IX

Dejando a James y a su tío Jolyon en el Depósito de Cadáveres, Soames corrió sin objetivo definido por las calles.

El trágico morir de Bosinney había alterado por completo la situación. Habíale desaparecido la sensación que la pérdida de un minuto pudiera ser fatal, y no correría el riesgo de decir a nadie la fuga de su mujer antes que el expediente, que sin duda tendría que instruirse, hubiera terminado.

Aquella mañana se había levantado temprano, a la llegada del cartero, y había recogido personalmente la primera correspondencia. No había nada de Irene; pero aprovechó para decir a Bilson que la señora se había embarcado y que él seguramente se embarcaría también el sábado o el domingo. Esto le daba tiempo para respirar, para remover las piedras hasta encontrarla.

Pero ahora, impedido de toda búsqueda por la muerte de Bosinney, por aquella muerte extraña que al recordarla le hacía el efecto de que le clavaban un hierro al rojo en el corazón, no sabía qué hacer, cómo pasar el día. Y anduvo de aquí para allá por las calles, mirando las caras de los transeúntes, devorado por cien ansiedades distintas.

Y mientras andaba pensaba en el que había terminado ya de andar, y que ya nunca rondaría su casa.

Por la tarde, los periódicos anunciaron la identificación del hombre atropellado. Les cerraría la boca si podía, y se fué a la City, donde estuvo reunido con Boulter un largo rato.

Cuando regresaba a su casa se encontró con Jorge Forsyte, que tendió a Soames un periódico, diciendo:

—¡Oye! ¿Has visto el pobre Pirata?

Soames respondió fríamente:

—Sí.

Jorge le miró. Nunca había querido a Soames; ahora le hacía responsable de la muerte de Bosinney. Soames le había matado; le había matado con aquel acto de propiedad que había hecho al pobre Pirata sentirse enloquecido y andar por ahí sin hacer caso de la niebla ni de nada… Y en los ojos de Jorge brillaba una mirada de acusación.

—Aquí dicen que es un suicidio. ¡Pero es un asesinato!

James se encogió de hombros.

Un atropello como hay tantos.

Jorge arrugó en su puño el periódico nerviosamente. Y no pudo evitar dar un disgusto final a Soames.

—¿Y qué? ¿Todos bien en casa? ¿Todavía sin Soamesitos?

Soames, blanco como la cal, le apartó a un lado y siguió su camino.

Al llegar a su casa, entró con su llavín, y lo primero que vio fué el paraguas de su mujer en el perchero. Liberándose a toda prisa del abrigo, corrió al salón.

Las cortinas estaban echadas, y un hermoso fuego de leños de cedro ardía en la habitación; a su luz, vio a Irene sentada en el rincón acostumbrado del sofá. Cerró la puerta lentamente y fué hacia ella. No se movió, como si le hubiera visto entrar.

—¡Bueno! Ya estás aquí, ¿eh? —le dijo—. ¿Por qué estás tan a oscuras?

Al encender se fijó en su cara y la vio tan pálida e inmóvil que parecía muerta; y sus ojos parecían enormes, como los ojos inmóviles y asombrados de un búho. Y un búho parecía, envuelta en su abrigo de piel y acurrucada contra los almohadones: un búho cautivo, apoyado absorto en las barras de su jaula. La esbelta erección de su cuerpo había desaparecido, como si un golpe cruel la hubiera tronchado y como si hubiese para ella desaparecido toda razón de ser bella, esbelta y garbosa.

—¿Conque ya estás aquí? —volvió Soames a preguntar.

Y ella siguió sin contestar, sin mirarle, mientras las llamas proyectaban sombras caprichosas sobre su rostro extático.

Quiso levantarse, pero él se lo impidió; y fué entonces cuando entendió el porqué de su regreso. Había vuelto como un animal herido de muerte vuelve a su cobijo, no sabiendo adonde ir, no dándose cuenta de lo que está haciendo, automática e inconscientemente.

Estaba seguro de que Bosinney había sido su amante; que ella había leído la noticia de su muerte. Quizá como él, había comprado un periódico en una esquina y había leído el suceso.

Había vuelto, pues, voluntariamente a la jaula que ansiaba dejar. Y comprendiendo el tremendo significado de aquello, estuvo a punto de gritarle: «¡Vete de aquí! ¡Llévate tu persona que yo amo fuera de mi casa! ¡Fuera de aquí con esa cara de pena, antes que la destroce! ¡Fuera de aquí para siempre!».

Y ante estas palabras no dichas, la vio levantarse y marchar, como en un sueño terrible, del que pugnaba por despertar; levantarse y alejarse sin una palabra, sin una mirada, sin un pensamiento para él, sin dejar rastro de su presencia.

Entonces, contradiciendo lo que no había llegado a decir, exclamó:

—¡No! ¡Quédate aquí! —y se sentó en la silla en que se sentaba siempre, junto a la chimenea.

Quedaron en silencio.

Y Soames pensaba: «¿Por qué, por qué…? ¿Qué he hecho yo para sufrir tanto? ¿En qué he faltado yo para tener este castigo?».

Y la vio allí, acurrucada como un pájaro que ha recibido un disparo y está muriendo, cuyo pecho jadea al escapársele el aire vital, cuyos ojos miran al cazador con lenta e inexpresiva mirada y se despiden de todo lo que en el mundo era bueno: del sol, del aire, de su compañero…

Y así siguieron sentados, cada uno a un lado del hogar, en silencio.

El humo de la leña de cedro, que a Soames tanto le gustaba, se le agarraba a la garganta, hasta que no lo pudo soportar y tuvo que abrir de par en par la puerta, y tuvo que salir a la calle, y por ella, sin abrigo ni sombrero, vagó.

Por un paseo de los jardines un gato medio muerto de hambre se acercó a Soames, que pensaba: «¿Cuándo voy a acabar de sufrir?».

En un portal vio a un hombre al que conocía, y que se llamaba Rutter, quitándose el barro del calzado con un aire de seguridad y dominio que parecía decir: «¡Yo soy el amo de esta casa!». Soames siguió sin saludarle.

Lejos sonaban las campanas de la iglesia donde él e Irene se habían casado. Sintió gran deseo de beber algo fuerte, algo que le sumiera en la indiferencia o le exaltara hasta la furia. Si pudiera estallar y liberarse de aquella red que le aprisionaba… Si pudiera rendirse a la idea de divorciarse; si pudiera separarse de ella y olvidarla, olvidarla… Si pudiera rendirse a la idea de dejarla marchar en paz, ya que había sufrido tanto… Si pudiera decidirse a someterla por la violencia, ya que era suya, su mujer… O si pudiera decirse que no le importaba nada, que no había de hacer caso de nada. Pero no podía llegar a ninguna decisión. El asunto era demasiado serio para poder decidir. Al otro lado de la plaza, los niños, que jugaban sus últimos momentos del día, mezclaban sus gritos con el sonar de aquellas campanas.

Soames se tapó los oídos. Se le ocurrió pensar que hubiera podido ser él y no Bosinney el muerto… Algo blando y suave se restregaba contra sus piernas: era el gato hambriento. Y un sollozo, que le conmovió de pies a cabeza, se escapó del pecho de Soames. Todo estaba silencioso ya y tranquilo; las ventanas de las casas le miraban, encendidas. Cada una de aquellas casas encerraban a sus dueños y sus historias respectivas. Y de repente vio que la puerta de su casa estaba abierta, y que en el rectángulo de luz se dibujaba la figura de un hombre. Se dirigió allí. Vio su abrigo tirado sobre una silla, los platos de porcelana que ornaban las paredes del hall y a aquel hombre que seguía allí de pie.

Ásperamente le preguntó:

—¿Qué quiere usted, señor mío?

El visitante se volvió a él. Era el joven Jolyon.

—La puerta estaba abierta y no me decidía a entrar. ¿Podría ver a tu mujer un momento? Traigo un recado para ella.

Soames le miró con acritud.

—Mi mujer no puede recibir a nadie.

El joven Jolyon murmuró amablemente:

—No la entretendré ni un minuto.

Soames le apartó y se puso ante él para impedirle la entrada.

—He dicho que no puede recibir a nadie…

La mirada del joven Jolyon le dejó y se dirigió al fondo del hall, y Soames se volvió a mirar. En la puerta del salón estaba Irene, con los ojos como loca, la boca entreabierta, las manos extendidas. Al ver a los dos hombres, la luz de descabellada esperanza que hubo en su rostro se desvaneció, y las manos le cayeron a los costados.

Soames se volvió a su primo, y al ver la mirada que había en sus ojos, un grito como un rugido escapó de su garganta.

—¡Ésta es mi casa! —dijo—. Yo llevo mis asuntos y a nadie le importa nada… Ya te lo he dicho una vez, y te lo repito de nuevo. ¡Ésta es mi casa! —y cerró de un portazo.