VII

Si el viejo Jolyon, al entrar en el coche, hubiera dicho: «No me quiero creer ni media palabra», refiriéndose a las murmuraciones sobre Bosinney, hubiera expresado más verazmente su pensamiento.

La idea de que James y las mujeres de su familia le habían visto en compañía de su hijo despertaba en él no sólo la impaciencia que le producía una contrariedad, sino aquella secreta hostilidad frecuente entre hermanos, y que con raíces en la misma cuna, crece y se desarrolla durante toda la vida, llegando a ser árbol que da los frutos más amargos.

Hasta el presente, entre aquellos seis hermanos no había habido ningún sentimiento poco amistoso, aparte del temor a que cada uno pudiera enriquecerse más; sentimiento que iba creciendo curiosamente al acercarse la hora de la muerte para todos ellos, la hora del cierre general de todos sus negocios. El único que vivía seguro de no despertar envidias era Timoteo, ya que todo su dinero estaba invertido en algo que no podía producir beneficios sorprendentes: valores del Estado.

Pero ahora, entre dos de los hermanos al menos, se alzaba un claro sentimiento de mutua ofensa. Desde el momento en que James había tenido la impertinencia de meterse en sus asuntos —así decía el viejo Jolyon—, éste no podía ya dar crédito a la historia sobre Bosinney. ¡Su nieta despreciada por culpa de un miembro de la familia de James! Decidió que calumniaban a Bosinney. Otra debía de ser la razón de su defección. A June, desde luego, no le iban bien los amores, pues presentaba el aspecto más doliente que se pudiera imaginar.

Pensó en que convendría oír a Timoteo, a ver si se le escapaba algún dato revelador. Y sin perder tiempo iría a verle inmediatamente, con la idea de no tener que hacer una segunda visita para enterarse de cosas.

Vio el coche de James parado frente a El Arquero. Habían llegado antes que él…, para cacarear que le habían visto con su hijo… Y, además, frente a frente de los caballos de James estaban los caballos de Swithin, como celebrando cónclave sobre la familia, mientras los cocheros celebraban cónclave también.

El viejo Jolyon dejó el sombrero en una silla del estrecho hall, donde el sombrero de Bosinney fuera hacía tiempo confundido con un gato; pasó la mano por la cara ajada y por los bigotes, como para quitar toda traza de expresión de lo que sentía, y subió las escaleras.

El salón estaba lleno. Siempre estaba lleno, aun con pocos visitantes o con ninguno, pues Timoteo y las hermanas, siguiendo la tradición, consideraban que un salón no estaba bien de no estar debidamente amueblado. Tenían allí once sillas, un sofá, tres mesas, dos butacas, innumerables figurillas de adorno y chucherías y un piano. Y ahora, estando presentes la señora Small, tía Ester, Swithin, James, Raquel, Winifred, Eufemia, que había vuelto a devolver la novela del reverendo Scoles, que había leído a la hora de almorzar, y su íntima Francés, la hija de Roger (la Forsyte melómana[17], que componía canciones), sólo quedaba una silla sin ocupante, excepto, claro está, las dos que nadie solía tomar nunca, y no había otro ser mantenido en sus pies, aparte del gato, al que el viejo Jolyon pronto echó, por tropezar con él.

En aquellos días no era raro en manera alguna que Timoteo tuviera tantas visitas. La familia había tenido siempre, individual y colectivamente, un gran respeto por la tía Ana, y ahora que ella no estaba presente, venían con mayor frecuencia a aquella casa y permanecían más tiempo.

Swithin había llegado el primero y se había sentado fatigado en una silla de satén rojo de respaldo dorado.

Su conversación, como acostumbraba últimamente, había recaído en seguida sobre Irene, y no perdió tiempo en comunicar su opinión acerca de los rumores que corrían. «No —dijo—, no: podría haber incurrido en algún ligero flirt[18], cosa natural en una mujer bonita; pero otra cosa, no… Tenía ella demasiado buen sentido, demasiado respeto por sí misma y por su situación social y por su familia…». No había habido ni asomos de… iba a decir escándalo, pero la palabra le sonaba tan mal refiriéndose a Irene, que agitó la mano insistiendo: No, no…

No podía Swithin tener otro punto de vista. Para él, el pertenecer a la familia Forsyte era algo que acorazaba contra cualquier posibilidad de obrar incorrecto, pues ¿qué respetos no merecía una familia en la que todos habían hecho tanto? Si bien había oído las palabras burgueses y terratenientes de poca monta con referencia a su origen, las había rechazado verbalmente y en su fuero interno.

¡No!… En lo más profundo de su alma sentía la seguridad de que algo verdaderamente distinguido había habido en su familia, en sus predecesores.

—No puede por menos —había dicho una vez al joven Jolyon antes que éste tomase por el mal camino—. Fíjate, si no, en nosotros. Nosotros hemos llegado a algo. Tiene que haber buena sangre en alguna parte…

Había tenido simpatía por el joven Jolyon; el chico había estado en un buen colegio había incluso tratado a los hijos de aquel viejo pillo de sir Charles Fiste —uno de ellos había salido un perdido, como su padre—, había estilo en él… Era una verdadera lástima que se hubiera escapado con aquella joven extranjera, con una institutriz… Si tenía que hacer eso, ¿por qué no había escogido alguien que diera lustre y prestigio a todos? ¿Y qué era ahora? Un empleadillo de Seguros. También decían que pintaba cuadros… ¡Nada entre dos platos! Podría haber llegado a ser todo un sir Jolyon Forsyte, un baronet, miembro del Parlamento, con un puesto destacado en el país…

Fué Swithin quien, siguiendo el impulso que más tarde o más temprano siente alguien en toda familia que llega, se dirigió a la Oficina de Información Heráldica, donde le dieron seguridades de pertenecer indudablemente a la misma familia que los famosos Forsite, con «i» latina, cuyas armas eran «tres rodelas en campo de gules», así como la seguridad de que podrían llegar a demostrarlo.

Swithin, con todo, no quiso ninguna demostración, y habiéndose enterado de que en el escudo había una cresta de faisán, con el lema For Forsite, hizo imprimir cresta y lema en su papel de cartas y colocarlo en la portezuela de su coche y en los botones de su cochero. Las armas no las quiso, pues había que pagar por usarlas y además le parecían ostentación excesiva, y él, como todo hombre práctico de su país, odiaba todo lo que no entendía y pensaba que era duro de entender aquello de las tres rodelas en campo de gules.

No olvidó que si pagaba podía usar las tres rodelas y el campo aquel, y con ello se robusteció su convicción de ser cumplido caballero. Poco a poco, la familia fué usando la cresta de faisán, y alguna, más serio, el lema. El viejo Jolyon, sin embargo, se negó a tomar en serio el lema, pues decía que aquello no significaba nada, que era una tontería y un engañabobos.

Entre los viejos de la familia decíase era sabido el origen histórico de la cresta de faisán. Pero si los presionaban para que lo explicaran, como no les gustaba decir mentiras, pues creían que eso de mentir era cosa de franceses y rusos nada más, decían que era Swithin quien estaba al tanto de aquellas cosas.

Entre los jóvenes, el asunto quedaba envuelto en el tupido velo de la discreción. No querían herir los sentimientos de sus mayores, ni hacer el ridículo ellos: usaban simplemente la cresta…

—No —decía Swithin.

Él había visto con sus propios ojos, y lo único que podía decir era que en la actitud de ella hacia el Pirata o Bosinney o como se llamara, era exactamente la misma que podía ser para con él. En realidad, lo que podría afirmarse era que… Pero la entrada de Frances y Eufemia impuso un lamentable alto a sus palabras, pues éstas no eran cosas que se podían tratar ante jóvenes.

Y aunque Swithin quedó molesto por verse silenciado en el momento de decir una cosa tan importante como iba a decir, pronto recuperó su afabilidad. Tenía mucho afecto a Frances —Francie, como le decían en la familia—. Era muy linda, y además decían que hacia su dinerito componiendo canciones…

Se enorgullecía bastante de su criterio liberal y amplio en cuanto se refería a la mujer en general. No veía por qué una mujer no puede pintar cuadros o escribir melodías o libros, si se le antojaba, sobre todo si podía sacar algo de provecho.

«La pequeña Francie», como le decían con un desprecio de buena índole, era un personaje importante, aunque no fuera más que como demostración viva de la aptitud de los Forsytes para las Bellas Artes. En realidad no era pequeña, sino bastante alta, con un pelo demasiado negro para una Forsyte, lo cual, junto con sus ojos azules, le daba lo que decían aire céltico. Escribía canciones con títulos como Dulces suspiros o Bésame, madre, antes que muera, con un refrán cual el de un himno:

Bésame, madre…, antes que muera.

¡Bésame…, bésame, madre…, ah!

¡Bésame…, ah! Bésame… antes que…

¡Bésame, madre…, antes que… muera!

Hacía ella misma la letra y también otras poesías. En momentos de intrascendencia escribía valses, uno de los cuales, Kensington Coil, era casi un poema nacional para Kensington, pues tenía una dulce profundidad.

Era muy original. Además, allí estaban sus Canciones para gente menuda, a la vez instructivas y graciosas, especialmente aquella que se llamaba La abuelita y aquella cantilena, casi proféticamente imbuida del espíritu imperialista que se acercaba, titulada: Ponle un ojo negro.

Cualquier editor tomaba con harto gusto sus producciones, y revistas como Alta Sociedad o El Guía de las Damas se llenaban de euforia escribiendo en sus páginas: «Otra de las espirituales canciones de la señorita Francie Forsyte, llena de espiritualidad, gracia y emoción. Nosotros mismos llegamos a las lágrimas y a la risa feliz. La señorita Forsyte llegará muy lejos por el camino del arte».

Con el acertado instinto de su casta, Francie había hecho punto de honor el conocer «gente bien», gente que podría escribir, prestigiándola, acerca de ella, hablar de ella gente que se movía en sociedad…, llevando un registro mental de las personas sobre las que debía ejercer su encanto y teniendo siempre la vista en la escala ascendente de los precios, cosa que para ella representaba el futuro. De esta forma hacíase respetar de todos.

Una vez que su emoción artística resultó enfriada por otro afecto —pues el tono de vida de Roger, con su devoción cordial dedicada al aumento de sus propiedades inmobiliarias, había determinado, por herencia quizá, en su hija una gran tendencia al apasionamiento— volvió a su trabajo de arte con entusiasmo y dedicación sincera, escogiendo para expresar sus sentimientos de composición una sonata para violín. Y ésta fué la única producción de Francie que turbó a los Forsytes. Todos percibieron inmediatamente que no se podría vender.

Roger, a quien agradaba tener una hija inteligente, y que con frecuencia se satisfacía narrando lo que ganaba con el arte, quedó contrariado por aquella sonata de violín.

—Eso es una tontería —dijo.

Francie había conseguido que Eufemia le cediese a Flageoletti para que tocase su sonata en los Jardines del Príncipe.

Y, en realidad, Roger tenía razón. Era una tontería, y de las peores, la clase de tontería invendible. Como todo Forsyte sabe, las tonterías que se venden no son tonterías, ni muchísimo menos.

Con todo, a pesar del sano criterio que establecía la valía del arte en lo que rindiera en dinero, alguno de los Forsytes —tía Ester, por ejemplo, que siempre había sido muy melómana— lamentaba que las composiciones de Francie no fuesen clásicas. Y lo mismo pasaba con sus poemas. Pero la misma tía Ester lo reconocía ya no había poesía en absoluto, sólo «esas cosas ligeritas» que se estilaban. Ya nadie podía escribir un poema como El Paraíso perdido o como Child Harold, de esos que le hacen sentir a uno que está leyendo algo. De todas formas, era una cosa buena que Francie se ocupase en algo; en contraste con otras jovencitas que se pasaban la vida gastando dinero en vestidos, ella se dedicaba a ganarle. Y también tía Ester como tía Julita estaban dispuestas siempre a que les contaran cómo Francie había conseguido que le pagaran más por su último trabajito que por el penúltimo.

Ahora estaba escuchando, lo mismo que Swithin, que fingía no escuchar, pues aquellos jóvenes hablaban de una forma que él no conseguía enterarse de lo que decían.

—No puedo explicarme —decía la señora Small— cómo te atreves ni a intentarlo. Yo no tendría ese valor tuyo, hija mía…

Francie sonrió ligeramente.

—Prefiero tratar con un hombre mejor que con una mujer. ¡Las mujeres son tan taimadas!

—¡Hija, por Dios! —exclamó la señora Small—. No creo que sea tanto…

Eufemia comenzó una de sus carcajadas silentes y, habiéndola coronado con él cacareo de costumbre, como si la ahogaran, dijo:

—¡Ay tía!… Un día, oyéndote, me voy a morir de risa…

Swithin no comprendía la necesidad de reírse; odiaba a la gente que se reía cuando él no encontraba gracia a una cosa. Detestaba a Eufemia con todo su corazón, a la que siempre se refería diciendo: «La hija de Nicolás…, la pérfida ésa, ¿cómo se llama?». No había sido su padrino, por haberse opuesto a que le pusieran aquel nombre extranjero tan raro. Le fastidiaba ser padrino de nadie. Swithin habló entonces a Francie con mucho empaque:

—Hace un día hermoso ¿eh?… Para la época del año en que estamos…

Pero Eufemia, que sabía que no había querido ser padrino suyo, se volvió a tía Ester, y empezó a explicarle que había visto a Irene…, la mujer de Soames, en el Mercado.

—¿Iba Soames con ella? —preguntó tía Ester, a quien la señora Small no había tenido todavía oportunidad de contarle el suceso.

—¿Soames con ella? ¡Pues clarito que no!

—¿Pero iba ella sola por Londres?

—¡Oh, no! El señor Bosinney la acompañaba. Iba muy bien vestida…

Pero Swithin, al oír el nombre de Irene, miró con severidad a Eufemia, quien en verdad nunca había estado bien con ningún vestido, se hubiera puesto lo que se hubiera puesto en otras ocasiones, y dijo:

—Vestida como una señora, no tengo duda. Va siempre que da gusto mirarla.

En aquel momento fueron anunciados James y sus hijos, Dartie, que necesitaba de veras un trago, había pretextado una cita con el dentista, y habiéndose quedado en Marble Arch, tomó un coche y estaba ya sentado junto a un ventanal de su Club en Picadillo.

Su mujer, explicó a sus contertulios, le había querido llevar de visitas, pero no era ésa su especialidad. ¡Ni en broma!

Llamó al camarero y le mandó al hall a ver quién había ganado la carrera de las 4,30. «Estaba cansado», dijo, y no era para menos: había estado toda la tarde danzando con su mujer de un sitio para otro a ver tonterías. Al fin se había liberado: un hombre tiene que vivir su vida.

En aquel momento, mirando por el ventanal —le encantaba aquel sitio, pues desde allí podía ver perfectamente la gente—, descubrió a Soames, que cruzaba desde la acera de Green Park con la evidente intención de dirigirse al Club, pues él era también miembro del Iseum.

Dartie se puso en pie como una exhalación; agarró su vaso, murmuró algo sobre la carrera de las 4,30 y se fué a la sala de juego, donde Soames no entraba nunca. Allí, en soledad completa y bajo una luz semiapagada, vivió su vida hasta las siete y media, a cuya hora sabía positivamente que Soames se marchaba.

No le convenía, se decía una y otra vez cuando le ataba demasiado fuerte el deseo de irse a su ventanal a charlar con sus amigos, arriesgar una pelea con Winifred, estando tan mal de fondos como él estaba y con lo roñoso que era el viejo (James) desde que, sin tener él la culpa, había salido mal aquel asunto de los valores aceiteros.

Si Soames le veía en el Club, ya podía estar seguro de que hasta él mismo, y a través de Winifred, llegaría la noticia de que no había estado en el dentista. En su vida había visto una familia donde se corrieran tan pronto las voces de cualquier cosa. Nervioso, entre las mesas verdes de juego, con el ceño fruncido y las botas brillándole a la débil luz de la sala, se preguntaba de dónde diablos iba a sacar dinero si Erotic no ganaba la Copa Lancashire.

Sus pensamientos rondaron a todos los Forsytes. ¡Qué colección de tipos! No había que pensar en sacarle nada a ninguno, o, por lo menos, sería dificililla la cosa. Eran tan, tan… así en cosas de dinero…; no había un verdadero caballero entre ellos, como no fuera Jorge. Aquel tipo, Soames, por ejemplo, sufriría un ataque si uno intentaba sacarle una miserable libra; y si no le daba el ataque, se le quedaría mirando a uno con aquella sonrisita idiota que ponía, como si uno fuera un pobre diablo por el hecho de no tener dinero…

En cuanto a su mujer (y a Dartie se le hizo la boca agua), él había tratado de estar en buenas relaciones con ella, como se debe hacer con una primita política guapa, pero de nada hubiera servido. Que le colgaran si la… (mentalmente usó una palabra muy expresiva) aquélla le dirigía la palabra a su marido; le miraba como si fuera un bicho…, y no quedaría la cosa así, se apostaba cualquier cosa. Él conocía a las mujeres; sabía que por algo tienen ojos bonitos y cuerpos como el de Irene, y el Soames aquel lo comprobaría a no tardar si había algo de cierto en los rumores que estaban circulando sobre el Pirata ese, de que tanto hablaban.

Se levantó de la silla y se acercó a la chimenea. Allí se quedó largo rato mirándose al espejo. Le pareció que le iba a salir una espinilla en la nariz curvada y un tanto gruesa.

Mientras tanto, el viejo Jolyon se había apoderado de la silla vacante, que quedaba en el amplio salón de Timoteo. Era ostensible que su llegada había puesto un final abrupto a la conversación de los circunstantes. La tía Julita, con su buen corazón de siempre, procuraba que la gente se sintiese otra vez a sus anchas.

—Sí, Jolyon —explicaba—. Precisamente estábamos diciendo ahora que hacía mucho tiempo que no venías por aquí. Pero no es extraño, pues estás muy ocupado siempre, ¿verdad? James estaba diciendo que ésta es la época del año más ajetreada para los negocios…

—¿Estaba diciendo eso? Pues no estaría tan ajetreado si cada uno se metiera en lo que le importa y nada más.

James estaba en una silla pequeñita, de forma que sus piernas hacían un pronunciado ángulo. Movió los pies nervioso al oírse aludir y pisó al gato que desacertadamente había buscado refugio junto a él tras el tropiezo del viejo Jolyon.

—¡Tenéis aquí un gato! —dijo con voz de susto, al sentir que su pie se había hundido en el cuerpo blando y sedoso del animal.

—Varios —dijo el viejo Jolyon, mirando de una cara a otra—. Yo acabo de tropezar con uno.

Se hizo un silencio total.

Entonces, la señora Small, retorciéndose los dedos y mirando alrededor con calma doliente, preguntó:

—¿Y cómo está June?

Una chispa de ironía brilló en la mirada dura del viejo Jolyon. Extraordinaria vieja aquella Julita. No había nadie en el mundo con tanto acierto como ella para decir la cosa más inconveniente.

—¡Mal! —contestó—. Londres no le prueba. Demasiada gente, demasiada charla, demasiada murmuración… —y puso mucho énfasis en sus últimas palabras, mirando duramente a James.

Nadie dijo nada.

La sensación de ser muy peligroso aventurar un paso en cualquier sentido se había apoderado de todos. Algo de la sensación del hado inevitable, que se apodera del espectador de la tragedia griega, había entrado en el tapizado salón lleno de barbas blancas y de levitas, de mujeres elegantemente vestidas, pertenecientes a la misma familia y entre todos los cuales existía una semejanza que no podía decirse en qué consistía.

No percibían conscientemente nada, pero sentían algo difícil en el ambiente.

Swithin se levantó. Él no se iba a quedar allí en aquella situación desagradable. Y maniobrando por todo el salón con estudiada pompa, fué dando la mano a todos, uno por uno.

—Di a Timoteo de mi parte que se cuida demasiado —y dirigiéndose a Francie, a quien consideraba distinguida, le dijo—: Y tú vente cualquier día a dar un paseo en coche conmigo.

Estas palabras fueron conjuro del recuerdo de otro paseo en coche de que se había hablado tanto, y quedó inmóvil durante unos segundos, con los ojos perdidos, como esperando captar el significado de sus propias palabras. Pero dándose cuenta de pronto de que a él no le importaba nada un comino, se volvió al viejo Jolyon:

—Bueno, Jolyon, adiós. No salgas por ahí sin abrigo, que cuando menos lo pienses cogerás una ciática o algo parecido —y dando una patadita suave al gato, marchó arrastrando su corpachón enorme.

Cuando hubo salido, todos se miraron reservadamente para ver el efecto que había causado en los demás lo del «paseo en coche», la palabra que se había hecho famosa y había adquirido una importancia insospechada, siendo la única noticia oficial, por decirlo así, referente al siniestro rumor que ocupaba la lengua de la familia.

Eufemia cediendo a un impulso automático, dijo con una risa breve:

—Me alegro de que el tío Swithin no me haya invitado a mí a pasear en coche…

La señora de Small, para tranquilizarla y suavizar cualquier tensión desagradable que en ella pudiera producir, dijo:

—Hija mía, parece que le gusta llevar siempre a alguien que vista bien en su coche para presumir un poco. Yo nunca olvidaré el día que me llevó a mí. ¡Aunque viva mil años! —y su carita redonda y vieja se iluminó con una extraña alegría, y luego empezó a hacer pucheros: se estaba acordando de aquel paseo en coche que dio, hacía mucho tiempo, con Septimus Small.

James, que había vuelto a su meditar nervioso en la silla pequeñita, se despabiló y dijo:

—Es divertido este Swithin.

El silencio del viejo Jolyon y su mirada dura los tenían a todos sometidos a parálisis total… Quedó desconcertado ante el efecto de sus palabras, un efecto que parecía ser confirmación del rumor que había venido a investigar. Estaba furioso.

Todavía no había terminado con ellos, ¡de ninguna manera! Todavía tenía que decirles un par de cosas.

No quería ser violento con sus sobrinas, pues no tenía ofensa contra ellas. Una mujer joven y presentable siempre encontraba clemencia en el corazón del viejo. Pero aquel James, y todos los demás también, tenía que oírle. Y preguntó por Timoteo.

Notando que algún peligro amenazaba al más joven de sus hermanos, la tía Julita le ofreció té.

—Estará ya frío y malo, esperando que vayas a tomarlo; pero Smither te hará más.

El viejo Jolyon se levantó.

—Gracias —dijo, mirando fijamente a James—. Pero no tengo tiempo para tés y para chismes escandalosos, ni para el resto de las cosas. Ya es hora de que esté en casa. Adiós, Julia. Adiós, Ester. Adiós, Winifred —y sin más adioses ceremoniosos se fué.

Al hallarse de nuevo en su coche, la cólera se le disipó, pues siempre le pasaba así. Se desahogaba un poco y… la tristeza le sobrevenía. Había detenido aquellas lenguas quizá. Pero ¡a qué costa! A costa de saber que el rumor que había resuelto no creer correspondía a la realidad. June abandonada, y por culpa de la mujer del hijo de aquél… Comprendía que era todo cierto, pero se esforzaba aún en considerarlo mentira. Y el dolor que sentía empezó, lentamente, a transformarse en odio contra James y su hijo.

Las seis mujeres y el hombre que dejó atrás empezaron a hablar todo lo libremente que podían tras el suceso. Pues aunque cada uno sabía que nunca incurría en murmuraciones escandalosas, sabía que los otros sí. Y todos estaban coléricos. Sólo James guardaba silencio, con la cólera escondida en el corazón.

Francie dijo:

—Por cierto, me parece que el tío Jolyon está muy cambiado este año. ¿No te parece, tía Ester?

Y la tía Ester hizo un movimiento de no querer saber nada.

—Pues no sé, pregunta a tu tía Julita.

Nadie tuvo miedo de convenir en aquello, y James dijo:

—No es ni la mitad del hombre que era.

—Ya lo había notado yo. ¡Está muy envejecido! —concluyó Francie.

Tía Julita asintió. Toda su cara era un puchero.

—¡Pobre Jolyon! ¡Alguien debería ocuparse de él!

Se hizo otra vez el silencio; y repentinamente, como asustados todos de quedarse el último, los cinco visitantes se levantaron simultáneamente.

La señora Small, tía Ester y el gato volvieron a quedarse solos.

Aquella noche, cuando la tía Ester había empezado a quedarse dormida, se abrió la puerta de su cuarto, y la señora Small, con un gorro de dormir color de rosa y una vela en la mano, entró.

—¡Ester! —llamó—. ¡Ester!

La tía Ester se revolvió débilmente entre las sábanas.

—¡Ester! —repitió la tía Julita para comprobar que había despertado a su hermana—. Estoy muy preocupada por el pobre Jolyon. ¿Qué crees tú que podríamos hacer?

Volvió a moverse entre las sábanas la tía Ester, y se oyó su vocecilla:

—¿Hacer? ¿Y qué quieres que hagamos?

La tía Julita se marchó satisfecha. Y cerrando la puerta con suavidad especial para no molestar a la pobre Ester, se volvió a su cuarto. Allí se quedó mirando la luna, que iluminaba los árboles del parque, a través de una rendija que formaban las cortinas de su balcón, púdicamente corridas para que nadie pudiera verla desde fuera. Y allí, con la cara redondita y llena de pucheros, bajo el gorro de dormir color de rosa, se dedicó a lloriquear pensando en el «pobre Jolyon», tan viejo y tan solo, y en cómo poder servirle, y en cómo él se lo agradecería, y en qué muestras de cariño no le daría, como no se las había dado nadie desde que muriera el pobre Septimus.