XIV

Soames subió al dormitorio con la sensación de haberse excedido. Estaba dispuesto a presentar sus excusas.

Apagó la luz de gas que todavía estaba encendida en el pasillo. Deteniéndose, con la mano en el picaporte, se puso a pensar en cómo se disculparía, pues aunque quería hacerlo, no quería demostrar que estaba nervioso.

Pero la puerta no se abrió ni aun empujando con fuerza. Irene habría cerrado por alguna razón y se le habría olvidado volver a abrir.

Atravesando su cuarto de vestir, donde la luz ardía también, fué a la otra puerta del dormitorio. También estaba cerrada. Entonces se dio cuenta de que su cama de campaña, que pocas veces usaba, estaba hecha y sus ropas de dormir tendidas sobre ella. Se llevó la mano a la frente y la retiró mojada de sudor. Comprendía que su mujer le cerraba el paso hacia ella.

Volvió a la puerta, y, sacudiendo el picaporte, exclamó:

—¡Abre la puerta! ¿Me oyes? ¡Abre la puerta! —percibió un leve ruido, pero no obtuvo respuesta—. ¿Me oyes? ¡Déjame entrar inmediatamente! ¡Te digo que abras!

La oía respirar junto a la puerta, y el sonido era como el de la respiración de una criatura amenazada por un gran peligro.

Había algo terrorífico en aquel silencio inexorable, en la imposibilidad de llegar hasta ella. Fué a la otra puerta, y lanzando todo el peso de su cuerpo contra ella, trató de abrirla por fuerza. Pero la puerta era nueva… Él mismo había hecho renovar las puertas cuando arregló la casa tras su boda. Colérico, levantó una pierna para dar una gran patada y astillar la madera, pero pensó en los criados y se contuvo; comprendió que estaba derrotado.

Se lanzó a su cuarto de aseo y tomó un libro. Pero no veía lo escrito, sino a su mujer…, con su cabello rubio flotando sobre los hombros desnudos y los grandes ojos negros abiertos como los de un animal acosado. Y captó plenamente el significado de su acción: le rechazaba para siempre, para siempre.

No podía permanecer tranquilo y se dirigió a la puerta. Todavía oía su respirar. La llamó.

—¡Irene, Irene!

No quería que su voz sonase a lamento. Un silencio total fué la respuesta ominosa que obtuvo. Quedó inmóvil, con los puños crispados, pensando, pensando…

Rápidamente se alejó de puntillas, llegó a la otra puerta sin hacer ruido y trató de abrirla con un esfuerzo supremo. La puerta crujió, pero siguió cerrada. Se sentó en un escalón y ocultó el rostro entre las manos.

Así estuvo mucho rato, sentado en la oscuridad, iluminado por un rayo de luna que penetraba por una claraboya. Trataba de hacer frente a la situación con filosofía: Puesto que le había cerrado la puerta, no podía reclamarle nada como esposa. Ya encontraría él distracciones en otra parte…

Pero sus figuraciones eran como un viaje triste por zonas desagradables. Ciertas cosas no le habían gustado nunca, y ahora, menos. Él sólo quería a su mujer, su mujer inexorable y atemorizada detrás de aquella puerta… No; en ninguna otra mujer encontraría consuelo. Se daba cuenta de ello con una convicción fortísima en aquellos instantes de silencio y oscuridad. Le abandonó la serenidad y una furia sorda se apoderó de él. La conducta de ella era mala, inmoral, merecedora del mayor castigo que pudiera infligirle. Él la quería a ella solamente, y ella le rechazaba…

Verdaderamente que debía de odiarle para hacer eso. Nunca lo hubiera creído.

Y no lo creía aún. Era, realmente, increíble… Le parecía que había perdido para siempre su capacidad de enjuiciar razonablemente las cosas. Si ella, tan suave como siempre la había creído, era capaz de obrar así, ¿ante qué se detendría, hasta dónde no se atrevería a llegar?

Se preguntó si no estaría haciendo algo nefando con Bosinney. No, no lo creía, no podía aceptar que ése fuera el motivo de su proceder de aquella noche, no podía ni pensarlo…

La idea de que su vida matrimonial pudiera llegar a ser comidilla de la gente era intolerable. Carente en absoluto de prueba alguna positiva, rehusaba creer…; pero en el fondo, creía.

La luz de la luna daba un tinte grisáceo a su cara y a toda su figura, reclinada contra la pared de la escalera.

¡Bosinney estaba enamorado de ella! Le odiaba, y ahora sí que no le perdonaría los gastos excesivos que había hecho. Se negaría a pagar ni un céntimo más de las doce mil cincuenta libras, límite superior estipulado en la correspondencia que habían mantenido. O mejor aún, pagaría. Sí, pagaría y le demandaría por daños y perjuicios. Iría a Jobling y Boulter y los encargaría del caso. ¡Tenía que arruinar a aquel mendigo indecente! Y de repente —¿qué conexión misteriosa existe entre unos y otros pensamientos?—, se dio cuenta de que Irene no tenía tampoco dinero. Los dos eran unos pordioseros. Y el pensar en esto le produjo una gran satisfacción.

El silencio se interrumpió por un débil chasquido al otro lado de la pared. Ya se iba ella a acostar. ¡Que durmiera bien! Aunque ahora le abriera la puerta de par en par, no entraría…

Pero sus labios, contraídos en sonrisa amarga, temblaron; se tapó los ojos con las manos…

* * *

Al día siguiente, a última hora de la tarde, Soames miraba desde el comedor a la calle.

La luz del sol todavía iluminaba los árboles, y la brisa movía sus hojas a los acordes de un organillo trashumante. Tocaba un vals, un viejo vals pasado de moda, de ritmo desagradable en aquel instrumento chillón. Y lo repetía una y otra vez, aunque nadie, excepto las hojas, bailaban a su música.

La mujer no parecía muy feliz, pues estaba cansada, y de las altas casas nadie le arrojaba una moneda de cobre. Empujó el organillo y tres portales más allá recomenzó su música.

Era el vals que en casa de Roger bailaron Irene y Bosinney; y el perfume de las gardenias que ella llevara volvió al recuerdo de Soames, arrastrado por la música maliciosa, como lo arrastrara aquella noche, cuando ella pasaba ante él, con el cabello resplandeciente, los ojos tan dulces, bailando con Bosinney de un lado a otro del gran salón.

La mujer giraba lentamente la manivela del organillo; había estado moliendo todo el día la melodía aquélla, quizá en la calle Sloane, quizá para los oídos del propio Bosinney.

Soames se volvió, tomó un cigarrillo de la cajita con relieves y se dirigió otra vez a la ventana. La melodía le había hipnotizado, y ante su vista apareció Irene, con la sombrilla plegada, corriendo hacia casa, con su blusa color de rosa, de mangas desvanecidas y que él no había observado nunca. Se paró ante el organillo, sacó el monedero y le dio algo a la mujer.

Soames se hizo hacia atrás y se quedó de forma que pudiera ver el hall.

Ella abrió con su llavín, dejó la sombrilla y se quedó mirándose al espejo. Tenía las mejillas encarnadas, como tostadas por el sol, y los labios abiertos en sonrisa. Alargó los brazos como para abrazarse a sí misma, con una risa que más que nada era un sollozo.

Soames avanzó unos pasos.

—¡Muy bonito! —dijo.

Y ella echó a correr pretendiendo pasar rápidamente por su lado; pero él le cerró el paso.

—No tengas tanta prisa —y sus ojos quedaron presos de un rizo que le caía por encima de una oreja. Casi no la reconocía. Parecía encendida en fuego, con las mejillas ardiendo, y los ojos y los labios, y la blusa que no le parecía conocer.

Ella se arregló aquel rizo con la mano. Respiraba rápida y profundamente, como si hubiera venido corriendo, y de su cuerpo en cada espiración, parecía desprenderse el perfume de todas las flores.

—No me gusta esa blusa —dijo él lentamente—. Es muy floja, sin forma… —y levantó el dedo hacia su seno, pero ella le dio un manotazo.

—¡No me toques! —gritó.

La cogió por la muñeca; pero ella se soltó retorciéndose.

—¿De dónde vienes? ¿Dónde has estado?

—En el cielo, fuera de esta casa… —y echó a correr escaleras arriba.

Fuera —en acción de gracias—, el organillo estaba tocando el vals.

Soames quedó inmóvil. ¿Qué le impedía seguirla?

¿Era que con los ojos de la sospecha veía a Bosinney asomado a su ventana tratando de captar una última visión de la figura de Irene, que desaparecía a lo lejos? ¿Es que le veía refrescar su rostro abrasado, con aire de ensueño, recordando el momento en que ella se lanzó en sus brazos con una risa que parecía un sollozo?