II

Aunque con su instinto de decir siempre lo más inconveniente la señora Small había dejado a su invitada más intrigada que nunca, es difícil decir que pudiera haber hablado con mayor acierto.

No era aquél un tema del que los Forsytes pudieran hablar siquiera entre ellos mismos. Para usar la palabra que Soames había inventado para denominar la situación, aquello era «subterráneo».

Sin embargo, no pasó una semana del encuentro de la señora Mac Ander en Richmond sin que todos —excepto Timoteo, a quien se ocultaban cuidadosamente esas cosas— supieran, desde James a George, que «aquellos dos» habían incurrido en excesos reprobables.

George, que era el inventor de muchos de los modismos que circulan todavía entre los círculos elegantes, expresó a su hermano Eustaquio que sin duda el Pirata «avanzaba en todos los frentes» y que creía que Soames estaba casi «copado».

Y así debía ser, pero ¿qué podía hacerse? Él haría lo que le pareciese mejor, pero el hacer algo podía ser deplorable. Sin dar un escándalo formidable, cosa que ellos no podían aceptar, no se podía hacer nada. No había más que callarse y dejar pasar el tiempo.

Mostrando hacia Irene una frialdad digna, quizá se consiguiera algo; pero no se la veía casi nunca ahora, y parecía difícil hacerle presentarse ante ellos con el solo objeto de mostrarle frialdad digna. A veces, en el retiro del dormitorio, James solía revelar a Emilia el gran sufrimiento que la desgracia de su hijo le producía.

—No sé…, es horrible. Habrá un escándalo y le producirá a Soames mucho perjuicio. Yo no le aconsejaré nada. Puede que, en definitiva, no haya nada malo. ¿Qué te parece a ti? Lo que a lo mejor pasa es que como ella le gusta tanto el arte… ¿No te parece? ¡Pero di algo! ¡Estás hecha una verdadera tía Julita! Yo no sé… Me temo lo peor. Esto es lo que pasa por no tener hijos. Yo siempre me lo he temido. Nunca me han dicho nada de si les gustaría tener hijos o no… A mí nadie me dice nunca nada…

De rodillas, al lado de la cama, vistiendo su camisón de dormir, con los ojos fijos por el miedo y el cuello estirado, parecía un pájaro blanco y grande.

—Padre nuestro… —decía una y otra vez, pues se distraía pensando en el posible escándalo.

Igual que el viejo Jolyon, estaba convencido, aunque no se lo decía ni a sí mismo, de que la culpa de la tragedia la tenían las interferencias familiares. ¿Por qué se habría metido nadie —y en el «nadie» incluía al viejo Jolyon y a su nieta— a introducir en la familia a un tipo como Bosinney? (Conocía el remoquete del Pirata, pero no le decía nada, ya que Bosinney era arquitecto).

Empezaba a pensar que su hermano Jolyon, a quien siempre había considerado y respetado, no era tan inteligente como le creía.

Careciendo de la fuerza de carácter de su hermano, estaba más triste que furioso. Su gran satisfacción era ir a casa de Winifred y llevarse a los pequeños Darties en su coche a los jardines de Kensington, y allí, junto al Estanque Redondo, se le podía ver mirando ansioso al pequeño Publio Dartie jugar con su barquito, que él había cargado con un penique y que temía que no volviera a la orilla, mientras Publio —a quien James se complacía en decir que no era en nada como su padre— intentaba que se apostase otro penique a que volvía, pues había descubierto que siempre regresaba. Y James hacía la apuesta, y siempre perdía y siempre pagaba, y había tarde que el niño le sacaba cuatro o cinco peniques. Y a cada uno que le daba le decía:

—Esto lo guardas en la hucha… y verás cómo te haces un hombre rico.

Y la idea de que su nieto llegaría a ser rico le producía una verdadera satisfacción. Pero el pequeño Publio conocía una confitería estupenda.

Y paseaban por el parque, proyectándose la alta y agobiada figura de James sobre los cuerpecillos robustos de Imogen y Publio.

Pero aquellos jardines no eran un recinto sagrado, exclusivo para James: Forsytes y vagabundos, niños y novios, descansaban o vagaban de día y de noche, buscando algún reposo a sus trabajos o a la agitación y ruido de la calle.

Las hojas de los árboles iban lentamente tomando color oscuro.

El sábado 5 de octubre, el cielo, que había estado azul todo el día, se puso al atardecer del color rojo de las uvas negras sin madurar. No había luna, y un tono oscuro claro, como terciopelo, se iba cuajando en torno a los árboles de ramas finas como plumas que no se movían un ápice en el aire tranquilo. Todo Londres estaba en el Parque, apurando las últimas heces de la copa del verano.

Las parejas, que en gran número entraban por todas las puertas, iban lentamente paseando por los caminillos de arena o por la hierba quemada; después, silenciosamente, por las zonas sin luz, iban desapareciendo entre los árboles protectores o entre las sombras de los macizos altos, y desdibujados por algún tronco, se perdían para todo el mundo, menos para ellos, en la calma y la dulzura de la oscuridad.

Para los que iban llegando por los paseos, aquellos que huían parecían meros átomos de aquel polvo apasionado y brillante que, junto con un murmullo suave y confuso, los rodeaba por entero. Pero cuando aquel murmullo alcanzaba a una nueva pareja, sus voces temblaban y cesaban, sus brazos se enlazaban, sus ojos empezaban a otear, a rebuscar en la oscuridad, y cuando encontraban, desaparecían también lejos de la luz.

La tranquilidad del parque, circunscrita por el ruido lejano de la ciudad, vibraba y vivía con las miríadas[24] de pasiones, de esperanzas, de amores de aquella multitud de átomos humanos en cósmica agitación; pues a despecho de la desaprobación del gran cuerpo forsyteano, del Consejo Municipal, al que el amor consideraba como su peor enemigo, el proceso seguía aquella noche en el Parque y en cientos de parques, proceso sin el cual los miles de fábricas, tiendas e intereses de que eran, custodios los ediles vivirían el vivir de un río seco, de un hombre sin corazón.

El instinto de olvido, de pasión y de amor, escondiéndose bajo los árboles, lejos de los esbirros de su mortal enemigo, el «sentido de la propiedad», gozaba de una gran delicia escondida, y Soames, que volvía de Bayswater —pues había estado él solo cenando en casa de Timoteo— y que iba hacia su casa pensando en su pleito, se quedó sin sangre al oír una risa apagada y el ruido de besos. Pensó en escribir una carta al Times al día siguiente, para llamar la atención del señor director sobre la condición de nuestros parques. Pero no lo hizo, pues tenía horror a ver su nombre en letras de molde.

Aunque no estaba muerto de hambre, sino todo lo contrario, los susurros que le venían de las formas medio ocultas actuaron sobre él como estimulante morboso. Se salió del paseo y se adentró bajo los árboles, siguiendo la sombra densa de los arriates, donde las copas frondosas de los castaños proyectaban más negrura aún sobre las sillas de hierro colocadas contra los troncos y ocupadas, cómo no, por parejas de enamorados, que se revolvían al pasar él.

Llegó a la plazoleta que dominaba La Serpentina, y allí, a plena luz, resaltando su sombra contra el agua plateada, estaba una pareja inmóvil, la cara de la mujer oculta en el hombro del varón, formado como una estatua, expresión clara de la pasión amorosa, silenciosa y sin mostrar la menor vergüenza.

Aturdido por lo que veía. Soames echó a correr hacia las sombras de los árboles.

En su andar por el parque, ¿quién sabe lo que buscaba y lo que esperaba hallar? ¿Pan para su hambre, luz para sus tinieblas? ¿Conocimiento de lo que es el corazón humano? ¿Fin para su tragedia subterránea? Pues… ¿por qué no? Cada pareja oscura, innominada, innominable, podían ser ella y él…

Pero no podía ser eso lo que buscaba allí; era inconcebible que la mujer de Soames Forsyte estuviera en el parque como una golfa cualquiera. ¡Absurdo!

Pero un instante después sufrió un gran sobresalto; hasta él llegó el murmullo: «Si siempre pudiera ser así…». Y la sangre se le acumuló en el corazón, y se paró, aguardando inmóvil a que los dos salieran de entre las sombras. Pero sólo se trataba de una chiquilla que parecía dependienta de comercio, colgada del brazo de su novio.

Y otros cien amantes murmuraban palabras de esperanza en la tranquilidad de los árboles amigos, y cien más paseaban cogidos del brazo.

Y reaccionando con repentino disgusto de sí mismo, Soames volvió al paseo sin seguir buscando aquello que buscaba sin saber qué era.