VIII

El viejo Jolyon no era hombre dado a las decisiones impensadas; es probable que hubiera tardado en decidirse a la compra de Robin Hill si la cara de June no le hubiera dicho que no le iba a dejar en paz hasta que se decidiera.

Al desayuno, la mañana siguiente, le preguntó ella la hora en que quería el coche.

—¿El coche? —le preguntó con aire de inocencia—. ¿Para qué quiero yo el coche? No tengo que salir.

Ella le respondió:

—Si no vas pronto, no cogerás al tío James antes que salga para la City.

—¡El tío James! ¿Pero para qué tengo yo que ver al tío James?

—¡La casa! —replicó ella en voz tal que ya no se atrevió a seguir fingiendo ignorancia.

—Todavía no me he decidido.

—Tienes que decidirte… ¡Abuelito! ¡Piensa en mí!

El viejo Jolyon gruñó:

—Piensa en mí, piensa en mí… Siempre tengo que pensar en ti; pero tú eres la que no piensas en ti misma. No sabes lo que estás haciendo. Bueno, pide el coche para las diez.

Y un cuarto después de esa hora dejaba el paraguas en el perchero de Park Lane, sin querer dejar el sombrero ni el abrigo, y diciendo a Warmson que quería ver al señor, entró sin esperar que le anunciasen y se sentó.

James estaba todavía en el comedor hablando con Soames, que había ido antes de desayunar. Al oír quién era el visitante, preguntó:

—¿Qué querrá ahora?

Se levantó. Dijo a Soames:

—No hagas nada sin meditarlo bien. Lo primero es averiguar dónde está… Yo encargaría de eso a Steiner. Tiene los mejores hombres. Si ellos no lo descubren, no lo descubre nadie —y, conmovido por extraña ternura, dijo—: Pobrecilla… Yo no sé lo que ha estado pensando —y salió sonándose ruidosamente.

El viejo Jolyon no se levantó al ver a su hermano, pero le tendió la mano y se dieron el apretón Forsyte.

James tomó otra silla junto a la mesa y apoyó la mano en la cara.

—Bueno, ¿cómo andas? No se te ve ahora nunca…

El viejo Jolyon no hizo caso, y preguntó a su vez:

—¿Cómo está Emilia? —y sin aguardar respuesta prosiguió diciendo—: He venido para hablarte del asunto de ese joven Bosinney. Me han dicho que la casa es una maravilla.

—Yo no sé nada de maravilla —contestó James—. Lo que sé es que ha perdido el pleito y que se va a quedar arruinado.

No tardó el viejo Jolyon en aprovechar la oportunidad que se le venía:

—No me extrañaría —convino—. Y arruinándole el hombre bien acomodado, Soames quiero decir, se hinchará los bolsillos. Pero, bueno, a lo que iba era a esto: si es que no va a vivir allí…

Pero viendo sorpresa y sospecha en la mirada de James, prosiguió rápidamente:

—Yo no quiero saber nada. Me figuro que Irene no querrá ir allí; pero eso no es cosa mía. De todas formas, yo estoy pensando en comprar una casa en el campo, no muy lejos de Londres, y si me conviniera el precio, pues lo pensaría…

James escuchó aquello con una mezcla de duda, sospecha y descanso, junto con una especie de temor por algo, a la vez que sintiendo la vieja confianza en la rectitud de juicio y buena fe de su hermano mayor. Le preocupaba lo que el viejo Jolyon pudiera saber o haber oído, y simultáneamente le vino la esperanza de que June y Bosinney hubieran quedado definitivamente arreglados, y que por eso el abuelo quería arreglar la situación del novio de su nieta. Estaba por completo sorprendido; como no quería parecerlo ni comprometerse en nada, dijo:

—Me han dicho que has alterado tu testamento en favor de tu hijo.

Nadie le había dicho nada de eso; meramente había sumado el hecho de haber sido vistos juntos los dos Jolyon al de haber retirado el testamento de la custodia de Forsyte, Bustard y Forsyte. Y el tiro dio en el blanco.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Jolyon.

—Pues… la verdad que no me acuerdo. Se me olvidan los nombres muy fácilmente… Sólo sé que alguien me lo ha dicho. Soames ha gastado un montón de dinero en la casa. No creo que la deje, a menos de sacar un buen precio.

—Pues si cree que voy a pagar un precio de fantasía, está listo… Yo no tengo el dinero que él tiene para tirarlo por la ventana. Que intente vender la casa y veremos lo que saca. He oído que no es casa para cualquier pobrete.

James, que era de la misma opinión, dijo:

—Es la cara de un caballero. Soames está ahora aquí… Si quieres hablarle…

—No, no —dijo el viejo Jolyon—. No voy a llegar a tanto como a eso por ahora, ni es probable que llegue, si tenéis, como parece, tantas pretensiones.

James quedó un poco parado. Cuando se trataba de negocios, sólo se sentía a gusto al empezar a tratar con cifras, pues eso eran hechos concretos. Pero ahora se trataba de hombres, de circunstancias humanas, y estaba nervioso.

—Mira, yo no sé nada del asunto. Soames no me dice nunca nada…

Se abrió la puerta y entró Soames diciendo:

—Abajo hay un guardia. Pregunta por el tío Jolyon —y sonreía con su media sonrisa.

Jolyon le miró furioso, y James dijo:

—¿Un guardia? Yo no sé nada de guardias. Tú sabrás… —y miró a Jolyon con mirada de sospecha—. Lo mejor será que te entiendas con él.

En el hall había, efectivamente, un inspector de Policía, que miraba cuidadosamente el hermoso mobiliario inglés adquirido por James en la famosa venta de Mavrojano, en Portman Square.

—Dentro está mi hermano —dijo James.

El inspector se llevó respetuosamente los dedos al borde del casco, y entró a ver al viejo Jolyon.

James le vio andar y experimentó una sensación extraña.

—Bueno —dijo a Soames—. Vamos a esperar a ver qué quiere. Tu tío tiene interés en comprarte la casa.

Volvió con Soames al comedor, pero no estaba tranquilo.

—¿Qué es lo que pasa?

—¿El inspector? —murmuró Soames—. Lo único que sé es que le han enviado aquí de Stanhope Gate. No me extrañaría que el tío Jolyon hubiera robado algo…

Pero, a pesar de su broma, él también estaba inquieto.

Al cabo de diez minutos, el viejo Jolyon entró en el comedor. Se acercó a la mesa, y allí quedó silencioso tirándose de los bigotes. James le miraba con la boca abierta. Nunca había visto a su hermano así.

Jolyon levantó la mano y dijo lentamente:

—El joven Bosinney ha sido atropellado en la niebla y ha muerto —y mirando alternativamente a su hermano y a su sobrino, dijo—: Se habla de… suicidio.

James abrió todavía más la boca.

—¡Suicidio! ¿Y por qué se iba a suicidar?

El viejo Jolyon respondió:

—Dios lo sabrá, si tú y tu hijo no lo sabéis.

Pero James no contestó.

Para todos los hombres viejos, incluso para los Forsytes, la vida tiene sucesos amargos. El transeúnte que los ve envueltos en ropas elegantes, caras y confortables, nunca se figura los momentos negros porque han atravesado. Para todo hombre de edad avanzada —para sir Walter Bentham incluso— la idea de suicidio se ha presentado al menos una vez en la antesala de su alma, en el mismo umbral, tratando de entrar, no entrando por alguna realidad que la casualidad deparó beneficiosa, por alguna esperanza débil que fué, poco a poco, cobrando verosimilitud. Para los Forsytes, aquel último renunciar a la propiedad es duro. ¡Sí, demasiado duro! Raramente —quizá nunca— llegan a la suprema renunciación; y sin embargo, ¡cuán cerca de ella han estado muchas veces!

Tal era el caso de James. Por fin habló:

—¡Es lo que yo vi en el periódico ayer! Ponía: «Atropellado en la niebla». Pero no sabían el nombre.

Se volvió para mirar, lleno de confusión, los semblantes de su hijo y hermano; pero instintivamente rechazaba la idea del suicidio. No se atrevía a admitirla; iba contra sus intereses, contra los intereses de su hijo, de toda la familia Forsyte. Luchaba contra ella; y como su naturaleza rechazaba lo que no podía admitir sin perjuicio, poco a poco fué tranquilizándose. Era un accidente, no cabía la menor duda.

El viejo Jolyon habló como saliendo de un ensueño:

—La muerte fué instantánea. Ayer estuvo todo el día en el hospital. Nadie sabía quién era. Yo voy allí ahora mismo. Tú y tu hijo debierais venir también para ayudar a la identificación.

Nadie se opuso a esto, que fué una orden tajante, y le siguieron.

El día estaba claro y alegre, y desde Park Lane a Stanhope Gate, Jolyon llevó la ventanilla del coche abierta. Reclinado en los almohadones, apurando su cigarro, percibía con placer la limpieza del aire, el movimiento de la gente, la extraña y casi parisiense viveza que el día ponía en Londres tras el agobio de la niebla. Y se sentía a gusto, como no se había sentido en muchos meses. Su confesión a June de los proyectos que tenía se le había olvidado por completo, y sólo existían para él los proyectos de dicha en compañía de su hijo. (Se había citado con el joven Jolyon en el Hotch Potch aquella misma mañana para tratar de nuevo). Y además estaba en perspectiva la victoria sobre James y sobre el hombre bien acomodado en el asunto de la casa.

Pero ahora llevaba la ventanilla cerrada; no tenía corazón para mostrarse satisfecho. Además, no estaba bien que vieran a un Forsyte con un guardia.

En el coche, el inspector habló nuevamente refiriéndose al accidente.

—No estaba la niebla tan mal allí donde el atropello. El conductor dice que el caballero había tenido tiempo de retirarse tranquilamente del paso, pero que lo que hizo fué meterse debajo. Parece que andaba muy mal de medios, pues hemos encontrado varias papeletas de empeño en su habitación, y su cuenta del Banco estaba ya agotada, y además lo del pleito, que viene en la Prensa… —y sus ojos tranquilos y fríos fueron de un Forsyte a otro, examinando a todos los que iban en el coche.

El viejo Jolyon vio cómo cambiaba la cara de su hermano. Ante las palabras del inspector, todos sus temores le volvieron. Mal de medios… papeletas de empeño…, cuenta agotada… Aquellas palabras, que siempre habían sido como una pesadilla lejana para él, hacían que cobrara fuerza la sospecha del suicidio, que quería desalojar de su mente. Buscó la mirada de su hijo. Pero inmóvil, taciturno, como una esfinge, Soames no correspondió a lo que esperaba su padre de sus ojos. Y el viejo Jolyon, que observaba, que adivinaba la liga defensiva que James intentaba formar con su hijo, sintió deseos de tener al suyo a su lado, como si la visita al cadáver de Bosinney fuera una batalla que, de no llamar a Jo, habría de luchar a solas. Y la idea de mantener a June fuera del triste asunto le punzaba el cerebro. James tenía a su hijo para apoyarse en él. ¿Por qué no había él de tener el apoyo de Jo?

Sacó el tarjetero y garrapateó el siguiente mensaje: «Ven inmediatamente. Te envío el coche».

Al salir, le dio la tarjeta al cochero, encargándole de ir lo más de prisa posible al Club Hotch Potch y preguntar si el señor Jolyon Forsyte estaba allí, darle el recado escrito y traerle al instante. Si no estaba, debía esperar hasta que llegara.

Siguió a los otros lentamente, apoyándose en el paraguas, y se paró un momento para tomar aliento. El inspector dijo:

—Éste es el Depósito, señor. Pero no tenga prisa.

En la blanca y fría habitación, vacía de todo, excepto de los rayos de sol que entraban dulcemente, había un cuerpo cubierto por una sábana. Con mano firme y movimiento preciso, el inspector se quitó el casco y lo mantuvo sobre el brazo doblado. Una cara sin vida los miraba, desafiante. Y ante aquella cara se detuvieron los tres Forsytes. Y en cada uno de ellos, las emociones calladas, el miedo y la compasión se alzaron, de acuerdo con la respectiva naturaleza y modo de ser, como se alzan las olas de la vida que ya nunca más se habían de alzar para Bosinney. Y cada uno de ellos, la naturaleza, el muelle fundamental, aquello que en los hombres es tan igual y tan enormemente distinto, los llevó a diferentes actitudes de pensamiento. Alejado de los otros, cada uno encerrado en sí mismo, cada uno estaba a solas con el muerto, en silencio y con los ojos bajos.

El inspector murmuró en voz baja.

—¿Identifica usted al caballero, señor?

El viejo Jolyon asintió con un movimiento de cabeza. Miró a su hermano y a su sobrino al otro lado del cadáver, y los vio pálidos y confusos. Y todo lo que sintiera contra ellos desapareció ante la presencia de la Muerte. ¿De dónde viene? ¿Cómo viene? Repentina transformación de todo lo pasado, ciego que camina por camino ignoto hacia un fin previsto…, negro extinguirse del fuego vital, violento, brutal aplastamiento que todos los hombres han de padecer manteniendo los ojos firmes y valientes hasta el final… ¡Qué insignificante gusano es el hombre! Y el viejo Jolyon tuvo un gesto de supremo desprecio al ver que Soames, murmurando algo al oído del inspector, salió de allí.

James le miró repentinamente. Había una rara súplica en sus ojos: «Ya sé que yo no puedo compararme contigo», parecían querer decir. Y buscando el pañuelo en el bolsillo, se secó con él la frente sudorosa. Y salió de allí todo lo de prisa que pudo.

El viejo Jolyon se quedó solo, mirando fijamente al cadáver. ¿Quién podría decir lo que pensaba? ¿Quizá en él mismo, cuando su pelo era negro como el del muchacho muerto que estaba contemplando? ¿De él mismo, en los comienzos de la batalla, de la larga batalla que tanto había amado, que para aquel joven había terminado casi antes de empezar? ¿En las esperanzas, ya imposibles, de su nieta? ¿En aquella otra mujer? ¿En el dolor de todo aquel suceso?… ¡Qué final había tenido el contacto de pobre con su familia! ¡Y se hablaba de justicia! ¡No hay justicia entre los hombres, pues siempre van por el mal camino!

O tal vez, en su filosofía, pensaba: «Mejor terminar de una vez; mejor evitarse todo lo que se ha evitado este pobre muchacho…».

Alguien le tocó en el brazo.

Las lágrimas le nublaron la vista.

—Bueno, aquí no hago nada —dijo—. Tú vente conmigo cuanto antes, Jo —y con la cabeza inclinada salió.

Ahora le tocaba al joven Jolyon estar junto al cadáver, al lado del cual parecía que habían de pasar todos los Forsytes, tristes y postrados. El golpe había sido demasiado rápido.

Le preguntó al inspector lo que había sucedido, y éste, como un hombre que no tiene todos los días tantas oportunidades, se deshizo en detalles y consideraciones.

—Hay aquí, caballero, algo más de lo que parece a primera vista. Yo, personalmente, no creo en suicidio ni en accidente así a secas. Lo más seguro es que el pobre señor estuviera sufriendo terriblemente por algo, y ni se dio cuenta de lo que le venía encima. ¿No le parece a usted?…

Y sacó un paquete y lo puso encima de la mesa. Lo desató cuidadosamente. Sacó un pañuelo de señora, doblado y atravesado por un alfiler de oro pálido, cuya piedra se había caído de la montura. Un suave perfume a violetas llegó hasta la nariz de Jolyon.

—Lo llevaba en el bolsillo de dentro —aclaró el inspector—. El pico de las iniciales ha sido cortado.

El joven Jolyon dijo con dificultad:

—No sé, no sé qué pueda ser.

Pero con todo detalle surgió ante él aquella cara trémula de alegría ante la llegada de Bosinney… Pensó en ella más que en su hijo, más que en nadie, en la mujer de los ojos negros, de la mirada dulce, de la cara pensativa que esperaba al hombre muerto, que quizá le estuviera esperando aquel mismo instante, tranquila y paciente bajo los rayos del sol.

Salió entristecido del Depósito y se encaminó a casa de su padre, pensando que aquella muerte rompería la familia Forsyte. El golpe había llegado más allá de sus defensas, al mismo tronco del árbol. Podían fingir despreocupación ante los ojos de Londres, pero el árbol estaba muerto y bien muerto, destrozado por el mismo hachazo que había segado la vida de Bosinney. Y ahora, las ramas jóvenes se desarrollarían más, erigiéndose cada una en nuevo custodio del sentido de la propiedad.

«¡Buen bosque el de los Forsytes! —pensó el joven Jolyon—. ¡La mejor madera del país!».

No cabía duda de que la familia rechazaría enérgicamente la hipótesis del suicidio por cuanto tenía de comprometedora. Para ellos sería un accidente, un golpe duro del hado. En sus corazones, incluso lo considerarían intervención de la Providencia, sanción a la mala acción de Bosinney de poner en peligro sus dos más queridas propiedades: su corazón y su bolsillo. Y quizá ni hablaran de «aquel lamentable accidente…». El silencio es siempre mejor.

El joven Jolyon consideraba la narración del conductor del autobús como de poco valor. Nadie, por muy locamente enamorado que esté, se suicida por falta de dinero. Ni era Bosinney persona para tomar demasiado a pecho una crisis económica. Y así, él también rechazaba la hipótesis del suicidio… Pero morir en la primavera de la vida lo consideraba tremendamente lamentable y triste, mucho más que la manera de llegar a la muerte, que era cosa circunstancial.

Solo en su comedor estaba el viejo Jolyon cuando su hijo llegó. Parecía muy frágil allí, enterrado en su gran sillón. Y sus ojos, que recorrían las paredes con sus cuadros de naturaleza muerta, con los Pesqueros holandeses al atardecer, parecían pasar revista a su propia vida con sus esperanzas, sus triunfos y sus éxitos.

—¡Hola. Jo! —le saludó—. ¿Eres tú? Ya se lo he dicho a la pobrecita June. Pero hay que hacer otra cosa… ¿Por qué no vas a casa de Soames? Puede que, sin querer, sea ella la causa de todo. Pero de todas formas, no puedo menos de apenarme al recordarla. Ella sola, allí encerrada…, sin poder desahogarse con nadie… —y levantando su mano delgada y venosa, la cerró con dolor.