La cena comenzó en silencio; las mujeres estaban sentadas frente a frente, y los hombres también. En silencio se tomó el consomé, que era excelente, si bien un poco espeso; trajeron el pescado y, en silencio también, se sirvió. Bosinney se atrevió a decir:
—Es el primer día de primavera.
—¡Primavera! —replicó June—. No sopla ni un poco de aire —y nadie respondió.
El pescado fué retirado: era un fino pescado de Dover, muy fresco. Y Bilson trajo champaña.
Soames dijo:
—Lo encontraréis seco.
Después se sirvieron chuletas. June no quiso probarlas, y se hizo el silencio. Quiso animarla Soames a comer:
—Debes tomar una chuleta, June, pues ya no hay nada más.
Pero June insistió en rehusar, y se las llevaron. Entonces Irene preguntó:
—Bosinney, ¿ha oído usted cantar el mirlo que tengo?
Y Bosinney contestó:
—Ya lo creo; es un buen reclamo. Cuando venía yo le oí en la plaza.
—Es un encanto.
—¿Toma ensalada el señor?
Pero Soames estaba hablando:
—Los espárragos no valen nada. Bosinney, ¿tomará un vasito de jerez con su novia? June, tú no bebes nada…
—Ya sabes que nunca bebo. El vino es horrible.
Trajeron una jalea de manzana en servicio de plata. Y, sonriendo, Irene dijo:
—Las azaleas huelen a maravilla este año.
A lo que Bosinney comentó:
—A maravilla huelen. Es un aroma extraordinario.
June dijo:
—¿Cómo os gustará ese olor? El azúcar, por favor, Bilson.
Le dieron el azúcar, y Soames hizo notar:
—Está bueno este dulce de manzana.
Y retiraron el dulce de manzana. Siguió un largo silencio. Irene, llamando a la muchacha, dijo:
—Llévese las flores, Bilson. Le molestan a la señorita.
—No, no, déjelas usted —dijo June.
Aceitunas francesas y caviar vinieron a continuación, en platitos pequeños. Soames preguntó:
—¿Por qué no traen las aceitunas españolas?
Pero no obtuvo respuesta.
Y las aceitunas fueron retiradas también. Alzando su vaso, June pidió agua. Le sirvieron agua. Trajeron una bandeja de plata con ciruelas alemanas. Otro largo silencio re estableció. En perfecto acuerdo, todos comían. Bosinney contaba los huesos:
—Este año…, el que viene…, más adelante…
Irene terminó suavemente:
—Nunca… Y qué preciosa puesta de sol. Todavía el cielo parece un inmenso rubí…, es hermoso.
Y él respondió:
—Y debajo, todo es oscuro.
Sus ojos se habían encontrado, y June exclamó despectivamente:
—¡Una puesta de sol en Londres!
Trajeron cigarrillos egipcios en una cajita de plata. Soames, cogiendo uno, preguntó:
—¿A qué hora empieza el teatro?
No le contestaron. Vino el café turco en tazas de esmalte.
Irene, sonriendo suavemente, dijo:
—Si siempre…
—Si siempre, ¿qué? —preguntó June.
—Si siempre fuera primavera…
Se sirvió el jerez. Era pálido y viejo. Soames dijo:
—Bosinney, tome una copa.
Bebió éste un vaso, y todos se levantaron.
—¿Queréis un coche? —preguntó Soames.
June respondió:
—No. Mi capa, por favor, Bilson.
Y le trajeron la capa.
Irene, en la ventana, murmuró:
—¡Qué noche tan hermosa! Están saliendo las estrellas…
Añadió Soames:
—Bueno, pues que lo paséis muy bien.
Desde la puerta respondió June:
—Gracias. Vamos, Felipe.
Contestó Bosinney:
—Ya voy, ya voy.
Soames sonrió con sonrisa desagradable y dijo:
—¡Qué mala suerte!
Bosinney dijo:
—Buenas noches.
—Buenas noches —respondió ella dulcemente.
June hizo que su novio la llevara al piso alto de un autobús, diciendo que necesitaba aire, y allí se sentó en silencio, dejando que el aire le azotara el rostro.
El conductor volvió la cabeza un par de veces con intención de aventurar un comentario, pero pareció pensarlo mejor y no dijo más. ¡Sí que eran una pareja divertida! La primavera también se había metido en la sangre del hombre, y sentía la necesidad de dejarla escapar de algún modo; chasqueó la lengua, volteando la tralla y fustigando a los caballos, que también habían olido la estación y que durante un cuarto de hora trotaron por las calles con herradura feliz.
La ciudad entera rebullía alegre, Los árboles, alzando sus ramos con hojitas menudas, parecían llamar al viento, que les llevaría, sin duda, algún regalo. Las farolas, recién encendidas, se iban imponiendo con su luz sobre la penumbra, y las caras de las personas empalidecían bajo su resplandor, mientras que arriba las grandes nubes blancas se deslizaban rápida y blandamente en el cielo de púrpura.
Muchos hombres, con traje de noche, habían dejado en casa los abrigos y entraban, animados y alegres, en su Club; la gente trabajadora vagaba por todos sitios, y las mujeres, aquellas mujeres que a esas horas de la noche van por ahí, solitarias y solitarias, aunque en multitud se dirigen hacia el este de Londres, circulaban lentamente con una gran esperanza pintada en las caras: esperanza de buen vino y de una buena cena, y quizá, en un momento de sinceridad, en un beso dado por amor.
Aquellas incontables figuras que seguían su camino bajo las luces y bajo el cielo en movimiento, habían recibido todas y cada una alguna bendición de agitación de la diosa Primavera. Y todos y cada uno, como aquellos hombres de Club con las chaquetas desabrochadas, habían perdido algo de su casta, credo y costumbres, y por la inclinación de los sombreros, el paso vivo, la risa o el silencio, revelaban la común condición humana bajo el cielo apasionado.
Bosinney y June entraron silenciosos en el teatro, y subieron a sus asientos altos. La pieza había acabado de empezar, y el salón, medio a oscuras, con sus hileras de seres mirando todos al mismo sitio, parecía un gran jardín en que todas las flores miraran al sol.
June no había estado nunca «arriba» en un teatro. Desde los quince años había ido siempre con su abuelo a butacas; y no a butacas corrientes, sino de las mejores, hacia el centro de la tercera fila, pedidas de antemano por el viejo Jolyon a Grogan y Boyne, varios días antes cuando volvía a su casa de la City. Se guardaba las entradas en el bolsillo de la petaca y se las confiaba a June hasta la noche de la función. Y en aquellas butacas, una figura vieja y recta, con noble cabeza blanca, y una figurilla ansiosa, con pelo oro rojo, se sentaban a presenciar toda clase de obras. De vuelta a casa, el viejo Jolyon decía siempre del primer actor:
—¡Oh, no vale nada!… ¡Tenías que haber visto a Bobson!
Ella había esperado aquella noche con intranquilidad deliciosa. Iría sola, sin carabina, sin que nada se supiera en Stanhope Gate, donde se suponía que estaba en casa de Soames. Había esperado una recompensa a su pillería, planeada para agradar a su novio. Había esperado que aquello rompiera la nube densa y fría que se había formado y que volverían a ser sus relaciones lo que fueran antes: alegres, soleadas y claras, como antes del invierno. Quería, en el teatro, decir algo definitivo, y miraba al escenario con el ceño fruncido, sin ver nada, con las manos apretadas en la falda. Un enjambre de sospechas celosas le picaba y le picaba por doquier.
Si Bosinney se daba cuenta de lo que pasaba por su ánimo, no daba muestras de ello.
El telón descendió. El primer acto había terminado.
—Hace aquí un calor horrible —dijo la muchacha—. Me gustaría salir fuera.
Estaba muy pálida y veía —pues con los nervios excitados lo veía todo— que su novio estaba molesto y tristón.
En la parte trasera del teatro había un balcón abierto que daba a la calle; se posesionó de él y allí quedó silenciosa, esperando que el otro comenzase a hablar.
Al fin no pudo soportar el silencio.
—Tengo que decirte algo, Felipe.
—¿Sí?
El tono defensivo de su voz hizo que el color brotara a las mejillas de June y que las palabras acudieran, fluidas, a sus labios:
—No me das una ocasión de mostrarme cariñosa contigo; hace ya mucho tiempo que no provocas en mí el menor deseo de ternura o de afabilidad.
Bosinney miró a la calle. No contestó nada.
June exclamó con pasión:
—Sabes que quiero hacer todo por ti, que quiero ser todo para ti…
De la calle subió un zumbar oscuro; dominándolo, el sonido agudo de la campanilla sonó para anunciar el comienzo del segundo acto. June no se movió. En su interior se celebraba una tremenda lucha. ¿Debería hacer la prueba decisiva? ¿Debería enfrentarse directamente con aquella fuerza que le estaba separando de ella? Su naturaleza y carácter eran de lucha, y dijo:
—Felipe, llévame el domingo a ver la casa.
Con una sonrisa forzada en los labios, tratando, ¡y de qué manera!, de mostrar que no estaba observándole, miraba su rostro dudar y vacilar, vio cómo una línea fruncida aparecía en su entrecejo, cómo la sangre acudía a su cara. Le respondió:
—El domingo, no, querida, otro día…
—¿Por qué el domingo no? El domingo no estorbaré a los que trabajan.
Él hizo un esfuerzo evidente y dijo:
—El domingo tengo un compromiso.
—Sí; es que vas a llevar a…
Los ojos de Bosinney se llenaron de furor; se encogió de hombros y contestó:
—Un compromiso que me impide llevarte a ti.
June se mordió los labios hasta hacerse sangre, y se volvió hacia su localidad sin decir una palabra, pero no pudo impedir que por sus mejillas rodasen lágrimas de cólera. Afortunadamente, había habido un apagón de luz y la gente de la sala no vio que lloraba.
Pero que en este mundo de Forsytes nadie se crea libre de observación.
Tres filas detrás. Eufemia, la hija menor de Nicolás, con su hermana casada, la señora de Tweetyman, estaba al acecho.
Y en casa de Timoteo contaron cómo habían visto a June y a su novio en el teatro.
Hubo preguntas:
—¿En butacas?
Y respuestas:
—En butacas precisamente…, no…
—¿En butaca de orquesta entonces? Sí, parece que ahora la gente joven…
—Bueno, precisamente en…
Pero eso no tenía importancia. Aquel noviazgo no iba a durar mucho. Nunca habían visto a nadie mostrar tanta rabia en la mirada como a la pequeña June. Con lágrimas de alegría, contaron cómo le había dado una patada al sombrero de un hombre al volver a su sitio a la mitad de un acto, y detallaron la cara que el hombre había puesto. Eufemia tenía una risa silenciosa, que acababa inesperadamente en agudos cacareos; y cuando la señora Small, manos al cielo, decía: «¡Dios mío! ¡Una patada a un som… som… brebreeeero!», soltó tal número de risas raras de aquéllas que se desmayó y hubo que darle a oler vinagre. Y al marcharse, decía a la señora de Tweetyman:
—¡Dar una patada a un sombrero! Es para morirse…
En cuanto a la «pequeña June», que aquella noche «había ido de teatro», se sentía profundamente desgraciada. Dios sabe que ella trataba de amortiguar su doliente orgullo, sus sospechas, sus celos…
Se separó de Bosinney a la puerta de la casa del viejo Jolyon, sin derrumbarse; la idea de que había de reconquistar a su novio fué lo suficientemente poderosa para mantenerla hasta que, al dejar de oír los pasos del que marchaba, comprendió la verdadera extensión de su desgracia.
El criado, silencioso, le abrió. Pensaba haberse escurrido a su cuarto, pero el viejo Jolyon, que la había oído, la esperaba a la puerta del comedor.
—Entra y tómate un vaso de leche. Está calentita. Vienes muy tarde. ¿Dónde has estado?
June se mantuvo junto a la chimenea con un pie en la barandilla de hierro y un brazo en la repisa, lo mismo que su abuelo había hecho al venir por la noche de la ópera. Y estaba tan cerca de no poder contenerse más, que no se daba cuenta de que le hablaba.
—Cenamos en casa de Soames.
—¡Hum!… El hombre bien acomodado. Su mujer también estaría, claro…, y Bosinney.
—Sí.
El viejo Jolyon la contemplaba con aquella mirada penetrante a la que era difícil ocultar las cosas; pero ella no le miraba, y cuando volvió la cabeza, el viejo cesó inmediatamente su escrutinio. Había ya visto bastante, y demasiado. Se agachó para cogerle el cacillo de leche que estaba en el hogar y le dijo:
—No hay que estar levantado hasta tan tarde, que luego uno anda todo el día sin poder hacer nada.
Con el periódico, cuya hoja volvió ruidosamente, se tapaba la cara; pero cuando June se le acercó a darle el beso de las buenas noches, dijo: «Que descanses, rica», en un tono tan trémulo e inesperado, que a June le fué casi imposible llegar a su cuarto sin romper en sollozos definitivamente.
Cuando hubo cerrado la puerta, el viejo Jolyon dejó el periódico y miró larga y dolorosamente ante sí.
«¡El granuja! —pensó—. Ya sabía yo que traería disgustos».
Y le asaltaron sospechas y angustias, y sobre todo el gran dolor de comprender que no podía hacer nada para evitar los acontecimientos.
¿Iba el tipo aquel a plantarla? Tenía ganas de ir y decirle: «Oiga usted, caballero: ¿es que va a dejar a mi niña?». Pero ¿cómo iba él a hacer eso? Sabiendo poco o nada, comprendía con su astucia infalible, que algo estaba sucediendo. Y le parecía que Bosinney estaba demasiado apegado a Montpellier Square.
—Este sujeto —pensó— podrá no ser un granuja; no tiene cara de eso, pero es un bicho raro. ¡Nunca sabré qué pensar de él! Dicen que trabaja como un negro, pero me parece que tampoco de eso va a salir nada bueno. No tiene espíritu práctico, no tiene método. Cuando viene aquí se sienta y se queda con una seriedad de burro que tira de espaldas. Si le pregunto qué vino quiere beber, me dice: «Gracias, cualquiera». «Si le ofrezco un cigarro, lo fuma como si fuera una tagarnina[13] de diez céntimos. No le veo nunca mirar a June como debiera mirarla; y, sin embargo, no es que vaya detrás de su dinero. Si ella hiciera el menor gesto de desagrado, él se retiraría inmediatamente. Pero no, ella no hará, gesto alguno de desagrado, no faltaba más. Se agarrará a él como una lapa. Es obstinada, obstinada… Nunca le dejará escapar».
Suspirando hondamente, volvió a su periódico; quizá en la letra impresa encontrara algún consuelo.
Y arriba, en su habitación, June estaba sentada ante la ventana abierta, por donde entraba el aire de la primavera, refrescándole las mejillas y haciendo arder su corazón.