VIII

La casa de Roger, en Prince Gardens, estaba hecha un ascua de luz. Gran número de bujías había sido dispuesto en bellos candelabros de cristal tallado, y el suelo brillante de cera del salón reflejaba aquellas constelaciones. Se había conseguido verdadera amplitud y desahogo retirando muebles a los pisos altos de la casa y dejando sólo en el salón hileras de asientos adosados a las paredes.

En un rincón, orlado por palmeras y otras plantas, estaba el piano con un ejemplar del vals Kensington en el atril.

Roger no había querido contratar una orquesta. Sería demasiado caro y no había necesidad de gastos inútiles. Francie (su madre, dispéptica[19] crónica, había sido reducida por Roger en irse a la cama) tuvo que contentarse con suplementar el piano con un joven que tocaba la trompeta, y con el adorno de las palmeras, cualquiera que no mirase mucho, podría creerse que tras ellos se encontraban varios músicos. Había decidido pedir al pianista y al trompeta que tocasen muy alto… En la trompeta hay música en cantidades astronómicas, y si el que la toca pone el alma en soplar se obtiene una sonoridad hermosa.

Al fin, todo lo tuvo listo, incluso aquel laberinto de ficciones que hubo de disponer para hacer frente a los sanos criterios económicos de su padre. Delgadita, pero elegante con su vestido de color maíz con mucho tul por todas partes, iba de parte a parte ajustándose los guantes y recorriéndolo todo con su mirada escrutadora.

El criado contratado (pues Roger sólo tenía criadas) para la ocasión fué debidamente instruido acerca de cómo servir el vino. ¿Había entendido bien que el señor Forsyte quería servir una docena de botellas de champaña de Whitely? Pero si se acabasen (Francie suponía que no, pues las señoras seguramente no beberían más que agua), allí estaba el sitio de guardar el champaña, y debía procurar administrar la menor cantidad lo mejor posible.

Le contrariaba tener que decir semejantes cosas a un criado, pues era humillante en extremo. Pero ¿qué iba a hacer con su padre? Roger, tras ponerse en plan molesto ante la idea del baile, se presentaría luego tan contento, como si él hubiera sido el promotor de la fiesta, sonreiría, y seguramente sentaría a su lado a la mujer más bonita de las que asistiesen; y hacia las dos, cuando todos estuvieran ya llenos de alegría, iría disimuladamente hasta los músicos y les mandaría tocar el God save the Queen, y terminar.

Francie pedía fervientemente a Dios que se sintiese fatigado y tuviera que irse a la casa.

Las tres o cuatro amigas que la ayudaban a disponerlo todo habían compartido con ella, en un cuartito medio escondido de arriba, una ligera cena, compuesta de muslos de pollo y té, apresuradamente servida; a los hombres les habían mandado a cenar al Club, comprendiendo que debían estar bien alimentados.

Hacia las nueve, apareció la señora de Small. Presentó complicadas disculpas para justificar la ausencia de Timoteo, omitiendo toda mención de Ester, que en el último instante había dicho que la dejasen en paz. Francie la recibió cariñosamente y la llevó hasta una silla, donde la dejó haciendo pucheros y sola, con su vestido de color espliego, el primero de color que se ponía desde la muerte de la tía Ana.

Las cariñosas amiguitas de Francie aparecieron en seguida, cada una con un vestido diferente, conseguida la diferencia absoluta por arte mágico, pero todas con amplias cantidades de tul en hombros y escotes, pues daba la triste casualidad de que todas eran flacas. Fueron presentadas a la señora Small, pero ninguna se quedó con ella más de un minuto, sino que reunidas en grupo parlero y ruidoso, retorciendo sus programas entre los nerviosos dedos, se fueron junto a la entrada del salón mirando insistentemente a ver si al fin llegaba algún hombre. Llegó un grupo de familiares de Nicolás, siempre puntuales, e inmediatamente Eustaquio y sus hombres, tétricos y oliendo a humo.

Tres o cuatro admiradores de Francie aparecieron también, uno tras otro; ella les había hecho prometerle, respectivamente, que irían pronto. Estaban todos recién afeitados y contentos, con esa ligereza juvenil que en aquellos mismos días había invadido Kensington; parecía que a ninguno le importaba en absoluto la presencia de los demás, y llevaban las corbatas muy abultadas, los chalecos blancos y calcetines muy adornados. Todos ocultaban el pañuelo en la manga. Se movían ruidosamente por el salón, acorazados todos en alegría profesional, como si estuvieran dispuestos a realizar grandes hazañas. Sus caras, al bailar, lejos de presentar el aspecto solemne del inglés que baila, eran despreocupadas, suaves, realmente encantadoras; brincaban, imprimían veloces vueltas a su pareja, no prestaban ninguna pedantesca atención al ritmo de la música.

Miraban despectivamente a los demás bailarines… No eran, como ellos, la brigada ligera, los héroes de cien bailes en Kensington, lugar donde solamente podían aprenderse la sonrisa adecuada y el paso de baile acertado.

Tras ellos llegó la gran masa de asistentes a la fiesta; las carabinas se situaron en los sitios estratégicos y el elemento bailarín en el centro del salón, sumergido en un torbellino de alegría.

Los hombres escaseaban, y las mujeres poco agraciadas mostraban su expresión peculiar que parecía decir: «No, no espero que venga usted a pedirme que baile, ya sé que nadie quiere bailar conmigo». Y Francie seguía con uno de sus admiradores:

—Bueno, ahora para darme gusto, permítame que le presente a miss Pink. ¡Pero si es muy simpático, por Dios! Vamos… Mire, le presento a miss Pink… El señor Gathercole. ¿No te importaría concederle un baile?

Y la pobre miss Pink, sonriendo con sonrisa forzada y ruborizándose un poco, respondía:

—¡Oh, sí, no faltaba más! Si tú me lo pides… —y ocultando su carnet vacío escribía el nombre de Gathercole, deletreándolo apasionadamente…

Pero cuando el joven había murmurado que hacía calor y que era mejor dejarlo para luego, ella se quedaba otra vez con su aire de expectación triste, con su sonrisa de ratoncito en los labios amargos.

Las mamás, abanicándose suavemente los rostros, miraban a sus pimpollos, y en sus ojos podía leerse la historia triste de sus hijitas, A ellas no les importaba estarse allí sentadas, hora tras hora, fatigadas, sin hablar, o hablando espasmódicamente… Nada importaba con tal que las niñas pasasen un buen rato. Pero verlas abandonadas, sin que nadie les hiciera caso… Sonreían, pero sus ojos apuñalaban como los ojos de un cisne en cólera. Sentían ganas de agarrar a los Gathercole por el cuello de la levita y el fondillo de los pantalones y llevárselos sus hijas corriendo. ¡Los estúpidos mequetrefes!…

Y todas las crueldades y durezas de la vida, sus ternuras y sus dolores, estaban representados en aquella sala de Kensington.

Aquí y allí, desde luego, admiradores, pero no admiradores como los de Francie, sino novios, novios sencillamente. Y las admiradas, las novias, ruborosas, temblorosas, sintiéndose deseadas, bailaban con sus novios, chocando a todos por la luminosidad de sus miradas felices.

Menos de un segundo después de dar las diez, llegó James con su familia: Emilia, Raquel, Winifred (a Dartie le habían dejado en casa para que no repitiera aquello de beber demasiado champaña en casa de Roger) y Cicely, la más joven, que hacía su debut en sociedad; tras ellos, en un coche y procedentes de la mansión paternal donde habían cenado, llegaron Soames e Irene.

Todas aquellas damas no llevaban tules, mostrando, en atrevida exhibición de carne, que venían de la parte más elegante del Parque.

Soames, escapándose de la proximidad de los bailarines, se colocó junto a la pared. Protegido por su sonrisa pálida, se quedó observando. Un vals terminaba y empezaba otro; a su lado pasaban, bailando, parejas sonrientes. Y la escena, con el olor de las flores, de las esencias que a las mujeres gustaban, producía un efecto agobiante y sofocador.

Silencioso, con la estereotipada sonrisa despectiva, Soames parecía no darse cuenta de nada; pero una y otra vez, hallando sus ojos lo que buscaban entre la gente, la sonrisa moría en sus labios. Él no bailaba con nadie; algunos hombres lo hacían con sus esposas; su sentido de la compostura no le había permitido, desde que se casó, bailar con Irene, y solamente el Dios de los Forsytes podría decir si aquello le satisfacía o no.

Ella pasó y repasó ante él bailando con otros, con su vestido flotando en el aire alrededor de sus pies. Bailaba bien. Estaba ya cansado de oír a otras señoras comentar: «¡Qué bien baila Irene, señor Forsyte!… ¡Da gusto verla!»; cansado también de contestarles: «¿Verdad que sí?…».

Una parejita joven estaba cerca de él dándose aire alternativamente con el abanico de ella y produciendo una corriente que le molestaba. No lejos estaba Francie con uno de sus admiradores, muy entretenida; hablaban de amor.

Oyó a Roger, detrás, dando órdenes sobre la cena a una criada. Todo era muy cursi, muy quiero y no puedo. Cuánto mejor hubiera hecho en no ir a la fiesta… Había preguntado a Irene si necesitaba que la acompañase, y ella había respondido con aquella sonrisa enloquecedora que tenía:

—¡Oh, no!

¿Por qué había ido entonces? Durante el último cuarto de hora ni siquiera la había visto. Ahora se le acercaba Jorge; pero era demasiado tarde para escapar.

—¿Has visto al Pirata? Viene dispuesto a romper corazones. Se ha cortado el pelo y todo…

Soames dijo que no había visto a nadie, y aprovechando que se hacía un claro entre los bailarines, cruzó el salón y fué a un balcón a mirar la calle. Un coche retrasado llegaba en aquel momento, y alrededor de él se agolpaba una masa de esos pacientes mirones de Londres, que se paraban ante una casa donde sonaba música o parecía haber una fiesta; sus caras, pálidas y vueltas hacia las ventanas que les interesaban, tenían un aire estólido que molestaba a Soames. ¿Por qué les permitirían pararse así? Debía venir un guardia y echarlos. Y un guardia había allí, pero no hacía caso; al contrario: sus pies, separados, estaban plantados en la alfombra carmesí que desde el bordillo de la acera conducía al portal, y sus ojos tenían el mismo mirar estólido que los de los otros mirones.

Frente por frente, Soames veía relucir las ramas húmedas de los árboles, y tras ellas, las casas, con sus ventanas cual múltiples ojos que contemplaban la noche.

Y por encima de todo, el cielo, aquel maravilloso cielo de Londres, iluminado por el reflejo en su niebla de infinitas luces, una bóveda tejida entre las estrellas con la refracción de las necesidades humanas y de las humanas fantasías, inmenso espejo de pompa y de miseria, que noche tras noche extiende su oscuridad sobre miles de casas y jardines, de mansiones lujosas y habitáculos miserables Forsytes, guardias urbanos y humildes observadores de la calle.

Soames se volvió, apoyando la espalda en la barandilla; oculto en el balcón, miraba el interior del salón iluminado. Se estaba más fresco allí fuera. Vio a los que acababan de llegar, June y su abuelo, que entraban en aquel momento. ¿Cómo habrían llegado tan tarde? Se quedaban en la puerta, como cansados… ¡Mira que el tío Jolyon tener que salir a aquellas horas de la noche…! ¿Cómo no habría acudido June a Irene para que la acompañara al baile? Y de repente se percató de que June había dejado de ir por su casa.

Observó con malicia su cara. Vio cómo cambiaba, cómo empalidecía, hasta sugerir que la muchacha iba a desmayarse. Después se le encendía como una llama. Se volvió un poco para ver a quién miraba June, y vio a su mujer del brazo de Bosinney, que venían desde el fondo de la sala. Los ojos de ella miraban a los de él, como contestando a una pregunta que le hubiera hecho; él la miraba intensamente.

Soames volvió a mirar a June. Tenía la mano apoyada en el brazo del viejo Jolyon y parecía pedirle algo. Vio una mirada de sorpresa en los ojos de su tío. Se volvieron y salieron de nuevo.

La música volvió a sonar —otro vals—, e inmóvil como una estatua, sin sonreír ya, Soames observaba. Muy cerca, a un metro del balcón, Bosinney y su mujer pasaron. Percibió el olor de las gardenias que llevaba ella, vio el latido de su pecho, la languidez de sus ojos, sus labios entreabiertos y un aspecto de su cara que no le conocía. Al lento compás de la música bailaban, y le pareció que se estrechaban tiernamente; vio cómo ella levantaba los ojos hacia Bosinney y cómo los bajaba de nuevo.

Muy pálido se volvió a la baranda del balcón e, inclinándose sobre ella, contempló la calle. Los mirones estaban todavía allí, con persistencia tétrica; también seguía allí el guardia. Llegó un coche; dos figuras entraron en él, y se alejó…

Aquella noche se habían sentado a cenar June y su abuelo a la hora de costumbre. La muchacha vestía como siempre, y el viejo Jolyon, también.

En el almuerzo se había hablado del baile en casa de Roger. June quería ir, pero habíase descuidado y no se había puesto de acuerdo con nadie que fuera. Pero ahora ya era tarde.

El viejo Jolyon la miró con su mirada aguda. June iba siempre a los bailes con Irene. Y le preguntó por qué no había ido aquella vez con ella.

¡No! June no quería ir con Irene. Únicamente, si a su abuelo no le importaba llevarla, aunque no fuera más que un ratito…

Ante su mirada ansiosa y suplicante, el viejo Jolyon, de mala gana, accedió. No comprendía qué buscaba acudiendo a una fiesta como aquélla —le dijo—, una cursilada sin duda. Además, no le sentaría nada bien. Lo que necesitaba era aire del mar, y en cuanto se celebraba la asamblea general de la Compañía Mundial de Concesiones de Oro, se la llevaría a la costa. ¿Que no quería salir? Por lo visto, pensaba encerrarse en casa… Y, mirándola con pena, siguió comiendo.

June se levantó pronto de la mesa y empezó a ir de un lado para otro sin parar. Su figurilla, que en los últimos tiempos aparecía siempre lánguida e inmóvil, estaba ahora como azogada. Compró flores. Quería, necesitaba, presentarse lo más guapa posible. Él estaría allí. Sabía que le había invitado. Le demostraría que no le preocupaba lo más mínimo…, y en el fondo de su corazón pensaba que aquella noche haría lo imposible por reconquistarle. Se puso extraordinariamente alegre; tanto, que llegó a engañar a su abuelo.

Por la tarde le entró un ataque de llanto. Apretó, para que no la oyesen, la cara contra el almohadón de su cama; pero cuando terminó de llorar vio en el espejo que tenía los ojos hinchados y encarnados, rodeados de hondas ojeras moradas. Se estuvo con las luces apagadas hasta la hora de la cena.

Durante toda aquella comida estuvo tan deprimida y silenciosa, que el viejo Jolyon ordenó al criado que diera al coche contraorden: no quería que saliera a la calle en aquel estado de verdadero malestar. Lo que tenía que hacer era acostarse. June no opuso resistencia. Marchó a su cuarto y se sentó sin encender la luz. A las diez llamó a su doncella.

—Tráigame agua caliente y vaya y dígale al señor que me encuentro perfectamente bien. Que si él está cansado, que iré al baile yo sola.

La doncella se quedó como pasmada, y June se volvió imperiosamente a ella:

—¡Dése prisa! Y traiga el agua corriendo…

Su traje de noche estaba extendido en el sofá, y con una especie de energía fiera se vistió sin que la ayudasen, cogió las flores y bajó la escalera con la carita levantada bajo el peso de su masa de cabello ígneo. Oyó al viejo Jolyon al pasar ante su cuarto.

Sorprendido y enfadado, se estaba vistiendo de etiqueta. Eran más de las diez; no llegarían hasta las once. Aquella chiquilla estaba loca… Pero no se atrevía a contrariarla: la expresión de su rostro, al cenar, le daba miedo.

Con sus grandes cepillos de marfil se alisó el pelo hasta que relució como plata bajo la luz; y salió a la escalera semioscura.

June estaba ya abajo, y, sin cambiar una palabra, entraron en el coche.

Cuando, tras el camino, que parecía eterno, entraron en el salón de Roger, ocultaba bajo una máscara de decisión un verdadero tormento de emoción y nerviosismo. El sentimiento de vergüenza que le producía el que pudieran decir que «iba tras de él», no era nada ante el temor de que no hubiera ido, y menos aún ante aquella decisión firme de reconquistarle.

La vista de la sala, con el suelo brillante, le dio sensación de alegría, de triunfo, pues le encantaba bailar, y cuando lo hacía parecía volar como un espíritu diestro en el arte. Sin duda que él la sacaría a bailar, y si bailaba con él, todo volvería a ser como antes. Miró ansiosamente a su alrededor.

El ver a Bosinney con Irene, con aquella mirada absorta en la cara al contemplarla, la hirió demasiado repentinamente. No vio nadie —ni siquiera su abuelo— la enormidad de su dolor.

Puso la mano en el brazo del viejo Jolyon y murmuró:

—Tengo que ir a casa, abuelito. Me pongo mala…

Se la llevó a toda prisa, diciendo que ya sabía él que tenía que ser así.

De momento no le preguntó nada; pero cuando estuvieron en el carruaje, que por casualidad se había aproximado a la puerta, le dijo:

—Pero ¿qué te pasa, hijita?

Al notar que todo su cuerpo se agitaba con los sollozos, se alarmó terriblemente. Al día siguiente la vería Blank. Pero no faltaría más. No podía seguir así.

—¡Bueno, bueno; no es nada, no es nada!

June dominó su llanto, y, apretándole febrilmente la mano, se recostó en su rincón con la cara protegida por el chal.

Sólo poda verle los ojos, fijos en la oscuridad. Y no cesaba de acariciarle la manita con sus dedos largos y flacos.