Mucha gente, incluyendo al director de El Ultra Viviseccionista, entonces en la floración plena de su primera juventud, diría que Soames había abdicado de su condición de hombre por no haber quitado los cerrojos de las puertas del dormitorio conyugal, tras administrar una buena paliza a su mujer, volviendo así a disfrutar de la felicidad perdida.
La brutalidad no se halla tan completamente mezclada con la fibra humana como solía estarlo antes; así, pues, las gentes sensibles de la sociedad quedarán muy tranquilas al saber que Soames no hizo nada de eso. La verdad es que la brutalidad no es muy forsyteana: son los Forsytes demasiado circunspectos y, sobre todo, muy tiernos de corazón. Y en Soames había un orgullo que si bien no le llevaba a ninguna acción heroicamente generosa, tampoco le permitía realizar ninguna vileza, a menos que estuviera muy excitado y sin posibilidad de contener sus ímpetus. Y, sobre todo, este digno Forsyte tenía un agudo sentido del ridículo. De no apalear a su mujer, no sabía que pudiera hacer razonablemente otra cosa; así, pues, aceptó la nueva situación sin añadir palabra.
Verano y otoño continuó con su trabajo, con sus cuadros, con sus invitados a cenar. No salió de Londres: Irene rehusaba ir a otra parte. La casa de Robin Hill, aunque terminada, continuaba vacía y como sin dueño. Soames había promovido recurso legal contra el Pirata, reclamándole la suma de trescientas cincuenta libras.
Los señores Freak y Able, procuradores, se habían encargado de la defensa de Bosinney. Admitiendo los hechos, se agarraban a un punto de la correspondencia, que, explicándolo sin fraseología legal, venía a ser esto: Soames había dado a Bosinney plena libertad de acción en sus cartas.
Soames supo lo que pensaban Freak y Able; lo manifestó a Jobling y Boulter, más bien a Boulter que a Jobling, pues había muerto hace unos años, si bien su nombre seguía figurando en la firma a que en vida perteneciera; Jobling y Boulter pensaron que convendría consultar con otro abogado; y consultaron con uno de primera fila: Waterbuck, del Consejo Real, que a su vez consideró el caso muy interesante, y a las seis semanas emitió su opinión de que lo necesario era arrancar al arquitecto la declaración de que él había recibido plenos poderes, sí, pero dentro de los límites que se fijaban en la correspondencia con Soames. Además, a juicio del digno jurista, era de aplicación lo juzgado en el caso Boileau a propósito de la Blasted Cement, Ltda[23].
Orientados por esta opinión, Jobling y Boulter actuaron, administrando interrogatorios a discreción; mas, para amargura suya, Freak y Able, en nombre de su defendido, respondían con grandísimo tino y acierto, sin dar la oportunidad que deseaban de coger en renuncio al arquitecto.
Soames se informaba de la marcha del asunto. Ardía en deseos de poner el pie en el cuello al Pirata, y para conseguirlo no permitía que la preocupación por el comportamiento de Irene le turbara: tenía que volcarse por completo y exclusivamente en su pleito.
Aunque no había vuelto a ver a Bosinney desde el día de Robin Hill, sentía su presencia por doquier. Estaba seguro de que Irene se entrevistaba con él; pero cómo, cuándo y dónde no sabía ni quería saber, aterrorizado por el temor de llegar a saber demasiado.
A veces, cuando preguntaba a su esposa dónde había estado, cosa que todo Forsyte que se estime ha de hacer, tomaba ella un aspecto extrañísimo. Aunque se dominaba perfectamente, en ocasiones, tras su máscara inescrutable de frialdad, asomaba algo que no había visto nunca en ella.
Se estaba acostumbrando a almorzar fuera. Muchas veces, cuando preguntaba a la muchacha si la señora había comido en casa, le respondían que no. Le parecía muy mal que fuese sola por ahí; pero aunque se lo dijo, ella no hizo el menor caso. Había algo que le sorprendía, le enfurecía y casi le hacía gracia, en la calma con que despreciaba sus indicaciones y deseos. Era como si le estuviera siempre presentando ante los ojos el hecho de que le había vencido.
Un día suspendió la lectura de la opinión de Waterbuck y se dirigió al dormitorio, pues de día no cerraba ella las puertas, quizá por causa de los sirvientes. Se estaba cepillando el pelo y se volvió a él con rara violencia.
—¿Qué quieres? —le preguntó—. Haz el favor de salir de mi cuarto.
—Quiero saber —le contestó— hasta cuándo va a durar este estado de cosas entre nosotros. Ya me parece que he aguardado bastante.
—¿Quieres hacer el favor de salir de mi cuarto?
—¿Quieres tú percatarte de que soy tu marido?
—No.
—Entonces yo daré los pasos necesarios para que te hagan entrar en razón.
—Cuanto antes, mejor.
La miró, sorprendido de la calma con que le había contestado. Tenía los labios apretados en una fina línea; el cabello le caía en cascadas rubias sobre los hombros blancos, y en sus ojos había una mirada de miedo, odio y desprecio y, rara cosa, de triunfo.
—¿Quieres salir de una vez de mi cuarto?
Giró sobre los talones y salió.
Sabía de antemano que no daría paso alguno para que entrara, por fuerza, en razón, y sabía que ella lo sabía también, que sabía que le daba miedo hacerlo.
Era costumbre en él contarle lo que había hecho durante el día; qué clientes le habían visitado, como había arreglado una hipoteca a Parkes, cómo aquel larguísimo pleito de Fryer sobre Forsyte, a causa del enredo sobrenatural que había hecho el tío Nicolás, duraría todavía unos cuantos años y quizá hasta el día del Juicio… Y cómo había ido a casa de Jobson y había visto un Bucher vendido. Se le había escapado aquel Bucher por haber estado en Pall Mall comprando acciones de Talleyrand e Hijos.
Él admiraba a Bucher, a Watteau y a todos los de aquella escuela. Estaba acostumbrado a hablarle de todas aquellas cosas, y todavía continuaba haciéndolo, hablando y hablando durante largos ratos mientras cenaban, como si con las palabras pudiera ocultar a sí mismo el dolor de su corazón.
Frecuentemente, si estaban solos, intentaba besarla al darse las buenas noches. Quizá suponía que una buena noche le permitiría hacerlo, o quizá era sólo la idea de que un marido debe dar un beso a su mujer al acostarse lo que le llevaba al intento. Aunque ella le odiase, de ninguna manera podía omitir la práctica del antiguo rito.
Y ¿por qué le odiaba ella? Todavía no podía casi creerlo. Era una cosa rara el odio; sin embargo, él odiaba a Bosinney, al pirata aquel, a aquel vagabundo, a aquel rondador nocturno. Pues siempre, en pensamiento, Soames le veía al acecho. ¡Ah, pero sin duda lo estaba pasando muy mal! El joven Burkitt, el arquitecto, le había visto salir de un restaurante ínfimo…
Durante todo el tiempo que no dormía, pensando en aquella situación, que parecía no tener fin, a menos que ella volviera al buen camino, la idea de una separación no entró seriamente en sus cálculos…
Pero ¿y los Forsytes? ¿Qué papel desempeñaban en la tragedia de Soames?
La verdad era que poco o ningún papel, pues todos estaban de veraneo. Desde hoteles, balnearios y casas de huéspedes partían diariamente al baño, acumulando ozono para todo el invierno.
Al final de septiembre empezaron a regresar a sus casas. Llenos de salud y en pequeños ómnibus, con los carrillos bien colorados, llegaban cada día de los diversos lugares de veraneo, y a la mañana siguiente se reintegraban a sus actividades.
El primer domingo de recepción en casa de Timoteo se registró un lleno, que duró desde después del almuerzo hasta antes de la cena.
Entre otras cosas, demasiado interesantes para relatarlas todas, la señora de Septimus Small mencionó el hecho de que Soames e Irene no habían salido. Sólo faltaba ya que uno cualquiera diera la siguiente noticia referente a ellos para que se convirtieran en centro de interés de la reunión. Y para el hecho, que una tarde, en el mes de septiembre por más señas, la señora Mac Ander, la mejor amiga de Winifred Dartie, dando un paseo prescrito por el médico, en compañía del joven Augusto Flippard y en bicicleta, por Richmond, había visto a Irene y a Bosinney paseando también por allí en dirección a Sheen Gate.
Quizá la pobrecita señora tenía sed, pues había pedaleado de lo lindo por una dura y empinada carretera, y montar en bicicleta y soportar al joven Flippard simultáneamente son cosas que, como todo Londres sabe, agotan a cualquiera; quizá fué el contemplar el verde y fresco bosque lo que excitó el deseo de la buena señora; pero el caso es que detuvo su carrera para observar bien a «aquellos dos», pues había cosas que le interesaban mucho: su propio matrimonio había sido un desastre y había sido preciso recurrir al divorcio, aunque sin dar lugar a comentarios desfavorables, ya que había tenido el buen sentido y la habilidad de inducir a su marido a cometer los necesarios disparates para que cayera sobre él toda la culpa. Por saber mucho de aquellas cosas se había detenido a observar. Y si estaba sedienta, el ver a sus conocidos fué un refresco, y si hambrienta, un tentempié.
Esta buena señora merece gran atención y estudio: su mirada agudísima y su no menos aguda lengua servían sin duda a muchos de inescrutables fines de la Providencia. Parecía siempre que se iba a morir de un momento a otro; pero sin duda no sucedía esta desgracia por la gran ciencia que tenía en cuidarse. Había hecho ella sola quizá más que nadie para destruir el sentido de caballerosidad que todavía se adhiere a la rueda de la civilización: se hablaba de ella con un cariño…
Vestía muy bien y pertenecía a un Club de mujeres; pero no era de ninguna manera el tipo neurótico y triste de afiliada que está siempre pensando en sus derechos: los ejercía con toda naturalidad, y sabía cómo aprovecharlos de forma que no despertaba sino admiración entre la gran clase a que pertenecía no sólo por nacimiento y estilo, sino por estricto sentido de la propiedad.
Aunque su marido, un pintor medio chiflado en su amor por la Naturaleza, la había abandonado por una actriz, no se sintió descorazonada, y al recobrar legalmente su libertad, se había incorporado al cogollo del forsyteísmo.
Siempre de buen humor, siempre «llena de información», todo el mundo la recibía con agrado. No provocaba ni sorpresa ni desaprobación cuando se la encontraba en el Rhin o el Zermatt, bien sola, bien con otra dama y dos caballeros. Ya era conocido que sabía cuidarse, y el corazón de los Forsytes se alegraba ante su maravilloso instinto, que le permitía gozar de todo sin dar a cambio nada. Todo el mundo pensaba que mujeres así debieran ser las encargadas de perpetuar el género femenino en la especie humana. Nunca había tenido hijos.
Si había algo en la vida que le molestase, eran aquellas mujeres suaves de las que los hombres dicen tienen encanto. Y la mujer de Soames era una de ésas, y siempre le había merecido la más viva antipatía.
Comprendía oscuramente que si se admite la existencia del encanto, la habilidad y el savoir faire caen en el más completo desprecio. Y odiaba —con odio tanto más profundo cuanto que muchas veces el «encanto» había anulado sus cálculos— aquella sutil seducción que emanaba Irene y que no podía negarle por más que quisiera.
Decía, con todo, que no veía nada de particular en aquella mujer, que no tenía «ése no sé qué» que hay que tener, y que cualquier otra triunfaría sobre ella con sólo proponérselo, y que no sabía qué podían encontrarle los hombres.
No es que fuera de mal natural; mas para mantener su situación tras el abandono de su marido le era necesario estar «llena de información»; y ni por un momento pensó en callar que había visto juntos a «aquellos dos».
Y así sucedió que aquella misma tarde estaba invitada a cenar en casa de Timoteo, adonde solía ir a veces a «alegrar a los viejos», como ella decía. Siempre se invitaba a las mismas personas para que tuvieran compañía: Winifred Dartie y su marido; Francie, porque pertenecía a los círculos artísticos, ya que se sabía que la señora Mac Ander escribía en El Reino de las Mujeres se aproxima, y para que flirteara con ellos, si se podía, un par de muchachos de Hayman, que, aunque no decían nunca nada, estaban en íntimas relaciones con lo más elegante de la buena sociedad.
A las siete y veinticinco de la tarde apagó la luz eléctrica de su pequeño hall, se envolvió en su elegante capa y, tras comprobar que llevaba el llavín, salió. Aquellos pisitos como el de ella eran muy convenientes; claro que no tenían aire ni luz, pero podían cerrarse en cualquier momento y salir sin preocuparse de criados ni de nada, y nunca se sentía atada como cuando el pobre Fred andaba por allí con su aire abstraído. No guardaba ningún rencor al «pobre Fred»; era un idiota. Pero el recuerdo de aquella actriz provocaba en ella una sonrisa triste y despectiva.
Cerrando de un portazo, recorrió el pasillo con su tétrica pintura ocre y con toda su teoría de puertas numeradas. El ascensor estaba bajando; y envuelta hasta las orejas en el cuello de la capa, con todos sus cabellos bien ordenados y en su sitio, esperó hasta que el cómodo artilugio se detuviera ante ella. Las rejas de hierro se abrieron y entró. Ya había dentro tres personas: un hombre con chaleco blanco y una cara grande, tan suave y tan lisa como la de un niño, y dos señoras de edad, vestidas de negro y con mitones.
La señora Mac Ander les sonrió; conocía a todo el mundo; y las tres personas, que hasta aquel instante habían callado, empezaron a hablar simultáneamente. Era el secreto de la señora Mac Ander: provocaba la conversación.
Y durante el descenso de cinco pisos la conversación continuó, mientras el chico del ascensor asomaba su cara cínica entre las barras de la reja. Al final se fué cada cual para su lado: el caballero del chaleco blanco, a una sala de billar; las otras señoras, a cenar juntas y a decir: «Pero ¡qué mujer tan simpática! Es un verdadero cascabel…», y la señora Mac Ander, a tomar un coche.
Cuando la señora Mac Ander cenaba en casa de Timoteo se hablaba mucho más que de costumbre, y la señora Small y la tía Ester la gozaban de lo lindo. «¡Cuánto disfrutaría Timoteo si pudiera cenar con ella!», se decía la una a la otra. Estaban seguras de que le aliviaría en sus dolencias. Pues sabía, por ejemplo, los últimos detalles de la historia del hijo de sir Charlie Fiste, que estaba en Montecarlo; quién era la verdadera heroína de la elegante novela de Tynemouth Eddy, que en aquellos días todo el mundo comentaba; qué había en París acerca del uso de pantalones por parte de las señoras. Y no solamente esto, sino que era tan sensata que conocía al dedillo el grave problema del hijo menor del joven Nicolás, que estaba planteado en estos términos: o mandarle a estudiar Marina, como quería su madre, o hacer de él un buen contable, como creía más conveniente su padre. Ella estaba decididamente en contra de la carrera naval. Si no se era excepcionalmente brillante o se estaba excepcionalmente bien relacionado, no se llegaba a nada. Y en el caso de llegar a ser almirante, ¿qué? Pues nada en absoluto: un sueldo y nada más. En cambio, un contable tiene muchas más oportunidades. Claro que había que empezar entrando en una buena empresa, y así no se arriesgaba ningún dinero y se hacían grandes ganancias.
A veces hasta hacía un comentario sobre la marcha de la Bolsa. No es que la señora Small o la tía Ester tuvieran que invertir ningún dinero en obligaciones o acciones de ninguna clase; pero es que el hablar de esas cosas pone intensamente en contacto con las interesantes realidades de la vida. «Ya consultarían la opinión de Timoteo», decían. Pero nunca le preguntaban nada de eso, pues sabían que le desagradaría profundamente que le mencionaran la soga. Pero a la chita callando miraban en los periódicos, tratando de ver cómo andaban las cotizaciones de Bright Rubíes o de The Woolen Mackintosh Company. Casi nunca podían encontrar los nombres de las compañías, y cuando iban Roger o Swithin se les acercaban, y con voces temblando de curiosidad les preguntaban qué tal estaban las Bolivia Lime and Speltrate.
Roger solía preguntar a su vez:
—Pero ¿quién os ha hablado de eso? No os metáis a comprar cuando no conozcáis un valor, que os podéis coger los dedos. ¿Quién os ha hablado de eso?
Y sabiendo quién les había hablado, al día siguiente preguntaba en la City, y a veces invertía algún dinero en eso.
La cena iba por su mitad, precisamente por el lomo de carnero, cuando la señora Mac Ander, como recordando algo, dijo:
—¡Por cierto! ¿A quiénes creen ustedes que he visto en Richmond? Por mucho que piensen, no lo adivinarán… ¡A la señora de Soames Forsyte y a… al señor Bosinney! Quizá estarían tratando de… la casa.
Winifred Dartie tosió y nadie dijo ni media palabra. Habían obtenido la comprobación que todos habían estado esperando.
Para hacer justicia a la señora Mac Ander, hay que decir que había estado en Suiza y en los lagos italianos y que no sabía nada del conflicto de Soames con su arquitecto. Por tanto, no comprendió la profunda impresión que causaron sus palabras.
Erguida y un poco confusa miró a una y otra parte, escudriñando con sus ojillos todas las caras para explicarse el efecto de lo que había dicho. A cada lado de ella, un muchacho de los Hayman, con la cara triste y hambrienta sobre el plato, comía ávidamente su carne. Aquellos dos, Giles y Jesse, eran tan parecidos e inseparables que los llamaban «Los Dromios». Nunca hablaban, y parecían ocuparse exclusivamente en no hacer nada. La gente suponía que estaban preparando insistentemente algún examen. Durante muchas horas paseaban sin sombrero por el jardín de su casa, libro en mano, con un perro siguiéndoles los pasos, sin decirse una palabra y fumando constantemente. Todas las mañanas montaban a caballo, y todas las tardes, después de cenar, podía vérselos, hacia las diez y media, recostados contra la balaustrada del paseo de la Alhambra.
No se los veía como no fuera juntos, y de esta manera pasaban la vida aparentemente felices.
Inspirados por algo que conmovió en su interior sus sentimientos de caballero, ambos preguntaron a la señora Mac Ander exactamente lo mismo y con la misma voz:
—¿Ha visto usted a…?
Tan sorprendida quedó de oírles dirigirse a ella de aquella forma, que dejó el tenedor, y Smither, que pasaba, retiró inmediatamente el plato. Sin embargo, la señora Mac Ander no perdió la serenidad y presencia de ánimo y dijo al instante:
—Voy a tomar un poquito más todavía…
Después, en el salón, se sentó al lado de la señora Small, determinada a penetrar en los más recónditos senos del misterio. Y empezó así:
—¡Qué mujer más encantadora es Irene! ¡Tan simpática! Soames es verdaderamente un hombre de suerte…
Pero sus deseos de saber no le habían permitido tener en cuenta la existencia de esa dura piel forsyteana que impide que los extraños a la familia perciban lo que pasa dentro de ellos. Y la señora Small, estirándole con toda dignidad y temblando de emoción, le dijo:
—Querida mía… Ése es un tema del que no hablamos nunca en la familia.