Dos versos de una canción de un libro famoso de cantos escolares dicen así:
¡Cómo brillaban los botones de su levita azul, tra-la-la!
¡Cómo cantaba, cómo piaba, lo mismo que un pájaro!…
Swithin no es que cantase como un pájaro, pero casi parecía decidido a tararear cualquier melodía al salir de su casa en Hyde Park y contemplar sus caballos parados a la puerta.
La tarde era dulce y embalsamada como un día de junio, y para completar la gracia de la antigua canción, llevaba una levita azul y no llevaba abrigo, decisión a la que había llegado tras enviar tres veces a Adolfo a comprobar que no soplaba ni gota de aire del Este; la levita la llevaba abotonada tan fuertemente alrededor de su ilustre persona que si los botones no brillaban, bien podrían hacerlo. Mayestáticamente, se puso sus guantes de piel de perro; con su gran chistera acampanada, con su imponente figura, parecía demasiado juvenil para ser un Forsyte. Su espesa cabellera blanca, a la que Adolfo había concedido la caricia de una aplicación de pomada, exhalaba fragancias de opopánax[14] y buen tabaco, de aquellos cigarros marca Swithin, por los que pagaba ciento cuarenta chelines el ciento, y de los que el viejo Jolyon había amablemente afirmado que no los fumaría ni regalados: requerían el estómago de un caballo…
—¡Adolfo!
—¡Señor!
—¡La manta escocesa nueva!
Aquel sujeto no aprendería nunca las debidas elegancias. Y la señora de Soames sabía apreciar, no había duda…
—¡Tráeme el capote! Voy con una señora…
Una linda mujer, que haría sin duda gran exhibición de elegancias. Sí… Iba a salir en coche con una señora. ¡Era como volver a los buenos tiempos!
Hacía mucho que no salía en coche con una mujer. La última vez, si no se acordaba mal, había sido con Julita, y la pobre había estado todo el tiempo más nerviosa que un gatito y había conseguido que el nerviosismo se le contagiara tanto a él, que al dejarla en Bayswater Road, le había dicho: «Bueno, ¡que me maten si vuelvo a llevarte a ninguna parte!». Y no había vuelto a llevarla, claro que no.
Acercándose a sus caballos, les examinó el bocado. No es que él entendiese una palabra de bocados, pues no les pagaba a sus cocheros sesenta libras al año para tener que saber él su oficio, pero no le parecía apropiado examinar los bocados de los caballos. Su fama de hombre entendido en caballos y en su manejo radicaba en el hecho de que alguien, en día de Derby, le había visto llegar a la puerta del Club guiando cachazudamente su tronco gris —siempre llevaba caballos grises, pues «visten más y cuestan lo mismo»— y había ironizado llamándole «el Forsyte de la cuadriga». El nombrecito le había llegado a los oídos y le había gustado. No es que hubiera guiado nunca una cuadriga, ni era fácil que lo hiciera, pero tenía su fantasía y su encanto. ¡No estaba mal! ¡Forsyte, el de la cuadriga!… Había nacido demasiado pronto para seguir su vocación, y tuvo que dedicarse a los negocios…, que si no…
Una vez sentado en el pescante y con las riendas en la mano, guiñando los ojos a causa del sol, miró cuidadosamente hacia atrás. Adolfo ya había subido; el caballerizo estaba dispuesto a soltar los animales; todo estaba listo para la señal de partida, y Swithin la dio. Los caballos se lanzaron contentos, y en un momento llegaron a la puerta de Soames. Irene salió inmediatamente, y al instante subió —después lo contaba él en casa de Timoteo— ligera como, como… eso; sin hacer tonterías, sin necesitar esto ni lo otro; y, sobre todo —y lo decía mirando a la señora de Small de forma que llegó a desconcertarla—, sin nerviosismos tontos. A la tía Ester le describió el sombrero de Irene: «No como uno de esos cacharros enormes que te pones tú, que lo ocupan todo y que se llenan de polvo, sino una cosita pequeña muy mona —e hizo un movimiento circular con la mano—, con un velo blanco… precioso».
—¿De qué era? —preguntó tía Ester, que manifestaba un lánguido, pero intenso interés por las cuestiones de vestido y tocado.
—¿Que de qué era? —arguyó Swithin—. ¿Y qué demonio sé yo de qué era?
Y cayó en un silencio tan profundo, que tía Ester pensó que le había dado algo. No trató de despabilarle, pues no acostumbraba ella hacer ciertas cosas.
«¡Si viniera alguien!, pensó. No me gusta nada este hombre».
Pero pronto volvió Swithin a dar señales de vida.
—¿Que de qué estaba hecho? —murmuró lentamente—. ¿Y de qué podría estar hecho?
No habían andado ni cuatro millas, cuando ya Swithin se dio cuenta de que a Irene le gustaba ir en coche con él. Su cara era tan dulce tras el velo blanco, y sus ojos brillaban de tal forma… Cada vez que le hablaba los levantaba hacia él y sonreía.
En la mañana del sábado, Soames se la había encontrado escribiendo una nota para Swithin diciéndole que no saldría.
—¿Por qué no había de salir? —le preguntó—. Eso no estaba bien. Podía dar plantón a la familia de ella si quería; pero a la familia de él, de ninguna manera.
Ella le había mirado fijamente y había respondido:
—Muy bien —y había roto la carta.
Y comenzó a escribir otra. Soames vio que estaba dirigida a Bosinney.
—¿Qué tienes tú que escribir a ese individuo? —preguntó.
—Una cosa que me ha pedido —dijo lentamente, mirándole otra vez con fijeza.
—¡Vaya por Dios!
Swithin abrió dos ojos como dos placas ante la mención de Robin Hill; era demasiado camino para sus caballos, y además él tenía que cenar a las siete y media, antes que empezara el jaleo en el Club.
Sin embargo, también le seducía la idea de echar una mirada a la casa. Una casa siempre interesaba a un Forsyte, y especialmente si se había dedicado a negocios de subasta. Sí, no estaba muy lejos. Siendo él joven, vivió en Richmond mucho tiempo, tenía allí su coche y sus caballos, y siempre iba a sus negocios con ellos. Ya le llamaban «el Forsyte de la cuadriga», ya… Su coche y sus animales eran conocidos desde Hyde Park hasta La Estrella y el Galón, y el duque de Z había querido comprárselos: no le importaba darle el doble de lo que valían; pero él no se quiso desprender de ellos ¡ni en broma! Él sabía distinguir una cosa buena de una mala, ¡pues no faltaba más!… Y un resplandor de sublime orgullo iluminó su frente.
Realmente, Irene era una mujer encantadora. Y se entretuvo después largamente, describiéndole a tía Ester las particularidades de su traje.
—Le sentaba como un guante. Lo llevaba estirado como un parche de tambor, como le gustaban los vestidos de señora a él, de una pieza, no como vestís vosotras, que más que mujeres parecéis unos espantapájaros —y miró a la señora de Septimus Small, que se parecía a James, larguirucha y flaca—. Tiene estilo —continuó—. Boccato di cardinale. Y además, tan reposadita…
—Sí, sí, que te ha conquistado —gruñó la tía Ester desde su rincón.
Swithin oía perfectamente cuando alguien le atacaba.
—Pues ¿y qué? Yo distingo una mujer elegante cuando la veo, y todo lo que puedo decir es que no conozco un hombre digno de ella. Pero quizá… ¡vamos, anda!
—¡Oh! —murmuró Ester—. Julita, Julita…
Antes de llegar a Robin Hill se había sentido con un sueño tremendo, y se las veía y deseaba para no quedarse dormido y hasta para mantenerse derecho.
Bosinney, que estaba esperando, se acercó a recibirlos, y los tres juntos entraron en la casa. Swithin el primero, apoyándose en un fuerte bastón de Malaca que Adolfo le había dado, pues sus rodillas se resentían de llevar mucho tiempo en la misma posición. Se había puesto el capote con pieles para protegerse de las corrientes de la casa sin acabar.
—La escalera es hermosa —dijo—; de estilo ducal. Deberían poner algunas estatuas por allí —se paró al llegar a las columnas del patio interior y las señaló con el bastón inquisitivamente—. ¿Qué iba a ser aquello? Era un vestíbulo, ¿no? ¿O cómo le llamaban? —pero viendo el techo de cristales, le acudió la inspiración—: ¡Ah, ésta es la sala de billar!
Cuando le explicaron que llevaría plantas en el centro, se volvió extrañado a Irene.
—¿Gastar esta habitación en plantas? Tú hazme caso, y pon aquí una buena mesa de billar.
Irene sonrió. Se había levantado el velo, poniéndoselo como la cofia de una monja, por la frente, y el destello de sus ojos negros le pareció a Swithin más encantador que nunca. Hizo un gesto de satisfacción. No le cabía duda de que ella seguiría su consejo.
Tuvo poco que decir del salón y del comedor, que consideró «espaciosos»; pero cayó en rapto entusiástico al llegar a la bodega, a la que bajó por su escalera de piedra, precedido de Bosinney con una luz.
—¡Menuda bodega! Os caben aquí seiscientas o setecientas docenas de botellas. ¡Menuda bodega!
Como Bosinney expresara el deseo de mostrarles la casa desde el matorral de debajo, Swithin se paró en seco.
—Desde aquí se disfruta de una magnífica vista; yo no sigo más. ¿No tenéis algo que se parezca a una silla?
Le llevaron una silla de la tienda de Bosinney.
—Ustedes dos pueden ir al matorral o a donde les parezca, que yo me quedo aquí.
Se sentó junto al roble, al sol; se quedó erguido y firme en su postura, con una mano en la cayada del bastón y la otra sobre una rodilla, con el capote de pieles abierto, la chistera dándole sombra al rostro y su mirada perdida en el panorama.
Los saludó cuando descendían por los campos, camino del matorral. No le desagradaba quedarse solo para reflexionar unos instantes. El aire era muy puro y no hacía demasiado calor al sol; la vista que disfrutaba era bonita, «no-ta-ble-men-te bo-ni…». Su cabeza se inclinó hacia un lado. La alzó vivamente, bostezando. Sí… le saludaaaaban des-de a-llííí. Y la cabeza se inclinó hacia el lado contrario, volvió a levantarla, y… se quedó dormido.
Y allí dormido, centinela en la cumbre, parecía reinar sobre todo aquello que le rodeaba, como una imagen de los Forsytes primitivos, tallada por algún ignoto artista de los tiempos paganos para dejar prueba ostensible de la dominación del espíritu sobre la materia.
Y las innúmeras generaciones de sus antepasados labriegos de aquellos que el domingo se sentaban a contemplar sus pedazos de tierra con sus ojos grises, ocultando sus instintos enraizados en la violencia, sus instintos de posesión y dominio, sus instintos de excluir a todos los demás de la propiedad de toda cosa…, todas aquellas generaciones que fueron estaban allí, con él, en la cumbre, dominando el declive.
Pero escapando de él, su celoso espíritu forsyteano se le fué por Dios sabe qué ignotas regiones de la jungla de la fantasía siguiendo a aquellos dos jóvenes, para ver lo que hacían en el matorral, en el matorral que la primavera recorría, liberando el aroma de la savia de los árboles y de los capullos que querían surgir a nueva luz, liberando el trino de los pájaros y haciendo más brillante la alfombra de campanillas y otras flores que por allí se daban, y haciendo que el sol se acumulase en racimos luminosos en las copas de los árboles. Quería su espíritu ver qué hacían aquellos dos que caminaban tan juntos por tan estrecho sendero, que caminaban tan juntos que estaban en contacto permanente; quería su espíritu ver cómo brillaban los ojos de Irene, que, negros ladrones, robaban el alma de la primavera. Y como una carabina invisible, su espíritu estaba allí, inclinándose con ellos a ver el cadáver de un topo que, habiendo muerto hacía menos de una hora, conservaba su piel plateada, intocada aún por la lluvia o el rocío; mirando sobre la cabeza inclinada de Irene, y mirando la suave pena de sus ojos ante el animalillo muerto; mirando los ojos del hombre, que miraban a Irene de una manera fuerte y extraña; andando con ellos también, a través del espacio abierto por un leñador que había estado trabajando, donde las campanillas estaban pisoteadas y donde un tronco recién abatido estaba aún unido a su muñón; saltando el tronco con ellos, llegando al límite del matorral, desde donde se columbraba un mundo desconocido y adonde, de algún sitio, llegaba el canto: Cucuuu… Cucuuu. Su espíritu, junto a ellos, estaba también en silencio, participando del silencio extraño de ellos. ¡Qué raro, qué extraño era todo esto!
Y también su espíritu empezó, junto a ellos, a desandar lo andado; llegó también al árbol caído. Y sin ser visto, tratando de mostrar que estaba allí, tratando de hacer ruidos, su espíritu vio a Irene sentada en el tronco y cómo su boca sonreía al hombre que estaba sentado en el suelo; la vio deslizarse de su asiento, deslizarse, caer a su lado…; vio cómo su cuerpo caliente y juvenil se inclinaba sobre él, cómo su cabeza se acercaba a la de él; vio el beso, oyó la exclamación del hombre:
—Tienes que saberlo… ¡Te amo! Sí, te amo, te amo…
Swithin se despertó. Tenía mal gusto de boca. ¿Dónde estaba? ¡Caramba, se había dormido! Y había estado soñando algo de una sopa que sabía a menta…
—¿Dónde se habrán metido ésos?
Se le había dormido una pierna.
—¡Adolfo!
El granuja no estaba allí; se habría dormido en cualquier parte.
Se puso en pie, alto, cuadrado, fuerte, mirando hacia la pendiente; y los vio venir. Irene marchaba delante, y aquel sujeto —¿cómo le llamaban? ¡Ah, sí, el Pirata!— la seguía como un perrito. ¡Vaya idea que había tenido: llevarla tan lejos a mirar la casa!
Le vieron. Extendió los brazos, y los agitó para animarse a seguir subiendo. Pero se habían parado. Estaban hablando. ¿Qué tenían que hablar? Prosiguieron de nuevo. Sin duda, ella le había dicho algo desagradable, no lo dudaba. Aquella casa tan grande era horrible, no era la casa que a él le hubiera gustado…
Se fijó detenidamente en sus caras. La del hombre tenía un aire raro.
—¡Esto no vale nada! —dijo, señalando la casa—. Demasiado modernista.
Bosinney le miró como si no le hubiera oído. Y hubo algo que despertó las sospechas, que agudizó la penetración psicológica de Swithin. Quizá fuera la frente abultada de Bosinney o sus pómulos salientes, o aquel algo hambriento que había en su cara, que contrastaba con la concepción de Swithin de la tranquila saciedad que debe caracterizar al perfecto caballero.
La idea del té le alegró. Sentía desprecio por el té —su hermano Jolyon había estado en negocios de té y había sacado mucho de ellos—; pero estaba tan sediento, y tenía tan mal gusto de boca, que no le hubiera importado beber cualquier cosa. Sentía gran deseo de explicar a Irene su mal sabor bucal —ya que era tan comprensiva—, pero no sería cosa distinguida el hacerlo; pasó repetidamente la lengua por toda la cavidad bucal y suavemente la chascó contra el paladar.
En un rincón apartado de la tienda, Adolfo inclinaba sus bigotes gatunos sobre la tetera. La dejó para sacar el corcho de una botella de champaña. Swithin sorbió y dijo a Bosinney:
—¡Caramba, vive usted como Montecristo!…
Esta famosa novela —una de la media docena que había leído— produjo una extraordinaria, impresión en su mente.
Levantando el vaso de la mesa, lo puso a la altura de los ojos para observarlo; aunque estaba sediento, no iba a beber cualquier cosa. Al fin, llevándoselo a los labios, tomó un sorbo.
—Un vino muy bueno —dijo, al fin, colocándoselo ante la nariz—. Pero no se puede comparar con mi Heidsieck.
Y fué en este momento cuando se le ocurrió la idea, que luego comunicó en casa de Timoteo, de esta forma: «No me extrañaría que el arquitecto se hubiera prendado de la mujer de Soames».
Y desde entonces, sus ojos abultados no dejaron de investigar las posibilidades de certeza de su suposición.
—El pájaro —dijo a la señora de Septimus Small— la mira con ojos de perro. ¡El muy granuja! No me extraña, no, pues ella es una mujer encantadora, pero…
Un vago recuerdo del perfume que exhalaba Irene, como el suyo una flor de pétalos semicerrados, le hizo pensar intensamente en lo que viera:
—Pero no estaba seguro de la cosa hasta que vi cómo recogía él su pañuelo.
Los ojos de la señora de Small hirvieron de excitación.
—¿Y se lo devolvió? —preguntó.
—¿Devolvérselo? ¡Sí, sí! Se lo metió en el bolsillo cuando pensaba que yo no estaba mirando.
La señora de Small se quedó boquiabierta y sin poder hablar.
—Pero ella no le dio ninguna esperanza —continuó Swithin; pero detuvo su charla y se quedó por unos minutos de aquella forma que alarmaba a Ester. Es que había recordado de repente que, cuando se marchaba, ella le había dado a Bosinney la mano por segunda vez, y le había permitido que la tuviera cogida unos instantes. Él había fustigado a los caballos, ansioso de tenerla sólo para él. Pero ella había vuelto la cabeza para mirar y no había respondido a su primera pregunta; tampoco había podido verle la cara, pues ella la mantenía abatida.
En algún sitio hay un cuadro —que Swithin no había visto— que muestra un hombre sentado en una roca, y junto a él, sumergida en el mar verde y tranquilo, verde como el agua, una ninfa echada sobre la espalda, con una mano cubriéndole el desnudo seno. Tiene una sonrisa en la cara, una sonrisa de rendimiento y de alegría… Sentada al lado de Swithin, Irene había sonreído así.
Y cuando, animado por el champaña, la tuvo ya sólo para él, desahogó con ella su corazón: le habló de su resentimiento contra el chef de su Club; de su preocupación por la casa de la calle de Wigmore, donde el pillo del inquilino se había arruinado por ayudar a su cuñado, como si la caridad bien entendida no comenzara por uno mismo; de su sordera, del dolor que a veces sentía en el lado derecho. Ella le escuchaba con los ojos divagando bajo los párpados. Y él creía que estaba doloridísima por sus culpas. Y así, con su capote de pieles, su chistera inclinada hacia adelante, no se había sentido nunca tan elegante y distinguido…
Mas un vendedor ambulante se sentía igualmente distinguido que él: llevaba a su chica a dar un paseo dominguero en el carrito del oficio, al galope de su burro, y se sentaba en la tabla de madera tieso como una vela, con la barbilla envuelta en un pañuelo encarnado, con la misma pompa con que Swithin la descansaba en su corbata: mientras tanto, la mujer imitaba simiescamente a una mujer elegante, con su boa al cuello flotando al viento. En su mano tenía un palito con una cuerda en la punta al que imprimía caprichosos movimientos, reproduciendo exactamente el movimiento del látigo de Swithin…
Aunque no se dio cuenta inmediata de la presencia del rufián, Swithin percibió al fin, que le estaban haciendo burla. Dio un vivo latigazo a la yegua. Sin embargo, por un algo inexplicable, los dos vehículos siguieron a la misma altura. La cara amarillenta de Swithin se puso roja; levantó su fusta para pegar al vendedor, pero una intervención especial de la Providencia le evitó caer en semejante indignidad: otro coche, que se presentó en sentido contrario, hizo que el de Swithin se aproximara al carricoche del vendedor; las ruedas de los dos chocaron, y el más ligero volcó.
Swithin no se volvió a mirar. Por nada del mundo hubiera parado para ayudar a aquel rufián. Si se había roto el cuello, mejor.
Pero es que, además, no hubiera podido detenerse aunque hubiera querido: sus caballos grises se habían asustado. El coche volaba dando bandazos a un lado y a otro, y la gente se separaba asustada de la carretera. Los grandes brazos de Swithin, estirados con toda su fuerza, procuraban sujetar las riendas. Sus mejillas estaban como ascuas y sus labios comprimidos con furor.
Irene se agarraba al borde del pescante, y a cada salto que daban se sujetaba mejor. Le oyó preguntarle:
—¿Vamos a tener un accidente, tío Swithin?
Él habló como pudo:
—No es nada…, una carrerita nada más.
—Yo no he tenido nunca un accidente.
—¡No te muevas! —y la miró. Sonreía con perfecta calma—. Siéntate bien, y yo te llevaré a tu casa.
Y en medio de sus terribles esfuerzos quedó sorprendido oyéndole decir:
—¡Y si no llego nunca más a casa, no me importa!
Intentó Swithin decir algo, pero la exclamación se le quedó en la garganta. Un bache con un salto terrible; luego, en la subida de una pendiente, el galope desenfrenado se hizo trote; y, por fin, los caballos, por propio recuerdo, se pusieron al paso.
—Cuando —explicaba Swithin en casa de Timoteo— detuve a los animales, ella estaba tan tranquila como yo ¡Dios mío!… Se comportó como si no le hubiera importado matarse. Todo lo que hizo fué decir que si no llegaba nunca a casa, que no le importaba.
Inclinándose sobre la cayada del bastón, murmuró ante el terror de la señora Small:
—Y no me sorprende. ¡Con un tipejo como Soames por marido!
No se le ocurrió pensar en lo que había hecho Bosinney cuando le dejaron: si había empezado a andar por el campo como el perro a que le había comparado; si había vuelto de nuevo a aquel matorral donde la primavera se dejaba sentir tan vehemente y donde se sentía lejano el cantar del cuco; si se había puesto a besar el pañuelo que se había apropiado, o si había experimentado el dulce y violento dolor de corazón que le habría hecho sollozar entre los árboles. ¿Qué podría haber hecho aquel hombre? La verdad era que, hasta que estuvo en casa de Timoteo, Swithin se había olvidado por completo de su existencia.