Un mockturtle claro; un oxtail; dos vasos de oporto…
En el salón alto de French, donde un Forsyte puede tomar una buena comida inglesa de sustancia, James y su hijo estaban almorzando.
De todos los restantes, aquél era el que más gustaba a James; había algo de sencillo, de bien oliente a comida hogareña, de satisfactorio en el ambiente, que, aunque en cierto modo se había corrompido por la necesidad de sentirse persona elegante y por el tren de costumbre que había de mantenerse a la par con una renta que todavía había de aumentar, le gustaba percibir en algunos momentos de tranquilidad en la City. Allí le servían a uno típicas muchachas inglesas con delantal; en el suelo había serrín, y en las paredes, espejos con marco dorado, colgados a la altura de la cabeza. No hacía mucho tiempo que habían quitado aquellos reservados pequeños y tranquilos donde uno podía comerse sus buenas chuletas con patatas, sin que nadie le viera, como un caballero.
Metió el pico de la servilleta tras el tercer botón de su chaleco, costumbre que había tenido que dejar hacía años.
Tras el primer bocado de pan casero, crujiente y grato, preguntó:
—¿Cómo llevas las cosas en Robin Hill? ¿Vas a llevar a Irene? Debes llevarla, que sin duda habrá muchas cosas que haya que mirar bien.
Sin levantar la vista, Soames respondió:
—No quiere ir.
—¿Que no quiere ir? Pues no lo entiendo. ¿No tiene ella que ocupar la casa?
Soames no dijo nada.
—No sé qué les pasa a las mujeres hoy día. Yo no he tenido nunca dificultades con las de antes. Pero tú has mimado mucho a la tuya. Tiene demasiada libertad.
Soames levantó los ojos.
—No quiero que nadie diga nada contra ella —dijo inesperadamente.
El silencio sólo se interrumpía por el ruido que hacía James al tomar la sopa.
El camarero trajo dos vasos de oporto, pero Soames le detuvo.
—Ésta no es manera de servir el oporto. Llévese eso y traiga la botella.
Despertándose de su ensueño sobre la sopa, James hizo una de sus rápidas apreciaciones de los hechos del momento.
—Tu madre está en cama; puedes llevarte el coche para ir allí. Creo que a Irene le gustará el paseo. Bosinney estará allí para enseñaros todo, ¿no?
Soames asintió.
—A mí me gustaría ir a ver con mis propios ojos qué clase de trabajo te está haciendo —prosiguió James—. Nada, iré y os recogeré a los dos.
—Yo voy en tren. Si tú quieres, llégate y mira a ver si Irene va contigo.
Y pidió la cuenta al camarero, que James pagó.
Se separaron en San Pablo; Soames dirigióse hacia el tren, y James, hacia el Oeste, en un ómnibus.
Se sentó junto al conductor, pues allí iba muy bien, ya que con sus largas piernas ocupaba todo el rincón y nadie le molestaba poniéndosele al lado; y si alguna vez alguien lo hacía, le miraba resentido, como si no tuviera derecho a respirar su aire.
Quería tener aquella tarde una oportunidad de hablar con Irene. Una palabra a tiempo ahorra muchas, y ahora que iba a irse a vivir al campo, tenía oportunidad de hacer un cambio de vida. Él comprendía que Soames no estaba satisfecho de las andanzas de su mujer.
No se le ocurrió concretar lo que pensaba que pudieran ser esas andanzas. Era una expresión inconcreta, vaya, muy Forsyte. Y James, después de comer, se sentía con coraje para acometer cualquier empresa.
Al llegar a su casa, pidió el coche, diciendo que el groom[22] también iba. Quería ser amable con ella y darle todas las oportunidades posibles.
Cuando se abrió la puerta del número 62, la oyó cantar, y así lo dijo a la muchacha, para evitar que le dijeran que la señora no estaba.
Sí que estaba la señora, le dijeron; pero no sabían si recibiría.
James, moviéndose con la rapidez que a todos asombraba y chocaba en tan larga estatura y absorta expresión, se metió de rondón en la sala Allí estaba Irene sentada al piano, con las manos paradas sobre las teclas, escuchando sin duda las voces que sonaban en el hall. Le saludó sin sonreírle.
—Tu suegra está en cama —le dijo para despertar su interés—. He traído el coche. A ver si eres buena chica y quieres acompañarme a dar un paseo. Verás qué bien te sienta.
Irene le miró como a punto de negarse. Pero pareció cambiar de opinión y se fué arriba, bajando al momento con el sombrero puesto.
—¿Adónde me vas a llevar? —preguntó.
—Vamos a llegarnos a Robin Hill —contestó, hablando muy de prisa—. Los caballos necesitan ejercicio, y a mí me gustaría ver qué hacen por allí.
Irene dio un paso hacia atrás, pero volvió a cambiar de opinión y entró en el coche, con James pegado a ella como para cortarle la retirada.
No antes de haber hecho la mitad del camino, empezó a decirle:
—Soames te quiere mucho… No quiere que nadie te vitupere. ¿Por qué no le muestras tú más cariño?
Se ruborizó ella y contestó:
—Yo no puedo mostrar lo que no siento.
James la miró ásperamente, pues dándose cuenta de que la llevaba en su coche, con sus caballos y sus criados, comprendía que él era el dueño de la situación. No podía echarle ni podía hacer una escena en público.
—Pues no sé lo que quieres tú. Soames es un buen marido.
La respuesta de Irene fué tan baja que casi no la oyó. Le dijo:
—Es que tú no estás casado con él.
—Pero ¿qué inconveniente puedes ponerle? Él te da todo lo que necesitas. Está siempre dispuesto a llevarte a todos sitios, y ahora te ha hecho hasta una casa en el campo. ¿No tienes entonces todo lo que quieres?
—No.
James no podía interpretar su cara. Parecía que iba a echarse a llorar, y sin embargo…
—Yo creo —murmuró apresuradamente— que todos hemos hecho lo posible por ser cariñosos contigo.
Temblaron los labios de Irene; y para su horror, James vio que las lágrimas empezaban a correrle por las mejillas. Sintió que se le ponía un nudo en la garganta.
—Todos te queremos Solamente que tú… —iba a decir que tenía que reportarse, pero no dijo sino—: …deberías ser más cariñosa para él.
Irene se calló, y James también. Había algo en su silencio que le desconcertaba; no era silencio de terquedad, sino más bien de aquiescencia a lo que él decía; y con todo le parecía que le quedaba por decir la última palabra. No comprendía aquel fenómeno.
No pudo persistir mucho tiempo en su silencio, y dijo:
—Ahora, ese joven Bosinney se casará en seguida con June, ¿no?
La cara de Irene cambió.
—Yo no sé —dijo—. Pregúntale a ella.
—¿Te escribe ella a ti?
—No.
—¿Cómo es eso? Yo creía que erais las dos muy amigas.
—Pues te digo lo mismo: pregúntale a ella.
—Está bien —dijo James, asustado de la manera de mirarle Irene—. Parece imposible que me des una contestación clara a una pregunta clara…
Se quedó meditando en sus respuestas ariscas, y al final le soltó:
—Mira: yo ya te he advertido. Soames no dice nada, pero yo veo que no está dispuesto a soportar por mucho tiempo el presente estado de cosas. No podrás echar a nadie la culpa de lo que pueda suceder, y lo que es peor, no tendrás a nadie que te compadezca.
Irene bajó la cabeza con una pequeña inclinación, y sonriendo:
—Te quedo muy agradecida —dijo.
Y James se quedó sin saber qué contestar.
El día, que tuvo una mañana hermosa, se hallaba ahora en una tarde gris y opresiva; un pesado banco de nubes, con un tinte amarillento precursor de tormenta, avanzaba desde el Sur. Las ramas de los árboles colgaban inmóviles sobre la carretera, sin un soplo de aire que agitara sus hojas. Se percibía el olor de los caballos. El cochero y el groom, inmóviles en sus asientos, cambiaban algunas palabras sin mirarse.
Para descanso de James, llegaron a la casa por fin; el silencio e impenetrabilidad de aquella mujer que había considerado siempre tan amable le alarmaban.
El coche los dejó a la puerta y entraron. El hall estaba frío, y tan inmóvil su atmósfera, que producía la sensación de entrar en una tumba; James sintió un escalofrío. Levantó rápidamente las cortinas que daban al patio interior y no pudo reprimir una exclamación de agrado.
El decorado era, efectivamente, de excelente buen gusto. Los ladrillos rubí oscuro que cubrían desde la base de las paredes hasta el centro, donde había un macizo de altas plantas irisadas, que rodeaban a su vez una pila empotrada hecha de mármol blanco y llena de agua, eran indudablemente de la mejor calidad. Admiró grandemente las cortinas de cuero rojo que tapaban todo un lateral. Las partes centrales de la claraboya estaban abiertas y un aire cálido penetraba desde el exterior de la casa.
En pie, con las manos a la espalda y la cabeza echada hacia atrás, observaba los capiteles de las columnas y el friso color marfil que se extendía por las paredes. Indudablemente, no se había ahorrado esfuerzo. Era aquélla la casa de un caballero. Se acercó a las cortinas, y habiendo observado su repujado, las separó y descubrió la galería para cuadros, que terminaba en la gran ventana que ocupaba toda la pared. Tenía suelo de roble negro, y las paredes eran también blanco marfil, Prosiguió abriendo puertas, mirando por todas partes. Todo estaba terminado y dispuesto para su inmediata ocupación.
Se volvió para hablar a Irene y la vio a la entrada del jardín con su marido y con Bosinney.
Aunque no era de sensibilidad demasiado aguda, James percibió que algo allí no estaba bien. Se dirigió hacia ellos, y vagamente alarmado, ignorando la naturaleza del mal en cuestión, intentó suavizar las cosas.
—¿Qué tal, señor Bosinney? —dijo tendiéndole la mano—. Ha estado usted gastando buen dinero aquí, ¿eh?…
Soames volvió la espalda y echó a andar. James miró a la cara enfurruñada de Bosinney y a Irene, y en su agitación habló en voz alta lo que sentía:
—Bueno…, pero ¿qué es lo que pasa? ¡A mí nadie me dice nada!
Y echando a andar tras de su hijo, oyó una corta risa de Bosinney y que decía:
—¡Gracias a Dios! Usted parece… —pero por desgracia no entendió el resto.
¿Qué había pasado? Miró hacia atrás. Irene estaba muy cerca del arquitecto y su cara no era la cara que él le conocía. Se dio prisa en alcanzar a su hijo.
Soames se paseaba por la galería de los cuadros.
—¿Qué pasa? —preguntó James—. ¿Qué es lo que ocurre?
Le miró Soames con su sonrisa despectiva y el rostro en perfecta calma; pero él comprendió que estaba furioso.
—Nuestro amigo —dijo al fin— se ha vuelto a exceder en sus atribuciones, eso es todo. Pero esta vez él va a pagar las consecuencias.
Se volvió y se dirigió hacia la puerta. James le siguió. Y vio cómo Irene retiraba el dedo de sus labios, le oyó decir algo en voz normal, y empezó a hablar antes de alcanzarle:
—Va a descargar una buena tormenta. Lo mejor es que nos vayamos corriendo a casa. No puede venir usted con nosotros, me parece, señor Bosinney, ¿verdad? Entonces, adiós.
Y le tendió la mano. Bosinney no la tomó, sino que, riéndose, le dijo:
—Que no le pesque la tormenta, señor Forsyte. ¡Adiós! —y se fué.
—Bueno… —empezó a decir James—. Yo no sé…
Pero el aspecto del rostro de Irene le contuvo. Cogiéndola por el brazo, la escoltó hasta el coche. Estaba seguro, completamente seguro, de que se habían dado cita en alguna parte.
No hay nada en este mundo que pueda trastornar más a un Forsyte que el saber que algo para cuya adquisición había estipulado una suma determinada ha costado más dinero. Y esto es natural, pues la política general de su vida se ordena teniendo en cuenta las estimaciones precisas que haya hecho. Si no puede confiar en los valores fijos de la propiedad, pierde la brújula y se encuentra en las más difíciles aguas sin medio alguno de orientación.
Tras escribir a Bosinney en los términos ya registrados en esta crónica, Soames había dejado de pensar en el coste de la casa. Creía haber puesto las cosas tan claras, que la posibilidad de mayores gastos no había realmente entrado en su imaginación. Y al decirle Bosinney que el límite de doce mil libras había sido rebasado en unas cuatrocientas, había empalidecido de rabia. Su cálculo primero había sido gastar diez mil libras, y se había censurado a sí mismo repetidas veces por haber incurrido en semejante exceso. Y sobre el último desborde, Bosinney había ido más allá de todo lo concebible. Cómo puede equivocarse un hombre en tanto dinero, era cosa que Soames no se podía explicar. Pero se había equivocado, y mucho. Y todo el rencor o todos los celos acumulados en su alma durante tanto tiempo se habían visto excitados por la última salida de tono del arquitecto. Aquella actitud de marido amistoso y confiado había desaparecido por completo. Para asegurar una propiedad —su esposa—, la había adoptado. Para asegurar otra propiedad de otra clase, la abandonaba.
—¡Y se quedará usted tan tranquilo! —había dicho a Bosinney cuando pudo hablar—. Pues lo que le digo es que usted se ha equivocado conmigo.
Lo que con aquellas palabras había querido decir, no lo supo en aquel momento, sino después de cenar, cuando revisó su correspondencia con Bosinney para asegurarse. No cabía una mala interpretación: el tipo aquel era responsable de un gasto indebido de cuatrocientas libras, o, por lo menos, de trescientas cincuenta, y tendría que arreglarlo como pudiera.
Llegó a esta conclusión mirando el rostro de su mujer. Sentada en su sitio acostumbrado del sofá, estaba arreglando el encaje de un cuello. No le había hablado ni una sola vez en toda la tarde.
Se acercó a la chimenea, y mirándose al espejo, dijo:
—Tu amigo el Pirata ha hecho una tontería, y ahora va a tener que pagarla.
Ella le miró despectivamente y dijo:
—Yo no sé de lo que hablas.
—Pues pronto lo vas a saber. Una insignificancia, que tú no puedes ni tomarla en cuenta para despreciarla siquiera. Cuatrocientas libras.
—¿Quieres decir que le vas a hacer pagar eso que ha gastado en esa casa odiosa?
—Eso precisamente es lo que quiero decir.
—¿Y no sabes que no tiene nada?
—Sí que lo sé.
—Entonces eres todavía más vil de lo que yo pensaba.
Soames se volvió del espejo, y tomando inconscientemente una tacita de china de la chimenea, la rodeó con las manos como si estuviera rezando. Vio que su pecho latía y que tenía los ojos llenos de rabia. No haciendo aparentemente caso del insulto, preguntó con calma:
—¿Estás sosteniendo un flirt con Bosinney?
—No, nada de eso.
Se cruzaron sus miradas, y él tuvo que bajar los ojos. Ni la creía ni la dejaba de creer, pero comprendió que se había equivocado haciendo semejante pregunta: nunca había sabido, nunca sabría lo que ella pensaba. El recuerdo de todas las tardes que ella había estado sentada allí, tranquila, suave y pensativa, pero inabordable e incognoscible, le enfureció.
—Creo que estás hecha de piedra —dijo cerrando los puños hasta que rompió la taza; los pedazos cayeron ante la chimenea. E Irene sonrió.
—Pareces olvidar que la taza no…
Soames agarró violentamente su brazo.
—Una buena paliza es lo que te hace a ti falta, a ver si vuelves a tus cabales —pero soltándola, salió de la habitación.