June había esperado su oportunidad, mirando con ansia las más aburridas columnas de los periódicos matutinos y vespertinos, con una ansiedad que al principio extrañó al viejo Jolyon, y cuando su oportunidad vino, la cogió con toda la prontitud y resuelta tenacidad que caracterizaban su modo de ser.
Toda la vida se acordaría de aquella mañana en que en el Times, bajo el encabezamiento
Sala XIII de Justicia
Juez, Sr. Bentham, vio la convocatoria del juicio Forsyte contra Bosinney.
Como un jugador empedernido, se había dispuesto a intentar recuperar todo con su última moneda; no estaba en su naturaleza el temer la derrota. Nadie podría explicar cómo su instinto de mujer le había hecho ver la seguridad de que Bosinney perdería el caso; pero en este supuesto, que para ella era certeza, había basado sus esperanzas.
A las once y media estaba en los pasillos de la Sala XIII, y allí permaneció hasta que el juicio acabó por completo. La ausencia de Bosinney no le produjo ninguna inquietud; el instinto le había prevenido de ella. Cuando terminó el juicio, salió corriendo, tomó un coche y se fué a verle.
Pasó la puerta de la calle y las oficinas de los tres pisos anteriores sin que nadie la viera, y hasta que llegó al piso de Bosinney no comenzaron las dificultades.
Su llamada no obtuvo respuesta; tenía que decidir si bajar de nuevo y pedir a la portera que le abriese el cuarto de Bosinney o si esperar hasta que llegara, aguardándole a la puerta del piso, confiando en que nadie subiría hasta allí. Se decidió por lo último.
Pasó un cuarto de hora de espera nerviosa antes que se le ocurriera que Bosinney acostumbraba dejar la llave debajo de la esterilla de la puerta. Miró y allí estaba. Por unos instantes no se decidió a utilizarla; por fin abrió y entró, dejándose la puerta abierta para que si alguien venía pudiera comprender que no andaba ocultándose.
No era la misma June que había ido allí, temblorosa, unos meses antes; aquellos meses de sufrimiento la habían insensibilizado; además, había pensado en la nueva visita con tanta seguridad de que tendría que hacerla, que tenía previstos los menores detalles, y había eliminado su miedo y reparo de antemano. Aquella vez no podía fracasar, pues si fracasaba, nadie podría ayudarla.
Como una leona que cuida a sus cachorros, no estaba quieta, sino que recorría a grandes pasos la habitación, de pared a pared, de ventana a puerta, tocando ahora una cosa, después otra. Había polvo por todas partes; sin duda que en varias semanas no habían limpiado, y June, rápida en considerar cualquier cosa que pudiera contribuir a levantar sus esperanzas, vio en ello un signo de que por falta de dinero Bosinney había tenido que prescindir de todo servicio.
Se asomó al dormitorio; la cama estaba mal hecha, como por mano de hombre.
Escuchando atentamente, se decidió a entrar y miró en los cajones de los muebles. Sólo halló unas pocas camisas y unos cuellos, unas botas llenas de barro. Todo lo demás faltaba.
Volvió a la sala de espera y notó la ausencia de todo lo que tenía allí antes: el reloj que había sido de su madre, los gemelos de campaña que colgaban sobre el sofá, dos cuadritos muy buenos de Harrow, donde se había educado su padre. Todo había desaparecido, y a pesar de la rabia que se despertó en su alma protectora de que el mundo le tratase así, la desaparición de todo lo que valía algo le auguraba éxito en su plan.
Y era cuando estaba mirando al sitio que antes ocupara el adorno japonés cuando se dio cuenta de que alguien la miraba a ella. Se volvió y vio a Irene en la puerta.
Se miraron ambas en silencio; después, June avanzó y le tendió la mano. Irene no la cogió.
Al serle rechazada la puso a sus espaldas. En sus ojos se reflejó la cólera; aguardó a que Irene hablase, y mientras esperaba anotó mentalmente, quién sabe con qué sensación de celos, todo detalle del rostro y del vestido de la otra mujer.
Irene llevaba su largo abrigo de piel; de su sombrero de viaje escapaba una crencha de pelo rubio, lo que daba a su cara un aspecto completamente infantil.
Al contrario de June, su rostro estaba pálido. Alrededor de sus ojos había grandes círculos morados. En una mano tenía un ramito de violetas.
Miraba a June sin el menor atisbo de sonrisa en los labios, y ante aquellos hermosos ojos que se clavaban en los suyos, la muchacha sintió toda la fuerza del antiguo encanto.
Habló ella por fin:
—¿A qué has venido?
Pero la idea de que lo mismo podían preguntarle a ella, le hizo decir:
—El horrible pleito… He venido a decirle que lo ha perdido.
Irene seguía callada; sus ojos no se separaban del rostro de June, y nerviosa, la muchacha exclamó:
—¡Pero, bueno, parece que estás hecha de piedra!
Irene se rió, diciendo:
—¡Ojalá fuera así!
Pero June habló de nuevo:
—¡Calla! ¡No hables, no me digas nada! No quiero saber a qué has venido, no quiero saber nada…
Y echó a andar por la habitación como loca. De repente, exclamó:
—Yo estaba aquí primero. Tienes que marcharte. No podemos estar las dos.
Una sonrisa apareció cuando June percibió en su inmovilidad algo dramático y desesperado; algo que no podía modificarse, algo peligroso. Se quitó el sombrero, y apretándose con ambas manos la masa cobre de su cabello, dijo:
—¡Tú no tienes derecho a estar aquí!
Irene dijo:
—No tengo derecho a estar en ninguna parte.
—¿Qué quieres decir?
—He dejado a Soames. Tú siempre me decías que le dejara.
June se tapó los oídos.
—¡No! ¡No quiero saber nada! Es imposible luchar contigo. ¿Por qué te quedas quieta? ¿Por qué no te vas?
Los labios de Irene temblaron:
—¿Y adónde voy a ir?
June se fué a la ventana. Veía un reloj en la calle. Eran casi las cuatro. En cualquier momento, él podría venir. Volvió la cabeza y su cara reflejó ira. Allí estaba Irene. En sus manos enguantadas giraba incesantemente el manojo de violetas.
Por las mejillas de June corrieron lágrimas de furia y decepción.
—¿Cómo te has atrevido a venir? ¡Has sido una amiga mala y desleal conmigo!
Irene volvió a reír. June comprendió que había jugado una mala carta y trató de enmendarlo.
—¿Por qué has venido? ¡Has arruinado mi vida y quieres también arruinar la suya!
Temblaron otra vez los labios de Irene. Sus ojos fueron a los de June con una mirada tan profunda de dolor que la muchacha exclamó, entre sollozos:
—¡No! ¡No!
Pero la cabeza de Irene se inclinaba hasta tocar el pecho. Giró y echó a andar rápidamente, tapándose la cara con el ramo de violetas.
June corrió a la puerta. Oyó que Irene bajaba la escalera. La llamó:
—¡Irene, ven! ¡Vuelve, Irene, Irene!
Pero el sonido de los pasos se perdió a lo lejos…
Sorprendida y destrozada, la muchacha quedó en el comienzo de la escalera. ¿Por qué se había ido Irene dejándola dueña del campo? ¿Qué significaba aquello? ¿Quería decir que abandonaba la lucha, que cedía ante ella? ¿O había…?
Se sentía presa de la mayor inquietud. Bosinney no venía.
Hacia las seis volvió aquella tarde el viejo Jolyon de la avenida Wistaria, donde todos, los días pasaba ahora un buen rato. Preguntó si había vuelto su nieta, y al contestarle que acababa de llegar, mandó buscarla, pues quería hablarle.
Se había decidido a decirle que estaba reconciliado con su padre. En adelante, lo pasado, pasado. No seguiría viviendo solo o casi solo en aquella casa; iba a dejarla y a tomar una en el campo para su hijo, donde podrían vivir todos. Si a June no le agradaba esto, le pasaría una mensualidad y que viviera donde quisiera. No supondría mucho para ella separarse de su abuelo: hacía ya mucho tiempo que no le daba la menor prueba de cariño…
Cuando June fué a él, tenía la cara atribulada y doliente, y en sus ojos había una conmovedora mirada de dolor. Se acurrucó en la vieja forma en el brazo de la butaca de su abuelo, y éste tuvo que hablarle en forma distinta a la autoritaria y firme que había pensado usar. La dolía el corazón como, cuando los pajarillos al volar por primera vez se rompen las alas, le duele a la madre. Sus palabras alternaban frecuentemente con silencios, como si quisiera disculparse de haberse desviado al fin del camino de la rectitud, por haber sucumbido a la tentación del cariño paternal en perjuicio de más rigurosos principios.
Estaba nervioso, como si al exponer sus intenciones estuviera dando a su nieta un pernicioso ejemplo. Y lo más delicado era el proponerle que se fuera a vivir sola si no quería vivir con él y con su padre.
—Y si por alguna razón, hija mía, resulta que no estás a gusto —le dijo—, lo arreglaremos todo. Te buscaremos un pisito en Londres, adonde puedas vivir y donde yo pueda ir a verte continuamente. ¡Si vieras qué ricos son los niños! —añadió.
En medio de este anuncio de cambio de política, guiñaba los ojos.
—Esto le destrozaría los nervios al pobrecito Timoteo. Y esta niña va a decirme algo gordo, tan seguro como que la estoy viendo.
June no había dicho aún nada. Sentada en el brazo de la butaca, y los brazos cruzados sobre el respaldo, su abuelo no podía verle la cara. Pero en seguida notó el cálido contacto del rostro de su nieta con el suyo, y comprendió que la cosa no se presentaba tan mal como había temido. Empezó a sentirse tranquilo.
—Verás cómo te gusta tu padre —le aseguró—. Es muy simpático, y te llevarás bien con él. Es muy entendido en arte y cosas de ésas.
Y el viejo Jolyon se acordó de la media docena de acuarelas cuidadosamente encerradas en su dormitorio; ahora que su hijo iba a ser hombre acomodado, ya no le parecían tonterías sus pinturas como antes.
—Respecto a tu…, a tu madrastra —dijo usando la palabra con dificultad—, ya verás que es una mujer muy distinguida. Un poco señora Gumidge[27], creo yo, pero quiere mucho a Jo. Y los niños —repitió— son un encanto —y esta frase la pronunció como disculpa a su decisión.
June no sabía que aquellas palabras eran repetición de la historia que había hecho que abandonase a su padre por ella y que ahora hacía que la abandonase a ella por los otros nietos.
Empezó a sentirse alarmado por el silencio de la muchacha, e impaciente le preguntó:
—Bueno, ¿qué dices de todo esto?
Se deslizó June hasta sentársele en las piernas, y empezó a decirle sus ideas. Le parecía todo muy bien; no veía ninguna dificultad y no le importaba lo que la gente pensara.
El viejo Jolyon emitió un suspiro. Sí; la gente pensaría y comentaría. Por un momento se había hecho la esperanza de que, con el tiempo que había pasado, la gente ya no se acordaría del escándalo de su hijo. Pero veía bien claro que no sería así. Con todo, no le gustaba el desprecio de su nieta por la opinión ajena.
Pero no le dijo nada. Sus pensamientos y sentimientos eran demasiado confusos para expresarse con palabras.
—No —continuó June—, no le importaba la gente. ¿Qué tenía nadie que ver con lo que no le afectaba? Sólo había una cosa —y por la forma de restregarle la carita contra la suya, el viejo Jolyon comprendió que la cosa no era tan fácil—. Puesto que iba a comprar una casa, ¿por qué no comprar la de Soames, en Robin Hill? Ya estaba terminada, era preciosa, nadie había vivido en ella… Allí serían todos tan felices…
El viejo Jolyon se puso alerta al instante. ¿No iba el hombre bien acomodado a vivir en su casa? Nunca llamaba a Soames de otra manera.
—No —dijo June—; ella sabía que no iba a vivir allí.
¿Cómo lo sabía?
No podía decírselo, pero lo sabía. Estaba completamente segura. Las circunstancias habían cambiado. Todavía resonaban en sus oídos las palabras de Irene: «He dejado a Soames… ¿Adónde voy a ir?».
Pero no quería hablar de aquello.
¡Si su abuelo quisiera comprar la casa y arreglar aquel maldito asunto del dinero que le reclamaba a Felipe! Sería lo mejor para todos. Todo quedaría arreglado.
Y June puso los labios en la frente de su abuelo y le dio un beso muy apretado.
El viejo Jolyon se liberó de caricias, y su cara adquirió el aspecto oficial que tomaba en los negocios. Le preguntó que qué quería. Comprendía que había allí gato encerrado. ¿Había visto a Bosinney?
June respondió:
—No, pero he estado en su casa.
—¿Qué has estado en su casa? ¿Y quién te ha llevado allí?
June le miró con fijeza.
—He estado sola. Había perdido el pleito. No me importaba que estuviese bien o mal. Quería ayudarle, quiero ayudarle y le ayudaré…
El viejo Jolyon preguntó de nuevo:
—¿Le has visto? —y su mirada quería calar hasta el fondo del alma de su niela.
—No, no estaba. Le esperé, pero no fué.
Hizo el viejo Jolyon un movimiento de descanso. Ella se había levantado y le miraba; tan pequeñita, tan menuda, pero tan firme y determinada…; y triste, agobiado como estaba, no podía retirar los ojos de los de su nieta. El sentimiento de haber sido desbordado, de haber perdido las riendas, de estar dominado, de ser viejo, le pesaba en el alma.
—¡Sí, sí…! ¡Tú te meterás en un buen lío cualquier día! —le dijo al fin—. Tú quieres salirte siempre con la tuya, y eso no puede ser.
Asaltado por uno de sus momentos de filosofía, siguió:
—Así naciste, así eres y así te morirás.
Y él, que en sus tratos con hombres de negocio, con Forsytes de todas clases y con hombres que no eran Forsytes, se había salido siempre con la suya, miraba con tristeza a su indomable nieta, pues percibía en ella aquella cualidad que admiraba como ninguna otra.
—¿Sabes tú lo que dicen que ocurre? —preguntó, recalcando sus palabras.
June se puso colorada.
—Sí…, no. Sé y no sé. ¡Pero no me importa! —y dio una patada en el suelo.
—Creo —dijo el viejo Jolyon, bajando los ojos— que te casarás con Bosinney, aunque esté muerto.
Se hizo un silencio muy prolongado.
—Y de lo de comprar esa casa, ¿tú sabes lo que te dices?
June dijo que sabía perfectamente lo que se decía. Sabía que podría comprarla si quería. No tenía sino que dar lo que costaba.
—¡Dar lo que cuesta! Tú no sabes lo que cuesta. Y yo no quiero tratar con Soames…, no quiero más cuentas con ese pollo.
—No necesitas tenerlas. Puedes arreglarlo con el tío James. Y si no quieres comprar la casa, ¿querrás pagar el dinero ese que han condenado a pagar a… a Bosinney? Tú no sabes lo arruinado que está; yo lo he visto con mis ojos. Puedes deducirlo de lo que vaya a ser mío.
Destellaron los ojos de Jolyon.
—De lo que vaya a ser tuyo… ¡Muy bonito! ¿Y qué vas a hacer tú sin ese dinero?
Pero, secretamente, la idea de quitarle la casa a James y a su hijo le estaba agradando… Había oído en la Bolsa Forsyte demasiados comentarios, demasiadas alabanzas a aquella casa… Era demasiado artística, pero era hermosa. Quitando al hombre bien acomodado aquello en que había puesto su corazón, sería una buena jugada, el triunfo definitivo sobre James, la prueba definitiva de que él iba a hacer otro hombre bien acomodado de Jo, a ponerle en la situación debida y a mantenerle en ella con toda garantía y seguridad. ¡Sería castigar con justicia a los que habían tomado a su hijo por un derrotado, por un don Nadie, por un mendigo que no tiene dónde caerse muerto!
¡Lo estudiaría, vaya que sí lo estudiaría! Desde luego que no iba a pagar el oro y el moro; pero si interesara, quizá se decidiera…
Y en el fondo de su corazón sabía que no se negaría a la pretensión de su nieta.
Pero no se comprometió a nada. Tenía que pensarlo bien, le dijo a June.