Quienes desconocen la existencia de la Bolsa Forsyte, no pueden prever el gran revuelo que hizo la visita de Irene a la casa. Después que Swithin hubo contado en casa de Timoteo toda la historia de su memorable paseo, íntegramente, sin la menor malicia, sin el más leve tinte de crueldad y con la mejor intención, le fué contada a June.
—¡Y qué cosa más terrible dijo, hija mía! —terminó tía Julita—. ¿Qué querría decir con eso de que no le importaba no volver a su casa? ¿Qué querría decir?
Fué una narración extraordinaria para la muchacha. La escuchó ruborizándose dolorosamente, y de pronto, con breve saludo, se marchó.
—¡Ha estado casi grosera! —dijo la señora Small a tía Ester cuando June hubo partido.
Al recibir las noticias, le dio la interpretación debida. Quedó destrozada. Allí había algo verdaderamente malo. ¡Qué raro era todo! ¡Con lo amigas que ella e Irene habían sido!
Todo casaba muy bien con las insinuaciones y comentarios que se habían hecho últimamente. Lo que Eufemia había contado del teatro; el constante visitar de Bosinney al matrimonio Soames…, claro, ¿cómo no iba a verlos para tratar de la casa? Pero no se decía nada abiertamente. Solamente ante la mayor provocación, ante la más clara realidad, se hablaba claro en la Bolsa Forsyte. Esta máquina estaba demasiado bien ajustada: una insinuación, la más insignificante expresión de sentimiento o de duda, era bastante para poner en vibración el alma familiar. Nadie deseaba que hubiera malas consecuencias de esas vibraciones; lejos de eso… El movimiento vibratorio se producía con la mejor intención, con el sentimiento de que cada miembro de la familia tenía una contingencia en el alma familiar.
Y en el fondo de la murmuración había mucha ternura, que solía concretarse en visitas de condolencia, para consolar al que sufría y para autoconsuelo del sano, que sentía la satisfacción de que alguien padeciese con lo que no padecía él En realidad, era mero deseo de que todo estuviera bien al descubierto, el deseo que mueve la Prensa pública, que llevó a James, por ejemplo, a comunicar con la señora de Small, a la señora de Small con los Nicolases, a los Nicolases, sabe Dios con quién, y así sucesivamente. La gran clase hasta la cual se habían elevado y a la que ya pertenecían requería cierta intercomunicación, cierta confianza con sus demás miembros; y aireando lo que pasaba, se aseguraban el seguir perteneciendo a ella.
Muchos de los más jóvenes Forsytes sentían, con gran naturalidad, y aun declaraban abiertamente, que no querían que nadie se inmiscuyera en sus cosas; pero tan poderosa era la corriente invisible del chismorreo familiar, que por nada del mundo se hubiera interrumpido. No había, pues, solución.
Uno de ellos (el joven Roger) había hecho un intento heroico de liberar a la nueva generación mediante el arbitrio de calificar a Timoteo de «gato viejo», para restarle así autoridad y prestigio. Pero su acción se volvió directamente contra él; sus palabras, llegando rápida y delicadamente a los oídos de tía Julita, pasaron a conocimiento de la señora Roger, quien, a su vez, las devolvió debidamente reforzadas y comentadas a su hijo.
Pero, además, sólo quienes obraban mal en la familia sufrían; por ejemplo, Jorge, cuando se arruinó en el billar; o el joven Roger mismo, cuando estuvo a punto de casarse con aquella muchacha, con quien —se murmuraba— ya estaba casado por las leyes da la Naturaleza; o la misma Irene, de quien se pensaba, más que se decía, que estaba en peligro.
Todo esto era no solamente agradable, sino saludable. Y ayudó a pasar muchas horas gratas en casa de Timoteo, en la carretera de Bayswater, horas que de otra forma hubieran sido estériles y pesadas para los tres seres que vivían allí; y la de Timoteo no era sino una de las cien mil casas de esa City de Londres…, casas de personas independientes y juiciosas de las clases de orden, que no participan ni siquiera en la batalla y deben encontrar razón de existencia en la lucha de otros.
Si no hubiera sido por los chismes familiares, la vida allí sería muy solitaria. Rumores y cuentos, noticias y suposiciones, los hacían sentirse como niños de un gran hogar, tan encantadores y queridos como hubieran sido los niños que no habían tenido hermanos y hermanas en la vida y por los que, secretamente, suspiraban en el fondo del alma. Pues si bien hay dudas sobre lo que ansiaba el corazón de Timoteo, no cabía duda alguna de que a la llegada de cada nuevo «Forsytito» se quedaba completamente desesperado.
Inútil que el joven Roger llamara a nadie «gato viejo»; inútil que Eufemia alzase las manos gritando: «¡Esos tres…!», y después se entregara a sus risas silenciosas, terminadas en cacareo. Inútil y, además, inconveniente.
La situación que podía apreciarse se podría calificar de extraña ante ojos forsyteanos —por no decir, con sus mismas palabras, «imposible»—; pero si se miran bien las cosas, no, no era la situación extraña del todo.
Se habían perdido de vista varias cosas.
Lo primero en el ambiente de seguridad producido por varias bodas tranquilas, se había olvidado que Amor no es flor de estufa, sino planta silvestre, nacida en noche húmeda, o en una hora de cálido sol; nacida de semilla también silvestre, sembrada al azar por viento loco, que, hecha ya planta, es silvestre también, y que cuando, por azar, crece en el recinto de nuestro jardín llamamos planta, y cuando nace fuera llamamos hierbajo, pero cuyo aroma y color son siempre violentas.
Además —estando los hechos y las cifras de sus vidas contra la percepción de la verdad—, no reconocían los Forsytes que, donde la planta silvestre nace, hombres y mujeres no son sino polillas predestinadas a caer en la llama brillante y atractiva de la silvestre flor.
Desde el escándalo del joven Jolyon se recrudeció, al olvidarse, la tradición de que el amor es una especie de sarampión del que las personas que se respetan se curan a tiempo, terminando todo en la segura convalecencia de la boda.
De todos aquellos que percibieron el extraño rumor acerca de la mujer de Soames y Bosinney, James fué el más afectado. Había olvidado, tiempo hacía ya, cómo había cortejado —larguirucho y pálido, patillas castaño claro— a Emilia en los días lejanos de su noviazgo.
Había olvidado la casita de las afueras de Mayfair en que había pasado sus primeros días de casado; o, mejor dicho, había olvidado los días que viviera en la casita, pero no la casita que había vendido después con un beneficio neto de cuatrocientas libras, cosa que no olvida fácilmente un Forsyte.
Había olvidado aquellos días, con sus esperanzas, sus miedos y sus dudas acerca de lo procedente de su matrimonio (pues Emilia, aunque bonita, no tenía nada, y él, en aquellos tiempos, casi no llegaba a las mil al año), como había olvidado aquella extraña e irresistible atracción que se apoderara de él y que le llevaba a pensar que si no se casaba con aquella chica de cabello rubio y lindos bracitos emergiendo de su ceñido corpiño, moriría.
James había pasado por aquel fuego, pero había pasado también por el río de los años que lo apagó; y había pasado por la más triste de las sensaciones: olvido de lo que parecía ser amor.
¡Había olvidado! Y había olvidado tanto, que hasta había olvidado que había olvidado.
Y ahora le asaltaba el rumor aquel, aquel rumor acerca de la esposa de su hijo; rumor fantasmal e inconcreto que surgía como una sombra de la realidad, pero que llevaba, como un fantasma, un inexpresable terror en sí.
Trataba de representarse mentalmente las cosas que pudieron y podrían suceder, pero no conseguía nada; era como ponerse a profetizar y adivinar sobre los dramas de crímenes y misterio que leía todos los días en la Prensa. Era absolutamente imposible. No podía haber nada de cierto. Todo eran tonterías. Ella se llevaría un poco mal con Soames, pero era una buena chica, una excelente personita. Al igual que no despreciable parte de los humanos, James se deleitaba un poco con el escándalo, y solía decir, relamiéndose los labios:
—Sí, sí; ésa y el joven Dyson… Sí, están viviendo juntos en Montecarlo…
Pero el significado de un asunto de esa clase —de su presente, de su pasado y de su futuro— no le haba interesado nunca. Lo que era en sí uno de aquellos amores, el dolor y el gozo que habían determinado su existencia, el hado ineluctable que había hecho que una cosa sucediera así, no le preocupaba. No tenía la costumbre de condenar, acabar, sacar deducciones o generalizar acerca de tales materias; sencillamente, las escuchaba o leía con cierta satisfacción y las repetía después, habiendo llegado, por cierto, a una gran maestría en la reproducción oral de lo que antes supiera, y sacando de hacerlo notable beneficio, como de beber jerez u otro aperitivo antes de comer.
Mas ahora que tal asunto —más bien rumor— le afectaba personalmente, se encontraba como sumergido en niebla que le llenaba la boca de mal sabor y le hacía difícil respirar.
¡Un escándalo! ¡Podría haber un escándalo!
El repetirse una y otra vez esta palabra era el único medio que tenía de enfrentarse, de palpar, de hacer concebible aquello. Había olvidado las sensaciones necesarias para entender el proceso o significado de un asunto así; sencillamente, ya no podía comprender cómo era posible que la gente se excitara y se arriesgara por pasión de amor.
Le parecería ridículo quien le dijera que de aquellas personas que él conocía, que iban a la City a trabajar, que en las horas libres hacían algo en la Bolsa, o compraban casas, o asistían a banquetes o jugaban a algún juego, una tan sólo iba a arriesgarse por una cosa tan dudosa, figurada y escondida como era el amor.
¡La pasión! Sí, había oído hablar de eso, y había oído decir cosas como: «Un hombre joven y una mujer joven no son de fiar si se quedan solos», que se le habían quedado tan fijas en la mente como los meridianos y paralelos en un mapa (pues los Forsytes, cuando se trata de casos concretos, son muy realistas): pero… aquellos rumores de su nuera sólo podía verlos a través del prisma de la palabra escándalo.
Pero no; no podía ser verdad. No estaba asustado: ella era una chiquita muy buena. Pero ¡ay de quién se aferra a una preocupación! Y James era de temperamento nervioso, uno de esos hombres a quienes los problemas no dejan a solas, que sufren torturas de premoniciones y por indecisión. Por miedo a perder algo que de otra manera se aseguraría, era físicamente incapaz de decidirse hasta estar seguro de que no decidiéndose perdería.
Sin embargo, en la vida hay cuestiones en las que el decidirse no depende de lo que uno haga, sino de lo que hagan los demás, y ésta era una de ellas.
¿Qué podía hacer él? ¿Hablar con Soames? Eso, quizá, empeoraría la cosa. Y, además, no había nada en absoluto, estaba seguro.
Todo era por culpa de aquella casa. Desde el principio había desconfiado de la idea. ¿Para qué quería Soames ir a vivir al campo? Y puesto a gastarse una millonada en hacerse una casa, ¿por qué no había buscado un arquitecto de primera fila, y no al Bosinney aquel a quien no le conocía nadie? Ya les habrá dicho él lo que pensaba de eso. Y ya había oído que la casita le estaba saliendo a Soames por un pico más de lo que contaba gastar.
Esta circunstancia, más que ninguna otra, fué lo que le hacía a James tener sensación de peligro. Siempre pasaba lo mismo con aquellos chapuceros. Un hombre prudente no debía ni cruzar la palabra con semejantes seres. Había advertido a Irene también. ¿Y con qué resultado?
Y de repente se le puso en la cabeza a James que tendría que ir él y ver con sus propios ojos. En medio de aquella niebla desagradable en que se sentía sumido, la idea de ir a ver él mismo las cosas le proporcionaba la máxima satisfacción. Quizá fuera la posibilidad de hacer algo, o más bien la idea de curiosear la casa, lo que le tranquilizaba.
Le parecía que viendo una casa de ladrillos y argamasa, de madera y hierro, construida por el mismísimo sospechoso, podría ver en la fuente misma del rumor sobre Irene.
Y sin decir una palabra a nadie, tomó un coche hasta la estación y después el tren a Robin Hill; desde allí, como no había coches de alquiler, tuvo que ir andando.
Empezó a subir lentamente la colina, doblándosele dolorosamente piernas y espaldas, con los ojos fijos en sus zapatos, que conservaba limpios, vistiendo de chistera y levita pulquérrimas, como correspondía a la alta vigilancia a que estaban sometidas. Emilia se preocupaba de esas cosas —bueno, no es que se preocupara ella, pues eso no sería propio de una mujer de posición, sino que se preocupaba de que el mayordomo se preocupase.
Tuvo que preguntar tres veces el camino; en cada ocasión repetía las explicaciones orientadoras que le habían dado, obligaba al preguntado a repetirlas, pues era hablador por naturaleza, y además en una nueva vecindad no se puede estar nunca muy seguro de nada.
Insistía en asegurar a sus cicerones que se trataba de una casa nueva. Pero hasta que le enseñaron el tejado entre los árboles, no estuvo seguro de que no le hubieran encaminado mal.
Un cielo plomizo parecía cubrir el mundo con una cúpula gris blanquecina. Ni había frescura ni había fragancia en el aire. En día tal ni los trabajadores británicos hacían más de lo que hubieran podido hacer, y ni siquiera se entregaban a esa charla que disimula los dolores del trabajo.
En algunos sitios se veía a hombres en mangas de camisa trabajar lentamente, y de vez en vez se percibía algún ruido: martillar espasmódico, rozar de metales, serrar de madera, chillar de carretillas por los caminillos polvorientos; de vez en vez, el ladrido del perro de la obra, atado a un madero, que parecía como el ruido de un puchero al hervir.
Los cristales recién puestos, cada uno con una mancha blanca en el centro, miraban a James como los ojos de un perro ciego.
Según se acercaba, el ruido del trabajo se hacía más intenso, ya estridente, bajo el cielo gris. Pero los pájaros, que buscaban gusanos en la tierra recién removida, estaban silenciosos.
James siguió su camino entre los montones de grava hasta llegar a la puerta. Levantó los ojos. Poco se podía ver desde aquel punto, y de ese poco se dio rápida cuenta; pero se mantuvo en aquella posición mucho tiempo, y Dios sabe lo que estuvo pensando.
Sus ojos de porcelana azul bajo las blancas cejas, que se alzaban hacia arriba como cuernecillos, no se movían; el amplio labio superior entre las finas patillas blancas se torció una o dos veces; fácilmente se deducía que era de aquella expresión absorta de donde le venía a Soames aquella mirada deprimida que tenía a veces. Parecía que James estaba diciendo para sí: «La vida es cosa dura».
En tal postura le sorprendió Bosinney.
James bajó la mirada desde las nubes al rostro de Bosinney, en el que había una sonrisa como de desprecio humorístico.
—¿Qué tal, señor Forsyte? ¿Ha venido a ver con sus propios ojos?
Era exactamente, como sabemos, a lo que había ido James, y por eso quedó confuso. Sin embargo, tendió la mano, diciendo:
—¿Cómo está usted? —aunque sin mirar a Bosinney.
Éste le abrió camino con una mirada irónica y sonriente.
James olió algo sospechoso en tal cortesía.
—Me gustaría primero dar una vuelta alrededor, y ver lo que está usted haciendo.
Un camino de piedras planas había sido dispuesto alrededor de la casa, y sus márgenes, en el barro, estaban preparados para sembrar hierba. Por este camino anduvo James.
—¿Cuánto cuesta esto? —preguntó James al ver que aquel camino era tan largo y amplio.
—¿Cuánto diría usted? —preguntó a su vez Bosinney.
—¿Y yo qué entiendo de esto? Doscientas o trescientas libras…
—¡La suma exacta!
James le echó una mirada fulminante, pero el arquitecto no quiso darse cuenta, y la pregunta quedó sin contestar.
Al llegar a la entrada del jardín, se detuvo para contemplar la vista.
—Habrá que quitarlo —dijo señalando al roble.
—¿Cree usted? ¿Le parece que si dejamos el árbol ahí no tendrá toda la vista que paga con su dinero?
Y James volvió a mirarle con mirada de sospecha; aquel jovencito tenía una forma muy particular de decir las cosas.
—Pues no sé —dijo con énfasis— para qué quiere usted ese árbol…
—Mañana se tala —dijo Bosinney.
James se alarmó.
—¡Bueno, no vaya usted luego a decir que he dicho yo que se quitara! Yo no tengo nada que ver con esto… Si lo tala, es bajo su responsabilidad.
—¿Pero puedo mencionar su nombre?
James se alarmó más y más.
—No tiene que mencionar mi nombre para nada. Deje usted el árbol tranquilo, que no es suyo.
Sacó un pañuelo de seda y se enjugó la frente. Entraron en la casa. Igual que Swithin, James quedó impresionado por el patio interior.
—Aquí habrá usted empleado un montón de dinero —dijo después de mirar un rato las columnas y la galería superior—. ¿Cuánto han costado estas columnas?
—No le puedo decir así de pronto —respondió como pensativo Bosinney—; pero si, fué un montón de dinero.
—No me cabe duda —dijo James—. No… —pero vio la mirada del arquitecto y calló. Y en adelante, siempre que quería saber el precio de alguna cosa, se callaba.
Bosinney parecía tan determinado a que James viera todo, que si no hubiera sido éste de naturaleza demasiado «investigadora», hubiera dado con él una segunda vuelta a la casa. Parecía tan deseoso de que le hicieran preguntas, que James se puso en guardia. Empezó a cansarse, pues aunque tenía mucho nervio, también tenía setenta y cinco años.
Y se estaba desanimando; le parecía que no iba a poder llegar a ninguna conclusión, pues de la visita no estaba obteniendo ninguno de los datos que vagamente esperaba. Tan sólo sentía mayor desconfianza por aquel joven, que le había cansado con tanta amabilidad y en cuyas atenciones comprobaba había mucho de burla.
Aquel sujeto era más agudo de lo que pensaba y más agradable de aspecto de lo que creyera Tenía una apariencia de «a mí no me importa» que James, para quien el riesgo era lo más intolerable de la vida, no apreciaba; además, su sonrisa florecía cuando menos se esperaba; y sus ojos eran muy raros. Le hacían pensar, como explicaba más tarde, en los de un gato hambriento. Esto es todo lo que pudo deducir, hablando con Emilia, de aquella suavidad burlona que había informado el proceder de Bosinney.
Al fin, tras haber visto todo lo que había de ver, salió por donde había entrado; y entonces, comprendiendo que había gastado en vano tiempo, paciencia y dinero, sacó a relucir toda la decisión de los Forsytes, y mirando fijamente a Bosinney, le dijo:
—Creo que ve usted mucho a mi nuera; ¿qué piensa ella de la casa? Pero no la ha visto, ¿verdad?
Dijo aquello sabiendo todo acerca de la visita de Irene, en la que, desde luego, no había nada de particular, excepto aquello de «no me importa no volver nunca a casa», y la forma en que June recibió la noticia.
Había decidido, al proponer así la cuestión, dar una oportunidad a Bosinney, como decía después:
Y Bosinney tardó mucho en contestar; pero mantuvo su vista molestamente clavada en James.
—Sí, ella ha visto la casa; pero no sé lo que le parece.
Nervioso y chasqueado, no podía, por su modo de ser, dejar la cosa así.
—¡Ah, la ha visto! La habrá traído Soames, ¿no?
Bosinney replicó sonriente:
—¡Oh, no!
—¡Cómo! ¿Vino sola?
—¡Oh, no!
—Entonces, ¿quién la trajo?
—La verdad es que no sé si debo decirle quién la trajo.
Para James, que sabía que la había llevado Swithin, la respuesta era incomprensible.
—Bueno… —balbució—. Usted sabe que… —pero se detuvo instantáneamente, comprendiendo que iba a descubrirse—. Si usted no quiere decírmelo, pues no me lo diga. A mí nadie me dice nada.
Causándole viva sorpresa, Bosinney le hizo a él una pregunta:
—A propósito, ¿sabe usted si va a venir alguno más de ustedes? Me gustaría saberlo para estar aquí.
—¿Venir alguno más? —dijo James, asombrado—. ¿Quién más va a venir? Yo no sé nada. Adiós.
Y mirando al suelo, extendió la mano, la puso en leve contacto con la de Bosinney, y tomando el paraguas precisamente por encima de la seda, echó a andar.
Antes de torcer por el camino se volvió a mirar y vio que Bosinney le seguía lentamente, «como un gato», fueron sus palabras. Y no hizo caso cuando el joven alzó el sombrero.
Cuando ya hubo desaparecido, aflojó el paso. Muy despacio, más inclinado que cuando llegó, cansado, hambriento y descorazonado, se dirigió a la estación.
El Pirata, viéndole ir tan alicaído, quizá sintió pesadumbre por la forma de haberse comportado el viejo.