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Por naturaleza, un Forsyte ignora que es un Forsyte; pero el joven Jolyon se daba perfecta cuenta de serlo. No lo había sabido hasta después de dar el paso decisivo que le había llevado a ser un proscrito; desde entonces, percibía bien su condición forsyteana. Lo percibía a través de su vida matrimonial, a través de todo el trato con su segunda esposa, que no era Forsyte.

Sabía que de no poseer en gran medida su aguda comprensión de lo que quería, la tenacidad necesaria para seguir queriéndolo, el claro sentido de lo absurdo que sería el perder aquello que tanto le había costado obtener —en otras palabras, «el sentido de la propiedad»—, hubiera perdido a su mujer (quizá hubiera perdido el deseo de conservarla) a causa de todas las dificultades económicas, de todas las fallas, de todas las complicaciones de aquellos quince años; que nunca la hubiera decidido a casarse con él a la muerte de su primera esposa; que nunca hubiera podido sobrevivir tanta calamidad con poca carne sobre los huesos, eso sí, pero con la sonrisa en los labios.

Era uno de esos hombres que, sentados como idolillos chinos, se sonríen a sí mismos con sonrisa de duda… Claro que su sonrisa, tan particular y perenne, no se interponía en el desarrollo de sus acciones, no; pues éstas eran, como su carácter, una curiosa mezcla de ternura y determinación.

También en su trabajo de pintar acuarelas, al que dedicaba tanto tiempo y energía, se daba cuenta de ser un Forsyte; siempre vigilándose para no tomar demasiado en serio actividad tan poco práctica, y siempre con una molesta intranquilidad por no sacarle más dinero.

Fué, con su consciencia de ser un Forsyte, por lo que recibió con mezcla de alegría y de disgusto la siguiente carta del viejo Jolyon:

Sheldrake House. Broadstairs, 1 de julio.

Mi querido Jo: (La escritura de su padre había cambiado muy poco en los treinta años que la venía recordando).

Llevamos aquí una quincena, y durante toda ella hemos disfrutado de buen tiempo. El aire de aquí es muy sano, pero mi hígado marcha bastante mal y quisiera volverme a Londres. No puedo decirte muchas cosas de June, pues su salud y su ánimo andan ni bien ni mal: indiferentes. No sé lo que va a salir de todo esto. No habla nada, pero está claro que sufre por su noviazgo, que es noviazgo y no es noviazgo, o al menos yo no sé lo que es, ni creo que pueda saberse. Tengo grandes dudas sobre si dejarla volver a Londres, pero ella es tan determinada y voluntariosa, que muy bien pudiera metérsele en la cabeza regresar en cualquier momento. El hecho es que alguien debería hablar con Bosinney y salir de dudas de una vez sobre sus propósitos. Tengo miedo de hablarle yo, pues lo más fácil es que le cantara las cuarenta bien cantadas; pero creo que tú, que le conoces del Club, podías decirle algo y ver cuál es su postura en definitiva. Claro que, todo ello, sin que quede June en mal lugar. Tendré mucho gusto en saber dentro de unos días si has tenido éxito en el intento de obtener alguna orientación. La situación me es muy dolorosa, y por las noches no duermo y estoy dándole vueltas a la cabeza sobre el asunto. Muchos besos a Jolly y a Holly y para ti de tu padre, que te quiere,

JOLYON FORSYTE.

Al joven Jolyon le preocupó tanto la carta, que su mujer se dio cuenta de que algo le pasaba, y le preguntó. Él contestó:

—No me pasa nada.

Era principio inmutable para él no nombrar nunca a June. Ella podría alarmarse, pensar cualquier cosa extraña… Así, que se dio prisa y maña a hacer desaparecer de su rostro toda traza de preocupación; pero en estos intentos era tan poco acertado como su padre: había heredado de él toda su transparencia e imposibilidad de fingimiento que le caracterizaba en los asuntos domésticos; y la joven señora de Jolyon se fué a sus cosas con la boca fruncida y lanzándole miradas insondables.

Por la tarde se fué hacia el Club con la carta en el bolsillo y sin haber decidido nada.

Aquella proyectada entrevista le desagradaba, no sólo por su manera de ser, sino por la posición en que se encontraba respecto de su hija. ¡Y es que era tan forsyteano eso de acercarse a un hombre y ponerle entre la espada y la pared, imponerle lo que ellos decían «sus derechos» y, como si se tratase de un negocio, hacerle hablar de sus sentimientos más íntimos y personales!

La frase de la carta «sin que quede June en mal lugar» expresaba muy a las claras el sentido de la entrevista.

Con todo, la carta, con su expresión de disgusto, con su preocupación por June, con aquello de «cantarle las cuarenta bien cantadas», era una carta completamente espontánea y natural; nada más natural que su padre quisiera saber a qué atenerse sobre Bosinney, nada más natural que estuviera furioso.

¡Y era difícil negarse al encargo! Pero ¿por qué hacérselo a él? Era, sin duda, lo menos procedente; pero cuando un Forsyte se propone una cosa, le importan poco los medios de conseguirla, con tal de salvar las apariencias.

Era imposible rehusar; así que se dijo: «Adelante, Jolyon…».

Llegó al Club a las tres, y la primera persona a quien vio fué Bosinney sentado en un rincón y mirando por la ventana.

El joven Jolyon se sentó no lejos, y se puso, nervioso, a reconsiderar su posición. Miraba disimuladamente a Bosinney, quien parecía abstraído. No le conocía bien, y por primera vez quizá le estudió con atención; era un hombre de aspecto chocante en vestir, cara y maneras; completamente distinto de los demás miembros del Club, incluso el joven Jolyon, que si bien había cambiado en temperamento y en humor, conservaba completamente la apariencia de Forsyte. Él era únicamente entre los Forsytes el que ignoraba el apodo de Bosinney. El hombre era chocante; no raro, pero chocante; parecía gastado, macilento, de cara chupada bajo los abultados pómulos, pero con todo no tenía aire enfermizo, pues era de cuerpo fuerte y con un pelo rizado que parecía mostrar toda la vitalidad de un organismo dinámico.

Había algo en el rostro que conmovía al joven Jolyon. Bien sabía él lo que era sufrir, y aquel hombre daba sensación de sufrir mucho.

Se acercó a él y le tocó en el brazo.

Bosinney se sorprendió, pero no mostró ningún embarazo ni apocamiento al ver quién era.

El joven Jolyon se sentó.

—Hacía tiempo que no le veía ¿Sigue usted con la casa de mi primo?

—Pues en una semana estará concluida.

—Mi enhorabuena.

—Muchas gracias…; pero no me parece una cosa digna de enhorabuena.

—¿No? Creí que le habría alegrado terminar con un trabajo tan largo y difícil de una vez para siempre. Pero quizá le pase lo que me pasa a mí cuando acabo un cuadro y me separo de él: algo así como si perdiera un hijo —y miró amablemente a Bosinney.

—Sí —contestó éste—. Se va de las manos de uno, y ya no tiene uno nada que ver con su obra. No sabía que usted pintaba.

—Acuarelas. Pero no puedo decir que me enorgullezco mucho de mi arte.

—¿No encuentra orgullo en su trabajo? Entonces, ¿cómo puede realizarlo? El trabajo no es nada a menos que se crea en él.

—Muy bien…; es exactamente lo que yo he pensado siempre. Pero a propósito: ¿se ha fijado usted en que cuando se dice «muy bien», se añade inevitablemente: «Eso es lo que yo he pensado siempre»? Pero si usted me pregunta cómo puedo pintar sin creer en mi trabajo, le responderé que porque soy un Forsyte.

—¿Un Forsyte? Nunca había pensado yo eso de usted.

—El Forsyte —respondió el joven Jolyon— es un animal muy común. Hay cientos entre los socios de este Club, cientos y miles por la calle. Se los encuentra usted en cualquier sitio que vaya.

—¿Y cómo los identifica usted, si puedo preguntárselo?

—Pues por el modo que tienen de manifestar su sentido de la propiedad. Un Forsyte adquiere siempre un punto de vista práctico de sentido común de las cosas.

Y el punto de vista práctico es la piedra fundamental del sentido de la propiedad. Un Forsyte, usted puede notarlo, nunca se delata.

—¿Habla usted en broma?

El joven Jolyon guiñó los ojos.

—No mucho —respondió—. Como Forsyte que soy, no puedo opinar con gran acierto. Pero no soy un Forsyte puro, soy un tanto híbrido; pero no quiero engañarle: usted es tan distinto de mí como yo del tío James, que es el espécimen del forsyteísmo. Su sentido de la propiedad es extremado, mientras que usted, prácticamente, no tiene ninguno. Sin estar yo entre ambos, usted y él parecerían pertenecer a especies diferentes. Yo soy el eslabón que los une. Todos somos, desde luego, más o menos esclavos de la propiedad, y admito que todo es cuestión de gradación; pero lo que yo llamo un Forsyte por antonomasia es un hombre que se considera francamente esclavo de la propiedad. Sabe distinguir una cosa buena de una cosa mala, una cosa segura de una insegura, y su modo de clavar las uñas sobre su propiedad —esposa, casa, dinero, reputación, no importa qué…— es señal característica.

—Caramba, debiera usted patentar la palabra…

—Me gustaría —dijo el joven Jolyon— dar una conferencia con el título «Propiedades y características del Forsyte»… Este animalillo, sensibilísimo a las impresiones que causa entre sus congéneres, no se inmuta ante la risa u opinión de otras criaturas, usted o yo, por ejemplo. Hereditariamente sufre de gran miopía y reconoce solamente a los seres de su propia especie, entre los que pasa la vida en una tranquilidad que sólo puede compararse con aquella de que disfrutan sus hermanos.

—Habla usted de ellos como si fueran media Inglaterra —dijo Bosinney.

—Son media Inglaterra, y la mejor mitad, por cierto; la mitad de la seguridad, de la garantía, del tres por ciento de interés; la mitad que pesa y cuenta en la vida nacional. Gracias a su riqueza y a su seguridad son posibles muchas cosas: ellos hacen posible su arte, hacen posible la literatura, la ciencia y quizá, quizá, hasta la religión. Sin Forsytes, que no creen en nada de todo eso, pero que hacen que todo eso tenga utilidad, ¿adónde iríamos a parar? Querido amigo, el Forsyte es el hombre medio, el común de la sociedad, su pilar y base…, el convencionalismo útil…, todo lo que hay de admirable en nuestro mundo.

—No sé si estoy siguiendo su exposición —dijo Bosinney—. Pero me parece que en la profesión mía hay mucho Forsyte.

—Seguro que los hay. La vasta mayoría de los pintores, arquitectos y escritores carecen de principios, como los Forsytes mismos. Arte, literatura y religión perviven porque hay unos cuantos locos idealistas que realmente creen en esas cosas y porque luego los Forsytes hacen un uso comercial de sus creaciones. Calculando muy por lo bajo, las tres cuartas parles de nuestros académicos reales son.

Forsytes, y los siete octavos de nuestros novelistas y mayor proporción todavía en la prensa. De la Ciencia no puedo yo hablar; en nuestro clero, están magníficamente representados; en los Comunes quizá sean más numerosos que en parte alguna; la aristocracia por sí misma dice lo que hay. Pero no me burlo, no. Es peligroso ir contra la mayoría… que ¡qué mayoría es! —fijó la mirada en Bosinney y dijo—: Es peligroso dejarse arrastrar por algo…, por un cuadro, por una casa, por una mujer…, por lo que sea…

Se miraron los dos hombres. Y como había hecho lo que no hace ningún Forsyte, denunciarse a sí mismo, el joven Jolyon se replegó en su caparazón. Fué Bosinney quien rompió el silencio.

—¿Por qué habla de los suyos como de seres típicos y representativos de la sociedad?

—Los míos —dijo Jolyon— no son muy extremados en nada y tienen sus propias particularidades, como cualquier familia; pero poseen en grado notable las dos características del Forsyte auténtico: la capacidad de no dedicarse nunca en cuerpo y alma a nada y el sentido de la propiedad.

Bosinney sonrió.

—¿Qué me dice, por ejemplo, del gordo?

—¿Swithin quiere usted decir? ¡Ah!… En Swithin queda todavía algo de juvenil. La vida ciudadana, la vida de la clase media, todavía no le han asimilado por completo. Todos los siglos de fuerza bruta que han pasado han pasado también por él y han dejado residuo dentro de él.

El arquitecto pareció meditar. Luego dijo repentinamente:

—Ha descrito usted con toda exactitud a su primo Soames. Ése no caería en la sensiblería de pegarse un tiro, precisamente…

—¡No! ¡De ninguna manera! Por eso es por lo que hay que tener cuidado con él. ¡Que no le ponga un Forsyte la garra encima! No me entienda usted mal… No conviene despreciar a un Forsyte; no trae cuenta pensar que un Forsyte es un don Nadie…

—Pues usted los ha despreciado, y bien que los ha despreciado…

Jolyon encajó el golpe y se le borró la sonrisa. Añadió, rehaciéndose:

—Pero usted olvida —y habló con cierto orgullo— que yo soy uno de ellos, y puedo hacerles frente. Pero otro que se oponga a ellos, el hombre que se atreva a romper con…, usted ya me entiende… No sé, no le recomendaré a nadie que siguiera mi camino…, pues…

El rubor acudió a la cara de Bosinney, pero le pasó en seguida, quedándose tan pálido como siempre. Soltó una risita corta, que quedó fija en sus labios, rara, despectiva; y sus ojos miraron con burla al joven Jolyon.

—Muchas gracias Es usted muy amable advirtiéndome. Pero no solamente un Forsyte puede hacer frente a los Forsytes —y se levantó y se fué.

El joven Jolyon le contempló mientras se marchaba. Descansó la cabeza en la mano y suspiró profundamente.

En el salón soñoliento y casi vacío, el ruido de plegar y desplegar periódicos era el único que se percibía. De vez en vez se oía también el raspar de una cerilla. Permaneció largo rato sin moverse, reviviendo aquellos días en que él, también, se había pasado largas horas mirando al reloj, esperando, ansioso, que quisieran pasar los minutos, las horas largas llenas de tormentos e incertidumbre… Y aquella lenta agonía porque pasara volvió a revivirla por unos instantes. El ver a Bosinney, con su cara macilenta, sus ojos mirando incansables, una y otra vez, al reloj, había despertado en él lástima, mezclada con una extraña, irresistible envidia.

Conocía bien los síntomas. ¿Hacia dónde iba? ¿Cuál era su destino? ¿Qué clase de mujer era aquella que le atraía con una especie de fuerza magnética desconocedora del honor, de todo principio e imposible de resistir? La única posibilidad de salvación estaba en la huida.

¡La huida! Pero ¿por qué tenía Bosinney que huir? Un hombre debe huir cuando está en peligro de destruir una casa, un hogar; cuando había hijos, cuando destruyese un ideal, cuando rompiera algo. Pero en aquel caso, tenía entendido, ya todo estaba roto de antemano.

Él no había huido, ni huiría si se repitiesen las cosas. Había llegado más allá de Bosinney, pues había destruido su propio, si bien desgraciado, hogar, aunque no el de nadie. Y el antiguo dicho volvió a su mente: «El hado de un hombre está escrito en su propio corazón».

Pero… la calidad del pan se comprueba comiendo. Y Bosinney tenía todavía que dar el primer mordisco a su libreta.

Pensó en la mujer, a la que no conocía, pero de la que había oído hablar.

¡Un matrimonio desgraciado! No había malos tratos ni nada parecido; sólo aquella sensación indefinible de malestar, aquella terrible atmósfera que mata toda la dulzura que puso Dios en la tierra… Y esto un día y otro día, una noche y la siguiente, semanas, años, hasta la muerte así.

Pero Jolyon, como con los años había visto limar la amargura de sus sentimientos, se ponía en el caso de Soames también. ¿De dónde podría un hombre como su primo, saturado de los prejuicios y opiniones de su clase, sacar la inspiración, la fuerza necesaria para terminar con esa clase de vida? Era, problema de imaginación, de proyectarse en el futuro más allá de las murmuraciones desagradables, de los comentarios y las burlas que seguían a decisiones de aquella clase, más allá de la desaprobación de las gentes sesudas y prudentes. Pocos hombres, sobre todo pocos hombres como Soames, poseen la imaginación necesaria para algo de esa naturaleza… Pues ¡qué diferencia entre la teoría y la práctica! Muchos hombres, quizá el mismo Soames, tenían puntos de vista generosos que podrían poner en práctica; pero cuando se trataba de ellos mismos, encontraban una razón para exceptuarse de cumplir lo que creían debido.

Además, desconfiaba de su buen juicio. Él también había pasado por la triste experiencia de un matrimonio desgraciado, y no podía por eso mismo colocarse por completo en la posición desapasionada de quienes no han percibido el fragor de la tremenda batalla. Su experiencia no era en cabeza ajena, sino de primera mano, como lo es en cuestiones militares la del soldado que ha pasado por muchos años de servicio, en contraste con el hombre civil que no ha tenido la, desagradable ventaja de ver de cerca las cosas de la guerra. La mayoría de las personas considerarían el matrimonio de Irene y Soames como un franco éxito: él era rico ella era hermosa…, ¿qué más se podía pedir? No había, pues, razón para que no se entendieran perfectamente, aunque incluso se odiaran. No importaba que anduvieran un poco por sus propios caminos, con tal que las apariencias se salvaran, que se respetara la santidad del lazo matrimonial, el respeto del hogar común. La mitad de los matrimonios de las clases altas eran así: se limitaban a no ofender la susceptibilidad de la sociedad, a no ofender la susceptibilidad de la Iglesia. El evitar tales ofensas merece que se sacrifiquen un tanto los sentimientos. Las ventajas de un hogar serio son claramente visibles, son verdadera propiedad que conviene defender; no conviene arriesgar el statu quo. Romper el hogar es mal negocio.

Éstas eran las razones que pudieran alegarse en pro del mantenimiento del compromiso matrimonial de sus primos, y el joven Jolyon suspiró.

—El fundamento de todo —pensó— es la propiedad, pero hay mucha gente que no quiere que se planteen las cosas con realidad tan cruda. Para esa gente hay que decir: «La santidad del vínculo»; pero la santidad del vínculo depende de la santidad de la familia, y la santidad de la familia depende a su vez de la santidad de la propiedad. Y con todo, esas personas dicen seguir a Aquel que nunca poseyó nada. ¡Qué sarcasmo!

Y Jolyon volvió a suspirar.

—Ahora al irme a mi casa, ¿voy a invitar a todos los mendigos que me encuentre a participar de mi comida? Si así lo hago, quedará muy poco o nada para mí ni para mi esposa; y, sin embargo, esa comida es necesaria para mi vida y mi felicidad. Pues puede que después de todo tenga razón Soames en ejercer sus derechos y mantener el principio de propiedad que a todos nos beneficia, excepto a los que sufren porque tal derecho se ejerza.

Y así, se levantó de su silla, se puso el sombrero y, lento y abatido, se encaminó a su casa por las calles llenas de coches y de polvo.

Antes de llegar a la Avenida Wistaria, sacó del bolsillo la carta de su padre, la rompió cuidadosamente en menudos pedazos y los esparció por la carretera.

Abrió la puerta con su llave, y llamó a su mujer. Pero se había ido llevándose a Jolly y a Holly, y la casa estaba vacía; sólo en el jardín estaba el perro Baltasar, tumbado a la sombra y sacudiéndose las moscas.

Allí se quedó el joven Jolyon también bajo el peral que no daba fruto.