VI

Cuando salió del Tribunal, Soames no marchó directamente a su casa. No tenía gana de ir a la City, y llevado por la necesidad de sentir comprensión en su momento de triunfo, también él se encaminó a casa de Timoteo, en la carretera de Bayswater.

Su padre acababa de marchar. La señora de Small y la tía Ester, en posesión de la buena noticia, le felicitaron calurosas. Sin duda tenía hambre después de aquella declaración tan hermosa que había prestado. Smither le prepararía algunas tostadas, pues su padre se las había comido todas. Lo mejor era que pusiera las piernas en el sofá, y así, bien cómodo, se tomaría un vasito de licor de ciruela, que era un gran reconstituyente.

Swithin estaba todavía allí, pues creía que no estando en casa hacía ejercicio. Al oír aquello emitió un «pchs» despectivo. ¡Bien andaba aquella juventud! Tomando jarabe de ciruela como los viejos…

Y se marchó por fin, diciendo a Soames:

—¿Y cómo está tu mujer? Dile de mi parte que si está aburrida y quiere venir a cenar conmigo, le daré una botellita de champaña del que no se bebe todos los días —y sacando el pecho, echó a andar lentamente.

La señora Small y tía Ester quedaron horrorizadas. ¡Qué cosas tenía Swithin! Ellas estaban deseando preguntar por Irene y cómo recibiría el resultado del juicio, pero no se atrevían; quizá Soames dijera algo sin preguntarle, algo que aclarara un poco el negro problema de sus vidas en aquel entonces, la cuestión que por su obligatorio silencio las torturaba más allá de lo que podían soportar, pues hasta Timoteo había sido ya informado, y el efecto que produjo a su salud fué muy alarmante. ¿Y qué haría, además, June? También aquélla era una interesante y peligrosa especulación…

No se habían olvidado de la visita del viejo Jolyon, que desde entonces no había vuelto a verlas. No habían podido olvidar la impresión que sacaron todos los presentes de que la familia había dejado de ser familia, que se había deshecho la piña forsyteana.

Pero Soames no satisfizo en nada su curiosidad y siguió sentado con las piernas cruzadas hablando de la escuela pictórica de Barbizon, que acababa de descubrir. Aquéllos eran los hombres de porvenir en el arte; no le extrañaría que se ganase muchísimo dinero con sus cuadros; ya tenía él echado el ojo a un par de cuadros de un sujeto apellidado Corot, unos cuadros preciosos; si se los dejaba a un precio razonable, los compraría; alcanzarían, no tenía duda, un precio elevadísimo en días no muy lejanos.

Interesadas en lo que querían saber, estaban desconsoladísimas las dos ancianas por verse así defraudadas.

Aquello de los cuadros era interesante…, muy interesante. Pero había ganado su pleito. ¿Qué iba a hacer ahora? ¿Iba a marcharse inmediatamente a Londres?

Soames contestó que aún no sabía, que creía que se mudarían pronto. Se levantó y besó a sus tías.

No había recibido tía Julita esta prueba de despedida, cuando sin poderse contener le espetó a su sobrino:

—Tenía pensado hace tiempo, hijo mío, que si nadie te lo decía, te diría yo que…

La tía Ester la interrumpió:

—¡Cuidado, Julia! ¡Si se lo dices, es bajo tu entera responsabilidad!

La señora Small continuó como si no la hubiera oído:

—… te diría yo que la señora Mac Ander vio a Irene paseándose por Richmond Park con Bosinney.

La tía Ester, que se había levantado, cayó sentada otra vez y volvió la cara. Verdaderamente que Julita era… No debía hacer cosas así cuando ella, Ester, estuviera delante; y sin poder respirar por la emoción, aguardó impaciente a lo que Soames pudiera decir.

Éste se había ruborizado con aquel particular rubor que se le centraba entre ambos ojos; levantó la mano con los dedos extendidos, como si estuviera escogiendo uno; después, mordiéndose delicadamente la uña, dijo:

—La señora Mac Ander es un loro.

Y sin esperar respuesta, salió de la habitación.

Cuando se dirigía hacia casa de Timoteo, había decidido qué postura adoptar al llegar a la suya. Iría a Irene y le diría:

—Bueno, he ganado mi pleito, y no hay ya nada que hacer. No quiero ser duro con Bosinney; veré a ver si podemos llegar a un acuerdo. No le apretaré el tornillo. Y ahora prepárate y vámonos a Robin Hill cuanto antes. Yo…, yo nunca quise ser violento contigo. Venga esa mano… —y quizá le permitiera besarla y quisiera olvidar.

Cuando salió de casa de Timoteo, sus proyectos no eran ya tan sencillos. La terrible sospecha y los celos de tantos meses volvían a atacarle. Había que acabar con aquella situación de una vez para siempre; no consentiría ver su nombre arrastrado por los suelos. Si ella no quería o no podía quererle como era su deber y él tenía derecho, no iba a tolerarle encima ultrajes con nadie. La amenazaría con el divorcio, y eso la haría reportarse, pues nunca se atrevería a hacer frente al divorcio. Pero… ¿y si se atrevía? Ahí estaba lo malo… Nunca se le había ocurrido pensar que podría atreverse.

¿Y si se atrevía? ¿Y si se le confesaba desleal? ¿Cómo lo debía él recibir? ¡Tendría que divorciarse!

¡El divorcio! La palabra era terrorífica, una variante tremenda de los principios que habían guiado siempre su vida. La falta de decoro de la palabra, su crudeza, le aterrorizaba; se sentía como el capitán de un barco que arroja por la borda lo más precioso de su cargamento. Y este echar al abismo su propiedad le parecía monstruoso a Soames. Le perjudicaría en su profesión. Tendría que deshacerse de su casa de Robin Hill, que le había llevado tanto dinero, tanto quebradero de cabeza. ¡Y ella! Ella dejaría de ser suya, de pertenecerle, ni siquiera nominalmente… Ella desaparecería de su vida…, y él no volvería a verla más.

Recorrió en el coche que había tomado toda la calle sin poderse sustraer a la idea de que no la volvería a ver más.

Pero quizá no hubiera ella podido confesarle, aun queriendo, nada vergonzoso. ¿Era razonable dejarse llevar tan lejos de la imaginación? ¿Y era prudente ponerse a sí mismo en una situación en la que quizá tuviera que comerse sus palabras? El resultado del juicio arruinaría a Bosinney; un hombre arruinado era un ser desesperado, pero… ¿qué podía hacer? Quizá se marchase al extranjero. Los hombres que se arruinan siempre se van al extranjero. ¿Cómo se las arreglaría sin dinero? Lo mejor era esperar y ver cómo se desenvolvían los acontecimientos. Si era necesario, podía hacerla vigilar. La agonía de los celos (peor que el dolor de muelas) le asaltó otra vez, y casi gritó. Pero tenía que decidirse, adoptar algún modo de acción antes de llegar a casa. Cuando el coche paró ante su puerta no había decidido nada.

Entró, pálido, las manos húmedas de sudor, temiendo encontrársela, sin imaginarse lo que diría.

Bilson, la muchacha, estaba en el hall, y a la pregunta de «¿Dónde está la señora?», respondió que hacia el mediodía se había ido, llevándose un baúl y un saco de viaje.

—¿Qué? —exclamó—. ¿Qué dice usted? —repentinamente, recordando que no debía mostrar emoción alguna, preguntó—: ¿Qué recado dejó? —y vio con terror la sorpresa pintada en los ojos de la muchacha.

—La señora no dejó ningún recado, señor.

—Ningún recado, ¿verdad? Muy bien, está bien. Cenaré fuera.

La muchacha se marchó, dejándole solo, con el abrigo puesto, leyendo las tarjetas de visita que había en una bandeja de porcelana:

Señor y señora de Bareham Culcher. Señora de Septimus Small. Señora de Baynes. Señor Salomón Thornworthy. Señora de Bellis. Señorita Hermione Bellis. Señorita Winifred Bellis. Señorita Ella Bellis.

¿Quiénes diablos eran aquellas gentes? Parecía haber olvidado todo lo que antes le era conocido y familiar. Las palabras «no dejó ningún recado…, un baúl y un saco de viaje» danzaban fantásticamente en su cerebro. Era increíble que no le hubiera dejado ningún recado. Y sin quitarse el abrigo corrió por las escaleras, subiéndolas de dos en dos, como un recién casado llega a casa y busca a su esposa.

Todo estaba limpio, agradable, oliendo bien; todo en perfecto orden. En la cama de matrimonio, con su colcha color lila, estaba la bolsa de ropa que ella había hecho y bordado con sus propias manos para guardar su ropa de dormir; sus zapatillas estaban al pie del lecho; el embozo, abierto, como esperándola.

En el tocador estaban los peines guarnecidos en plata y los frasquitos con tapas del mismo metal que él le había regalado. Tenía que haber habido algún error. ¿Qué saco de viaje se había llevado? Fué a llamar a Bilson; pero acordándose a tiempo de que debía fingir saber de la partida de Irene, no llamó ni preguntó nada.

Cerró las puertas y trató de reflexionar, pero la cabeza le daba vueltas; y de repente las lágrimas se presentaron incontenibles en sus ojos.

Corrió y se miró al espejo: estaba muy pálido, con un tinte verdoso extendido por toda la cara; echó agua al lavabo y empezó a lavarse febrilmente.

Los cepillos de su mujer olían suavemente a la loción que empleaba para el cabello; y ante el olor del perfume, la ardiente dolencia de los celos le atacó de nuevo.

Salió corriendo hacia la calle.

No había perdido por completo el dominio de sí mismo, y mientras bajaba por Sloane inventó una historia que decir en caso de no hallarla en casa de Bosinney. ¿Pero y si la encontraba allí? Su decisión de ir a buscarla flaqueó y llegó a la casa sin saber qué hacer.

La puerta de la calle estaba cerrada; la mujer que le abrió no sabía si el señor Bosinney estaba o había salido; no le había visto aquel día, ni hacía ya dos o tres; no esperaba que viniese, ni había tampoco nadie esperándole.

Soames dijo que subiría él mismo a ver si estaba, y subió las escaleras, pálido como la cera.

El descansillo no tenía luz, la puerta estaba cerrada, y nadie respondió a su llamada ni pudo percibir ningún sonido. Bajó temblando bajo su abrigo de piel, llamó un coche y se hizo conducir a Park Lane.

Por el camino trató de recordar en qué fecha había dado a Irene el último cheque: no podía tener más de tres o cuatro libras; pero tenía sus joyas, y con dolor exquisito calculó que podía sacar mucho de ellas: lo bastante para poder marchar los dos al extranjero, lo bastante para poder vivir varios meses. Quiso calcular cuánto tiempo podrían vivir; el coche paró y descendió de él sin haber hecho el cálculo.

El criado que abrió le preguntó si la señora estaba en el coche, pues el amo le había dicho que vendrían los dos a cenar.

Soames dijo:

—No, la señora está indispuesta.

El criado expresó su condolencia.

A Soames le pareció que le miraba inquisitivamente, y recordando que no se había vestido de etiqueta, preguntó:

—¿Habrá alguien más a cenar, Warmson?

—Nadie, señor, aparte de los señores Dartie.

Volvió a parecerle que el criado le miraba con curiosidad, y perdió la paciencia:

—¿Qué me está usted mirando tanto? ¿Tengo monos en la cara?

—Por Dios, señor… Nada, señor —y ruborizándose, el criado escapó todo lo de prisa que pudo.

Soames subió la escalera. Atravesando el salón sin detenerse, fué derecho al dormitorio de sus padres. James estaba en mangas de camisa y con el chaleco de noche puesto, haciéndose con gran cuidado el nudo de la corbata. Soames se detuvo, extrañado de haber entrado allí. Nadie le había dicho que entrara. Nunca…

Oyó la voz de su padre, dolorosa, como si tuviera un alfiler en la garganta:

—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?

Y su madre decía:

—¡Venga, Felicia, y abrócheme! El señor no acabará nunca…

Se llevó la mano al cuello y dijo:

—Soy yo, Soames.

Notó con agradecimiento la sorpresa grata de Emilia:

—Hola, hijo… ¿Qué te trae por aquí?

Y James:

—¿Qué te pasa? ¿No estás bien?

—Estoy perfectamente.

Y los miró, pareciéndole imposible darles la noticia.

James, siempre pronto a la alarma, le dijo:

—Pues tienes muy mala cara. Has debido de enfriarte. O será del hígado…, no me extrañaría nada. Tu madre te dará de eso que ella toma…

Emilia interrumpió:

—¿Has traído a Irene?

Soames denegó con la cabeza.

—No —murmuró—. Me ha dejado…

Emilia abandonó el espejo en que se estaba mirando. Su alta figura perdió toda su majestad, se hizo más humana al dirigirse a Soames.

—¡Hijo mío! ¡Hijo de mi vida!

Le besó y le acarició las manos.

James le miraba asombrado. De repente, parecía haber envejecido.

—¿Qué te ha dejado? ¿Cómo que te ha dejado? ¿Qué vamos a hacer entonces?

James empezó a andar por la habitación. Sin chaqueta, parecía una cigüeña.

—¿Qué podíamos hacer? ¿Qué sé yo lo que podíamos hacer? ¿Por qué preguntarme a mí? Nadie me dice a mí nunca nada, y después me vienen a mí a contarme las cosas que pasan. Quisiera yo saber qué decir, sin haberme dicho antes nada. Aquí está tu madre, parada como una tonta. ¡Nunca me dice nada! Pues lo que yo digo es que tienes que buscarla.

Soames sonrió, y nunca su sonrisa peculiar fué más lamentable.

—Yo no sé adónde se habrá ido…

—¿Cómo que no sabes adónde se ha ido? ¿Qué quieres decir con que no sabes adónde se ha ido? —preguntaba James—. ¿Adónde piensas tú que ha podido ir? Pues se ha ido con Bosinney, no te quepa duda. Ya sabía yo lo que tenía que suceder.

Soames, en el largo silencio que se hizo, notó la presión de la mano de su madre sobre la suya. Y todo pasaba como si su capacidad de pensar, de participar en los sucesos, se hubiera esfumado.

Su padre tenía la cara como si fuera a llorar, y sus palabras parecían salir dolorosamente del fondo del alma.

—Habrá un gran escándalo. Siempre me lo temí.

Y como nadie le decía nada, exclamó:

—¡Y ahí estáis los dos, tu madre y tú, sin abrir la boca!

Y se oyó la voz de Emilia tranquila, un tanto despectiva:

—Bueno, James. Ya sabe Soames lo que tiene que hacer…

Y James, mirando al suelo, muy decaído, dijo:

—Yo no puedo ayudarte; ya soy muy viejo. No te apresures en resolver, hijo mío. Emilia habló de nuevo:

—Soames hará todo lo que pueda para volverla a casa. No hablemos más del asunto; me da el corazón que todo saldrá bien.

James comentó:

—No veo yo cómo va a salir todo bien. Si no se ha marchado con Bosinney, mi consejo es que la obligues a volver contigo.

De nuevo volvió Soames a sentir que su madre le estrechaba la mano, como adhiriéndose a lo que decía su padre. Y Soames murmuró entre dientes:

—¡La obligaré!

Los tres bajaron al salón. Allí estaban los Darties; si no hubiera faltado Irene, la familia hubiera estado completa.

James se hundió en su sillón, y excepto unas palabras de salutación a Dartie, al que a la vez despreciaba y temía, no dijo nada hasta que anunciaron la cena. Soames también estaba callado. Sólo Emilia, con gran coraje, mantenía conversación sobre temas triviales con Winifred. Nunca mostró más compostura y dominio que aquella noche.

Habiéndose llegado a la conclusión de no hablar de la fuga de Irene, ningún miembro de la familia expresó opinión alguna acerca del partido que tomar en el asunto; no había que dudarlo; las palabras de James: «Mi consejo es que la obligues a volver contigo», serian casi sin excepción consideradas como las más razonables y prudentes, no sólo en Park Lane, sino entre los de Nicolás, los de Rogelio, los de casa de Timoteo. Y lo mismo pensaría el gran cuerpo forsyteano que se extiende por Londres y cuya opinión no se había podido formar meramente por desconocimiento del suceso.

A pesar de los esfuerzos de Emilia, la cena transcurrió casi en silencio: Dartie estaba ceñudo y bebía cuanto estaba a su alcance; las niñas se hablaban raramente. James preguntó una vez dónde estaba June y qué estaba haciendo en aquellos días. Nadie pudo informarle y se quedó muy deprimido. Solamente se animó un poco cuando Winifred contó que Publio le había dado a un mendigo una perra falsa de limosna.

—¡Oh! —dijo—. ¡Tiene talento ese niño! Si sigue así, llegará muy lejos, muy lejos…

Pero aquello fué sólo un resplandor que se apagó pronto.

A las diez, Soames se fué; dos veces, ante preguntas concretas, contestó que Irene no estaba bien. Su madre le besó con largos y blandos besos, y él le apretó la mano, sintiendo las mejillas llenas de calor. Marchó luchando contra el viento que silbaba desoladamente en las esquinas de las calles, bajo un cielo azul acero cuajado de estrellas. No notó ni su saludo gélido, ni el ruido de las hojas rizadas y secas de algunos árboles, ni vio a las mujeres nocturnas envueltas en abrigos de piel andrajosos, ni a los vagabundos de caras esqueléticas. El invierno había llegado. Pero Soames no se dio cuenta y llegó a su casa, donde recogió el correo depositado en la cestilla de alambre dorado a que daba el buzón practicado en la puerta.

Ninguna carta era de Irene.

Entró en el comedor; el fuego estaba encendido; su butaca, cerca de la chimenea, las zapatillas no lejos, así como el licor que solía tomar y el tabaco. Tras mirarlo todo durante unos minutos, apagó la luz y subió al dormitorio. Entró en él. Estaba frío y apagado.

Hizo gran iluminación con bujías, y por largo rato se paseó en la habitación de un lado para otro. No se hacía a la idea de que ella se había ido, y buscando alguna comprobación del hecho, algo que le orientara, empezó a abrir cajones y muebles, a ver si encontraba la clave de su desgracia matrimonial por alguna parte.

Allí estaban sus vestidos; siempre había querido y había insistido mucho en que se vistiera muy bien. No se había llevado casi ninguno: dos o lo más tres. Todo lo demás estaba como de costumbre.

Quizá todo fuera un ataque de histerismo, una huida momentánea a una playa o algún lugar agradable. Si así fuera y ella regresara, no volvería a hacer nunca lo que hizo aquella noche fatal, no volvería a correr ningún riesgo, si bien ella estaba obligada… Pero, sin duda, no estaba bien de la cabeza.

Se inclinó sobre el cajón donde ella guardaba las joyas. No estaba cerrado y el cofrecillo que directamente las contenía tenía la llave puesta. Esto le sorprendió primero y le pareció normal después, cuando comprendió que debía de estar vacío. Lo abrió.

Pero no estaba vacío: había un papelito doblado en cuatro, sobre el que ponía «A Soames Forsyte»; desdoblándolo leyó: «Creo que no me llevo nada de lo que tú o tu familia me habéis regalado». No decía más. Y, efectivamente, además de la corta misiva, el cofrecillo contenía el reloj que él le regalara, de oro con un adorno de un gran diamante rodeado de zafiros, y algunas pulseras y brazaletes, cadenillas y sortijas, todo ordenadamente dispuesto en los compartimientos del forro de terciopelo. Se le saltaron las lágrimas, y algunas cayeron sobre aquellas cosas que destellaban a la luz.

Nada de lo que había hecho Irene, nada de todo lo que pudiera haber hecho, le parecía más significativo que aquello. Por un instante comprendió todo lo que había que comprender: que ella le odiaba, que le había odiado años y años, que en todo eran personas que vivían en mundos distintos, que no cabía tener esperanza, que nunca debiera haberla tenido; que ella había sufrido, que debiera tenerle lástima.

En aquel momento de emoción, traicionó al Forsyte que era, se olvidó de sí mismo, de sus intereses, de sus propiedades…; se elevó al plano del puro ser, de lo humano, de lo que no tenía que ver nada con intereses económicos ni con la propiedad.

Pero aquel instante fué sumamente breve.

Y como si derramando lágrimas se hubiera purgado de toda debilidad, se levantó, cerró la caja, y lentamente, temblando casi, se la llevó a la que venía siendo últimamente su habitación.