El viejo Jolyon estaba en el estrecho hall de Broadstairs inhalando el aire oloroso a lona embreada y pescado de toda casa que alquila habitaciones en una ciudad veraniega de la costa. En una silla brillante de cuero tenía un maletín. Lo estaba llenando de papeles; guardando unas hojas del Times y un frasco de colonia. Aquel día tenía algunas reuniones: en la Compañía Mundial de Concesiones de Oro y en la Nueva Compañía Carbonera. Asistiría a las dos, pues él no faltaba jamás a una junta. El faltar a una junta sería reconocer que estaba cansado, que se sentía viejo…, y esto no lo hace un Forsyte.
Sus ojos, mientras llenaba de documentos su maleta, tenían el aire de ir a reventar, de cólera, de un momento a otro. Era un brillo como el de los ojos de un colegial a quien fastidian persistentemente sus compañeros; pero se dominaba mediante un poderoso esfuerzo de voluntad, lo mismo que había hecho siempre, cuando tuvo que dominar su deseo de rebelarse contra las dificultades y contrariedades que la vida le iba regalando.
Había recibido de su hijo una carta que no decía nada, vaguedades tan sólo, con las que parecía querer desentenderse del asunto: «He visto a Bosinney; no es un miserable. Cuanto más trato a la gente, más me hago a la idea de que no se es ni malo ni bueno tan sólo cómico o conmovedor… Seguramente, tú no pensarás lo mismo».
Y así era; y, además, le parecía un cinismo grande decir aquello; todavía no había llegado al grado de alta vejez en que hasta los Forsytes, despojados de aquellas ilusiones y principios que habían mantenido para obtener resultados prácticos, pero sin creer en absoluto en ellos, despojados de toda satisfacción, dolidos en el alma por no haber respetado en su fuero interno nada en que confiar y esperar, rompen todas las barreras y se lanzan a decir cosas que nunca hubieran soñado decir.
Quizá tampoco, como su hijo, creía él en la Bondad o la Malicia. Pero algo habría de cierto en eso cuando todo el mundo creía. ¿Para qué, pues, arriesgar nada con necias expresiones de incredulidad?
Acostumbrado a pasar sus asuetos entre las montañas, si bien, como Forsyte, no hizo nunca inútiles intentos de alpinismo, las amaba apasionadamente. Y cuando la vista maravillosa que desde alguna se captaba (de las que reseña el Baedeker como «fatigosas de alcanzar, pero compensadoras de la fatiga») se extendía ante sus ojos, sentía la indudable existencia de algo superior, de un principio inmanente que había creado y armonizado las elevaciones y los precipicios y también la vida.
Y éste era el punto más cercano a la religiosidad a que podía elevarse su espíritu concreto y práctico.
Pero hacía ya muchos años que no iba a las montañas. Dos veranos seguidos, tras la muerte de su esposa, había llevado a June a sus montañas preferidas y había comprobado amargamente que sus días andariegos habían terminado para siempre. Y aquel sentimiento que la montaña creaba en él, aquella creencia en un Ordenador Supremo de las cosas, se le había borrado por completo.
Se daba cuenta de que era viejo; pero se sentía joven, y este sentimiento le turbaba. Le turbaba y le extrañaba también que él, que había sido siempre tan cuidadoso y metódico, pudiera ser padre y abuelo de aquellos dos seres que parecían nacidos para el desastre. No tenía nada que decir contra Jo pues ¿quién podría decir nada contra el muchacho, con lo agradable y bueno que era? Pero su situación era deplorable, y este asunto de June era deplorable también. Parecía una cosa de fatalidad y la fatalidad era una de esas cosas que un hombre de su carácter ni podía comprender ni podía aceptar resignadamente.
Al escribir a su hijo, no esperaba, desde luego, obtener nada positivo. Desde el baile de Roger, había visto demasiado claramente cuál era la realidad, y como sabía deducir de sus observaciones las consecuencias atinadas, y quizá con más rapidez que la mayoría de los humanos, y además tenía ante los ojos el ejemplo de su propio hijo, sabía mejor que los demás Forsytes que la llama del amor quema a los hombres, aunque se empeñen en evitarlo.
Antes del noviazgo de June, cuando ella y la mujer de Soames estaban siempre juntas, había tenido oportunidad de tratar a Irene lo suficiente para comprender la fascinación que ejercía sobre los hombres. No flirteaba ni siquiera coqueteaba —por emplear esos verbos tan amados de aquella generación—, pero era peligrosa. No podía decir por qué. Que no le vinieran hablando de una condición innata en algunas mujeres, una capacidad de seducción superior a su voluntad y a su control, que él diría que todo eso era ficción y engañifa pura. Irene era peligrosa y no había que analizar más. Quería cerrar ojos y oídos a todo lo que se refiriese a aquel asunto. Las cosas son de una forma determinada y no hay que darles vueltas. Lo único que quería era restituir a June su tranquilidad y paz de espíritu. Aún confiaba en que podría volver a ser una compañía grata para él.
Por eso había escrito. Sacó poco en limpio de la respuesta. Sobre lo que su hijo había obtenido de la entrevista, no había en realidad sino una frase extraña: «Me parece que está en la pendiente». ¡La pendiente! ¿Qué pendiente sería aquélla? ¿Qué modo de hablar era el que se traía la gente ahora?
Suspiró y dobló el último de sus papeles y lo guardó en la maleta.
June salió del comedor y le ayudó a ponerse su ligero abrigo de verano. Del traje que llevaba y de la expresión de su cara, el viejo Jolyon dedujo inmediatamente que iba a Londres con él.
—Te acompaño —dijo.
—No puede ser, hija. Yo voy directa y exclusivamente a la City. No te vas a quedar por ahí danzando.
—Tengo que ver a la señora Smeech.
—¡Caramba con tus protegidos! —gruñó el abuelo.
No creía su excusa, pero no hizo más oposición, pues era completamente inútil.
En la estación Victoria la metió en el coche previamente avisado para él, pues no tenía egoísmos pequeños.
—Ahora procura no fatigarte, hija —y tomó otro coche y se fué a la City.
June fué primero a una calle de Paddington, donde su protegida la señora Smeech vivía. Pero en media hora acabó la visita y salió.
Había decidido saber algo a toda costa. Lo mejor era enfrentarse con la realidad y salir de una vez de dudas. Y éste era su plan; primero, ir a casa de la señora de Baynes, tía de Bosinney, y si allí no obtenía información, ir directamente a ver a Irene. No tenía idea clara de lo que iba a resultar de tales visitas.
A las tres estaba en la plaza de Londres. Con instinto femenino, se había puesto su mejor vestido. Y con una mirada de decisión como la de su abuelo, entró en batalla. Sus temores se habían transformado en impaciencia.
La señora de Baynes (Luisa de nombre), tía de Bosinney, estaba en la cocina cuando le anunciaron a June, preparando la cena, pues era una excelente ama de casa, y, como Baynes decía siempre, en que la comida esté bien radican muchas cosas. Su marido hacía sus mejores trabajos después de cenar: había sido él el constructor de aquella hermosa hilera de casas de Kensington, que disputa a tantas otras el título de «las más feas de Londres».
Al oír el nombre de June, la buena señora se lanzó rápidamente a su dormitorio y, sacando dos hermosas pulseras de un joyero repujado, se las puso en las blancas muñecas, pues poseía en alto grado ese sentido de «lo que es debido», que, como es sabido, es la característica del forsyteísmo y el fundamento de la verdadera moral.
Su cuerpo, de altura media, fuerte, con tendencia a la obesidad, aparecía reflejado en la luna de su armario, envuelto en una bata confeccionada bajo su propia dirección en una tela de mezclilla, de esas que recuerdan el empapelado de los pasillos de los hoteles baratos. Se llevó las manos al pelo, cortado a lo princesa de Gales, y se dio unos toquecitos para arreglárselo bien. En sus ojos había una mirada de realismo inconsciente, como si se encontrara frente a uno de los hechos feos y lamentables de la vida y tratase de ver lo poco de bueno que podía haber en él. En su juventud, sus mejillas habían sido de nieve y de rosas; pero ahora tenía esas manchas inherentes a la madurez; al darse polvos, en su mirada apareció la clara visión que veía las cosas feas perfectamente. Dejando la borla en la polvera, se quedó inmóvil frente al espejo, iniciando una sonrisa bajo su nariz acaballada e importante, sobre su mandíbula, que nunca fué grande y que ahora se estaba empequeñeciendo más aún, pues a expensas de ella aumentaba el diámetro de su cuello. Rápidamente, para que la sonrisa no le desapareciera, se agarró las faldas con ambas manos y bajó las escaleras.
Hacía tiempo que se esperaba aquella visita. Le habían llegado rumores de que las cosas no iban bien entre su sobrino y su novia. Ninguno de los dos habían estado en su casa hacía ya meses. Había invitado a Felipe a comer, pero se había excusado diciendo que tenía mucho trabajo.
Su instinto se había alarmado, y el instinto de la buena señora era en ciertas cosas infalible. Debiera haber pertenecido a la familia Forsyte; y en el sentido que el joven Jolyon daba a la palabra, pertenecía por completo y merece ser considerada como tal.
Había casado a sus tres hijas en forma que la gente estimaba no merecían, pues no tenía nada de particular; sólo aparecía en ellas esa vulgaridad que sólo se encuentra en las familias de poca posición. Daba su nombre a innúmeras asociaciones de caridad, de las que organizan tómbolas, representaciones teatrales de aficionados y bailes de juventud, y nunca había querido inscribirse en ninguna de tales actividades, de no estar segura de que todo estaba ya organizado.
Ella creía, y lo decía siempre que había ocasión, en la conveniencia de establecer las cosas sobre una base comercial; la función propia de la Iglesia, de la caridad también, de todo, en definitiva, era robustecer la economía de la sociedad. Por eso consideraba inmoral toda acción individual. La organización lo era todo para ella, pues sólo mediante una organización perfecta puede tenerse la seguridad de percibir lo debido a cambio del dinero que se empleara en lo que fuera.
¡Organización, organización y siempre organización!
Las empresas a las que cedía su nombre estaban organizadas tan admirablemente, que cuando llegaba la hora de dar, por caridad, alguna cosa, era leche desprovista de toda crema de sentimiento y humanidad. Pues, como decía acertadamente, el sentimiento es una anormalidad despreciable. Era una señora algo académica.
Esta grande y noble mujer, tan considerada en los círculos religiosos, era una de las principales sacerdotisas del templo del forsyteísmo, que mantenía viva día y noche la llama sagrada del dios de la propiedad, en cuyo altar están inscritas estas admirables palabras: «Nada por nada, y poquísimo por seis peniques».
Cuando aparecía en la habitación se notaba que algo sustancial había entrado; quizá por eso era tan solicitado su patrocinio de empresas caritativas. A la gente le gustan las cosas sustanciales cuando da su dinero; y la solían mirar con su nariz orgullosa, su figura firme y rodeada de su Comité organizador, como a un general rodeado de sus ayudantes.
Lo único que podía reprochársele era no tener un nombre engolado y altisonante. Era toda una potencia en la sociedad de la clase media acomodada, con sus centenares de círculos y sus equipos coincidentes en el campo de batalla común de las funciones de caridad y que se rozan con tanto gusto con los miembros de quienes pertenecían a la Sociedad con S mayúscula. Su potencia era de la sociedad con «s» minúscula, de la verdadera sociedad, de la que era más amplia, más poderosa e importante, donde las instituciones comerciales cristianas, máximas y principios que personificaba la señora de Baynes, eran sangre y savia en libre circulación, como la buena moneda, y no mera imitación de lo que circulaba entre la Sociedad con S mayúscula. La gente que la conocía sabía que era sana, mujer que nunca se descubría ni descubría a nadie, a menos que no pudiera evitarlo.
Se había llevado muy mal con el padre de Bosinney, que con frecuencia la había hecho objeto de burlas imperdonables. Ahora que estaba muerto, aludía al buen señor con la frase de «mi pobre y equivocado hermano».
Saludó a June con la calculada efusión que tan magistralmente sabía poner en sus saludos, un poco asustada, o lo asustada que una mujer de su posición en el mundo comercial y cristiana puede estar, pues aunque era muy joven, June tenía una gran dignidad y compostura a causa de su mirar franco y atrevido.
Y la señora de Baynes agudamente reconocía que en los modales desenvueltos de la muchacha había mucho de Forsyte. Si June hubiera sido tan sólo franca y decidida, la hubiera despreciado. Si hubiera sido meramente una Forsyte estilo Francie, por ejemplo, la hubiera adulado a causa de su dinero. Pero siendo como era June, y a pesar de ser tan pequeñita —la señora Baynes admiraba la cantidad en todo—, le producía una sensación de superioridad que la rebajaba ante su propia consideración. La colocó en una silla frente a la luz. Y sentía la emoción que se siente al leer en una novela la descripción del heredero de una gran herencia, temerosos de que por capricho del novelista, se quede al final de la obra sin sitio donde caerse muerto.
Fué amabilísima con June; nunca hasta ahora se había dado cuenta de que la muchacha era tan rica. Le preguntó por la salud del viejo Jolyon. Un hombre tan fuerte para su edad, pues ¿cuántos años tenía? ¿Ochenta y uno? ¡Nunca lo hubiera creído viéndole tan sano y tan derecho! ¿Y estaban veraneando en la costa? ¡Muy bien, muy bien!… ¿Recibiría carta de Felipe todos los días, claro? Y los ojos parecían querer salírsele de las órbitas cuando le hacía la pregunta; pero la muchacha soportó la mirada sin pestañear.
—No —le contestó—. No me escribe.
La señora Baynes tuvo que bajar los ojos; no hubiera querido hacerlo, pero no tuvo más remedio Se recuperó al instante.
—Claro, son las cosas de Felipe… Él es así…
—Conque es así, ¿verdad?
Y la sonrisa de la señora Baynes vaciló por un momento en sus labios; lo disimuló con un gesto rápido, y estirándose la falda, dijo:
—Sí, querida mía: es el hombre más descuidado del mundo. No hay que tomarle nada en cuenta, créame; no hay que tomarle nada en cuenta…
Inmediatamente se convenció June de que de aquella mujer no sacaría nada en limpio. Aunque le hiciera una pregunta sin ambages y a quema ropa, no sacarla nada.
—¿Usted le ve? —le preguntó, ruborizándose.
Bajo la capa de polvos que llevaba en la cara brotó el sudor de la señora de Baynes.
—Pues sí… No recuerdo cuándo estuvo aquí la última vez; en realidad, en estos últimos tiempos no le hemos visto mucho. Está muy ocupado con la casa de su señor primo. Creo que ya la está acabando. Tenemos que organizar una buena cena para celebrarlo. Puede usted venir y pasar la noche con nosotros, ¿le parece?
—Muchas gracias —contestó June, y volvió a pensar: «Estoy perdiendo el tiempo. Esta mujer no me dice nada».
Se levantó para marcharse. Y la señora Baynes sufrió un cambio: le temblaron los labios y se retorcía las manos. Había algo que estaba mal y que no se atrevía a preguntarle a aquella chiquilla que estaba en pie, con su figurilla erecta y su mandíbula firme y los ojos llenos de sentimiento… Y, sin embargo, nunca hasta ahora había temido preguntar: toda buena organización está basada en hacer preguntas. Estaba muy nerviosa, pues aquella misma mañana su marido había dicho:
—El viejo Forsyte debe de tener más de cien mil libras…
Se le iba a escapar la oportunidad de tener aquella chica en la familia…
Sus ojos siguieron a June hasta la puerta.
Y se cerró.
Entonces, con una exclamación, la señora de Baynes echó a correr hacia abajo, bamboleando su gruesa figura de una parte a otra, y abrió la puerta otra vez.
Pero era demasiado tarde. June acababa de cerrar la puerta de la calle, y no pudo hacer ya más que quedarse quieta, con una expresión de rabia en la cara.
June siguió andando por la calle con su rapidez de pajarito. Odiaba ahora a aquella mujer, a la que en días más felices había considerado buena y amable. ¿Es que nadie iba a explicarse nada? ¿Es que siempre iba a tener que soportar la tortura de no saber nada en definitiva?
Pues iría a Felipe mismo y le preguntaría qué pasaba por fin. Tenía derecho a saber. Corrió por la calle Sloane hasta que llegó al portal de Bosinney. Subió las escaleras de prisa, mientras le latía dolorosamente el corazón.
En el descansillo del tercer piso se detuvo a descansar, y agarrándose a la barandilla, escuchó. De arriba no venía ningún sonido.
Muy pálida, subió el último piso. Vio la puerta con el nombre de él en la placa. Y la resolución que la llevó hasta allí se le disipó en un instante.
Comprendió lo que estaba haciendo. Sintió que un gran sudor la invadía. Miró la escalera, pero no bajó. Combatió el sentimiento de estar haciendo una cosa impropia. No. ¡Llamaría! ¿Qué importaba lo que dijera la gente? Además, nadie lo sabría. Y nadie la ayudaría si no se ayudaba ella a sí misma. ¡Adelante, pues!
Obligándose a mantenerse sin apoyo en la barandilla, tocó la campanilla del cuarto. La puerta no se abrió, y toda la vergüenza y el miedo que sintiera unos minutos antes le desaparecieron. Llamó una y otra vez, como si vacío y todo, aquel cuarto pudiera dar alguna respuesta a su pregunta angustiada, como si llamando pudiera obtener alguna recompensa al miedo y a la vergüenza que la visita le había costado. Y la puerta no se abrió. Dejando de llamar, se sentó en un escalón y ocultó la cara entre las manos.
Al momento echó a andar hacia abajo, en busca de aire que respirar. Se sentía como si hubiera pasado por alguna larga enfermedad, y lo único que quería era llegar a casa cuanto antes. La gente que iba por la calle parecía saber de dónde venía o qué había estado haciendo. Y de pronto…, de pronto, por la acera de enfrente, dirigiéndose hacia su casa desde Montpellier Square, vio a Bosinney.
Fué a cruzar. Sus ojos se encontraron, y él se quitó el sombrero. Pasó un ómnibus, interceptándole la vista. Por un instante, por un claro del tráfico, le volvió a ver que seguía andando.
Y June quedó inmóvil, viendo cómo se alejaba.