III

Aquel Jolyon cuyas circunstancias no eran las propias de un Forsyte, el joven Jolyon, encontraba difícil hallar el dinero necesario para ir al campo, para acercarse a la Naturaleza e investigar su secreto, sin cuya investigación era imposible que un pintor pintase.

Había de conformarse las más de las veces con tomar sus colores y pinceles y marchar al Jardín Botánico, y allí, sentado en su banqueta, a la sombra de un árbol, pasaba largas horas dibujando y pintando.

Un crítico de arte que había observado su trabajo no hacía mucho tiempo se había expresado en estos términos:

—En cierto aspecto, su trabajo es muy bueno: consigue usted dar una clara idea de la Naturaleza con su tono de color. Pero sus temas son tan variados… No conseguirá así que el público de Londres se fije en su obra. Lo que debía hacer es limitarse a un tema determinado (por ejemplo, Londres de noche o El Palacio de Cristal en primavera) y hacer series de obras con esos temas, o con otros… Así, la gente identificaría inmediatamente su producción. Nunca se insistirá demasiado en la conveniencia de proceder así. Todos los pintores que se están haciendo un nombre, como Crum Stone o Bleeder, lo están consiguiendo evitando cuidadosamente lo inesperado, lo que se separe de un tema…, especializándose, y poniendo toda su obra en el mismo casillero, de forma que el público sepa al instante qué es lo que ve. Y esto es lo más natural, pues si una persona se dedica a coleccionar cuadros, no le gusta que sus visitantes tengan que meter la nariz en el lienzo para averiguar quién es el autor; lo que se desea siempre es que todo el mundo, a primera vista, pueda decir: «¡Hombre, aquí tiene usted un Forsyte!». Es importantísimo para usted elegir un tema que se pueda identificar de golpe, ya que no hay una marcada originalidad en su estilo.

El joven Jolyon, de pie junto al piano, sobre el que unas cuantas rosas ya marchitas, único producto del jardín, estaban colocadas en un cacharro sobre un pañito de damasco descolorido, escuchaba al crítico con sonrisa apagada.

Volviéndose a su esposa, que miraba intensamente al crítico con expresión airada en su fina carita, le dijo:

—¿Qué te parece, querida mía?

—No me parece nada —respondió ella con su tono staccato[25] de voz, todavía con algo de acento extranjero—. En tu estilo hay originalidad.

El crítico la miró, sonriéndole con deferencia, y no añadió ni una palabra más. Como todo el mundo, conocía la historia de aquella pareja.

La opinión del entendido en arte hizo mella en el ánimo de Jolyon; era contraria a toda su convicción, a todo lo que él pensaba que debía ser el arte; pero un instinto extraño y profundo le llevó a seguir aquellos consejos.

Una buena mañana descubrió que se le había ocurrido la idea de hacer una serie de acuarelas sobre Londres. Cómo le había venido la idea, no podría decirlo: y no fué sino hasta el año siguiente, en que había completado y vendido la serie a buen precio, cuando le vino a la cabeza el pensamiento de que seguir los consejos del crítico era prueba tajante de su condición de Forsyte.

Comenzó por el Jardín Botánico, donde había hecho ya tantos estudios, y escogió el laguito artificial sobre el que caían de vez en vez ligeros chaparrones de hojas amarillas y rojizas otoñales, pues aunque los jardineros querían quitarlas todas, no llegaban allí con sus escobas. El resto de los jardines los barrían a conciencia, quitando todas las mañanas la lluvia de hojas que regalaba la Naturaleza, apilándolas en montones, de donde, en fuego lento, surgía el olor acre que, como el canto del cuco en su época, es el anuncio seguro de que otra estación viene. La manía de barrer de los jardineros quería contradecir la ley natural: no podía haber hojas por el suelo, los caminillos debían estar recortados, precisos en su línea, sin que las hojas que caían cubrieran la tierra de su gloria dorada. Y así, cada hoja que caía estaba condenada, desde que empezaba su vuelo, a la hoguera.

Pero en aquel laguito las hojas flotaban en paz, y con sus tonos suaves daban gracias al cielo por haberles deparado salvación.

Y allí las encontró el joven Jolyon.

Al llegar al sitio elegido una mañana a mediados de octubre, vio con horror que a veinte pasos de donde se ponía había un banco ocupado, pues horror era lo que le producía que alguien le viera trabajar.

Una mujer con una chaqueta de terciopelo estaba allí sentada, con los ojos fijos en el suelo. Un laurel florecido estaba, empero, entre ellos, y tras él, el joven Jolyon preparó su caballete.

Sus preparativos eran lentos; se agarraba, como todo artista verdadero, a todo lo que pudiera dilatar el comienzo de su trabajo, y se halló mirando furtivamente a aquella dama desconocida.

Había Jolyon heredado de su padre la capacidad de saber cuándo una cara era bonita. Y aquella mujer tenía una cara encantadora.

Observó una barbilla redonda reposando en unos lazos crema, un rostro delicado, con grandes ojos y tierna boca. Un sombrero negro le ocultaba el cabello; se reclinaba ligeramente contra el respaldo del banco y tenía las piernas cruzadas, asomando la punta del zapato de cuero por debajo de la falda. Había algo indeciblemente delicado en su figura; pero lo que más atraía la atención de Jolyon era el aspecto de su rostro, que le recordaba el de su mujer. Era como si su dueña hubiese entrado en colisión con fuerzas superiores a las que podía resistir. El verla le perturbaba, levantando en él vagos sentimientos de caballerosidad hacia ella. ¿Quién sería? ¿Y qué hacía allí ella sola?

Dos jóvenes de aquella raza peculiar de Regent’s Park, a la vez tímidos y atrevidos, se dirigían por allí al campo de tenis, y notó, con desaprobación, las miradas furtivas y admiradas que dirigieron a la mujer. Un jardinero de andar cansino se detuvo a hacer algo completamente innecesario en un montón de hierba: buscaba también poderla mirar. Un caballero, ya viejo, con sombrero que delataba al profesor de Horticultura, pasó tres veces para mirarla con todo detenimiento, con una expresión extraña en los labios.

Contra todos aquellos hombres sintió el joven Jolyon la misma vaga irritación. Ella no miró a ninguno, pero Jolyon estaba cierto de que todo el que pasara la miraría a ella de la misma manera.

Su cara no era la de una encantadora de almas, que con una simple mirada atraía a los hombres haciéndolos soñar en dádivas de placer; no tenía aquella «diabólica belleza» que tanto admiraban los Forsytes primitivos del país: tampoco pertenecía a la clase adorable de mujeres que se asocian inmediatamente con la caja de bombones; tampoco era de esas que expresan pasión espiritual, y que vemos tanto en la decoración y en la poesía moderna; ni tampoco parecía ofrecer al dramaturgo material para inspirar una heroína neurasténica, de esas que se suicidan al tercer acto.

Por forma y color, por el carácter suave y persuasivo, por su pureza, la cara de aquella mujer le recordaba a Jolyon el Amor celestial, de Tiziano, una reproducción del cual tenía él en el comedor de su casa. Y su atracción parecía radicar en aquella dulce pasividad, en la impresión que producía de que ante alguna ligera presión tenía que ceder y quebrantarse.

¿Qué o a quién esperaba allí en aquella mañana otoñal, en que las hojas caían de cuando en cuando de las ramas?

En un instante, su rostro encantador demostró ansia, y mirando alrededor, el joven Jolyon, casi con celos de enamorado, vio a Bosinney que se acercaba rápidamente.

Lleno de curiosidad, observó el encuentro, la mirada que apareció en los ojos de ambos, el largo apretón de manos que se dieron. Se sentaron muy juntos, unidos por un aire de discreción y secreto. Oía el rápido murmullo de su charla, pero no percibía lo que se decían.

¡Ya sabía Jolyon lo que era aquello! ¡Él también había remado en la galera! Conocía bien las largas horas de espera y los rápidos minutos de encuentro en sitios públicos, la tortura que sufre el amante no recompensado.

No hacía falta más que mirarlos una vez para darse cuenta de que aquello no era un amor pasajero, de esos que duran seis semanas, que son apetito repentino, que surgen con violencia y se apagan con rapidez. ¡Aquello era amor de verdad! Era lo mismísimo que había experimentado. De aquel amor podía resultar cualquier cosa…

Bosinney estaba suplicando algo, mientras ella, tranquila, tierna, inmóvil, seguía sentada y mirando al suelo.

¿Sería aquél el hombre capaz de arrastrar a aquel ser, incapaz por sí misma de tomar ninguna decisión, que le había dado por completo su alma, que sería capaz de morir por él, pero que quizá jamás manchara su amor con la entrega física?

Al joven Jolyon le pareció oírle decir: «Pero eso sería tu ruina, vida mía». Pero quizá no le oyó, y sólo era que él sabía bien que toda mujer teme ser causa de daño para el hombre a quien ama.

Y no los miró más; pero su rápido hablar en voz baja llegaba a sus oídos con el tono del canto de un pájaro que en otoño tratara de recordar los días de primavera. ¿Felicidad, tragedia? ¿Qué, qué?

Y, gradualmente, su charla fué cesando; y un largo silencio siguió.

—Y ¿qué pinta aquí Soames? —pensó Jolyon—. La gente creerá que a ella le preocupa el pecado de engañar a su marido. ¡Poco sabe el mundo del corazón de las mujeres! Ella, tras el hombre, está comiendo tras la hambruna…, vengándose. Y que el cielo la ayude, pues él… ya recibirá lo suyo.

Oyó el crujir de la seda y, mirando al otro lado del laurel, los vio marchar con las manos furtivamente enlazadas…

A finales de julio, el viejo Jolyon había llevado a su nieta a las montañas: y en esta visita (la última que les había de hacer) la nieta había recuperado mucho de su salud y viveza de espíritu. En los hoteles, llenos de Forsytes británicos, pues el viejo Jolyon no podía soportar a los alemanes —nombre con que designaba a todos los extranjeros—, la chica era considerada y atendida con los máximos respetos, como correspondía a la única nieta de un caballero tan agradable y evidentemente tan rico como era el señor Forsyte. No alternaba ella libremente con la gente, pues no era ésa su costumbre, sino que se limitó a unas pocas amistades, y particularmente a la de una muchacha francesa que moría de tisis.

Decidiendo irrevocablemente que su amiga no había de morir, olvidó, en su lucha contra las Parcas, mucho de su propio dolor.

El viejo Jolyon observaba aquella amistad nueva con descanso y desagrado a la vez, pues esta última prueba de que la vida de su nieta había de consumirse entre «gente desgraciada» le hacía daño. ¿Es que no se interesaría nunca por nada ni nadie que le pudiera reportar algún provecho?

—Mírala siempre enredada con una pandilla de extranjeros —se decía el abuelo.

Sin embargo, de vez en vez compraba un hermoso racimo de uvas o unas rosas y se las regalaba a la enfermita, con una sonrisa cordial.

A fines de septiembre, a pesar de la decisión de June, mademoiselle Vigor exhaló su último suspiro en el hotelito de St. Luc, adonde la habían llevado; y June sintió tan profundamente la derrota que le infligió la Enemiga, que, por distraerla, el viejo Jolyon se la llevó a París. Allí, contemplando la Venus de Milo y la rue Madeleine, se libró de su depresión, y cuando, hacia mediados de octubre, regresaron a casa, el abuelo creía que su nieta se había curado de sus penas.

Pero tan pronto como volvieron a instalarse en Stanhope Gate, se dio cuenta con dolor de que la muchacha volvía a su ensimismamiento y tristeza. Solía sentarse y quedar con la mirada perdida y la cara en la mano, como un pequeño espíritu nórdico, con gesto amargo preocupado, resaltando de aquel mobiliario de Baple y Pullbred, iluminado por la luz eléctrica, que se acababa de instalar. Y en el enorme espejo de marco dorado en que se reflejaban, indiferentes, aquellas figurillas de porcelana de Dresde que había comprado el viejo Jolyon de soltero, que representaban caballeros con pantalones abotonados a media pierna contemplando a sus damas en cuyos regazos yacía un corderillo, y que eran tan admirados en aquellos días de gusto averiado. Él era un hombre de gran amplitud de ideas, que había evolucionado con los tiempos más que ningún Forsyte, pero que no podía olvidar que había comprado aquellos grupos escultóricos en Jobson y que había pagado mucho dinero por ellos. Muchas veces le decía a June con desilusión:

—¡Tú no les haces caso! No son tonterías de esas que a los jóvenes de ahora os gustan, que me han costado mis buenas setenta libras… —y no consentía que su gusto fuera tenido en poco cuando tenía buenas razones para saber que era bueno.

Una de las primeras cosas que hizo June al regresar fué ir a casa de Timoteo. Se convenció a sí misma de que tenía el deber de ir por allí para entretenerle un poco con la narración de sus viajes; pero, en realidad, fué porque sabía que era el sitio donde podía oír alguna noticia de Bosinney.

La recibieron con la máxima cordialidad:

—¿Cómo está el abuelito? No ha venido por aquí desde mayo último. El tío Timoteo está, el pobre, muy mal. Y se había puesto peor por culpa del limpiachimeneas, que había dejado todo el hollín en la de su cuarto…

Fué muy larga la visita de June. La pobre quería a todo evento, aunque lo temía, que le hablasen de Bosinney.

Mas paralizada por una inexplicable discreción, la señora de Septimus Small no soltaba prenda, ni preguntó a June por él. Desesperada, la muchacha se decidió a preguntar si Irene y Soames habían salido de veraneo… No sabía nada de la familia, pues aquélla era la primera visita que hacía…

Fué la tía Ester quien le contestó. Sí, estaban en Londres; no habían salido, no… Había oído que tenían algunas dificultades con el asunto de su casa nueva. ¿No sabía ella nada? La tía Julita podría decirle…

June se volvió a la señora Small, que estaba sentada muy derecha en su silla, haciendo pucheros. En respuesta a la mirada de su sobrina, mantuvo silencio, y cuando habló fué para preguntar a June si había dormido con calcetines de lana en aquellos hoteles tan fríos donde había estado…

June contestó que no, y se fué.

El silencio de la señora Small era más intolerable que cualquier mala noticia que hubiera podido darle.

Pero antes de media hora sabía toda la verdad de labios de la señora de Baynes. Supo que Soames había llevado a Bosinney a los tribunales, con motivo de la decoración de la casa.

En vez de excitarla, la noticia tuvo para ella un extraño efecto sedante, como si en la lucha que se avecinaba hubiera una nueva esperanza para ella. Supo que el caso se vería dentro de un mes aproximadamente y que había pocas esperanzas de que Bosinney saliese triunfante.

—Y entonces no sé lo que va a hacer —explicó la señora Baynes—. Va a ser terrible para él, pues ya sabe usted que no tiene dinero… Está lo que se dice muy mal… Y nosotros no podemos ayudarle. Y me dicen que los prestamistas no dan nada si no se les ofrece una buena garantía, y él no tiene ninguna, lo que se dice ninguna…

Su embonpoint[26] había aumentado últimamente; estaba lanzada plenamente a su organización de otoño, con la mesa literalmente cubierta de menús y de invitaciones para funciones de caridad. Miró significativamente a June con sus ojos de verde loro.

El rubor instantáneo que cubrió la cara de la muchacha no lo olvidaría en muchos años la ilustrísima señora de Baynes (ilustrísima porque a Baynes le habían hecho caballero en recompensa de la construcción de aquel museo que había hecho y que sirvió para colocar a tantos burócratas, en contraste con la poquísima satisfacción de las clases trabajadoras, para las que había sido construido).

El recuerdo de aquel cambio de expresión de la cara de June, vivido y conmovedor como el abrirse de una flor o como el primer rayo de sol tras largo invierno; el recuerdo también de lo que después vino se presentaba después, inoportuno, a la ilustrísima señora de Baynes, cuando su mente estaba ocupada con los más importantes problemas de organización.

Fué la misma tarde que el joven Jolyon presenció el encuentro del Botánico cuando el viejo Jolyon visitó a sus procuradores Forsyte, Bustard y Forsyte. Soames no estaba; Bustard estaba enterrado literalmente en papeles en aquel despacho suyo, convenientemente aislado de toda molestia, para que pudiera trabajar lo más posible; pero James sí que estaba, chupándose el dedo en su oficina, entreteniéndose en considerar tristemente el asunto de Forsyte contra Bosinney. Y la tristeza le venía, no por el temor de que su hijo perdiera, sino por el de que Bosinney no pudiera pagar y su hijo se quedara sin recobrar su dinero y teniendo además que correr con las costas. Además, tras este temor estaba siempre el pánico que le producía el verdadero motivo del juicio, el fondo escandaloso del que el juicio no era sino mera forma o símbolo exterior.

Levantó la cabeza cuando entró el viejo Jolyon, murmurando:

—¿Cómo estás, Jolyon? Hacía un siglo que no nos veíamos. Ya me han dicho que has estado en Suiza. Este Bosinney se ha metido en un lío gordo. Ya sabía yo que acabaríamos así —y le tendió a su hermano los documentos del juicio.

El viejo Jolyon los leyó en silencio; mientras tanto, James miraba al suelo y se mordía las uñas.

Dejó Jolyon los papeles por fin y cayeron sobre el certificado de defunción de Bucomber, uno de los muchos documentos, mera hoja de aquel frondoso árbol judicial llamado Fryer contra Forsyte.

—Pues yo no sé lo que anda buscando Soames. No comprendo por qué tanta matraca por unas pocas libras. Creía yo que era un hombre bien acomodado.

El labio superior de James tembló de cólera; no podía soportar que se atacase a su hijo en semejante punto.

—No se trata del dinero… —comenzó a decir; pero viendo la mirada dura y fija de su hermano, calló.

Se hizo un silencio difícil.

—He venido a buscar mi testamento —dijo por fin el viejo Jolyon, tirándose del bigote.

La curiosidad de James se excitó al momento. Quizá, la cosa más interesante en la vida, para él, era un testamento; era el testamento el supremo contacto con la propiedad, el inventario final de la valía de un hombre, la última palabra, la calificación inapelable de su rendimiento en la vida. Tocó la campanilla.

—Traiga inmediatamente el testamento del señor Forsyte —dijo al empleado que con toda diligencia se presentó.

Y después, dirigiéndose al viejo Jolyon:

—¿Vas a hacer alguna modificación? —y por su mente pasó, como un relámpago, la idea de que tal vez fuera su hermano más rico que él.

El viejo Jolyon se metió el documento en el bolsillo interior de la chaqueta, y James cruzó la pierna desolado.

—Me han dicho que últimamente has hecho algunas compritas muy buenas, ¿eh?

—No sé de dónde sacarás tus informes —respondió el viejo Jolyon desabridamente—. ¿Cuándo va a ser eso? ¿El mes que viene? No sé qué tendréis metido en la cabeza. Claro que es cosa vuestra; pero si me hicierais caso, arreglaríais el asunto al margen de los tribunales. ¡Adiós! —y, tras un apretón de manos muy frío, se marchó.

James volvió a chuparse el dedo.

El viejo Jolyon se fué con su testamento a las oficinas de la Nueva Compañía Carbonera y se sentó en la mesa de la Dirección a leerlo de cabo a rabo. Respondió con un «¡Maldita sea!», a Hemmings cuando éste, muy diligente, se le acercó a mostrarle el primer informe del nuevo superintendente, y el secretario se retiró muy herido en su dignidad; para curarse la herida, llamó al primer oficial y le dijo tantas cosas que el pobre joven no sabía dónde meterse.

No era propio, por todos los demonios, que un jovenzuelo como él (¡maldita sea!), entrase en aquella oficina creyéndose que era un dios. Él (¡maldita sea!), había sido jefe de aquella oficina durante muchos años y le informaba que si creía que podía estar todo el día sentado sin hacer nada, estaba equivocado, y que él, Hemmings (¡maldita sea!), se lo haría comprender, y etcétera, etcétera.

Al otro lado de la puerta de bayeta verde, sentado a la gran mesa de caoba y hule, con los lentes cabalgando sobre la nariz, el viejo Jolyon leía su testamento, siguiendo con su lápiz de oro los renglones de las cláusulas.

Era un testamento claro y conciso, pues no contenía ninguno de esos pequeños legados tan molestos, ni donativos, ni caridades que ejecutar sus albaceas, que además parece que quitan grandeza a los bienes del difunto y hasta hacen que las esquelas de los periódicos sean más modestas. Concretamente, un legado de veinte mil a su hijo, y «el resto de mis propiedades de todas clases, en efectivo o en valores a realizar o que participen simultáneamente de ambas naturalezas, en usufructo, a percibir en renta o intereses, en dividendos anuales, los dejo a mi antedicha nieta June Forsyte, con carácter vitalicio y para su solo beneficio…, y tras su muerte o desaparición, los mismos antedichos bienes pasarán en usufructo a la persona o personas que legalmente sean herederos suyos, establecido el carácter de tal mediante su testamento o acto de última voluntad análogo debidamente suscrito por la antedicha June Forsyte. Y de no haberlo… Siempre que…», y así en siete folios de breve y sencilla redacción.

El testamento habíalo hecho James en sus buenos días, cuando su hermano Jolyon podía confiar en sus dotes de abogado y no había dejado imprevista ninguna contingencia.

El viejo Jolyon pasó un buen rato leyendo el documento; al fin tomó una hoja de papel y escribió a lápiz una larga nota. Después se lo guardó todo, hizo llamar un coche y se dirigió a las oficinas de Paramor y Herring, en Lincoln’s Inn Fields. Jack Herring había muerto, pero su sobrino le había sustituido, y el viejo Jolyon se encerró con él durante media hora.

El coche le esperaba, y al salir montó de nuevo y dio al cochero las señas de Avenida Wistaria, 3.

Notaba una extraña y notable satisfacción, como si se hubiera apuntado una victoria sobre James y el hombre bien acomodado. Ya no meterían la nariz en sus asuntos; acababa de cancelar su comisión de albaceas testamentarios; les quitaría por completo el asunto de las manos, poniéndolo todo en manos del joven Herring, y destituiría a Soames del cargo de abogado de sus compañías. Si era de verdad un hombre bien acomodado, no le importaría perderse mil libritas al año. Bajo el bigote del viejo se extendió, maliciosa, una sonrisa. Pensaba que estaba procediendo en estricta justicia, ampliamente merecida.

Lenta, firmemente, con el proceso despacioso y seguro de corrosión que abate el más robusto árbol, el veneno de las lesiones a su felicidad, su voluntad y su orgullo, había corroído el bello edificio de su filosofía. La vida le había fracasado en un flanco, hasta que, como la familia de que era cabeza, había perdido el equilibrio.

La idea de su nueva disposición testamentaria le parecía un golpe punitivo asestado contra aquella familia y aquella sociedad de las que James y su hijo le parecían los auténticos representantes. Había hecho una restitución al joven Jolyon, y esta restitución satisfacía su deseo de venganza…, venganza contra el tiempo, contra el dolor, contra la interferencia entre él y su hijo, contra la inmensurable montaña de desaprobación que el mundo, durante quince años, había hecho soportar a Jo. Le parecía que había hecho lo único que podía recompensarle a él de la desviación de su voluntad de amor por su único hijo. Obligaba a James, a Soames, a la familia, a la enorme masa de Forsytes que en el mundo había, a reconocer que él hacía su voluntad, que él era el amo. Y era dulcísimo pensar que al fin iba a hacer a Jo mucho más rico que Soames, que el hijo de James, el hombre bien acomodado. Y era dulcísimo dar su dinero a Jo…

Ni el joven Jolyon ni su mujer estaban en casa (Jolyon no había regresado del Jardín Botánico); pero la muchacha le informó que el señor regresaría pronto:

—Siempre viene a la hora de merendar a jugar con los niños, señor.

El viejo Jolyon dijo que esperaría, y se sentó, paciente, en el descolorido y marchito salón, donde ahora que habían quitado las cretonas del verano se mostraba claramente la vejez y deterioro de los muebles sin fundas. Deseaba hacer venir a los niños, tenerlos a su lado, sentados en sus piernas, oír el «¡Hola, abuelito!», de Jolly, y sentir la caricia de la manita de Holly en las mejillas. Pero no los llamaría. Lo que había venido a hacer requería solemnidad, y hasta no haberlo hecho no jugaría con sus nietos. Le divertía pensar cómo de dos plumazos iba a restablecer el aire de casta, tan por completo ausente en aquella casita; cómo llenaría las habitaciones o las de otra casa mejor con maravillas artísticas de Baple y Pullbred; cómo podría mandar al pequeño Jolly a Harrow y Oxford (ya no creía en Eton y Cambridge, pues su hijo había estado allí); cómo podría procurar a la pequeña Holly la mejor educación musical, para la que la niña mostraba ya una notable aptitud.

Y todos estos proyectos cobraban realidad ante su imaginación y hacían que su alma se sintiera henchida de dulzura. Se levantó y se acercó a la ventana, mirando al jardinillo, donde el peral, sin hojas antes de tiempo, estaba con sus ruinosas ramas apuñalando la niebla de la tarde otoñal. El perro Baltasar, con la cola apretada en estrecha espiral contra el lomo, se paseaba oliendo las plantas.

Y el viejo reflexionaba.

¿Qué placer le quedaba en la vida que no fuera el de dar? Era agradable dar cuando se encontraba con alguien que agradecía la dádiva…, alguien de la propia sangre. No había satisfacción en dar a los que no eran de uno. Dádivas así supondrían traiciones a las concepciones personales que le habían guiado en la vida a todo su esfuerzo, a todo su trabajo, a su moderación mantenida años y años, al hecho grandioso de que, como cientos y miles de Forsytes anteriores a él, como cientos y miles de Forsytes que le sucederían, él se lo había hecho todo en la vida.

Y mientras estaba allí, mirando al jardín, observando al perro, todo el sufrimiento de aquellos quince años se mezclaba a la dulzura presentida del momento que se acercaba.

El joven Jolyon vino por fin, satisfecho de su trabajo, fortalecido por las horas de estancia al aire libre. Al oír que su padre estaba en el salón, preguntó apresuradamente si la señora estaba en casa, y al saber que no, lanzó un suspiro de alivio. Dejando sus útiles de pintura, fué a ver a su padre.

Con su decisión característica, el viejo Jolyon fué inmediatamente a lo que le interesaba:

—He arreglado mi testamento, Jo. Puedes ya vivir con algún mayor desahogo que antes. June tendrá cincuenta mil a mi muerte; tú, el resto. El perro ese está estropeando el jardín. Yo que tú, lo echaría.

El perro Baltasar, sentado, estaba mirándose atentamente la cola.

Jo miró al perro, pero lo vio muy borrosamente, pues tenía los ojos húmedos.

—Lo tuyo no será menos de cien mil, hijo mío —dijo el viejo—. Creo que debes saberlo. Ya no creo que pueda vivir mucho, con los años que tengo. No volveremos a hablar del asunto. ¿Cómo está tu mujer? Dale un beso de mi parte.

El joven Jolyon puso una mano en el hombro de su padre, y como ninguno de ellos dijo nada, el episodio concluyó.

Tras de dejar a su padre en un coche, Jolyon volvió al salón y quedó en pie donde el viejo había estado y se puso también a mirar al jardín. Trataba de darse cuenta de todo lo que representaba para él lo que había oído, y como Forsyte que era, un panorama de propiedades se abrió ante sus ojos; los años de medias raciones que había pasado no habían destruido su natural instinto. Con criterio extremadamente práctico pensó en viajes, en los vestidos de su mujer, en la educación de sus hijos, en comprar una jaquita para Jolly, en mil cosas… Pero además de todo eso, pensó en Bosinney y en su amada, y en la canción de los tordos en el Botánico. ¿Alegría, tragedia? ¿Qué, qué?

El viejo ayer…, el doloroso, punzante, apasionado, maravilloso ayer, que ningún dinero podría pagar, que con nada podría restaurar en su dulzura quemante, se presentó ante él.

Cuando volvió su mujer, se fué derecho hacia ella y la estrechó entre los brazos, y por mucho tiempo, allí estuvo sin hablar, apretándola contra su corazón, mientras ella le miraba con extrañeza, con amor…