James no dijo nada a su hijo de su visita a la casa; pero habiéndose visto obligado a ir a casa de Timoteo por un asunto de desagüe, al que habían obligado las autoridades sanitarias a su hermano, mencionó allí lo que había hecho. No era, explicó, mala la casa. El arquitecto conocía su oficio, aunque iba a costarle a Soames un ojo de la cara.
Eufemia Forsyte, que estaba en la habitación —había ido a pedir que le prestaran la última novela del reverendo Scoles, Pasión y calma, que estaba muy en boga—, intervino con su voz chillona.
—Ayer vi a Irene en el mercado. Ella y el señor Bosinney estuvieron hablando un ratito en la verdulería.
Y así fue, con toda sencillez, como recordó una escena que le había causado mucha impresión. Había ido corriendo al almacén de tejidos —una gran institución que con su admirable sistema de no admitir otros clientes que los que pagaran al contado era lo más recomendable para los Forsytes—, a buscar un retal de seda que hiciera juego con otra tela que tenía su madre, que la esperaba en el coche.
Al pasar por la Sección de Comestibles, su mirada se vio desagradablemente atraída por una bella figura vuelta de espaldas. Era tan bien proporcionada, tan equilibrada y tan bien vestida, que el seguro instinto de Eufemia se alarmó inmediatamente; tales figuras, sabía ella por intuición más que por experiencia, no guardaban mucha relación con la virtud, sobre todo por el hecho de que su propia espalda era un tanto difícil.
Afortunadamente, sus sospechas se confirmaron. Un joven que salía de la Sección de Droguería se quitaba el sombrero y se acercaba a la señora desconocida. Y entonces vio de quiénes se trataba: la señora era, sin duda, la mujer de Soames, y el hombre, Bosinney. Disimulando rápidamente mediante el arbitrio de ponerse a comprar una caja de dátiles tunecinos, pues le desagradaba mucho encontrarse gente cuando llevaba paquetes, pudo observar, sin ningún interés malicioso, la entrevista.
La señora de Soames, habitualmente pálida, tenía aquella mañana un hermoso color; y las maneras del señor Bosinney eran extrañas, aunque atrayentes (le encontró encantador, y el mote de Jorge el Pirata, muy atrayente y romántico). Parecía que él estaba rogando algo. En verdad, que hablaban muy seriamente, o mejor dicho, él hablaba muy seriamente, pues Irene no decía nada, o muy poco, y al pararse produjeron desconsideradamente un atasco en el paso del público. Un general viejecito y muy simpático, que iba hacia el Departamento de Tabaco, se vio obligado a salirse fuera del paso, y al mirar el rostro de la señora de Soames Forsyte, se consideró en el deber de quitarse la gorra… ¡El viejo bobo! ¡Qué hombres estos!…
Pero lo que preocupó a Eufemia fueron los ojos de Irene. Ni siquiera miró a Bosinney. Sólo cuando se iba ya. ¡Pero qué mirada!
Aquella mirada había dado mucho que pensar a Eufemia. Le había herido con su dulzura y suavidad, pues parecía decir todo lo que no había dicho antes y arrastrar hacia atrás al que ya se marchaba.
Claro que no había podido enterarse de nada con el asunto aquel de la seda, pero se había quedado intriguée. No hizo sino saludar a Irene, para que comprendiera que la había visto, para que «se sintiera cogida», como decía después a su amiguita Francie, la hija de Roger…
James, completamente dispuesto a rechazar toda insinuación maliciosa, confirmación de sus propias sospechas, intentó explicarlo todo:
—Sí…, estarían buscando papel para las paredes.
Eufemia sonrió.
—¿En la Sección de Verdulería? —dijo suavemente. Y cogiendo de la mesa Pasión y calma, añadió—: Me prestas estos, ¿verdad, tía? ¡Adiós! —y se marchó.
James también se fué; se le había hecho tarde.
Cuando llegó a las oficinas de Forsyte, Bustard & Forsyte, se encontró a Soames sentado en su silla giratoria, redactando un documento. Saludó a su padre con un breve «buenos días», y sacando un sobre del bolsillo, se lo tendió diciendo:
—Quizá te interese leer esto.
Y James leyó lo que sigue:
Querido Forsyte: Su casa está ya terminada; por tanto, mis funciones de arquitecto han terminado también. Si he de encargarme de la decoración, que a petición suya he empezado, quisiera dejar firmemente sentado que he de tener carta blanca en ella.
Usted nunca viene a ver las obras sin que sugiera algo que contraría mis proyectos. Tengo además tres cartas suyas que recomiendan cosas en las que a mí no se me ocurriría nunca pensar. También estuvo aquí su padre, ayer por la tarde, que asimismo hizo interesantes sugerencias.
Tenga la amabilidad de decidir si quiere que decore yo o no, en el entendido de que si decoro, decoro solo. Si me encargo de una cosa, la llevo a cabo por completo, pero insisto en que debo tener plena libertad de acción.
Atentamente le saluda,
FELIPE BOSINNEY.
Calle Sloane, 309 D. Londres, 15 de mayo.
La causa inmediata de la carta no puede decirse, desde luego, cuál había sido, aunque no es improbable que Bosinney se hubiera visto impelido por un movimiento repentino contra la posición de Soames, aquella eterna posición del Arte frente a la Propiedad, que viene admirablemente resumida en la etiqueta de cualquier artículo moderno de utilidad, en frase comparable a la más aguda de Tácito:
THOS T. SORROW. Inventor. BERT M. PADLAND. Propietario.
—¿Y qué le vas a contestar? —preguntó James.
Soames ni siquiera volvió la cabeza.
—Todavía no he decidido nada —y prosiguió con su escrito.
Un cliente suyo, que había hecho construcciones en zona que no le pertenecía, había recibido orden de desedificar inmediatamente. Pero habiendo estudiado Soames el asunto a fondo, creía que su cliente podía alegar título de posesión, y que si bien el terreno no le pertenecía en modo alguno, podía quedarse con él, y así le aconsejaba que hiciera; y el cliente, encontrando justo el consejo, estaba tomando las medidas oportunas para ponerlo en práctica.
Tenía Soames merecida reputación de buen consejero; la gente decía: «Vete al joven Forsyte, que éste te aconsejará lo que tienes que hacer». Y cada día su reputación era más alta.
Su naturaleza reservada y silenciosa le ayudaba mucho; no había nada que pudiera dar a los clientes, especialmente a los clientes propietarios (Soames no tenía otros), mayor sensación de seguridad. Y era realmente hombre seguro. Tradición, costumbre, educación, recelo natural, aptitud heredada, todo se juntaba para formar una sólida honestidad profesional, superior a toda tentación, precisamente porque estaba cimentada en un sano horror al riesgo. ¿Cómo podría caer él, cuando en el fondo de su alma odiaba las circunstancias determinantes de la caída?… ¡Un hombre no puede derrumbarse así como así!
Y aquellos innumerables Forsytes, que en el curso de innumerables transacciones relacionadas con la propiedad de toda clase (desde cónyuges hasta derechos de regadío) necesitaban siempre los servicios de un hombre seguro y estimaban prudente confiarse a Soames. También hablaban en su favor su aire ligeramente orgulloso, junto con su continuo citar precedentes… ¡Un hombre no es orgulloso si no está bien enterado!
Él era en realidad quien dirigía el negocio, pues aunque James seguía yendo casi a diario a ver con sus propios ojos, hacía poco más que sentarse en su sillón directorial, cruzar las piernas y confundir las cosas ya resueltas con las que había que resolver. El otro socio, Bustard, era un pobre hombre que trabajaba como un negro, pero cuyas opiniones no interesaban nunca.
Así, Soames prosiguió encarnizadamente con sus papeles. Pero esto no significaba que no tuviese otra preocupación. Había algo que le hacía sufrir; trataba de achacarlo al hígado, pero sabía que no era ahí donde le dolía.
Miró el reloj. Dentro de un cuarto hora tenía que estar en la asamblea general de la Nueva Compañía Carbonera, uno de los negocios del tío Jolyon; vería al tío Jolyon allí; sin duda le diría algo sobre Bosinney; no sabía qué, pero algo le diría. De todas formas, no contestaría aquella carta hasta que hubiera visto al tío Jolyon. Se levantó y recogió ordenadamente sus papeles. Entró en un cuartito oscuro, encendió la luz y se lavó las manos, utilizando una pastilla de jabón de Windsor, y para secarse una toalla sin fin que pasaba por una varilla fija. Se peinó bien, concediendo gran atención a la raya. Apagó la luz, cogió el sombrero y, diciendo que a las dos y media estaría de vuelta, se marchó.
No estaban lejos las oficinas de la Nueva Compañía Carbonera: en Ironmonger Lane (no en Carnon Street Hotel, como otras oficinas modernas y orgullosas). El viejo Jolyon, desde el principio, se había puesto en contra de la Prensa. ¿Qué tenía que ver la Prensa con los negocios?
Soames llegó a la hora en punto y se sentó junto a la mesa, desde donde cada director, tras su tintero, hacía frente a los accionistas.
En medio de los directores, el viejo Jolyon, vestido de negro, con la levita rigurosamente abrochada y sus blancos bigotes, se reclinaba hacia atrás, con las manos apoyadas sobre un ejemplar del Informe general y Balance de cuentas.
A su mano derecha, siempre a una distancia un poco mayor de la corriente, se sentaba el secretario, Hemmings, con sus ojos siempre tristes, con su barba gris y su corbata negra, que le hacía parecer de luto.
Y ciertamente que su aparente luto no estaba en desacuerdo con las circunstancias del momento; no hacia aún seis semanas que Scorrier, el técnico en minas, había telegrafiado informando que Pippin, el superintendente, se había suicidado, tras su extraordinario silencio de dos años. Había escrito una carta a la Dirección, y la carta estaba allí, para ser leída a los accionistas, a quienes se informaría detalladamente de los hechos.
Hemmings había dicho muchas veces a Soames, con los faldones de la levita abiertos ante la chimenea, para mejor calentarse:
—Lo que ignoran nuestros accionistas de los negocios no tiene la menor importancia; diga usted que se lo he dicho yo…
Una vez estaba presente el viejo Jolyon, y Soames recordó con desagrado lo que dijera:
—¡No diga usted tonterías, Hemmings! Lo que los accionistas saben del negocio es precisamente lo que no tiene importancia.
Al viejo Jolyon le molestaban las farsas.
Hemmings, con la mirada colérica y sonriendo como lo hubiera hecho un perrito amaestrado, replicó en una explosión de aplauso:
—¡Qué gracia, pero qué gracia! El señor Forsyte siempre con sus bromas…
Y la primera vez que se encontró a solas con Soames le había dicho:
—El presidente se está haciendo viejo… No puedo conseguir que entienda las cosas; además, es tan tozudo… Pero ¿de qué otra forma podía ser un hombre que tiene una mandíbula como la suya?
Soames asintió con un gesto.
Todos sabían que la mandíbula del viejo Jolyon era una expresión de su carácter, como también un barómetro de su humor. Aquel día, a pesar de que había asumido su aire acostumbrado en las asambleas generales, se le veía preocupado.
Y Soames decidió que sería él quien le hablase de Bosinney.
Al otro lado del viejo Jolyon estaba el pequeño señor Booker; también llevaba cara de asamblea general y parecía buscar algún accionista de corazón particularmente tierno. A su lado estaba el director, sordo, con su ceño bien fruncido, y más abajo estaba el viejo señor Bleedham, muy suave, con aire de virtud consciente, que bien podía tenerla, pues aquel paquete que siempre llevaba a la oficina, envuelto en papel de estraza, estaba escondido debajo de su sombrero de copa…
Soames asistía siempre a la asamblea general; se consideraba conveniente que lo hiciera, por si surgía algo imprevisto. Miró a su alrededor con su aire orgulloso; vio en las paredes planos de la mina y del puerto, junto con una gran fotografía de un pozo de mina que conducía a una de las zonas de trabajo y que había demostrado ser altamente inútil. Aquella fotografía —mudo testigo de la ironía que hay en toda empresa comercial— seguía en su puesto de la pared, expresión de los caprichos directivos, pero muerta, sin significación.
Y el viejo Jolyon se levantó para leer el Informe y Balance de cuentas.
Ocultando con serenidad jovial el perpetuo antagonismo entre un director y los accionistas de la misma empresa, les hizo frente con tranquilidad. Soames, también. Conocía a casi todos de vista. Allí estaba el viejo Scrubsole, que siempre iba a las juntas a hacer el antipático, como decía Hemmings. También el reverendo pastor Boms, que siempre proponía un voto de gracias al presidente, a la vez que expresaba su esperanza en que la Dirección no dejaría de elevar el sueldo de los empleados, palabra que pronunciaba a la anglosajona, pues tenía las vivas tendencias imperialistas que a los pastores protestantes suele dar su levita. Tenía, además, la sana costumbre de abrochar delicadamente la chaqueta de alguno de los directores, preguntándoles a la vez si pensaba que el año se daría bien para los negocios, para, de acuerdo con la respuesta, proceder a comprar o vender acciones en la quincena misma.
Y también estaba allí aquel caballero militar, que no podía dejar de intervenir aunque no fuera más que para dar la razón a otro que hubiera hablado antes y que a veces causaba serios disgustos pisando las propuestas que otros debían hacer por habérselas confiado en tiritas de papel.
Éstos, con cuatro o cinco accionistas silenciosos, a quienes Soames tenía simpatía —hombres de negocios, a quienes les gustaba tener la vista puesta en sus asuntos sin hacer ruido—, constituían la parte principal de la asamblea, de la que, una vez acabada, partirían a seguir trabajando, y más tarde a su casa, a reunirse con sus buenas y sanas esposas.
¡Buenas esposas! Y en aquel pensamiento hubo algo que volvió a despertar la inexplicable inquietud que venía sintiendo Soames.
¿Qué le diría a su tío? ¿Qué contestaría a aquella carta?
—… Si algún señor accionista tiene alguna pregunta que hacer, tendré gran satisfacción en responderle.
Se oyó un suave murmullo. El viejo Jolyon había leído el Balance de Cuentas y se mantenía en pie con los lentes en la mano.
Una sonrisa se insinuó en los labios de Soames. Les convenía darse prisa con las preguntas. Conocía bien el método de su tío —el mejor sin duda— de decir inmediatamente: «Propongo entonces la aprobación del informe y del balance de cuentas». No había que dejarlos empozar a charlar; los accionistas son personas muy aficionadas a perder el tiempo.
Un hombre alto, de barba blanca y cara flaca, que mostraba disgusto, se levantó.
—Creo, señor presidente, que no me saldré del orden del día si hago una pregunta sobre esas cinco mil libras de las cuentas que llevan el título de «Para la viuda y familia —y miró amargamente a su alrededor— de nuestro finado superintendente». Este señor, mal asesorado (dijo «mal asesorado»), se suicidó… en el momento en que sus servicios eran más útiles a la Compañía. Usted mismo ha dicho que el contrato que tan desgraciadamente interrumpió con su propia mano era por cinco años, de los que solamente ha transcurrido uno. Yo…
El viejo Jolyon hizo un gesto de impaciencia.
—Creo que no me salgo del orden del día, señor presidente. Yo pregunto si esa cantidad a pagar, o propuesta a pagar a… al finado, es por los servicios que hubiera prestado a la Compañía, de no haberse… quitado la vida.
—Es en reconocimiento de pasados servicios, que todos sabemos, usted como el que más, que han sido de extraordinaria utilidad.
—Entonces, todo lo que tengo que decir es que, tratándose de servicios pasados, la cantidad es excesiva.
El accionista se sentó.
El viejo Jolyon aguardó unos instantes y dijo:
—Yo, por mi parte, propongo que se apruebe…
El accionista volvió a levantarse, exclamando:
—Y yo propongo que la Dirección se dé cuenta de que no es de su dinero del que dispone, sino del nuestro…
Un segundo accionista, con cara redonda y perruna, a quien Soames reconoció como cuñado del superintendente finado, se levantó, diciendo:
—¡En mi opinión, señor mío, la suma es insuficiente!…
El reverendo míster Boms se levantó entonces:
—Si puedo emitir una opinión, diré que el hecho de haberse quitado la vida el finado es cosa que debe pesar mucho, que debe pesar mucho… en el ánimo de nuestro digno presidente. No tengo duda de que eso ha sido así, pues…, y esto lo digo en mi nombre, y creo que en el de todos los presentes («¡Bravo, bravo!»), él goza de nuestra confianza. Todos nosotros, al menos así lo espero, deseamos ser caritativos. Pero creo que nuestro presidente, de alguna forma…, mediante algunas palabras escritas, o tal vez reduciendo esa cantidad —y miró severamente al cuñado del superintendente—, expresará nuestro profundo desagrado ante el hecho de que una vida tan prometedora haya terminado de tan impía manera, haya cesado de actuar en una esfera en que su salvación y…, ¿por qué no decirlo?, nuestro interés demandaban imperativa y conjugadamente su continuación. Nosotros no debemos, mejor dicho, no podemos aprobar una infracción tan grave del deber divino y humano.
El reverendo caballero volvió a sentarse. El cuñado del superintendente difunto se levantó otra vez.
—Lo que he dicho, lo mantengo —afirmó—. Esa cantidad no es suficiente.
El primer accionista insistió en su punto de vista.
—Acuso tal pago de ilegal; según la ley, no se puede hacer. El procurador de la Compañía se halla aquí presente. Creo que no me aparto del orden del día, y le propongo que dilucide la cuestión.
Todos los ojos se volvieron a Soames. ¡Por fin se había presentado algo!
Se levantó con los labios apretados y frío; interiormente, los nervios se le agitaban, y su atención se desviaba, al fin, de la contemplación de aquella nube que enturbiaba el horizonte de su vida.
—La cuestión —dijo— no es en modo alguno sencilla. Puede haber duda sobre si el pago es estrictamente legal. Si la asamblea lo quiere, puede someterse el caso a la consideración de los tribunales.
El cuñado del superintendente frunció el ceño, y dijo en tono significativo:
—No nos cabe duda alguna de que la cuestión puede someterse a la consideración de los tribunales. ¿Puedo preguntar el nombre del caballero que nos ha dado noticia tan extraordinaria? El señor Soames Forsyte, ¿verdad? —y miró a Soames y al viejo Jolyon de manera extraña.
El rubor cubrió el rostro de Soames, pero la altivez de su entrecejo no desapareció. El viejo Jolyon fijó la mirada en el orador.
—Si —dijo— el cuñado del finado superintendente no tiene más que decir, propongo que se apruebe…
En aquel momento, uno de aquellos accionistas silenciosos que le gustaban a Soames se levantó, diciendo:
—Me opongo totalmente a la proposición. Se nos propone que hagamos caridad con la viuda e hijos de ese hombre, que parece ser dependían de él. Podrá ser verdad, eso no es cosa mía. Me opongo por principio. Ya es tiempo de que se acabe todo ese sentimentalismo humanitario que está destrozando al país. Me opongo a que se dé mi dinero a esa gente que no conozco y que no ha hecho nada para ganarlo. Me opongo a la proposición in toto[15]; eso no es negocio. Propongo que se aplace la aprobación del informe y del estado de cuentas hasta que se anule esa partida de gastos por completo.
El viejo Jolyon había escuchado en pie la intervención del hombre silencioso. El discurso despertó un eco en todos los corazones, proclamando así la adoración del hombre fuerte, el movimiento contra la generosidad que ya había empezado a desarrollarse entre los miembros más sanos de la Sociedad. La frase «eso no es negocio» había incluso conmovido a la Dirección; cada uno de sus miembros pensaba que, efectivamente, no era negocio. Pero todos conocían el carácter dominante y la tenacidad del presidente. También él, en el fondo, reconocería que no era negocio; pero su posición estaba comprometida. ¿Iba a abdicar de su postura? No era probable.
Todos esperaban con interés. El viejo Jolyon alzó la mano; sus lentes, sujetos entre índice y pulgar, temblaban sugiriendo amenaza.
Se dirigió al accionista silencioso, diciéndole:
Conociendo, como conoce, los esfuerzos de nuestro finado superintendente con ocasión de la explosión en las minas, ¿me propone usted en serio que anule esa partida de gastos?
—Sí.
El viejo Jolyon sometió la proposición a la asamblea.
—¿Hay alguien conforme? —preguntó, mirando calmosamente a su alrededor.
Y fué entonces cuando Soames se percató de la enorme fuerza del anciano. Nadie se movió. Y mirando fijamente a los ojos del accionista callado, el viejo Jolyon dijo:
—Propongo la aprobación de las cuentas y gastos del año 1886. ¿Están todos conformes? Los que estén a favor de mi proposición, que lo signifiquen de la manera acostumbrada ¿Hay alguien en contra? ¿No? Queda aprobada. Otro asunto, señores.
Soames sonrió. La verdad era que el tío Jolyon tenía arte para hacer las cosas.
Y su pensamiento volvió a Bosinney. Había que ver cómo le preocupaba aquel hombre hasta en las horas de trabajo.
Aquella visita de Irene a la casa… Pero no había nada malo en ello, como no fuera que debía habérselo dicho a él; pero la verdad era que nunca le decía nada de nada. Cada día le hablaba menos. Le pedía a Dios que la casa estuviera acabada pronto, y ellos allí, lejos de Londres. La ciudad no le convenía a Irene, no tenía nervios suficientemente fuertes para resistirla. Aquella tontería del cuarto aparte…
La asamblea terminaba. Bajo las fotografías de la mina, el reverendo mister Boms abrochaba la chaqueta del señor Hemmings. El pequeño señor Booker disputaba con el viejo señor Scrubsole. Se odiaban mutuamente como al veneno. Había entre ellos resentimientos por algo referente a un asunto de alquitrán, pues el señor Booker lo había conseguido de la Dirección para un sobrino suyo, mientras que el señor Scrubsole, a quien interesaba también, se quedaba mirando. Soames lo había oído de Hemmings, a quien gustaba murmurar de los directores, excepto del viejo Jolyon, a quien tenía miedo.
Soames esperó su oportunidad. Cuando el último accionista salía por la puerta, se acercó a su tío, que se estaba poniendo el sombrero.
—¿Puedo hablar un momento contigo, tío Jolyon?
No estaba claro qué era lo que Soames se proponía sacar de la entrevista.
Aparte del miedo que los Forsyte en general sentían hacia el viejo Jolyon, a causa de sus filosofías, o como Hemmings hubiera dicho, de su mandíbula, había, siempre había habido, un sutil antagonismo entre tío y sobrino. Se insinuaba en su manera de saludarse, en el modo de aludirse el uno al otro, y nacía quizá de la percepción por parte del viejo Jolyon de la tenacidad («obstinación», decía él) del joven, de una duda secreta de si con él podría hacer, como con los demás, lo que le viniera en gana.
Ambos Forsytes estaban separados como los polos en la mayoría de las cuestiones; poseían, aunque en diferente manera, aquel grado de penetración para los negocios que era característica de la familia, pero más que nadie en la familia. Los dos hubieran sido grandes financieros o grandes estadistas, aunque el viejo Jolyon, cayendo en uno de sus arrebatos filosóficos, hubiera, llevado de un buen cigarro, a dudar en cualquier momento de sí mismo, mientras que Soames, que no fumaba, no hubiera dudado nunca.
Además, en el viejo Jolyon existía siempre el resentimiento de que el hijo de James —de James, que siempre había considerado un pobre diablo— estuviera en marcha por el camino del éxito, mientras que su propio hijo…
Por último, había, como todos los Forsyte, oído aquellos rumores acerca de Bosinney, y su orgullo se sentía herido.
Por su modo de ser, su irritación no iba contra Irene, sino contra Soames. La idea de que la mujer de su sobrino (¿por qué no tenía más cuidado su marido con ella?… ¡Tremenda injusticia, como si Soames pudiera tener más cuidado del que tenía!), arrancase a June su novio era intolerablemente humillante. Y percibiendo el peligro, no se ocultaba, como Soames, con estúpido nerviosismo, sino que se hacía cargo, con el desapasionamiento de su amplio ver las cosas, de que era completamente posible… ¡Había mucho de hermoso y atractivo en Irene!
Tuvo un presentimiento acerca de lo que sería el motivo de que Soames quisiera hablar con él. Salieron juntos de la asamblea, y caminaron el uno al lado del otro: Soames, con sus pasitos cortos y a veces vacilantes; el viejo Jolyon, a zancadas y apoyándose majestuosamente en su paraguas. Pronto dejaron el tráfago y ruido de Cheapside y llegaron a calle más tranquila, a Morgate, camino de otra reunión que tenía el viejo Jolyon.
Entonces, Soames, sin levantar los ojos del suelo, habló:
—He tenido esta carta de Bosinney. Ya ves lo que dice; he pensado que te lo debía decir a ti. He gastado mucho, más de lo que pensaba, y quisiera que las cosas quedaran claras.
El viejo Jolyon miró de mala gana la carta y dijo:
—Pues lo que aquí pone está bastante claro.
—Dice que quiere tener carta blanca —replicó Soames.
El viejo le miró. El antagonismo de siempre y la irritación contra su sobrino, cuyos asuntos empezaron a mezclarse con los suyos, le estalló.
—Bueno, y si no confías en él, ¿por qué le empleas de arquitecto?
Soames, mirando a otro lado, dijo:
—Ya es demasiado tarde para pensar en eso. Lo que yo quiero es que se sepa claramente que, si le doy carta blanca, no renuncio a defender mis intereses. Creo que si tú le hablaras llevaría más cuidado.
—No —dijo bruscamente el viejo Jolyon—. Yo no tengo nada que ver con eso.
Las palabras de tío y sobrino daban la impresión de cortinas de humo que ocultaban otras cosas, mucho más importantes, tras ellas. Y la mirada que cambiaron reveló que ambos lo comprendían.
—Pues muy bien —dijo Soames—. Yo pensé que, por June, te lo debía decir a ti, y eso es todo. Mejor es que sepas desde ahora que no permitiré ninguna majadería.
—¿Y a mí qué me importa eso?
—¡Ah, no sé! —pero alarmado por la mirada de su tío, no pudo decir más. Recobró al fin la serenidad, y añadió—: No digas a nadie lo que te he dicho.
—Mira —dijo el viejo Jolyon—. Yo no sé lo que quieres viniéndome a mí con cosas de esa índole. Ésas son cosas tuyas y sólo tú puedes resolverlas.
—Muy bien; pues yo las resolveré.
—Pues… buenos días, entonces —y el viejo Jolyon se separó de él.
Soames volvió sobre sus pasos, y entrando en una famosa casa de comidas, pidió un plato de salmón y un vaso de Chablis; no solía comer mucho a mediodía, generalmente solía hacerlo de pie, pues le parecía aquella posición beneficiosa para su hígado, que funcionaba perfectamente, pero al que Soames quería cargar con la culpa de todas sus desazones.
Cuando acabó se dirigió lentamente hacia su oficina, con la cabeza inclinada, sin ver ni a una sola de las innumerables personas que iban por la calle, quienes tampoco le veían a él.
El correo de la tarde llevó esta carta para Bosinney:
FORSYTE, BUSTARD FORSYTE
PROCURADORES Y NOTARIOS
Branch Lane, 2001
LONDRES
17 de mayo de 1887.
Amigo Bosinney:
He recibido su carta, cuyos términos me han sorprendido algo. Tenía idea de que usted tiene y había tenido siempre carta blanca, ya que no recuerdo que ninguna de las lamentables sugerencias que he tenido la desgracia de hacerle hayan jamás merecido su aprobación ni puesto en práctica. Mas en vista de su petición, le renuevo esa libertad de movimientos que pide, recordándole que, según hemos acordado, la casa terminada y decorada, incluyendo sus propios honorarios, no debe exceder en precio a las doce mil libras (12 000 £). Esta cantidad le da a usted un amplio margen y es, como usted sabe, mucho mayor de la que yo pensaba gastar.
Sin otro particular, le saluda atentamente,
SOAMES FORSYTE.
Al día siguiente recibió esta nota de Bosinney:
FELIPE BAYNES BOSINNEY
ARQUITECTO
Calle Sloane, 309
Londres, S. W.
Día 18 de mayo.
Amigo Forsyte:
Sí usted piensa que en asunto tan delicado como es la decoración puedo ajustarme a la libra exacta, está equivocado.
Veo que está usted cansado de nuestro contrato, y, por tanto, dejo de molestarle con mi trabajo, cosa que debiera haber hecho antes.
Soy su s. s.,
FELIPE BAYNES BOSINNEY.
Soames meditó larga y dolorosamente sobre esta carta, y por la noche, en el comedor, cuando ya Irene se había ido a dormir, redactó la siguiente:
Querido amigo Bosinney:
Me parece que, por interés de ambos, no debe interrumpirse en este momento nuestra común empresa. No quiero decir que no vaya usted a gastar ni un céntimo más de la suma mencionada en mi carta; puede, si necesita, gastar diez, veinte o veinticinco libras, que por eso no vamos a discutir. Y siendo así la cosa, me gustaría que pensase un poco más sobre el asunto antes de decidir en firme. Tendrá, como venimos diciendo, carta blanca en la decoración, donde reconozco no se puede ser totalmente exacto al dar precios.
Su buen amigo,
SOAMES FORSYTE.
Montpellier Square, 62, Londres, S. W., a 19 de mayo de 1887.
La respuesta de Bosinney, que vino en el correo del otro día, fué:
Querido Forsyte:
Muy bien.
F. BOSINNEY
20 de mayo.