I

El invierno había sido bastante tranquilo. Los asuntos de negocios no habían tenido demasiada actividad; y conforme Soames pensara antes de decidirse, fué una buena época para edificar. El cubierto de la casa de Robin Hill quedó terminado a fines de abril.

Ahora que ya podía ver adónde iba a parar su dinero, iba una, dos y hasta tres veces a ver sus obras y a pasarse entre piedras y ladrillos un par de horas, teniendo, eso siempre, mucho cuidado en no ensuciarse la ropa, pasando calladamente por las puertas aún sin marco o dando vueltas alrededor de las columnas del patio central. Y se quedaba ante ellas largos minutos, como analizando la real cualidad de su sustancia.

El 30 de abril tuvo una cita con Bosinney para ver las cuentas, y cinco minutos antes de la hora entraba en la tienda de campaña que el arquitecto se había levantado junto al viejo roble.

Las cuentas estaban ya preparadas sobre una mesa plegable, y Soames, con una inclinación de cabeza, se sentó para estudiarlas. Pasó un buen rato antes que levantara la cabeza de los números.

—No lo entiendo —manifestó—. Ascienden a casi setecientas más de lo previsto.

Y tras mirar la cara de Bosinney, prosiguió rápidamente:

—Si usted resiste firmemente a los vendedores de los materiales, les hará rebajar los precios. Si no anda con ojo, le suben en cualquier cosa. Quite un diez por ciento de todo. No me importa que se llegue a cien libras o cosa así más allá de lo que pensábamos.

Bosinney movió la cabeza.

—Ya he rebajado hasta el último céntimo posible en cada cosa.

Soames, con un movimiento de rabia, empujó la mesa y tiró los papeles al suelo.

—Pues tengo que decirle que ha hecho usted un buen enredo…

—Ya le he dicho cien veces —replicó Bosinney, irritado— que siempre se presentan extras. Se lo he dicho una y otra vez.

—Ya lo sé. Y no hubiera dicho nada si se hubiera tratado de un billete de diez libras de cuando en cuando. Pero ¿cómo yo iba a figurarme que por extras entiende usted setecientas libras?

El modo de ser de ambos hombres había contribuido a esta no pequeña discrepancia. Por una parte, la devoción del arquitecto por su idea, por la casa que había proyectado y en que había depositado su fe, le había llevado a ponerse nervioso ante cualquier posibilidad de detenerse y a usar de expedientes resolutivos de toda índole. Por otra parte, la no menor devoción de Soames por los mejores artículos que el dinero podía dar le había convencido de que las cosas que costaban trece chelines no pueden obtenerse por doce.

—Me gustaría no haber emprendido la construcción de su casa —dijo Bosinney repentinamente—. Siempre está usted volviéndome loco, queriendo obtener por el mismo dinero cosas que valen doble precio, y ahora que tiene usted una casa a la que no se puede comparar ninguna del condado, no quiere pagar lo necesario. Si no quiere usted gastar más, pagaré yo el exceso de gasto, pero que me ahorquen si hago en adelante el menor trabajo para usted…

Soames se serenó. Sabiendo que Bosinney no tenía ningún dinero, consideraba sus palabras pura locura. Comprendía que, además, se separaría de su trabajo en el momento crucial, en el instante en que el arquitecto que ha concebido una obra tiene que darle la mayor atención y cuidado. Además, había que tener en cuenta a Irene. Había estado muy rara en los últimos tiempos. Ya creía él que si toleraba la idea de la casa era tan sólo porque había tomado afecto a Bosinney. No podía contrariarla hasta el extremo de sustituir a Bosinney.

—No tiene usted que acalorarse —le dijo—. Si yo pago, creo, que no tiene por qué protestar. Todo lo que digo es que cuando pido un proyecto y se me dice una cosa, debe servirme para que sepa a qué atenerme.

—Mire usted —dijo Bosinney, y Soames quedó enojado y sorprendido por la agudeza de su mirada—. Usted ha contratado mis servicios a un precio ínfimo. Por la calidad del trabajo que he puesto en esta casa y la cantidad de tiempo que le he dedicado, hubiera tenido usted que pagar a Littlemaster o a otro idiota por el estilo cuatro veces más. Lo que usted quiere en realidad es un arquitecto de primera categoría al precio de uno de cuarta, y eso es exactamente lo que tiene…

Soames comprendió que hablaba en serio, y aunque estaba furioso, pudo prever las consecuencias de una ruptura muy a lo vivo. Vio la casa sin acabar, su esposa en rebeldía y él, de hazmerreír de todos sus conocidos.

—Bueno, vamos a no discutir más y veamos el empleo del dinero.

—Muy bien —convino Bosinney—. Pero, por favor, dése prisa, que tengo que irme para llevar a June al teatro.

Soames le miró furtivamente y dijo:

—¿Va usted a nuestro palco a reunirse con ella?

¡Siempre estaba metido en su palco!

La noche anterior había llovido. Fué una lluvia primaveral y la tierra olía a savia y a flores silvestres. El aire, blando y cálido, mecía las hojas y los brotes dorados del viejo roble, y los mirlos cantaban locos de sol.

Era uno de esos días de primavera que hace sentir al hombre un deseo inefable, una dulzura dolorosa, un ansia que le hace quedarse quieto contemplando la hierba o extender sus brazos para abrazar a cualquiera. La tierra exhalaba un calor desvanecedor que se escapaba del frío vestido que le había dado el invierno. Era una larga caricia que invitaba a tumbarse, a yacer, a rodar por el suelo y hasta a poner la cara en contacto con ella.

Precisamente en un día así había obtenido Soames la aceptación de Irene. Sentados en un tronco caído, él había a su vez tenido que prometer que si su matrimonio no era un franco éxito, quedaría ella tan libre como si no se hubieran casado. «¿Lo juras?», le había preguntado ella. Y hacía pocos días le había recordado su juramento. Él había respondido: «¡Tonterías!», y había dicho que él no había jurado semejante cosa. Por una triste fatalidad, se acordaba ahora del juramento. Pero ¿qué cosa no jurará un hombre por una mujer? Él había jurado lo que ella hubiera querido por obtenerla. Y volvería a jurarlo ahora si así pudiera llegar a ella. Pero era imposible… Nadie podía ni acercársele: tenía el corazón helado.

Y el dulce viento primaveral le trajo recuerdos, recuerdos de su noviazgo.

En la primavera del año 1881 fué a ver a su compañero de estudios y después cliente Jorge Liversedge, de Braksome, que, deseando realizar obras de repoblación forestal en sus pinares de las cercanías de Bournemouth, había encargado a Soames la formación de una Compañía que pudiera acometer la empresa. La señora de Liversedge, con profundo sentido de las conveniencias, había dado una reunión, a base de música y té, en su honor. En el curso de esta reunión, que Soames, que no era un melómano, había considerado una pesadez, su vista se había sentido persistentemente atraída por el rostro de una muchacha vestida de luto, que estaba sola. Las líneas de su alta y delgada figura no desaparecían bajo el tejido de su vestido negro; sus manos enguantadas estaban cruzadas ante ella; y sus ojos, negros y muy grandes, iban examinando los rostros de las personas allí presentes. Su largo cabello brillaba como fuego sobre el negro de su vestido. Y cuando Soames la miraba, la sensación que la mayoría de los hombres han experimentado en una u otra ocasión en su vida se apoderó de él: una particular satisfacción de los sentidos, una peculiar certeza, que los novelistas y las señoras viejas llaman flechazo, le sobrevino. Sin dejar de mirar a la muchacha se dirigió a su anfitriona, esperando calmosamente a que la música terminara.

—¿Quién es aquella chica rubia de ojos negros? —preguntó.

—¿Aquélla?… ¡Ah!, sí, Irene Heron. Su padre, el profesor Heron, ha muerto no hace un año. Vive con su madrastra. Es una chica muy simpática y muy guapa. Pero no tiene dinero…

—Haga el favor de presentarme, ¿no le molesta?

Fue muy poco lo que pudo decirle, y muy poco lo que ella le contestó a lo poco que él le dijo. Pero se marchó resuelto a volver a verla. Y la casualidad quiso que se cumpliera su deseo, pues se la encontró con su madrastra en el muelle, ya que la señora tenía costumbre de pasear por allí de doce a una todas las mañanas. Soames hizo el conocimiento de esta señora con toda presteza, y pronto tuvo en ella el aliado que necesitaba. Su agudo sentido del lado comercial de la vida le hizo comprender que Irene costaba a su madrastra más de las cincuenta libras al año que le proporcionaba; también comprendió que la viuda de Heron, todavía joven, querría casarse otra vez, y la extraña y creciente belleza de la hijastra era un inconveniente que se oponía a la consumación de este razonable deseo. Y Soames, con habilidad felina, hizo sus planes.

Salió de Bournemouth sin haberse delatado, pero un mes después se presentó allí de nuevo, y esta vez habló, no a la muchacha, sino a la madrastra. Había llegado a una determinación, dijo; esperaría el tiempo que fuera necesario. Y tuvo que esperar mucho, viendo cómo Irene cuajaba en mujer, cómo las líneas agudas de los pocos años se suavizaban, cómo la sangre más vigorosa animaba el brillo de sus ojos y daba a sus mejillas un tono más aterciopelado y suave. Y a cada visita la pedía en matrimonio, y al terminar la visita, se llevaba a Londres su negativa, dolido el corazón, pero persistente y definitivo cual la tumba. Trató de llegar a las fuentes secretas de su resistencia; solamente una vez tuvo un destello de orientación. Fué en una de esas reuniones en que se baila y que proporcionan los únicos escapes a la pasión de los veraneantes de las playas de moda. Estaba sentado con ella en el alféizar de una ventana, con los sentidos excitados por la melodía de un vals. Ella le miraba por encima de su abanico, que se movía lentamente, y él perdió la cabeza. Cogiendo aquella muñeca que agitaba el abanico, apretó sus labios contra el brazo de la muchacha. Y ella se estremeció…, y nunca había olvidado aquel estremecimiento, ni la mirada apasionadamente hostil que le dirigió.

Pero un año después había cedido. Lo que le hiciera ceder, él nunca lo supo; y de la viuda de Heron, una señora dotada de gran talento diplomático, no supo tampoco nada. Una vez, estando ya casados, le preguntó: «¿Por qué me rechazabas tan insistentemente?». Ella le respondió con extraño silencio. Era un enigma entonces y lo seguía siendo…

Bosinney le estaba esperando en la puerta; y en su cara arrugada y agradable había una mirada rara y feliz, como si también él viese una promesa de felicidad en el cielo primaveral u oliese una ventana cerca en el aire de primavera. Soames le miró. ¿Qué le pasaba a aquel sujeto que parecía tan feliz? ¿Qué esperaba que tenía aquella sonrisa en boca y ojos? Soames no podía comprender qué era lo que esperaba Bosinney al estar allí bebiendo el viento perfumado de flores. Y una vez más se sintió chasqueado por aquel hombre al que despreciaba ya por hábito. Se apresuró a llegar a la casa.

—El único color para las tejas —oyó decir a Bosinney— es color rubí con un ligero tinte gris que le dé transparencia. Me gustaría conocer la opinión de Irene. Ya he encargado las cortinas de cuero púrpura para el patio; y si hacemos contrastar el color marfil del papel del salón, obtendremos una visión ficticia. Es menester apuntar con el decorado a lo que yo llamo encanto.

Soames preguntó:

—¿Quiere decir que mi mujer tiene encanto?…

Bosinney evadió la respuesta.

—Debería usted poner un macizo de flor de lis en el centro del patio.

Soames sonrió con altivez.

—Ya miraré en casa de Bech un día de éstos y veré lo que puede ir bien.

No tenían muchas cosas que decirse el uno al otro; pero camino de la estación, Soames preguntó:

—¿Cree usted que Irene tiene sentido artístico?

—Sí.

Y lo abrupto de la respuesta parecía decir: «Si usted tiene gana de discutirla, puede buscar con quién hacerlo».

Y la lenta y tétrica cólera que Soames sintiera durante toda la tarde reverdeció en aquel momento.

Ninguno habló hasta ya bien cerca de la estación. Entonces Soames preguntó:

—¿Para cuándo espera haber acabado?

—Pues para fines de junio, si quiere usted que también me encargue del decorado.

Soames asintió.

—Pero entienda usted bien —dijo— que la casa me está costando mucho más de lo que pensaba. Y quiero decirle que lo hubiera abandonado todo a no ser por la costumbre que tengo de terminar lo que empiezo.

Bosinney no contestó. Y Soames le miró de lado con disgusto profundo.

Cuando, a las siete de aquella tarde, June llegó a Montpellier Square 06, la muchacha, Bilson, le dijo que el señor Bosinney estaba en el salón. La señora, añadió, se estaba vistiendo y bajaría en seguida. Le avisaría que la señorita June había llegado.

June la detuvo:

—Está bien, Bilson, no moleste a la señora: ya la esperaré lo que sea.

Se quitó la capa, y Bilson, con mirada de comprensión, ni siquiera le abrió la puerta del salón, sino que echó a correr por la escalera.

June se detuvo un instante para mirarse al espejo que había sobre aquella antigua cómoda de roble. Después abrió la puerta del salón suavemente, pensando en dar a su novio una sorpresa. La habitación estaba cargada de suave aroma de azaleas.

Inspiró profundamente el perfume y oyó la voz de Bosinney, no en el salón, sino muy cerca, diciendo:

—Teníamos que hablar de muchísimas cosas, pero ahora no hay tiempo.

Y la voz de Irene respondía:

—¿Por qué no a la cena? ¿Pero cómo se puede hablar…?

El primer pensamiento de June fué el de marcharse; pero, en vez de hacerlo, se dirigió a la ventana que daba al patinillo. De allí venía el olor a azaleas, y de pie y de espaldas a ella, con las caras hundidas entre las flores dorado-rosáceas, estaban su novio e Irene.

En silencio, pero sin sentir vergüenza, con las mejillas enrojecidas y los ojos llenos de furia, observaba.

—Venga el domingo usted sola… Podemos ver la casa juntos.

June vio a Irene mirarle a él a través del cortinaje de flores. No era la mirada de la coqueta, sino… algo peor. Era la mirada de una mujer temerosa de decir demasiado.

—He prometido salir en coche con el tío…

—¡El gran gordo! Hágale que la lleve; no son más que diez millas, lo mejor para sus caballos.

—¡Pobre tío Swithin!

Una oleada de olor llegó a la cara de June; se sintió mareada y enferma.

—¡Sí, hágalo!

—Pero ¿por qué?

—Necesito verla allí… Yo creía que usted querría ayudarme…

La respuesta le pareció a June que sonaba suavemente, temblando entre las flores:

—Sí que quiero…

Y se acercó a la ventana.

—¡Qué cargado está esto! —dijo—. Este olor es insoportable…

Sus ojos, indignados y sinceros, cayeron sobre las caras de los dos.

—¿Estabais hablando de la casa? Yo no la he visto todavía, ya sabéis. ¿Vamos todos el domingo?

El color se había desvanecido de la cara de Irene.

—Voy a ir en coche de paseo con el tío Swithin —contestó.

—¿El tío Swithin? ¿Y eso qué importa? Puedes dejarle plantado.

—No acostumbro a dar plantones a la gente.

Se oyeron ruidos de pisadas, y June vio a Soames junto a ella.

—Bueno, si todos están dispuestos —dijo Irene, mirándolos a todos con una sonrisa extraña—, la cena lo está también…