IX

Otros ojos, además de los de June y Soames, habían visto a «esos dos» (como Eufemia había empezado a llamarlos) en el salón de Roger; otros ojos se habían fijado en el aspecto de la cara de Bosinney. Hay momentos en que la Naturaleza revela la pasión que esconde bajo su calma aparente; una viva primavera, revelada en la floración blanca de los almendros bajo las nubes rojas de un atardecer; un pico de montaña nevada iluminado por la luna con una estrella solitaria que se eleva por encima en el azul negro del cielo, o un árbol reseco destacándose de su fondo celeste como guardián silencioso de algún secreto profundo.

Hay momentos también en que en una exposición de cuadros, uno de ellos reseñado por un visitante como «¡Es un Tiziano maravilloso!», rompe las defensas del bolsillo de un Forsyte y le sujeta durante largo rato con su éxtasis: «Hay cosas —piensa el Forsyte— que…, bueno, ¡qué cosas!». Y algo inexplicable e inexplicado le domina, y cuando trata de explicárselo con los razonamientos rectos de un hombre práctico se le escapa, se le va lo mismo que un trago de vino que ha bebido y que le ha gustado tanto que no le ha consentido pensar en la cirrosis. Nota que ha sido extravagante, pródigo de algo que no debiera prodigar, que se le ha ido su virtud. Quiere evitar la atracción del Tiziano impreso en el Catálogo… ¡Que Dios le libre de sentirse sometido a las fuerzas de la Naturaleza! ¡Que Dios no quiera que por un momento haya de reconocer siquiera que existen! Si lo admira, ¿qué sería de él? Ya había pagado un chelín por la entrada y otro por el Catálogo…

La mirada que había visto June, que habían visto otros Forsytes, era como el resplandor repentino de una luz tras un lienzo oscuro tras el que se moviera el repentino destellar de un resplandor vago, atrayente y subyugador. Hizo pensar a quienes vieron la mirada en la existencia de aquellas fuerzas peligrosas que no querían reconocer. Por un instante notaron la realidad de las fuerzas naturales con agrado; después pensaron que debieran desconocerlas en absoluto.

Con todo, daban la razón de la llegada tan a deshora de June y de su marcha inmediata, sin bailar, sin siquiera estrechar la mano de su novio. Se había puesto mala, se dijo. Y no era extraño.

Todos se miraban, sintiéndose culpables los unos a los otros. No tenían deseos de propagar el escándalo, de proceder mal, pues ¿quién iba a tenerlo? Y a los ajenos a la familia no se les dijo una palabra, en cumplimiento de la ley intangible y no escrita.

Después se supo que June había marchado a la costa con su abuelo.

La había llevado a Broadstairs, que estaba entonces de moda, pues Yarmouth había perdido categoría, mal que le pesase a Nicolás. La fatal tendencia aristocrática del primer Forsyte a beber madeira se traducía en sus descendientes en un gran amor por «lo fino».

Así, pues, June fué al mar. La familia esperaba un ulterior desarrollo del caso. De momento no había nada que hacer.

Pero… ¿hasta dónde habían llegado esos dos? ¿Y hasta dónde iban a llegar? ¿Llegarían en realidad a algo? Seguramente que no pasaría nada, pues ninguno de los dos tenía dinero. Lo más, lo más, un flirt, que acabaría, como esas cosas deben acabar, a su debido tiempo.

La hermana de Soames, Winifred, casada con Dartie, que había absorbido con los aires de Mayfair —vivía en la calle Green— principios más elegantes en lo que toca a la vida matrimonial de los que se estilaban, por ejemplo, en Landbroke Grove, se reía de la idea de que había algo a fin de cuentas. La «pequeña». —Irene era más alta que ella— estaba aburrida, y eso era todo. ¿Por qué no podía divertirse un poco? Soames era bastante aburrido, y el señor Bosinney —sólo a un idiota como Jorge se le podía haber ocurrido llamarle pirata— afirmaba que era un hombre muy chic.

Tal afirmación —la de ser Bosinney muy chic— causó cierto revuelo. No se quedaba nadie convencido. Admitían «que, en cierto modo, era guapo»; pero que un hombre de pómulos salientes, ojos tan raros y sombrero blando fuera chic, era cosa más allá de lo que pudiera pensar nadie, y prueba de la extravagancia de Winifred el decirlo.

En aquel verano estaba de moda todo lo extravagante: hasta la tierra era extravagante, pues los árboles lucían flores como nunca y el aire olía como no había olido jamás. La hilera de coches que cruzaba los puentes conduciendo a la clase media bien acomodada al bello verdor de Bushey. Richmond, Kew o Mempton, era extravagante también por su longitud de continuidad ininterrumpida. Casi todas las familias con alguna pretensión se llegaban a hacer una visita a alguno de estos lugares. Deslizándose entre la polvareda que levantaban, miraban elegantemente a los ciervos que se paseaban por bosques que prometían a los novios sitios tan recatados para la estación como nunca soñaran. Y cuando el aire cargado de perfumes de flores les azotaba el rostro, no podían dejar de exclamar:

—Pero ¿no es esto un encanto?…

Los limoneros estaban aquel año particularmente adelantados y tenían un color que parecían de miel. En todas las esquinas de Londres exhalaban al ponerse el sol un aroma delicioso, un aroma que excitaba en los corazones de los Forsytes deseos vagos e inconcretos cuando tomaban el fresco en sus jardines privados, después de cenar.

Y aquellos anhelos los llevaban a pasearse entre los arriates de flores, queriendo aprovechar el último rayito de luz solar, dando vueltas y vueltas, como si estuvieran esperando a una persona amada.

Una vana comprensión, quizá provocada por el olor de los limoneros; un deseo irresistible de «ver con sus propios ojos» quizá; una tendencia a demostrar «que no había nada de particular en aquello», o meramente tal vez el deseo incontenido de ir a Richmond aquel verano, llevó a la mamá de los pequeños Darties (de Publio, Imogen, Maud y Benedicto) a escribir la siguiente carta a su cuñada:

Hoy, 30 de junio.

Mi querida Irene: He sabido que Soames se va mañana a Henley y que se quedará allí toda la noche. Sería muy divertido que hiciéramos una excursioncita hasta Richmond. Tú podías invitar al señor Bosinney y yo llevaría al joven Flippard.

Emilia (llamaban a su madre Emilia, pues eso era muy chic) nos dejaría el coche. Te iré a buscar a ti y a tu caballero a las siete.

Tu hermana que te quiere,

WINIFRED.

Montague dice que la comida de La Corona y el Cetro es estupenda.

Montague era el segundo y más bonito nombre de Dartie; el primero y más feo era Moisés. Pero él era hombre de mundo…

El plan de Winifred encontró por parte de la Providencia una oposición mayor que la que tan inocente plan merece. En primer lugar, el joven Flippard escribió:

Mi querida señora Dartie: Lo siento muchísimo. Estoy demasiado[20] comprometido.

Su servidor y amigo.

AUGUSTO FLIPPARD.

Ya era tarde para remediar la desgracia buscando otro acompañante. Con la prontitud de una madre en salvar a su hijo, Winifred cayó sobre su marido. Tenía el temperamento decidido, aunque tolerante, que suele acompañar a las personas de perfil facial acusado, pelo rubio y ojos verdosos. Nunca se encontraba en fallo, y si se encontraba alguna vez, del fallo sabía hacer una ganancia.

Dartie también estaba en un buen momento. Erotic había fracasado en la Copa Lancashire, pues aquel famoso animal, considerado como uno de los más firmes pilares del hipismo, ni siquiera se había molestado en correr. Las cuarenta y ocho horas que siguieron a su fracaso fueron las más negras de la vida de Dartie.

La sombra de James le perseguía día y noche. Negros pensamientos sobre Soames se mezclaban con levísimas esperanzas. La noche del viernes se emborrachó para combatir las penas. Pero la mañana del sábado triunfó en él el buen sentido y pensó en la Bolsa. Debiendo varios cientos de libras que no podía pagar de ninguna manera, fué y se arriesgó en una jugada a crédito: apostó una cantidad igual a la que debía, por Concertina, en el Saltow Handicap.

Le dijo al mayor Scrotton, con quien almorzó en el Iseum, que «Nathans, el muchacho judío», le había dado la idea. Si las cosas no salían bien…, ya pagaría el viejo.

Una botella de buen vino le llenó del más subido desprecio por James.

Y salió bien: Concertina ganó por una cabeza. Y lo que dijo Dartie: «No hay como saber arriesgarse en los malos momentos».

No opuso nada en absoluto a la expedición de Richmond. ¡Él lo pagaría todo! Admiraba a Irene, y quería mostrarse afable y galante con ella.

A las cinco y media vino uno de los caballerizos de Park Lane diciendo que la señora de Forsyte lo sentía mucho, pero que uno de los caballos tenía tos.

Sin amilanarse por el nuevo golpe de la suerte, Winifred mandó al pequeño Publio con la niñera a Montpellier Square, para avisar que sería mejor ir en coche de alquiler, y que se encontrarían en La Corona y el Cetro a las siete y cuarenta y cinco.

Cuando Dartie supo la modificación se alegró mucho. Era eso mejor que ir dando la espalda a los caballos. No tenía nada que objetar a la idea de ir en el coche con Irene. Creía que irían a buscarla a ella y a Bosinney y que luego alquilarían los carruajes.

Informado de que el encuentro se celebraría en La Corona y el Cetro, y de que tendría que ir hasta allí con su mujer, se puso de mal humor y opinó que el viaje era demasiado largo y lento.

A las siete partieron, y Dartie prometió al cochero buena propina si llegaba pronto.

Tan sólo dos veces hablaron marido y mujer por el camino.

Dartie dijo:

—Mister Soames se va a tirar de los pelos cuando sepa que su mujer ha salido en coche con míster Bosinney…

Winifred replicó:

—No digas tonterías, Monty.

—¡Sí, sí, tonterías! Tú no sabes lo que sois las mujeres, amiguita…

Otra vez, él preguntó simplemente:

—¿Qué aspecto tengo? Un poco gordo, ¿no? Es que el vino que le gusta al viejo Jorge alimenta mucho.

Pues había estado cenando con Jorge Forsyte en el Havernsake.

Bosinney e Irene llegaron antes. Estaban sentados a una de las ventanas que daban al río.

Aquel verano todas las ventanas estaban siempre abiertas, y por ellas, noche y día, penetraban el vivo olor de las flores y los árboles, el aroma de la hierba que quemaba el sol y el perfume fresco de los días nublados.

Le pareció a Dartie que sus invitados no habían aprovechado mucho su soledad. Bosinney tenía aspecto hambriento; no le pareció capaz de decidirse a nada con Irene.

Los dejó con Winifred y fué a encargar la cena.

Un Forsyte necesita buena comida, aunque no delicada; pero un Dartie necesitaba poner en juego todos los recursos del arte culinario de La Corona y el Cetro. Viviendo como él vivía, nada le parecía demasiado bueno para comer y buscaba siempre lo más exquisito. También necesitaba beber cosa selecta y, desde luego, abundante. Pagando lo que pagaba por las cosas, no había razón con satisfacerle a medias. El satisfacerse con lo primero que hubiera era ser tonto.

¡Lo mejor de todo! No hay mejor principio en que un hombre pueda fundamentar su vida, sobre todo teniendo un suegro rico que sentía debilidad por los nietos.

Con su mirada nada torpe, Dartie había descubierto esta debilidad en James al año de nacer Publio, y se había aprovechado. Cuatro pequeños Darties eran ahora segura fuente de provecho vitalicio.

El gran detalle del banquete debería ser, sin duda, el plato de salmonetes. Este delicioso pescado, traído desde muy lejos en estado de perfecta conservación, se freía, se rebozaba y se servía en hielo con vino de Madera en vez de salsa, según receta sólo conocida de unos pocos privilegiados.

Fuera de esto, nada de notable había en la cena, como no fuera el hecho de que Dartie cargaba con la cuenta.

Durante la comida trató de hacerse agradable a Irene: su mirada atrevida y admirada no se separaba del rostro o de la figura de la mujer. Y se veía obligado a confesarse que no obtenía de ella ni una mirada de favor. Se presentaba tan fría como fríos debían de estar sus hombros bajo el velo de encaje crema con que los cubría. Tampoco captó ningún detalle significativo en sus miradas o palabras a Bosinney; y éste era más aburrido y que un oso con dolor de cabeza. Winifred casi no conseguía hacerle hablar; comía muy poco, y lo único que hacía era beber algo de vino; su cara se iba poniendo más pálida y sus ojos iban cobrando cada vez un color más extraño.

Muy divertido todo.

Dartie, por su parte, estaba en gran forma, hablando libremente, con cierto desdén e inteligencia. Contó dos o tres sucesos muy cercanos de lo imposible, lo que era una concesión a sus invitados, pues todo lo que contaba, en general, solía aparecer imposible por completo. Brindó por Irene con palabras humorísticas. Nadie le acompañó en el brindis, y Winifred le dijo:

—No seas payaso, Monty.

A petición de ésta fueron a la terraza que daba al río cuando hubieron acabado la cena.

—Me gustaría ver a la gente de abajo hacerse el amor… ¡Qué divertido tiene que ser! —dijo.

Había alguna gente de abajo paseando por la terraza, refrescando tras el día caluroso, y el aire estaba cargado de voces, ásperas y altas o suaves, como murmurando secretos.

No pasó mucho sin que el buen sentido de Winifred volviera —era la única Forsyte presente— y aconsejara que se sentaran en un banco algo retirado. Y se sentaron. Un árbol muy grande extendía sobre ellos un espeso dosel de ramas y la niebla iba aumentando sobre el río.

Dartie estaba en un extremo; a su lado, Irene; después, Bosinney, y, por último, Winifred. Casi no cabían los cuatro, y el hombre de mundo sentía el brazo de Irene rozando contra el suyo; comprendía que no podría retirarlo sin incurrir en rudeza, y esto le divertía; ideaba de vez en vez un movimiento que le aproximaba a ella cada vez más, pensando: «El pirata Juanito no lo va a tener todo para él. Y hay que ver lo durita que está…».

Allá lejos, desde el río, les llegó el sonar de una mandolina y de unas voces que cantaban:

Una barca, una barca en el embarcadero,

Pues vamos a navegar y a estar alegres,

Y a reírnos, y a beber, y a apurar el jerez bueno[21].

Repentinamente, la luna apareció, joven y púdica, recostando su espalda en la rama de un árbol; como si hubiera lanzado un suspiro, el aire fué más fresco, pero el aire siempre llevaba el cálido olor del limonero.

Dartie miró por encima de su puro a Bosinney, que estaba callado, con los brazos cruzados sobre el pecho y los ojos fijos en el vacío, con todo el aspecto de un hombre que sufre. Y lanzó también una mirada a la cara que tenía entre los dos, tan velada por la sombra misteriosa de las ramas, que no era sino un poco de oscuridad ambiente conformada a lo humano y dotada de un suave movimiento de respiración: suave, misteriosa, incitante.

En la terraza se había establecido un completo silencio, como si todos los paseantes estuvieran comunicándose secretos demasiado preciosos para ser dichos en voz alta.

Y Dartie pensó: «¡Mujeres, mujeres…!».

Cesó el brillar del río, cesó la canción. La luna niña se escondió detrás de un árbol y reinó la oscuridad más completa. Dartie se apretó contra Irene. No le alarmó el escalofrío que percibió en todo su cuerpo, ni la mirada turbada y enojada que le dirigió, ni que se moviera tratando de separarse.

Sin duda, el hombre de mundo había bebido más de lo que debiera.

Con sus gruesos labios partidos en una sonrisa bajo el bien rizado bigote, los ojos atrevidamente clavados en ella, tenía todo el aspecto de un sátiro.

A todo lo largo de la banda de cielo que se percibía entre las ramas altas de los árboles las estrellas se apiñaban, relucientes; como los mortales de la tierra, parecían juntarse para secretear y decirse cosas al oído. En la terraza, el murmullo de conversaciones se produjo de nuevo, y Dartie pensó: «Este Bosinney es un pobre diablo hambriento», y volvió a apretujarse contra Irene.

El movimiento merecía mayor éxito. Ella se levantó y todos la imitaron.

El hombre de mundo estaba más decidido que nunca a ver de qué estaba hecha aquella mujer. Andando por la terraza, se mantuvo pegado a ella. Había bebido demasiado vino… Pensó que tenía ante sí una gran oportunidad: en el largo camino de regreso, en la cálida reclusión del coche, aislamiento magnífico ideado sin duda por algún gran hombre… Que el arquitecto fuera con su mujer y que se divirtiera con ella. Y consciente de que su voz no era muy firme, se abstenía de hablar; pero una sonrisa se había clavado en sus gruesos labios.

Siguieron hasta donde los coches los esperaban. Su plan tenía el mérito de todos los planes grandiosos; su sencillez era casi brutal; no tenía sino que seguir a su lado hasta que ella subiera, y entonces subir rápidamente al mismo coche también.

Pero cuando Irene llegó a uno de los vehículos, no entró; en vez de hacerlo, siguió hasta la cabeza del caballo. Dartie no era en aquel momento lo suficientemente dueño de sus piernas para seguirla a ella, que se puso a acariciar al bruto, mientras que, para su enojo, Bosinney se le aproximaba. Se volvió y le habló rápidamente; las palabras «ese hombre» llegaron a los oídos de Dartie. Se mantuvo insistente en la portezuela, esperando que entrara. A una treta, otra…

A la luz del farolillo, su figura, de estatura media, cuadrada en su chaleco blanco, con el ligero abrigo que llevaba al brazo, un clavel en el ojal y en la cara una mirada de desvergonzada seguridad, se encontraba en su elemento: el hombre de mundo ejecutando una de sus astucias.

Winifred estaba ya en el otro coche. Dartie pensó que Bosinney lo pasaría bastante mal si no se despabilaba. De repente, recibió un empujón que a poco más le derriba. La voz de Bosinney le sonó junto a la oreja:

—Irene viene conmigo, ¿lo entiende? —y vio una cara pálida de pasión y rabia y unos ojos que le miraban amenazadores.

—¿Cómo? ¡Nada de eso! Usted lleva a mi mujer.

—¡Fuera! —silbó Bosinney—. ¡Fuera de aquí o le aparto yo!

Dartie retrocedió. Vio con toda claridad que estaba en peligro. Irene, al instante, subió al coche. Sus faldas le rozaron al pasar. Bosinney, inmediatamente, subió tras ella.

—¡Vamos, rápido! —oyó que el Pirata gritaba al cochero.

El caballo salió disparado.

Dartie quedó un momento como aniquilado. Después, lanzándose al coche de su mujer, mandó enérgico:

—¡De prisa! ¡Y sin perder de vista al coche que va delante!

Sentado junto a su esposa, se desató en imprecaciones y blasfemias. Calmándose por fin con un gran esfuerzo, añadió:

—Buena la has hecho dejando al Pirata ir con ella. ¿Cómo diablos no has podido sujetarle? ¿No ves que está loco por Irene? ¡Si un tonto lo hubiera visto!…

Rechazó los razonamientos tranquilizadores de Winifred con grandes llamadas a la ayuda de Dios. Hasta llegar a Barnes no cesó en su jeremíaca lamentación, durante la cual la insultó a ella, a su padre, a su hermano, a Irene, a Bosinney, al nombre de Forsyte, a sus propios hijos y maldijo el día en que se había casado.

Winifred, mujer de carácter fuerte, le dejó maldecir todo lo que quiso, hasta que al fin se calló. No quitaba los ojos del coche que iba delante, que corría como un fantasma en la noche.

Afortunadamente, no podía oír el ruego apasionado de Bosinney, ruego que la conducta del hombre de mundo había desatado como un río incontenible; no podía ver a Irene estremecerse y temblar, como si le hubieran arrancado sus vestiduras, dejándola descubierta ante todos, ni podía ver sus ojos negros y tristes como los de un niño azotado. No podía oír a Bosinney rogar, rogar, rogar siempre, ni el repentino llorar de ella, ni el rostro aterrorizado del pobre diablo, que humildemente tocaba su mano.

En Montpellier Square, su cochero, siguiendo instrucciones que le diera, paró exactamente detrás del otro coche. Los Darties vieron cómo Bosinney saltaba a la acera e Irene tras él, con la cabeza abatida y corriendo hacia su casa.

Sin duda llevaba la llave en la mano, pues desapareció instantáneamente en el portal. No se podía decir si se había vuelto a decir algo a Bosinney.

Éste quedó perfectamente iluminado por un farol, y ambos esposos pudieron ver que tenía la cara contraída por la más viva de las emociones.

—¡Buenas noches, señor Bosinney! —dijo Winifred.

Bosinney se sobresaltó; se quitó automáticamente el sombrero y echó a andar. Sin duda se había olvidado hasta de que existían ellos.

—¿Tú ves? —dijo Dartie—. ¿Tú ves la cara que pone ese bestia? ¿Qué te decía yo? Está bien claro que aquí hay lío…

Habíase producido una crisis tan grande y tan ostensible en el otro coche, que Winifred se vio incapaz de defender su, teoría. Solamente dijo:

—Pues no hay que decir una palabra de nada; no hay necesidad de armar un escándalo.

Dartie estuvo en esto de acuerdo; considerando a James como su reserva económica, pensaba que no convenía añadir a su caso el caso de otros.

—Eso es. Que Soames se las componga como pueda. Ya es mayorcito para saber lo que tiene que hacer.

Y en esta conversación, los Dartie llegaron a su casa de Green Street, cuyo alquiler pagaba James, en busca de un buen merecido descanso. Ya era medianoche y no quedaban Forsytes por las calles para espiar las andanzas de Bosinney, para ver cómo volvía de Montpellier Square, cómo se quedaba entre los árboles de la plaza contemplando aquella casa cerrada, pensando que daría la vida por ver un solo instante a la que era para él el perfume de los limoneros, la explicación de la luz de las estrellas, el latido de su corazón.