había marchado por la noche sin dejar rastro. ¡Un asunto desagradable por completo! Sólo una cosa era segura: Soames no había podido echarle la mano encima. Y él estaba viviendo en Brighton el hombre bien acomodado… ¡Qué se aguantase! Pues cuando el viejo Jolyon tomaba antipatía a alguien —como a su sobrino—, no se la perdía ya nunca más. Recordó la sensación de descanso que le produjo el saber que Irene había desaparecido. Era lamentable pensar que estaba como prisionera en la casa a que había acudido como un animal herido, tras saber por la Prensa de la «Muerte de un arquitecto», atropellado en la calle. La otra noche le había sorprendido mucho la cara de Irene: más hermosa que nunca, pero como con una máscara que ocultaba algo. Era muy joven todavía —veintiocho o menos— y no era difícil que tuviera otro amante. Pero ante aquella idea subversiva —pues las mujeres casadas no deben volver a amar, pues una vez ya es demasiado—, sintió que algo se alzaba en protesta en su interior y, a la vez, se alzaba también la cabeza del perro Baltasar. El sagaz animal se levantó y miró al viejo Jolyon a la cara.

—¿Damos un paseo? —parecía decir.

Y el viejo Jolyon le respondió:

—Vamos a dar un paseo, hombre.

Lentamente, como a los dos gustaba hacerlo, echaron a andar entre las margaritas y se metieron en los helechos. Llegaron después a un sitio desde donde se veía toda la casa, y el viejo Jolyon pensó que Bosinney había hecho una obra hermosísima. ¡Cuánto le hubiera gustado contemplarla si viviera! Y ¿dónde estaría Bosinney ahora? ¿Estaría viendo en espíritu aquella casa, o su espíritu se habría difundido por todas las partes? El perro se estaba manchando las patas de barro. Después de este pensamiento se dirigió hacia un soto donde había un bellísimo macizo de campanillas; pasando por el establo y por el huerto, y al otro lado del gallinero, llegó a donde estaban las campanillas. El perro Baltasar, que iba delante de él, emitió un prolongado aullido; le dio una patada, pero el perro quedó inmóvil y el pelo se le erizó en el lomo. Quizá de ver así al perro, o quizá a causa de la sensación que el hombre a solas siente en el bosque, el viejo Jolyon sintió que algo le corría por la espina dorsal. Y donde el caminillo que seguía se desviaba, sentada en un viejo tronco cubierto de musgo, estaba una mujer. Tenía la cara vuelta hacia otro lado, y el viejo Jolyon pensó que no tenía derecho a entrar en sus terrenos. La mujer le miró. Era Irene. Jolyon se sintió confuso, y vio las cosas borrosas… Ella se levantó y le miró sonriente, con la cabeza un poco inclinada. Y él pensó:

—¡Qué hermosa es!

No le habló, ni él tampoco a ella, y comprendió con admiración el porqué del mutuo silencio: sin duda estaba allí para revivir algún recuerdo, y él no quería quebrantar su intimidad con una pregunta vulgar.

—No dejes que se te acerque el perro. Está lleno de barro… Ven aquí, Baltasar.

Pero el perro se dirigió a la visitante, que le acarició la cabeza. El viejo Jolyon dijo rápidamente:

—Te vi en la Opera hace unas cuantas noches; tú no me viste a mí.

—Sí… Ya lo creo que te vi…

Notó una suave adulación en sus palabras cuando le dijo:

—¿Crees que te es fácil pasar inadvertido?

—Los demás están en España —dijo abruptamente—. Yo estoy solo y se me antojó irme a la Opera. Es una buena compañía. ¿Has visto los establos?

En una situación tan cargada de misterio y hasta de emoción, instintivamente se sintió inclinado a mostrar su propiedad. Ella se le acercó. Su cuerpo se balanceaba ligeramente, como el más elegante figurín francés. Su cuerpo también era de un gris muy francés. Notó que tenía algunas canas en su pelo ambarino, tan extraño con aquellos ojos tan negros y aquella cara pálida y cremosa. Una mirada repentina de sus ojos aterciopelados le conturbó. Parecía venir de muy hondo, de muy lejos, de otro mundo casi, o, de todas formas, de una persona que no vivía mucho en éste. Y dijo mecánicamente:

—¿Dónde vives ahora?

—Tengo un piso pequeño en Chelsea.

No quería saber lo que hacía, no quería saber nada de su vida; pero la palabra perversa le vino sin querer a los labios.

—¿Sola?

Ella asintió. Y le satisfizo enormemente saberlo. Y se le ocurrió que de no ser por la casualidad, ella sería dueña de aquellos terrenos y le mostraría a él los establos como a un visitante cualquiera.

—Todas, de raza Alderney —murmuró—. Dan muy buena leche. Ésta es hermosísima. ¡Sooo, vaca!

La vaca estaba inmóvil, mirando con sus ojos dulces y tan negros como los de Irene, mientras de la boca le caía un hilo de saliva sobre el heno. El viejo Jolyon dijo:

—Anda, quédate a cenar conmigo. Luego te llevará a casa mi coche.

Se dio cuenta de que en el interior de ella se planteaba una lucha, y era lógico, con tantos y tan tristes recuerdos como tendría. Pero él necesitaba su compañía, una cara grata, una figura encantadora, belleza… Se había sentido muy solo por la tarde. Quizá en sus ojos había tanto ruego, que ella accedió:

—Gracias, tío Jolyon. Me quedaré a acompañarte.

—¡Muy bien! ¡Vamos, entonces!

Y se frotó las manos con satisfacción. Y precedidos del perro Baltasar, se dirigieron a la casa. El sol estaba ya casi a la altura de sus cabezas, y Jolyon podía por eso ver no sólo las hebras de plata del pelo de Irene, sino también las incisiones en su piel que hacían que sus facciones resaltasen con la nitidez del relieve de una moneda, con la nitidez de una vida no compartida con nadie.

—La entraré por la terraza —pensó—. La trataré como huésped de honor.

—¿Qué haces todo el día? —le preguntó.

—Doy clases de música. Además, me dedico a otra cosa muy interesante.

—¡El trabajo! No hay nada como el trabajo; es lo que más ayuda —dijo el viejo Jolyon—. Yo ahora no hago nada. Y ¿cuál es esa cosa interesante que dices?

—Pues busco mujeres que sufren para ayudarlas.

El viejo Jolyon no entendió por completo.

—¿Mujeres que sufren? Y ¿en qué las ayudas?

—Pues en casi nada, pues no tengo dinero que darles. No les doy más que algo de comida y el interés y cordialidad posible.

Involuntariamente, la mano del viejo Jolyon se le fué al bolsillo. Preguntó:

—¿Y cómo encuentras esas mujeres?

—Voy a un hospital.

¿A un hospital? ¡Caramba!

—Lo que me impresiona más es que todas tienen o han tenido alguna clase de belleza.

Jolyon cogió la muñeca de su nieta.

—¡Belleza! —murmuró—. Sí, el dolor de siempre, la pena de siempre…

Y se encaminó a la casa. Entraron por una puerta-balcón, que no tenía las persianas echadas, a una habitación donde él leía el Times y unas revistas de agricultura que luego sus nietos destrozaban.

—La cena está en media hora. Querrás lavarte las manos, ¿verdad? Te llevaré al cuarto de June.

La vio mirar ansiosamente a su alrededor… ¡Qué cambiado lo encontraría todo desde la última vez que viera la casa con su marido, con su amante o con los dos! Pero todo aquello había pasado y no había que recordarlo más. Dijo:

—Mi hijo Jo es pintor, no sé si lo sabes. Tiene muy buen gusto. A mí no me ha dado nunca por la pintura; pero que haga lo que quiera…

Irene estaba de pie y completamente inmóvil, mirando la habitación, que era la sala de música. El viejo Jolyon tuvo una impresión rara. ¿Estaba tratando de conjurar el espíritu de alguien de entre las sombras de aquel espacio gris perla y plateado? Él hubiera decorado aquello en oro. Era más sólido y menos manchadizo. Pero Jo tenía gustos franceses y lo había dejado todo con un aspecto de ceniza de puro que no le gustaba. Mentalmente había llenado todo aquel espacio de la habitación con aquellas obras maestras enmarcadas en oro que había comprado cuando el gusto era todavía bueno y se apreciaba el tamaño de las cosas. Y ahora, ¿adónde había ido todo a parar? Lo había vendido por lo que quisieron darle, pues aquello que había en él y, diferenciándole de los demás Forsytes, le hacía andar a compás con los tiempos, le había obligado a no empeñarse en conservar sus antiguallas. Pero lo que él conservaba era los Pescadores holandeses al atardecer.

Empezó a subir las escaleras con Irene, muy despacio, pues le dolía el costado.

—Aquí están los cuartos de baño. Y aquí, los cuartos de los niños. Y éste es el cuarto de Jo y de su mujer. Todo se comunica. Pero tú te acordarás seguramente.

Irene asintió. Llegaron a un cuarto muy grande con una camita muy pequeña y varias ventanas.

—Ésta es mi habitación.

Las paredes estaban llenas de retratos de los nietos y de acuarelas, de las que dijo:

—Todas las ha pintado Jo. La vista es excelente. En buen tiempo se ve hasta Epsom.

El sol se había puesto ya tras la casa y los árboles brillaban débilmente.

—Esto cambia mucho —dijo—. Habrá que verlo cuando nos hayamos ido todos al otro barrio. Me alegro de haber marchado de Londres.

Ella tenía la cara junto al cristal de una ventana y él quedó sorprendido por la tristeza que demostraba.

—¡Si yo pudiera de alguna manera hacerla feliz! —pensó.

Y tomando el jarro de agua caliente salió a la galería.

—Éste es el cuarto de June —dijo, abriendo la puerta inmediatamente y dejando el jarro—. Creo que encontrarás todo lo necesario.

Y, cerrando la puerta tras ella, se fué a su habitación. Se peinó y se echó colonia, muy pensativo. ¡Había venido Irene tan misteriosamente, de una manera tan romántica…! Como si su deseo de compañía lo hubiera satisfecho Dios. Y se estiró ante el espejo, se cepilló el bigote y se frotó de nuevo con colonia. Tocó la campanilla.

—Se me había olvidado decir que tengo una señora invitada a cenar. A ver si hacen algo especial para ella. Diga a Beacon que tenga el landó preparado para las diez y media. ¿Está ya dormida la niña?

La muchacha dijo que creía que no. Y el viejo Jolyon fué a verla. Entró en su cuarto despacio por si estaba dormida. Y Holly estaba dormida, y parecía una Virgencita de esas que pintaron los antiguos pintores. Sus largas pestañas sombreaban sus carrillos, y en su carita se reflejaba una perfecta paz: sin duda sus asuntos marchaban todavía bien. Y el abuelo la miraba con adoración a la media luz del cuarto. Tenía una capacidad mayor que la normal de sentirse revivir en su descendencia, que era para él una verdadera promesa de futuro personal. Allí estaba la niña con toda la vida por delante, y en sus venas llevaba la sangre suya, de su abuelo, o, al menos, parte de la sangre de su abuelo. Allí estaba la pequeña, su compañera, a la que él quería hacer feliz, muy feliz…, que no supiera nunca más que de amor y de bien. El corazón se le henchía de gozo al ver a su nieta. Por fin dejó de contemplarla y salió amortiguando el ruido de sus pasos. En el corredor le vino una idea rara a la cabeza: ¡Y pensar que los niños podrían llegar a sufrir tanto como Irene! ¡Que pudieran sufrir como aquellas mujeres a las que ella trataba de ayudar! Mujeres que una vez habían sido pequeñitas como su nieta, que habían tenido sueños en paz, como Holly en aquellos instantes…

—Voy a darle un cheque para esas pobres mujeres. No puedo soportar la idea de pensar en ellas —se dijo.

Y bajó las escaleras hasta que llegó a la bodega. Allí había un rinconcito que valía lo suyo: botellas de a dos libras cada una, lo menos. Steinberg Cabinet, el mejor vino que gustaron paladares humanos, de perfecto bouquet[28], verdadero néctar… Sacó una botella, manejándola con el cuidado que se maneja a un niño. Estaba cubierta de polvo, y el tocar su delgado cuello le llenó de placer. Tres años para reposar el viaje desde Londres… Estaría de primera. Hacía treinta y cinco años que la había comprado. Gracias a Dios, había conservado su paladar y el derecho a bebérsela. Irene apreciaría el detalle. Limpió la botella, sacó el corcho con sus propias manos, lo acercó a la nariz, aspiró su perfume y volvió a la sala de música.

Irene estaba de pie junto al piano; se había quitado el sombrero y el chal de encaje que llevaba, y el rubio de su pelo lucia junto a la albura de su cuello. Con su traje gris constituía una bella estampa para el viejo Jolyon.

Le dio el brazo y salieron con toda solemnidad. El comedor, proyectado para veinticuatro comensales, no tenía sino una mesa pequeña y redonda. En su soledad actual, la mesa grande que tenían entristecía a Jolyon y la había hecho retirar hasta que volviera su hijo. Aquí, en compañía de dos realmente buenas copias de Madonnas de Rafael, solía cenar solo. Era la única hora triste del día en aquel verano. Nunca había comido mucho, como Swithin, o Sylvanus Keythrop o Antonio Thornworthy, sus camaradas de tiempos pasados; y cenar solo, contemplado por las Madonnas, era para él cosa lamentable. Pero aquella noche era diferente. Le guiñaba los ojos a Irene y le hablaba de Suiza y de Italia, contándole cosas de cuando viajó por allí, y ciertos sucesos graciosos que ya no podía contar a su hijo y a su nuera porque se los sabían de memoria. Tener nuevo auditorio era gran cosa para él. Nunca le había gustado cansar a la gente con repeticiones. Le hubiera gustado mucho hacer hablar a Irene; pero aunque ella sonreía y seguía con atención lo que le contaba y parecía pasarlo bien, él se daba cuenta de aquel misterioso alejamiento, que en ella constituía quizá la mitad de su encanto. No podía soportar a las mujeres que se inclinan hacia uno y le cuentan cosas y más cosas, ni a las sabihondas que de antemano adivinaban lo que se les iba a decir. Sólo había una cosa en la mujer que le atraía: encanto sereno, y cuanto más sereno, mejor. E Irene tenía aquel encanto, sombrío como una montaña de Italia al sol poniente, o como aquellos valles y colinas que él había amado tanto. El sentimiento de que estaba como alejado, como enclaustrado en claustro de marfil, le hacían sentirla más cercana a su modo de ser, más deseable compañera de mesa. Cuando un hombre es muy viejo, le gusta sentirse seguro de las rivalidades de la juventud, porque todavía, y a cualquier edad, se tiene corazón. Y él miraba sus ojos y sus labios y se sentía joven. Pero el perro Baltasar también la estaba mirando y le molestaba la conversación, y le desagradaba el color de aquel líquido dorado que bebían.

Ya había anochecido cuando, terminada la cena, entraron en la sala de música. Con el cigarro en la boca, el viejo Jolyon pidió:

—Toca algo de Chopin.

Por los cigarros que fuman y la música que aman, podréis conocer el alma de los hombres. El viejo Jolyon no podría soportar un cigarro muy fuerte ni la música de Wagner. Le gustaban Beethoven y Mozart, Haendel, Glück y Schumann y, por alguna razón, las obras de Meyerbeer; pero en sus últimos años se había visto seducido por Chopin, lo mismo que en pintura había sucumbido ante Botticelli. Al ceder a estos gustos, fué consciente de divergencia con la edad de oro. La poesía de sus tiempos no era la de Milton y Byron y Tennyson; la de Rafael y Tiziano, Mozart y Beethoven. Era podría decirse, algo oculto tras un velo; su poesía no golpeaba la cara de nadie, sino que introducía los dedos en el pecho y oprimía suavemente el corazón. Y no importándole nada, procuraba ver las pinturas de unos y escuchar la música de los otros.

Irene se sentó al piano bajo la lámpara eléctrica, y el viejo Jolyon, en un sillón desde donde podía verla; cruzó las piernas y aspiró lentamente el humo de su cigarro. Permaneció ella unos instantes con las manos en las teclas, sin duda pensando qué tocar. Al fin empezó a tocar y en su oyente se produjo un sentimiento doloroso y dulce a la vez, distinto a todo lo que había para él en el mundo. Cayó poco a poco en un trance que interrumpía tan sólo para llevarse el puro a la boca. Ella estaba allí, y él había bebido buen vino, y estaba fumando un buen tabaco; pero además había un mundo lleno de sol, y un prado verde y un estanque por el que sobrevolaban cigüeñas, y unas vacas en el prado, y una mujer impalpable extendía, triste, los brazos, y su blanco cuello y sus ojos negros fascinaron a una estrella que cayó del cielo y quedó clavada en el cuerno de una vaca. Abrió los ojos. ¡Hermosa pieza! Y ella tocaba como un ángel. Y volvió a cerrarlos de nuevo. Se sentía milagrosamente triste y feliz, como uno se siente bajo un naranjo en flor. No es que reviva su vida, pero es que parece que le miran a uno unos bellos ojos y le sonríen unos labios de mujer… Dio una sacudida a la mano. Le había estado colgando y el perro Baltasar se la había estado lamiendo todo el tiempo.

—¡Hermoso! —dijo—. Sigue, más Chopin…

Ella empezó a tocar de nuevo. Esta vez su parecido con la música de Chopin lo creía extraordinario. El balanceo que le había notado estaba en la música aquélla también, y el Nocturno que ella había escogido era expresión de la dulce negrura de sus ojos y de la luminosidad de sus cabellos tanto como de la luz de una luna de oro. Seductora, sí; pero con nada de Dalila en ella ni en su música. Una espiral larga subía de su cigarro al techo.

—¿Y así nos vamos? ¿No más belleza? ¿Nada más?

Irene volvió a parar.

—¿Te gustaría algo de Glück? Dicen que escribía su música en un jardín lleno de sol y una botella de vino al lado.

—Sí, sí… Algo de Orfeo.

Y a su alrededor había ahora campos dorados con flores de plata, con blancas figuras que se balanceaban al sol, y brillantes pájaros que volaban por doquier. Todo era verano. Olas de ternura y de nostalgia iban y venían en su alma. Le había caído encima algo de ceniza. Sacó el pañuelo para sacudirse y aspiró el perfume de colonia.

—¡Ah! Un verano… Eso es la vida.

Y dijo:

—No has tocado Che faro.

Ella no contestó ni se movió. Él se dio cuenta de algo… La vio que se levantaba rápidamente y se le volvía de espalda, y un flechazo de remordimiento le atravesó el corazón. ¡Qué torpe había sido! Como Orfeo, ella estaba buscando al ser perdido en los senos de su recuerdo… Y trastornado de pena, se levantó de la butaca. Ella había ido hasta la gran ventana del fondo. La siguió ansioso. Tenía las manitas cruzadas sobre el pecho, y pudo ver sus mejillas muy pálidas. Muy emocionado, le dijo:

—¡Hija mía, hija mía!

Las palabras se le habían escapado impensadamente: eran las mismas que decía a Holly cuando le dolía algo, pero su efecto fué desolador. Levantó las manos, se cubrió la cara con ellas y rompió a llorar.

El viejo Jolyon la contemplaba con mirada profunda. La vergüenza apasionada que parecía sentir de su explosión de dolor, tan diferente del control y quietud de siempre, era como si nunca antes hubiera llorado delante de otra persona.

—¡Vaya, vaya!… No llores, no llores.

Ella se volvió y apoyó sus brazos en el pecho del anciano y siguió llorando. El viejo Jolyon estaba muy erguido, y con la mano le daba apretones de consuelo en el hombro. El perro Baltasar, sentado, los miraba con gran extrañeza. Aquella mano pasó a la nuca, inclinó la cabeza y le dio un beso en la frente; ella le tomó la otra y le devolvió el beso. Después se quedó algo más tranquila.

Aquel beso en la mano le llenó de satisfacción y le hizo sentirse un poco padre de ella. Dándole palmaditas en la espalda, se la llevó de la ventana y la hizo sentarse. El perro Baltasar, que los siguió, depositó a sus pies, como una ofrenda, el hueso que estaba royendo.

Para entretenerla y distraerla de su dolor, se la llevó por la casa; le enseñaba todas las cosas de porcelana que había.

—Mira, esto lo compré en casa de Jobson. Me costó treinta libras. Es muy vieja. Este perro sigue con el hueso; se lo dejará en cualquier parte. Mira qué bonito: esto es de Chelsea. ¿Qué te parece que costó?

Y se iba tranquilizando, pues ella, por su buen gusto e interés por las obras de arte, se iba tomando alguno, poco a poco, por lo que le enseñaba.

Cuando, al fin, oyó el ruido del coche, le dijo:

—Tienes que volver otro día; vente a almorzar. Así, con buena luz, te enseñaré todo esto y verás a mi nieta. Es un encanto de niña. El perro parece que te ha tomado simpatía.

Pues Baltasar, dándose cuenta de que se iba y, al fin, podría quedarse a solas con su amo, se frotaba contra Irene. Cuando llegaron al pie del coche, el viejo Jolyon le dijo:

—En poco más de una hora estás en casa. Toma esto para esas pobres mujeres que proteges.

Y le puso un cheque de cincuenta libras en la mano. Vio cómo le brillaban los ojos y le oyó murmurar:

—Muchas gracias, tío Jolyon.

Sintió una verdadera satisfacción. Una o dos pobres criaturas recibirían alivio a sus desgracias, y el que ella lo aceptase significaba que vendría otra vez a verle. Ya dentro del coche, volvió a darle la mano otra vez. Y el vehículo echó a andar, y él se quedó mirando a la luna en las sombras del jardín, pensando: «¡Qué noche tan agradable!». Y ella…