La mañana que siguió a cierta noche en que Soames, por fin, restableció sus derechos y actuó como un hombre, se desayunó solo. Se desayunó a la luz del gas, pues la niebla de últimos de noviembre, que envolvía la ciudad como un sudario monstruoso, no dejaba ni ver los árboles de la plaza desde las ventanas del comedor.
Comió firmemente; pero no podía, de cuando en cuando, evitar la sensación de que tenía un nudo en la garganta que no le dejaba pasar bocado. ¿Había procedido bien la noche anterior, al dejarse vencer por su deseo y romper la resistencia que había estado soportando durante tanto tiempo en la que era su mujer ante la ley y ante la sociedad?
Le perseguía el recuerdo de su cara, de la que para calmarla había tratado de separar las manos; le perseguía el recuerdo de sus sollozos angustiados, como no hubiera oído nunca sollozar a nadie; y le perseguía el raro, intolerable sentimiento de vergüenza y remordimiento que había sentido al contemplarla, a la luz de la única bujía que estaba encendida, antes de desvanecerse silenciosamente.
Y por algo, ahora que había actuado como lo había hecho, estaba sorprendido de sí mismo.
Dos noches antes, en casa de Winifred Dartie, había dado el brazo a la señora Mac Ander hasta el comedor. Ella le había dicho, mirándole a la cara con sus ojos insolentes:
—De modo que su mujer es muy amiga del señor Bosinney, ¿verdad?
No le preguntó qué quería decir, pero desde aquel instante no había podido olvidar sus palabras.
Habían despertado en él los más fieros celos, que con la particular perversión de su instinto, se habrían transformado en un deseo más fiero todavía.
Sin el incentivo de las palabras de la señora Mac Ander, nunca hubiera hecho lo que hizo Sin ese incentivo y sin encontrar por primera vez abierta la puerta del cuarto de su mujer, no hubiera entrado nunca, aprovechando que estaba dormida.
Con el sueño habían desaparecido sus pensamientos; pero a la mañana siguiente se le habían presentado de nuevo. Sólo una cosa le tranquilizaba: nadie lo sabría; no era cosa que ella pudiera contar a nadie.
Y al empezar a marchar el tren de su rutina diaria, que tan imperiosamente necesitaba el lubricante de una mente clara y serena, desaparecieron un tanto sus preocupaciones. El incidente no era en realidad demasiado grave; las mujeres, en los libros, en las novelas, dan a eso una importancia exagerada y absurda, pero los hombres, los hombres de sano juicio, de esos que reciben alabanza en el Tribunal de Divorcios, le darían la razón a él, le asegurarían que no había hecho sino lo necesario para mantener la limpieza de su hogar, para evitar que un buen día se marchara con Bosinney… No, no se arrepentía. Y ahora que se había dado el primer paso hacia la reconciliación, lo demás sería relativamente…, relativamente…
Se levantó y fué a la ventana. Tenía los nervios alterados. El sonido de aquel sollozo se le había metido en el cerebro. No podía desprenderse de él.
Se puso su abrigo de pieles y salió a la niebla; teniendo que ir a la City, tomó el Metro en la estación de Sloane Square.
En su rincón del departamento de primera clase, lleno de hombres de la City, los sollozos de Irene seguían martilleándole los oídos; abrió el Times, deleitándose con el rudo crujir del periódico, que ahoga todo otro ruido, y protegido tras él, se puso a leer con firmeza las noticias.
Leyó que el día anterior se habían señalado más causas delictivas para el siguiente que de costumbre; tres asesinatos, cinco casos de lesiones graves, siete incendios intencionados y ¡once casos de abusos deshonestos!, a más de otros delitos de menor gravedad. Y de hoja en hoja, seguía leyendo con el periódico bien cerca de la cara.
Mas, a pesar de la lectura, en su imaginación estaba presente la cara bañada en lágrimas de Irene, y en su recuerdo persistían sus sollozos.
Tuvo un día muy ocupado, pues a más de los asuntos ordinarios de su clientela, hubo de hacer una visita a sus agentes de Bolsa señores Grin y Grinning, para darles instrucciones de vender sus acciones de la Nueva Compañía Carbonera, cuya actividad de negocios sospechaba más bien que sabía, se estaba paralizando (la empresa declinó después lentamente, hasta que hubo de ser vendida por nada a un Sindicato americano); hubo también de tener una larga conferencia en el bufete de Waterbuck, consejero real, a la que asistieron Boulter, Fiske y el mismo Waterbuck.
El caso Forsyte contra Bosinney era esperado se viera inmediatamente ante el juez Bentham.
El juez Bentham, hombre de buen sentido, más que teórico, del Derecho, se consideraba como el mejor que hubiera podido deparar la suerte a Soames. Era un juez «duro».
Waterbuck prestó a Soames mucha atención, pues el instinto le decía que era hombre bien acomodado.
Con notable persistencia mantuvo el punto de vista que ya había expresado por escrito, de que el éxito se conseguiría si iba bien la prueba testifical, y con unas bien dirigidas insinuaciones aconsejó a Soames que no fuera demasiado escrupuloso en su declaración.
—Un poquitín de embrollo, señor Forsyte, un poquitín de embrollo —le dijo, y tras hablar así, rió sonoramente, cerró la boca con fuerza y se rascó la cabeza, dejando traslucir al campesino-señor que le gustaba que la gente le creyera.
Soames volvió a tomar el Metro para ir a su casa.
La niebla era más fuerte que nunca en la estación de Sloane. Entre el ambiente denso e inmóvil hombres y mujeres buscaban afanosos sus caminos tapándose bien la boca. Los coches, coronados por la sombra fantástica de sus cocheros, dejaban junto al encintado a sus ocupantes, que saltaban como un conejo al surco.
Y cada persona, envuelta en su sudario de niebla, ni se fijaba en las demás.
Un hombre, no lejos de Soames, parado, estaba esperando a alguien o algo a la entrada del Metro.
Algún enamorado, un pirata cualquiera…, pensó todo Forsyte transeúnte, que por acaso le veía. Y el corazón forsyteano palpitaba algo más de prisa por causa de aquel pobre infeliz que esperaba bajo la niebla, y se apresuraban, sabiendo que ellos no tenían tiempo ni dinero para ningún ser que sufriera como no fueran ellos mismos.
Sólo un guardia, que patrullaba lentamente por intervalos fijos, sintió interés por aquel solitario, el ala de cuyo sombrero no ocultaba del todo su cara enrojecida por el frío, cara flaca y macilenta, por la que pasaba de vez en vez una mano que quería disipar la ansiedad que reflejaba o quizá renovar la resolución de mantenerse a la espera hasta que llegara la amada. Pero el paciente enamorado —si era un enamorado en fin de cuentas— estaba acostumbrado al escrutinio de los guardias o demasiado absorto en su ansiedad para notar la observación de que era objeto. Un caso de pertinacia; un ser acostumbrado a plantones, a esperar contra esperanza, a la niebla, al frío, a lo que fuera necesario para ver a la dueña de su corazón. ¡Ser completamente ridículo! Las nieblas duran hasta la primavera; también hay lluvias y nieve, malestar en todas partes; también miedo a que ella salga; miedo a que no salga…
—¡Qué se fastidie y aprenda a vivir!
Así pensaba cualquier Forsyte respetable. Sin embargo, si el respetable Forsyte hubiera escuchado los pálpitos del entristecido corazón, hubiera pensado: «¡Pobrecillo! Está pasando un mal rato…».
Soames entró en un coche y siguió, con el cristal echado, por Sloane y Brompton, hasta casa. Llegó a las cinco.
Su mujer no estaba. Había salido hacía un cuarto de hora. ¿Adónde iría a aquellas horas y con aquella niebla? ¿Qué significaba eso?
Se sentó junto al fuego del comedor, con la puerta abierta, el corazón conturbado, tratando de leer el periódico de la tarde. Un libro no le hubiera servido para nada; sólo en los periódicos se encuentra panacea para dolores como el suyo. De los sucesos anodinos registrados en el periódico obtuvo alguna satisfacción: «Suicidio de una actriz». «Grave indisposición de un hombre público» (aquel hombre público crónicamente enfermo). «Divorcio de un oficial del Ejército». «Fuego en una carbonería», los leyó todos y le ayudaron algo, pues era la mejor medicina recetada por el mejor de los médicos: nuestro gusto por determinadas cosas.
Eran casi las siete cuando la oyó entrar.
El incidente de la noche anterior había ya perdido por completo su importancia a causa de la ansiedad de la extraña salida de su mujer a hora tan extemporánea. Pero ahora que Irene estaba de nuevo en casa, el recuerdo de su dolor y de sus sollozos le volvió de nuevo, y le puso nervioso la idea de enfrentarse con ella.
Ya subía la escalera; su abrigo de piel gris le llegaba hasta las rodillas y el alto cuello le ocultaba casi el rostro; llevaba un espeso velo.
Ni se volvió a mirarle ni le habló. Un fantasma no hubiera pasado en mayor silencio.
Bilson puso la mesa y le dijo que la señora cenaría en su habitación. Por una vez Soames no se cambió de ropa. Era quizá la primera vez en su vida que se había sentado a cenar con los puños sucios. Mandó a Bilson que encendiera fuego en el cuarto de los cuadros, y muy pronto se fué allí.
Encendiendo el gas, exhaló un profundo suspiro, como si entre aquellas obras de arte hubiera encontrado, por fin, reposo. Se dirigió inmediatamente a su mayor tesoro; un Turner auténtico, y poniéndolo en el caballete que tenía, lo situó bien frente a la luz. Habían subido de precio los Turners, pero no se había decidido a venderlo. Quedó en pie un buen rato, con la cara pálida y bien afeitada inclinada sobre el cuello de la camisa, mirando al cuadro como si estuviera haciendo una suma; quizá le pareció que no salía mucho. Lo quitó del caballete y lo dejó contra la pared; pero al dejarlo cuidadosamente, le pareció que oía sollozos.
No era nada…; era lo que le había estado sucediendo toda la mañana. Y pronto se deslizó escaleras abajo.
«¡Día terminado!», pensó. Pero pasó mucho tiempo antes que se pudiera dormir.
Y ahora tenemos que dirigir nuestra atención a Jorge Forsyte para enterarnos de lo que pasó en aquella tarde de niebla.
El más agudo y listo de todos los Forsytes había pasado el día leyendo una novela en la casa paternal de los Jardines de la Princesa. A consecuencia de una crisis en su economía, se había visto obligado a residir «en casa».
Hacia las cinco salió, y tomó el tren hacia la estación de South Kensington (pues todo el mundo iba en el Metro en días así). Su intención era cenar y pasar la velada jugando al billar en el Red Pottle, el sitio mejor de los mejores: ni club ni hotel ni restaurante.
Salió en Charing Cross, escogiendo así un camino más iluminado hacia su objetivo, en vez del más acostumbrado de St. James Park.
En el andén, sus ojos —pues además de muy interesantes eran de muy aguda visión— se vieron atraídos por un hombre que, apeándose de un coche de primera clase, trotaba más que andaba hacia la salida.
—¡Hombre! ¡Si es el Pirata! —se dio cuenta Jorge.
Y se puso a seguirle; no había nada que le divirtiera tanto como un borracho.
Bosinney, que llevaba sombrero blando, se paró de repente, y trató de volver al coche que había dejado. Pero era demasiado tarde; un empleado le sujetó, pues el tren empezaba ya a andar.
La rápida vista de Jorge captó la imagen de una cara de mujer vestida con un abrigo de piel gris en la ventanilla del vagón. Era la mujer de Soames. Y a Jorge le pareció la cosa interesante.
Entonces siguió a Bosinney más de cerca que antes, por la escalera, ante la taquilla de entregar los billetes, por la calle. En aquella persecución, sus sentimientos iban experimentando un cambio: ya no le divertía el presunto borracho; sentía lástima y compasión por él. El Pirata no estaba bebido, pero parecía bajo los efectos de una grande y dolorosa emoción. Hablaba solo, y Jorge pudo oírle decir: «¡Ay, Dios mío!». Parecía no darse cuenta de lo que hacía ni de donde pisaba, sino que miraba, se paraba y andaba como un alucinado. Y de bromista en busca de diversión, Jorge se convirtió en un ser convencido de que debía hacer algo por aquel pobre hombre.
Se había quedado hecho polvo, lo que se dice hecho polvo… Y Jorge se preguntaba qué le podía haber dicho la mujer de Soames en el Metro, que le había puesto así. Ella también parecía estar hecha polvo, y le dio pena el pensar que en tal estado viajaba en el Metro sola.
Siguió a Bosinney pisándole los talones, que con su alta estatura, andando lentamente, descuidadamente, parecía la imagen del dolor. Se le perdía Bosinney en la niebla, pero Jorge no se engañaba y podía seguirle, pues a más de su instinto compasivo se había despertado en él el instinto de la persecución y la caza.
Bosinney se lanzó a atravesar una calle entre una densidad de niebla enorme, donde no se veía un palmo delante y donde el ruido de voces, pitos y bocinas contribuía más todavía a desorientar. De vez en cuando, una sombra misteriosa se lanzaba sobre el transeúnte, y de vez en cuando una luz inmediata daba la sensación al viandante de hallarse en una islilla rodeada por un mar de oscuridad.
Rápidamente iba atravesando Bosinney este mar proceloso de la noche, y rápidamente iba Jorge tras él. Si el pobre diablo intentaba meterse debajo de un autobús, ya lo evitaría. Al otro lado de la calle continuaron, perseguido y perseguidor, andando sin vacilar, sin tender las manos hacia adelante como los demás hacían. Y esta persecución iba teniendo para Jorge fascinadores encantos.
Llegó un momento en que comprendió que se acordaría toda su vida de la persecución aquélla. Bosinney dijo algo, y Jorge comprendió. Ya no fueron para él un misterio las palabras que Irene le había dicho en el Metro al arquitecto: que Soames había ejercido en ella sus derechos de esposo sobre una mujer indignada y rechazante; el acto más grande, el acto supremo de la propiedad.
Su fantasía le llevó al campo de la situación, y le impresionó; adivinó algo de la angustia y el horror que llenaban el corazón de Bosinney. Y pensó que era un trago amargo, y no le extrañó que el pobre se sitiera enloquecido.
Bosinney se dejó caer en un banco de los situados bajo uno de los leones de Trafalgar Square, monstruosa esfinge, como ellos perdida en la oscuridad. Allí quedó Bosinney abatido, deshecho, y Jorge, en cuya paciencia había un toque de sentimiento fraternal por él, quedó detrás y en pie. No le faltaba cierta delicadeza —un sentido de las formas sociales— que le impedía meterse en aquella tragedia a la que era extraño por completo. Y esperó inmóvil, con el cuello subido y la cara tapada, sin dejar al descubierto más que los ojos, con su mirada a la vez sardónica y compasiva. Y los hombres pasaban, dirigiéndose desde sus negocios a sus clubs; hombres que, envueltos en mantos de niebla, aparecían y desaparecían como espectros. Y hasta en su gran compasión por Bosinney, no perdía Jorge su humor burlón, que le hacía sentir deseos de decir a los que pasaban:
—¡Eh, espectros! ¿Habéis visto algo tan divertido como esto? ¡Mirad un pobre hombre destrozado porque su amiga le ha contado una historia acerca de su marido!
Y en imaginación, los veía boquiabiertos alrededor del torturado amante; y se sonreía como si pensase en algún espectro recién casado y respetable, capaz, por el estado de sus sentimientos, de captar una insinuación de lo que pasaba en el alma de Bosinney; se imaginaba ver su boca tan abierta, tan abierta, que la niebla le entraba por ella. Pues en Jorge se almacenaba todo el desprecio por la clase media —particularmente por la clase media recién casada— natural en los brillantes y distinguidos espíritus de quienes pertenecían a su situación social.
Pero empezaba ya a cansarse. Darse un plantón no era lo más agradable.
«Ya reaccionará este pobre sujeto —pensaba—. No será ni el primero ni el último a quien suceda una cosa así en esta pequeña ciudad».
Pero Bosinney comenzaba a murmurar palabras de odio y desesperación. Y siguiendo un impulso repentino, Jorge le puso la mano en el hombro.
Bosinney se volvió rápidamente.
—¿Quién es usted? ¿Qué quiere?
Jorge hubiera hecho frente a la situación con toda desenvoltura si hubiera sido de día; pero a aquellas horas y con aquella niebla sintió pensamientos extraños. Le miró a los ojos y le pareció hallarse frente a un loco.
«Si veo un guardia, lo llamo. Este tío no debe de andar por ahí suelto», pensó.
Sin esperar respuesta, Bosinney echó de nuevo a andar entre la niebla, y Jorge le siguió, manteniéndose quizá a una distancia más prudente.
—No puede seguir andando de este modo. Si no ha sido ya atropellado, se debe a un milagro de Dios.
Y no pensó ya en llamar a un guardia. Hay cosas que un caballero está obligado a hacer por sí mismo.
Bosinney comenzó a andar con más rapidez que nunca. Pero en su locura, Jorge percibió cierto método: se dirigía claramente hacia el Oeste.
«¡Éste va por Soames!», pensó Jorge. La idea era interesante. Sería un bonito remate de la larga persecución entre la bruma. Siempre había sentido disgusto por su primo.
Un coche que pasaba le rozó el hombro y tuvo que dar un salto hacia atrás. No quería que por el Pirata ni por nadie le matasen a él. Sin embargo, con la tenacidad de su raza siguió tras el hombre que se perdía entre aquellos vapores que lo borraban todo, excepto la sombra perseguida y la luz de los faroles cuando estaban muy cerca.
Repentinamente, con el instinto de un trotacalles, Jorge se dio cuenta de hallarse en Piccadilly. Allí podría orientarse con los ojos vendados; y libre del esfuerzo de la incertidumbre por donde se hallara, su mente se concentró en el problema de Bosinney.
Y recordó algo que le había sucedido a él mismo. El recuerdo, todavía doloroso, le trajo el olor de heno, el resplandor de la luna, todo un verano maravilloso de su juventud. Pero en aquel verano, entre las sombras oscuras de una noche, oyó de los labios de una mujer que él no era el único… Y por un momento, Jorge no anduvo por Piccadilly, sino que estuvo tumbado sobre la hierba, bajo el árbol que ocultaba la luna, reviviendo la amargura de su corazón como la sintiera entonces, con la cara escondida entre la hierba.
Le acosó un deseo vehemente de acercarse a Bosinney, cogerle del brazo y decirle: «Vamos pobre amigo. El tiempo lo cura todo. Vamos a tomarnos una copa juntos…». Pero un coche que le pasó muy cerca le despertó de su ensueño. Entonces se dio cuenta de que había perdido a Bosinney. Corrió hacia adelante y hacia atrás, sintiendo el corazón apretado por el miedo, el negro miedo que vive en las alas de la niebla… Tenía la frente cubierta de sudor. Se paró, escuchando con toda atención.
—Pero —confiaba a Dartie aquella misma noche, mientras jugaban al billar en el Red Pottle—, le había perdido de vista por completo.
Dartie se retorció complacidamente el bigote. Había hecho una tacadita muy bonita de veintitrés carambolas, fallando en la vigésima cuarta porque el taco le hizo «pifia».
—¿Y quién era ella? —preguntó.
Jorge miró lentamente la cara grasienta y abultada de «hombre de mundo», y una sonrisa le jugueteó en las comisuras de los labios.
«No, no, amiguito —pensó—. No será a ti a quien te lo diga». Pues aunque se trataba mucho con Dartie le consideraba bastante canalla.
—Pues sería una mujer de ésas a las que se ama un día o dos, y luego, contra lo que parece, se las olvida al tercero —y dio tiza a su taco.
—A las que se ama un día o dos, ¿eh? Me apostaría a que es la mujer de So…
—¿Sí? Pues te equivocas.
Y tuvo mucho cuidado de no aludir al asunto otra vez, hasta que a las once, hora en que, habiendo tomado otra copa antes de retirarse, se le ocurrió mirar a ver si persistía la niebla. Casi seguía igual que horas antes, y no se percibía sombra de persona ni de cosa alguna por la calle.
—No puedo olvidarme del pobre Pirata, hombre —dijo—. ¿Andará todavía por ahí dando vueltas de un lado para otro? Si no le ha aplastado un coche…
—¡Aplastarle un coche! —exclamó Dartie, encendido por el recuerdo de su derrota en Richmond—. Está mejor que tú y que yo. Lo que le pasaba es que estaba curda.
Jorge le miró con mirada realmente formidable, con una especie de furor salvaje en el rostro.
—¡Iba completamente en seco! Lo que le pasaba es lo que yo te digo: ¡Que estaba hecho polvo!