En la mañana que se vio su caso, que era el segundo de la lista. Soames tuvo que marchar una vez más sin ver a Irene, y no dejó de ser una solución para él, pues todavía no sabía qué actitud tomar ante ella.
Había sido requerido en comparecencia ante el tribunal para las diez y media, en previsión de que la primera vista no se celebrara, lo que no sucedió. El Jurado se retiró a deliberar a la hora del almuerzo. Soames salió también a comer algo, y en el restaurante se encontró con su padre. No tardó James en preguntarle:
—¿A qué hora empieza lo tuyo? Supongo que será inmediatamente. No me extrañaría nada que ese Bosinney recurriera a alguna estratagema. Si el fallo le es contrario, se quedaba arruinado —dió un gran bocado a su sandwich y bebió un gran trago de vino; luego añadió—: Tu madre quiere que Irene y tú vengáis a cenar esta noche.
Una sonrisa helada se dibujó en los labios de Soames, y miró a su padre. Cualquiera que hubiera visto la mirada fría y furtiva que cambiaron, tendría completa disculpa si no la hubiera sabido interpretar. James acabó su vino de otro sorbo.
—¿Cuánto es? —preguntó.
De nuevo en la Sala, Soames se sentó en el sitio debido, frente a su abogado. Comprobó que su padre estaba entre el público con una mirada muy amplia, para no comprometer a nadie.
James, con las manos cruzadas sobre la cayada del paraguas, estaba sentado cerca de una puerta para poder salir inmediatamente que terminara la vista. Consideraba el proceder de Bosinney totalmente punible, pero no quería tropezarse con él, pensando que el encuentro sería desagradable y difícil.
Después del Tribunal de Divorcios, aquel Tribunal era quizá el más favorecido por casos desagradables, como delitos de difamación, quebrantos de compromiso, etcétera. Mucha gente que no tenía nada que ver con las leyes ocupaba los asientos del fondo, reservados al público, y un par de sombreros de señora se veían de trecho en trecho con cierta frecuencia.
Las dos hileras de asientos inmediatamente fronteras a James estaban llenas de abogados tocados con peluca, que, sentados, tomaban notas a lápiz y hablaban: pero su atención se concentró muy pronto en la entrada a la sala de Waterbuck, del Consejo Real, con su toga de seda, que producía con suave sonido al andar, y su rostro colorado e imponente adornado de dos cortas patillas oscuras. El famoso consejero real tenía todo el aspecto, y a James no le desagradaba admitirlo, de ser capaz de penetrar y hurgar en el fondo del más difícil testigo. Sucedía que hasta entonces no había tenido el gusto de ver a Waterbuck, consejero real; y como cualquier Forsyte menos destacado que el ilustre hombre en el foro, sentía una gran admiración por un letrado capaz de hacer sabias y agudas preguntas, de ésas a las que ni reos ni testigos saben responder. Los pliegues pronunciados y lúgubres de James se dulcificaron un poco al contemplar a Waterbuck y al ver que sólo Soames tenía allí un gran abogado para defenderle.
No había acabado Waterbuck de apoyar el codo en la mesa y la cara en la mano, para así hablar cómodamente con su pasante, cuando penetró en la Sala su señoría el juez Bentham. Era éste un hombrecillo con aspecto de gallinácea, algo jorobadito, y bajo su nítida peluca aparecía la cara pulquérrimamente afeitada. Como todo el mundo en la Sala, Waterbuck, consejero real, se puso en pie, y en pie permaneció hasta que el juez se hubo sentado. James se levantó también, pero no del todo. Ya se sentía totalmente tranquilo. No tenía formada opinión sobre Bentham, pues le conocía sólo de haberse sentado a su lado en una cena. Y junto con su tranquilidad, experimentaba gran extrañeza al no ver a Bosinney.
«¿Qué se propondrá con no venir?», pensaba, sin encontrar respuesta.
Habiéndose declarado abierta la sesión, Waterbuck, consejero real, tomó la palabra. Con una mirada que abarcó la Sala, como de hombre que va a luchar, se dirigió al Tribunal.
—Los hechos —explicó— no se discutían por las partes contendientes, y todo lo que se pedía a su señoría era interpretar la correspondencia cruzada entre su cliente y la otra parte, un arquitecto, con referencia a la decoración de una casa. Creía que, de todas formas, aquella correspondencia era algo clarísimo sobre cuyo contenido no cabía duda alguna. Y tras breve exposición de la historia de la casa de Robin Hill, que calificó de señorial mansión, prosiguió como sigue: Mi cliente, el señor Soames Forsyte, es un caballero, un hombre bien acomodado, el último que entraría en pleito tan enojoso como éste, a no habérsele hecho algo que, por principio, repugna a su carácter. Y en esto nunca insistiré bastante: el señor Forsyte, si acude ante este Tribunal, es por defensa de los principios que deben regir toda transacción entre quien encarga un trabajo de cualquier índole y quien lo ejecuta. Defendiendo los principios, el señor Forsyte defiende a la colectividad… Lo que alega el arquitecto, me permite sugerir a su señoría, no resiste un instante de seria consideración —y después leyó la correspondencia.
Su cliente, «hombre de posición reconocida», estaba dispuesto a jurar que nunca autorizó ni pensó en autorizar siquiera el gasto de ninguna cantidad superior a las doce mil cincuenta libras que había claramente fijado como límite; y para no cansar inútilmente al Tribunal, pedía al señor Forsyte que presentase inmediatamente juramento.
Soames fué ante el Tribunal. Su aspecto era notable por su dignidad. Su cara, ligeramente orgullosa, pálida y bien afeitada, con una ligera arruga entre ambos ojos y con los labios comprimidos; su traje, sencillo y sin pretensiones; una mano debidamente enguantada y la otra desnuda; prestó juramento en voz baja, pero clara. Su declaración rebosaba serenidad y un poco de aburrimiento.
—¿Había concedido «carta blanca» al arquitecto?
—No.
—¡Ha jurado decir verdad!
Lo que había hecho era dejar amplitud de movimientos al arquitecto dentro de los límites de lo estipulado, no más allá de ellos.
—¿Y estaba seguro de poder afirmar ante el Tribunal que se había expresado en buen inglés, claro y comprensible?
—Sí.
—¿Qué quería decir?
—¡Exactamente lo que decía!
—¿Estaba dispuesto a negar que hubiera contradicho sus órdenes de gastar dentro de los expresados límites?
—¡Sí!
—¿Era el demandante irlandés?
—No.
—¿Escribía en inglés correctamente?
—Sí.
—¿Y persistía en su afirmación?
—Sí.
Tras estas y otras preguntas, que pretendían aclarar hasta qué punto había dejado en libertad de acción a su arquitecto, Soames se sentó, mientras su padre, haciéndose pantalla con la mano en la oreja para mejor oírle, le miraba admirado.
Estaba orgulloso de él. Comprendía que él, en circunstancias similares, se habría dejado llevar de arrebato y habría dado respuestas mucho menos concisas; mas por instinto comprendía que aquella concisión era altamente beneficiosa. Con todo, suspiró descansado cuando Soames giró lentamente sobre sus talones y se encaminó a su asiento.
Cuando llegó el turno del abogado de Bosinney, James redobló su atención y miró insistentemente a todos lados, a ver si al fin estaba allí Bosinney o no.
El joven Chankery empezó a hablar muy nervioso; la ausencia de Bosinney le ponía en situación difícil. Con todo, hizo lo posible por volver aquella ausencia en ventaja.
—No podía menos de temer —dijo— que su cliente hubiera tenido un accidente grave. Estaba firmemente convencido de que acudiría a declarar ante el Tribunal. Había enviado a buscar al señor Bosinney, tanto a su despacho como a su domicilio (aunque no mencionó el hecho de que uno y otro eran uno mismo); pero nadie sabía dónde estaba, y esto era tristemente sintomático para él, conociendo como conocía el vehemente deseo del señor Bosinney de exponer cuanto tenía que decir ante su señoría. No solicita un aplazamiento de la vista, por cuanto su cliente estaba interesado en su pronta celebración, y creía que su deber era satisfacer los naturales deseos de su cliente de terminar pronto con aquel enojoso asunto. Lo que tenía que decir era que las expresiones orales y escritas de «carta blanca» y «libertad de acción», que tanto se habían usado, están en contradicción claramente con toda la idea de limitación, y que nada puede desposeerlas de su significado. Se atrevía a decir algo más, y era que la correspondencia cruzada entre ambas partes evidenciaba que el señor Forsyte no tuvo nunca pensamiento de rechazar ninguno de los trabajos que para él había ejecutado el señor Bosinney. El demandado no pudo nunca concebir tal posibilidad, pues de otra forma nunca hubiera proseguido sus trabajos, trabajos muy delicados y difíciles, llevados a cabo con toda eficiencia y acierto, a pesar de tener que ser a satisfacción de un entendido en arte, de un hombre rico, de un hombre bien acomodado. Quería insistir mucho en esta circunstancia personal del demandante, y por eso se veía obligado a calificar duramente su demanda de inexplicable, inesperada, injustificada y realmente sin precedentes en la Sala. Si su señoría hubiese tenido la oportunidad que él, por deber, había tenido de ver la causa, y deleitarse en la contemplación de la delicadeza del adorno y decorado, en la belleza de la construcción ejecutada por su cliente (un artista en el más alto y honroso sentido de la palabra), estaba convencido de que ni por un momento vacilaría su señoría en patentizar repulsa por aquel intento ilegal de evadir el compromiso que el demandante había contraído de pagar lo que en justicia debía. Su cliente no era un hombre rico, y el asunto revestía caracteres de seriedad para él; era un arquitecto de gran talento, cuyo prestigio profesional se estaba poniendo en entredicho. Concluyó con una llamada quizá demasiado personal al juez, como amante de las Bellas Artes que era, para mostrarse el protector de los artistas contra lo que era ocasionalmente —dijo ocasionalmente— la mano férrea del capitalismo. ¿Cuál será —dijo— la posición del artista si hombres bien acomodados, como este señor Forsyte, rehúsan, y se les permite hacerlo, el pago de los encargos que hacen? Y ahora llamaría a su cliente, no fuera que en los últimos momentos hubiera acudido a la Sala.
Los ujieres repitieron por tres veces el nombre de Felipe Baynes Bosinney, y el sonido de aquel nombre tuvo un eco triste en el ámbito de la Sala y de los pasillos.
El oír este nombre, al que nadie contestó, tuvo sobre James un efecto curioso: era como llamar al perro por la calle cuando se ha perdido. Y el sentimiento que le producía eso de que un hombre faltara le hacía sentirse molesto, le arañaba en su tranquilidad, en su comodidad…
Miró el reloj: ¡las tres menos cuarto! Dentro de un cuarto de hora estaría todo terminado. ¿Dónde se habría metido Bosinney?
Tan sólo cuando su señoría el juez Bentham dictó sentencia se rehízo de su desasosiego.
Detrás de la barandilla que le separaba del común de los mortales, el sabio juez emitió su veredicto. La luz eléctrica, acabada de encender sobre su cabeza, le daba de lleno en el rostro, haciéndole tan blanco como la nívea peluca que llevaba; sus vestiduras judiciales parecían más amplias; toda su figura, iluminada más que la Sala, irradiaba majestad impresionante. Se aclaró la garganta, bebió un sorbo de agua, rompió la punta de una pluma contra el pupitre y, plegando las manos huesudas ante el pecho, comenzó.
A James le pareció mucho más alto de lo que el juez Bentham era. Era la grandeza de la ley; y una persona dotada de un espíritu menos positivo que James no hubiera podido tener reproche si no despreciaba aquel halo de majestad que rodeaba a un vulgar Forsyte que andaba por las calles con el nombre de sir Walter Bentham.
Emitió juicio en estas palabras:
—Los hechos de este caso no se discuten. El quince de mayo último, el demandado escribió al demandante pidiéndole le permitiera retirarse del trabajo de decorar la casa del demandante, a menos que le concediera libertad de acción. El demandante, en diecisiete de mayo, respondió contestando que le concedía aquella libertad de acción, en el entendido de que los gastos no habrían de exceder, incluidos los honorarios, la cifra de doce mil libras. A esta carta el demandado respondió diciendo que en materia tan delicada como es la decoración no podía ceñirse al céntimo exacto. En diecinueve de mayo, el demandante contestó manifestando que no se oponía a pagar diez o veinte libras de más sobre las doce mil acordadas, y que en eso tenía libertad de acción. El veinte de mayo, el demandado respondió concisamente con las palabras escritas: «muy bien». Al contemplar las decoraciones, el demandado incurrió en gastos que elevaron el coste de la casa a doce mil cuatrocientas libras, cantidad que en modo alguno había autorizado a gastar el demandante. El demandante solicita de la ley recobrar del demandado la suma de trescientas cincuenta libras en que excedió a las doce mil cincuenta libras que el demandante alega haber sido establecido como gasto tope. Por ley, me corresponde determinar si el demandado es responsable del gasto indebido de trescientas cincuenta libras. Y, a mi juicio, el demandado es responsable. Lo que el demandante ha dicho al demandado es que podía gastar hasta cincuenta libras sobre la cifra tope de doce mil, y que si excedía esa suma, lo hacía sin autorización. No está claro ante mí si el demandante hubiera podido evitar el gasto superior a las doce mil cincuenta libras hecho en su nombre. De todas formas, el demandante no se ha negado a pagar el exceso. Lo que ha hecho es recurrir ante la ley en pretensión de recobrar la tan citada suma del demandado. A mi juicio, el demandante está en el derecho de recobrar esa suma del demandado. Se ha argüido, en defensa del demandado, que no se había fijado límite alguno de gastos al conceder libertad de acción el demandante al demandado. Si eso fuera así, me explico la razón de fijar en la correspondencia las cantidades de doce mil libras y de cincuenta libras después. Por todo lo dicho, se condena al demandado a pagar la cantidad que se le reclama y las costas de este juicio.
James suspiró, y agachándose, recogió el paraguas que se le había caído con la emoción que sintiera al oír hablar al juez.
Desenredándose las piernas, salió inmediatamente del Tribunal; sin esperar a su hijo, saltó en un coche de alquiler y se dirigió instantáneamente a casa de Timoteo, donde se encontró con Swithin; y a éste, a la señora de Septimus Small, a tía Ester, narró detenidamente cuanto había sucedido, no comiéndose ni dos bizcochos durante la narración.
—Soames estuvo muy bien. Tiene mucha cabeza. A Jolyon esto no le va a gustar. Es un asunto malo para Bosinney; va a quedar arruinado por completo —y tras una larga pausa, en que estuvo mirando ausentemente al fuego, añadió—: No estaba allí. ¿Por qué no habrá ido?
Se oyó un ruido de pasos. La figura de un hombre gordo, con una cara coloradota y morena, rebosante de salud, apareció en el saloncito que comunicaba con el salón donde se reunían los Forsytes. Tenía el dedo levantado como en gesto de recriminación. Habló con voz de reproche:
—No puedo detenerme, James —y se marchó.
Era Timoteo.
James se levantó de su silla, diciendo:
—¡Hombre…, hombre!… Ya sabía yo que…
Pero se calló y quedó con la mirada perdida, como si hubiese visto un fantasma.