El viejo Jolyon terminó rápidamente su segunda asamblea. Fué tan dictatorial, que sus codirectores quedaron asombrados del creciente espíritu de dominio del viejo Forsyte, al que, de acuerdo convinieron, no se podía aguantar.
En el Metro marchó hasta Portland, y allí tomó un coche y se dirigió al Zoológico.
Tenía allí una cita, una de esas citas que últimamente se iban haciendo frecuentísimas y a las que le empujaban sus preocupaciones por June y el cambio que estaba experimentando «esta chiquilla», como él decía.
Su nieta se aislaba continuamente, estaba adelgazando; si le hablaba, no obtenía respuesta o le respondía revolviéndole el pelo, o le miraba como si de repente fuera a echarse a llorar. No podía estar más cambiada, y todo por culpa de Bosinney. Pero, sin embargo, no decía de él ni una sola palabra.
Y él se sentaba durante largas horas, meditando sobre el periódico que no leía, con el cigarro apagado entre los labios. ¡Con lo que le había acompañado aquella chiquilla desde que tuvo tres años! ¡Y cómo la quería!
Unas fuerzas que para nada tenían consideración de él, de su familia ni de su clase, le atacaban; sucesos sobre los que no tenía control lanzaban sobre él sombras amargas. Estaba irritado con la irritación de quien está acostumbrado a hacer y no podía hacer nada.
Nervioso por la lentitud del coche, llegó al fin al Zoológico; pero con su magnífico instinto para coger lo bueno de cada situación, olvidó el nerviosismo y se dirigió al lugar de la cita.
Desde la terraza de piedra que rodeaba el foso de los osos, su hijo y sus dos nietos vinieron corriendo hacia el viejo Jolyon al verle, y una vez reunidos, fueron hacia el albergue de los leones. Se le puso un niño a cada lado, dándole la mano, mientras que Jolly, travieso como su padre cuando niño, llevaba el paraguas del abuelo cogido por la punta e intentando agarrar las piernas de la gente con la cayada.
El joven Jolyon iba detrás.
Le alegraba como nada en el mundo ver a su padre con sus hijos, pero en su alegría había lágrimas ocultas. A cualquier hora del día es fácil ver un viejo con dos niños; pero el contemplar al viejo Jolyon con Jolly y Holly era, para el joven Jolyon, algo particularmente enternecedor. La rendición completa de aquella gran figura a las figurillas que llevaba a los lados era algo dolorosamente tierno. Aquel grupo le afectaba de forma no adecuada a un Forsyte, que si es algo en la vida, es antisentimental.
Llegaron a la Casa de los Leones.
Había habido una fiesta matinal en el Jardín Botánico, y gran número de Forsy…, es decir, de gente bien vestida y que tenía coche, se había presentado después en el Zoológico para aprovechar bien el dinero que pagaron por entrar al Botánico antes de volverse a sus casas de Rutland Gate o de la plaza Bryanston. «¡Vamos al Zoo!», se habían dicho unos a otros. «Verás qué divertido…». Era un día que costaba un penique, y no se encontrarían con que todo estaba lleno de gente molesta, que llena siempre semejantes lugares.
Frente a la larga fila de Jaulas estaban colocados en hileras, contemplando las fieras tras los barrotes, que esperaban su única satisfacción de las veinticuatro horas del día. Cuanto más hambrientas estaban, mayor era la fascinación. Se oían comentarios como éstos: «Qué aspecto tan terrible…». «Huy, qué tigre tan hermoso…, ¡y vaya boquita que tiene!». «Mamá, no te acerques tanto».
Y frecuentemente, dándose palmaditas en los bolsillos, o metiéndose las manos en ellos, algunos miraban con sospecha alrededor, como si esperasen que el joven Jolyon u otro cualquiera les quitase algo.
Un hombre gordo, de chaleco blanco, dijo lentamente entre dientes:
—Todo es ansia en estos animales; no pueden tener hambre. No trabajan ni hacen nada…
Ante tales palabras, el tigre cogió un trozo sangriento de hígado, y el hombre gordo se echó a reír. Su esposa, que vestía un modelo de París adornado con unas pinzas de oro, le reprochó:
—¿Cómo tendrás valor para reírte, Harry? ¡Qué espectáculo tan desagradable!
El joven Jolyon frunció el entrecejo.
Las circunstancias de su vida, aunque ya hacía tiempo no le preocupaban demasiado, le habían dejado altamente predispuesto al desprecio por la gente. Y particularmente la clase a que había pertenecido —la de la gente que tiene coche— excitaba con frecuencia su sarcasmo.
Encerrar un león o un tigre entre barrotes era sin duda una barbaridad; pero ninguna persona culta lo admitiría.
Por ejemplo, semejante idea no se le había ocurrido nunca a su padre; pertenecía a la vieja escuela, que consideraba instructivo e interesante aprisionar mandriles o panteras, pensando sin duda que debiera hacerse algo para convencer a los animales de que no se murieran de tristeza y aburrimiento tras los barrotes de sus jaulas, obligando así a la sociedad a tener que hacer nuevos gastos para adquirir otros. A sus ojos, como a los ojos de todos los Forsytes, el placer de ver aquellas hermosas criaturas en estado de cautividad compensaba el quebrantamiento de las leyes de Dios, que las había creado libres y libres las quería, pero que sin duda era un error divino dejarlas así sueltas… Además, era un beneficio para los propios animales el separarlos de los peligros de vivir sin techo y de tener que buscarse el sustento. ¡Cuánto mejor estaban allí, con sus habitaciones individuales, y con toda comodidad! No, si seguramente Dios había creado los animales para que los hombres los metieran en jaulas…
Pero como el joven Jolyon tenía en su constitución mental sobrados elementos de imparcialidad, pensó que era excesivo calificar de brutalidad en los hombres lo que era meramente falta de imaginación, pues ninguno de los que encerraban animales había estado encerrado en una jaula, y no podía, por consiguiente, hacerse una idea de lo que las fieras sufrirían.
Hasta el momento de abandonar el Zoológico —con Holly y Jolly llenos de alegría delirante—, no tuvo el viejo Jolyon oportunidad de hablar a su hijo de la cosa que de momento más le preocupaba.
—No sé qué pensar. Si sigue como va ahora, va a acabar mal. Quisiera que la viera algún médico, pero ella no quiere. No es como yo, no parece nieta mía… Es como tu madre: obstinada como una mula. Si no quiere hacer una cosa, no la hace y no hay que esforzarse en lo contrario, que es inútil.
El joven Jolyon se sonrió y miró a su padre.
—Ya estáis buenos los dos, ya —pensó. Pero no dijo nada.
—Y además —prosiguió el viejo—, el Bosinney ese. Me gustaría romperle la cabeza, pero ya no puedo… Aunque creo que tú podrías muy bien —añadió como considerando las posibilidades del caso.
—¿Qué ha hecho? Lo mejor es que terminen si no se llevan bien.
El viejo Jolyon miró a su hijo. Ahora, llegados a discutir un asunto referente a las relaciones entre los dos sexos, se sentía lleno de desconfianza hacia él. Ya tendría alguna idea disparatada, ya…, no había duda.
—Bueno, no te entiendo —dijo—. Parece como si le disculparas… y no me extraña; pero se está portando indecorosamente, y si se me pone delante, así pienso decírselo —y dejó de hablar de aquello.
Era imposible discutir con su hijo la naturaleza y sentido de la defección de Bosinney. ¿No había él hecho lo mismo, y peor todavía, quince años antes?
Y todo lo que pasaba ahora eran consecuencias de aquella locura.
El joven Jolyon estaba también callado; había penetrado rápidamente el pensamiento de su padre, pues, destronado de su posición de visión clara y simple de las cosas, se había hecho a la vez sutil y comprensivo.
La actitud que quince años antes había adoptado en materia de relaciones de sexos era muy diferente de la que tenía su padre. Eran radical y fundamentalmente distintas.
Dijo fríamente:
—Es que se ha enamorado de otra mujer, ¿verdad?
El viejo Jolyon le miró con desconfianza.
—Pues no sé, eso dicen…
—Entonces, probablemente es cierto —comentó el joven Jolyon inesperadamente.
—Y dirán quién es ella, ¿no?
—Sí —respondió su padre—. La mujer de Soames.
El joven Jolyon no lanzó ese silbido que suele lanzarse para mostrar extrañeza. Las circunstancias de su propia vida le hacían incapaz de silbar por nada de tal naturaleza; pero miró a su padre mientras una sonrisa pretendía a aparecer en sus labios.
Si el viejo Jolyon la vio, hizo como si no viera.
—Ella y June eran amigas del alma… —murmuró.
—¡Pobrecita June! —susurró el joven Jolyon. Pensaba en su hija como si fuera todavía una criaturita de tres años.
Se paró el viejo Jolyon de pronto.
—Yo no creo una palabra de todo eso. Esos son cuentos de viejas. A ver si pasa un coche, Jo, que estoy cansadísimo.
Se quedaron en la esquina a ver si pasaba algún coche vacío, pero sólo pasaban particulares y ocupados, llevando Forsytes de todas clases desde el Zoológico a sus casas. Los arneses, las libreas, el brillo de la piel de los caballos, todo destellaba bajo el sol de mayo, y cada landó, birlocho, berlina, Victoria o faetón parecía cantar alegremente con sus ruedas:
Yo, mis caballos y mis hombres, ¿sabe usted?,
y todo este postín han costado buen dinero.
Pero bien valemos cada penique. ¡Mire
al amo, a la señora, a los perros!
¡Van bien cómodos y seguros! ¡Y con distinción[16]!.
Y cantar así es buen acompañamiento, ya se sabe, para un Forsyte en coche.
Entre estos coches, un birlocho iba a más velocidad que los demás, arrastrado por un hermoso par de caballos bayos. Se mecía en sus grandes muelles y las cuatro personas que iban dentro parecían en una cuna.
Atrajo la atención del joven Jolyon, y de repente, en el asiento trasero reconoció a su tío James, inconfundible a pesar de la tremenda blancura de sus patillas; frente a él, protegidas por sombrillas, Raquel Forsyte y su hermana mayor, Winifred, la casada, con sus toilettes impecables, levantaban altaneras la cabeza, como dos de los pájaros que habían visto en el Zoológico; y junto a James iba Dartie, el marido de Winifred, con una levita a la última moda, muy ceñida y de hombros cuadrados y dejando ver parte enorme de los puños de la camisa.
El brillo de su barniz caracterizaba al vehículo y parecía distinguirlo de los demás como posesor de una feliz extravagancia —como eso que diferencia la obra de arte del cuadro corriente—, y con todo, era el coche el trono auténtico de la grandeza forsyteana.
El viejo Jolyon no los vio, pues estaba acariciando a la pobrecita Holly, que se hallaba muy cansada, pero los del coche habían identificado al grupo parado; las cabezas de las señoras se volvieron repentinamente con un inclinar de sombrillas; la cabeza de James avanzó asombrada y boquiabierta… Las sombrillas, como adargas, se fueron haciendo más pequeñas, más pequeñas… y desaparecieron en la distancia.
El joven Jolyon vio que le habían reconocido, incluso Winifred, que no tendría más de quince años cuando él perdió su derecho a ser considerado un Forsyte. No habían cambiado mucho. Tenían el mismo aire de aquel tiempo: caballos, hombres y coche; todos eran diferentes ahora, no había duda, pero el sello de quince años antes, la misma arrogancia calculada, la misma ostentación, persistían. El balanceo, el mismo; la colocación de las sombrillas, la misma; el espíritu del grupo, el mismo.
Y seguían, protegidos por altaneras sombrillas, pasando coches bajo el sol.
—Acaba de pasar el tío James con sus mujeres —dijo el joven Jolyon.
Su padre se quedó parado.
—¿Nos ha visto? ¿Sí? ¿Y qué demonio buscará por aquí a estas horas?
Al fin, un coche de alquiler vacío llegó, y en él se metió el viejo Jolyon.
—¡Ya nos veremos, hijo! —exclamó—. No hagas caso de lo que he dicho de ese joven, de Bosinney… Yo no me creo ni media palabra…
Besó a los niños, que trataban de sujetarle, y partió.
El joven Jolyon, con Holly en brazos, contemplaba inmóvil al coche que se iba.