Llegó una mañana de fines de septiembre en que tía Ana no pudo recibir de manos de Smither la insignia de su dignidad y rango. Tras una rápida mirada a su rostro, el médico, requerido con prisa, anunció que la señorita Forsyte había fallecido mientras dormía.
Tía Julita y tía Ester quedaron anonadadas por el golpe. Nunca habían imaginado semejante final. Quizá ni se habían imaginado que el fin tenía, forzosamente, que presentarse. En el fondo del alma consideraban poco razonable que Ana los hubiera dejado sin decir una palabra, sin intentar la menor lucha. No era así como solía ella proceder.
Quizá lo que más les afectaba era el hecho de que un Forsyte hubiera dejado su posesión del vivir. Y si uno lo había hecho, ¿por qué no los demás?
Pasó una hora antes que pudieran decidirse a decirlo a Timoteo. ¡Si pudieran ocultárselo! ¡Si al menos pudieran decírselo poco a poco!
Y por mucho tiempo estuvieron juntas, a su puerta, susurrando atribuladas. Y cuando se lo hubieron dicho, volvieron, juntas, a susurrar.
Temían que, según fuera pasando el tiempo, él lo fuera sintiendo más. De todas formas había tomado el hecho con más calma de lo que podían esperar. ¡Seguiría en cama, como de costumbre, claro!
Y se separaron llorando silenciosamente.
Tía Julita se quedó en su cuarto, postrada por el golpe. Su cara, empalidecida por las lágrimas, quedó dividida en compartimientos por las diminutas cordilleras de carne que había levantado la emoción. Era imposible concebir la vida sin Ana, que había vivido con ella durante un período de setenta y tres años, sólo interrumpido por el breve lapso de su boda, que ahora parecía tan irreal. A espacios regulares de tiempo, iba al cajón y sacaba un pañuelo limpio. Su corazón cariñoso no podía soportar el pensamiento de que allí yacía Ana, tan fría.
Tía Ester, tan callada, tan paciente, la reserva de la energía familiar, estaba en el salón con los postigos cerrados. También ella había llorado al principio, pero reposadamente, sin efecto visible. Su principio fundamental de vida, la conservación de la energía, no la había abandonado en su dolor. Flaca, inmóvil, estaba allí sentada, con las manos en el regazo. Sin duda querrían que se lanzase a hacer cosas, como si el hacer algo pudiera traer a Ana otra vez. ¿Por qué, pues, hacer nada?
La hora de las cinco trajo a tres de los hermanos: Jolyon, James y Swithin; Nicolás estaba en Yarmouth, y Roger tenía un ataque de gota. La señora de Hayman había estado muy temprano y se había marchado dejando un recado para Timoteo —que no le dieron, desde luego—: que la debieran haber avisado antes. Realmente todos tenían la idea de que debieran haberles avisado antes, de que se habían perdido algo; James dijo:
—Ya sabía yo cómo había de ser. Ya dije que no duraría todo el verano.
Tía Ester no replicó; estaban casi en octubre, pero ¿para qué discutir? Había gente que nunca se quedaba satisfecha con nada.
Mandó recado a su hermana de que sus hermanos estaban allí. La señora Small bajó en seguida. Se había lavado la cara, que estaba todavía hinchada, y aunque miró severamente los pantalones de Swithin, pues eran azules —venía directamente de la oficina, con lo que llevaba puesto, pues allí le había llegado la noticia—, su aspecto era más alegre que de costumbre, pues el instinto de hacer las cosas mal se le había desatado con la emoción y la dominaba por completo.
Inmediatamente, los cinco hermanos fueron a ver el cadáver. Bajo la blanquísima sábana habían puesto una colcha de abrigo, pues ahora más que nunca la pobre Ana necesitaría calor. Quitados los almohadones, la columna y cabeza quedaron horizontales, con el aire de su viva inflexibilidad. La cofia que llevaba se la habían metido hasta las orejas casi, y entre ella y la sábana se veía la cara, con los ojos cerrados, vuelta hacia sus hermanos y hermanas. En su extraordinaria paz, aquella cara era más enérgica que nunca, casi todo hueso bajo el pergamino de su piel: mandíbula cuadrada, pómulos salientes, parietales cóncavos, nariz como hecha a cincel… Era la expresión de un espíritu indomable, rendido al fin a la muerte.
Swithin echó una mirada a aquella cara y salió de la habitación. El mirarla, dijo después, le hacía un efecto raro. Bajó las escaleras haciendo temblar la casa, y tomando su sombrero entró en su coche sin dar al cochero ninguna dirección. Llegó a su casa y se estuvo toda la tarde sin moverse de una butaca.
No pudo tomar de cena más que una perdiz y un vaso de champaña…
El viejo Jolyon se mantuvo a los pies de la cama con las manos plegadas ante sí. Él solo, de todos los que estaban en la habitación, recordaba la muerte de su madre, y aunque miraba a Ana, era en eso en lo que pensaba. Ana era vieja, pero la muerte la había alcanzado por fin. La muerte alcanzaba a todos… Su cara no se movía, y su mirada parecía contemplar algo muy lejano.
Junto a él estaba en pie tía Ester. Ya no lloraba; sus lágrimas se habían agotado, su naturaleza se negaba a perder ya más fuerza; se retorcía las manos, mirando no solamente hacia Ana, sino también a su alrededor, tratando de evitar darse cuenta de la realidad.
Fué James quien de todos los hermanos y hermanas mostró más emoción. Las lágrimas se deslizaban por los pliegues paralelos de su cara delgada. No sabía adónde acudiría ya a contar sus penas; Julita no servía para eso; Ester, todavía menos. Lamentaba la muerte de Ana más de lo que creyera. Quedaría trastornado por semanas.
Muy pronto tía Ester marchó fuera y tía Julita empezó a moverse por allí «para hacer todo lo necesario», y así, dos veces se dio contra algo. El viejo Jolyon, salido de su ensueño, aquel ensueño de tiempos más pretéritos, la miró duramente y se fué también. Sólo James quedó junto al lecho mortuorio; miró furtivamente a su alrededor, y comprobando que no le veían, inclinó su elevada estatura, besó la frente muerta y salió. Se encontró a Smither en el pasillo y le preguntó por el funeral, y viendo que ella no sabía nada, se quejó amargamente de que si nadie se ocupaba, saldrían mal las cosas. Lo mejor sería que avisase al señor Soames, quien sabía todo lo que había de hacer; su señor estaría muy agobiado, y más que otra cosa, necesitaría que se ocupasen de él. En cuanto a las señoritas, no servían para nada, no tenían arrestos. También se pondrían malas, para acabarlo de arreglar, no le quedaba duda. Lo mejor sería avisar ya al médico. Las cosas hay que hacerlas a tiempo. En eso le parecía que su hermana Ana no había estado acertada. Si se hubiera puesto en manos del doctor Blank, ahora estaría viva. Smither podía mandar recado a Park Lane en cualquier ocasión que necesitase orientación o consejo. Desde luego, su coche estaba dispuesto para el funeral. ¿No tendría por allí un vasito de vino y una galleta? No había almorzado…
Los días que precedieron al funeral pasaron lentamente. Se sabía de tiempo atrás que Ana dejaría su dinero a Timoteo. No había, por tanto, razón alguna para la menor agitación. Soames era el único albacea y se encargó de arreglarlo todo, y oportunamente envió el siguiente aviso a los varones de la familia:
A……………………………
Agradeceremos su asistencia al funeral por el alma de miss Ann Forsyte que tendrá lugar en el cementerio de Highgate, a las doce horas del día 1 de octubre.
Los coches podrán tomarse en «El Arquero», en la carretera de Bayswater, a las 10,45. Se ruega no lleven flores.
Rogamos acuse de recibo.
Llegó la mañana del 1 de octubre. Fría, gris, bajo un cielo típicamente londinense. A las diez y media, el primer coche, el de James, llegó. Iban en él James y su yerno Dartie, hombre muy elegante, de cara pálida y grasienta, adornada de bien recortados bigotes, amplio pecho finamente enlevitado y aquella inevitable insinuación de patillas que, evitando los efectos del más enérgico afeitado, parece la prueba de algo profundamente integrado en la personalidad del que se afeita y que es generalmente característica del especulador.
Soames, en su calidad de albacea, recibía a los que llegaban, pues Timoteo seguía en cama; se levantaría después del funeral, y las tías Julita y Ester no bajarían hasta que todo hubiera terminado, cuando habría de disponerse comida para cualquiera de los asistentes que quisiera volver a la casa. Llegó después Roger con sus tres hijos, cojeando todavía por efecto del último ataque de gota. El cuarto de sus vástagos, Jorge, llegó casi inmediatamente después y se detuvo en el hall para preguntar a Soames cómo le iba en su oficio de enterrador.
No se querían el uno al otro.
Después vinieron dos Haymans, Giles y Jesse, perfectamente silenciosos, y muy vestidos, con vueltas especiales en sus pantalones de etiqueta. Después, el viejo Jolyon. Después, Nicolás, con la cara llena de saludable color y un movimiento alegre, cuidadosamente velado, en cabeza y cuerpo. Uno de sus hijos vino tras él, melifluo y contristado. Swithin Forsyte y Bosinney llegaron al mismo tiempo, y se pararon en la puerta a cederse mutuamente el paso, pero al abrirse la puerta, quisieron entrar simultáneamente; en el hall se entregaron a disculpas y a nuevas finezas, y al fin Swithin, arreglándose la ropa, que se había desarreglado en el coche, subió lentamente las escaleras. El otro Hayman; dos hijos casados de Nicolás, juntamente con Tweetyman, Spender y Warry, maridos de Forsytes hijas de Hayman, llegaron también. Eran, pues, veintiuno en total, sin faltar ningún hombre de la familia, excepto Timoteo y el joven Jolyon.
Al entrar en el salón escarlata y verde, tan en contraste con sus ropas de luto, todos trataron nerviosamente de encontrar sitio, para ocultar un poco al sentarse la enfática negrura de sus pantalones. Parecía haber una especie de cinismo en el color de pantalones y guantes, una especie de exageración de sus sentimientos: y muchos lanzaban miradas de secreta envidia al Pirata, que no llevaba guantes y que llevaba pantalón gris. Flotaba en el aire un murmullo apagado de conversaciones; en ellas, nadie hablaba de la difunta, sino que todos se preguntaban el uno por el otro, como si el manifestar noticias personales fuera algo así como derramar vino en honor de la muerta.
De pronto dijo James:
—Bueno, yo creo que debiéramos ya partir.
Bajaron la escalera, y de dos en dos, según habían sido instruidos, tomaron los coches.
El cortejo partió a paso lento; los coches se movían en lenta sucesión. En el primero iban el viejo Jolyon y Nicolás; en el segundo, los gemelos Swithin y James; en el tercero, Roger y el joven Roger; Soames, el joven Nicolás, Jorge y Bosinney, en el cuarto. Cada uno de los restantes vehículos, ocho en total, llevaba tres o cuatro parientes; detrás iba el coche del médico, y, finalmente, a una distancia decorosa, iban coches de alquiler con empleados de la familia y criados. Además, y vacío, iba un último coche que no llevaba a nadie, constituyendo el decimotercero de la sucesión.
Mientras seguía la carretera de Bayswater, la procesión llevaba paso retardado, pero al seguir por caminos menos importantes, se ponía al trote, que volvía a retardar en calles elegantes. Por fin, llegaron a su destino. En el primer coche, el viejo Jolyon y Nicolás hablaban de sus testamentos. En el segundo, los mellizos, tras un solo intento de conversación, se habían sumido en el silencio, pues ambos eran sordos y el esfuerzo de entenderse hubiera sido demasiado. Solamente una vez intentó James que se hablara.
—Pues ya habrá que irse buscando algún terrenito en el cementerio. ¿Has hecho tú ya algo?
—No me hables de esas cosas…
En el tercer coche se mantenía a intervalos una conversación bastante inconexa acerca del límite de vida que habían alcanzado, y Jorge estimó:
—Bueno, ya era hora de que la pobre vieja se marchara al otro mundo.
Él no creía que se debía pasar de los setenta. El joven Nicolás pensaba que la regla no era de aplicación para los Forsytes. Jorge explicó que si llegaba a los sesenta, se suicidaría. El joven Nicolás, muy sonriente y dándose palmaditas en la cara, expresó la opinión de que a su padre no le gustaría semejante idea: había hecho muchísimo dinero de los sesenta en adelante, Sí, setenta era el límite superior. Entonces ya era hora de irse y dejar el dinero a los hijos, opinaba Jorge. Soames, que hasta el momento se había mantenido silencioso, intervino en la conversación. No había olvidado la chirigota de la «profesión de enterrador», y manifestó que todo eso estaba muy bien para la gente que no sacaba ni dos céntimos con su trabajo. Él procuraría vivir lo más posible. Esto era una puñaladita para Jorge, que sabido era andaba muy mal. Bosinney murmuró distraídamente:
—Ya parece que llegamos —y Jorge, bostezando, no dijo nada, con lo que la conversación decayó.
Al llegar, llevaron al féretro a la capilla, y de dos en dos, el acompañamiento siguió detrás. Esta guardia masculina, ligada a la muerta por razones de parentesco, era una impresionante y singular visión de la gran ciudad de Londres, con su impresionante diversidad de vida, sus innumerables tendencias, placeres, deberes, sus terribles dificultades, su terrible llamada al aislamiento…
La familia se había reunido para triunfar de todo esto, para mostrar una tenaz unión, para dar una ilustración gloriosa de que la ley de la prosperidad, siendo el terreno básico de las raíces del árbol familiar, le había hecho medrar y desarrollarse, e invadiendo con su savia tronco y ramas, le había dado la plenitud en el momento oportuno. El espíritu de la anciana que dormía su último sueño los había convocado para esta gran demostración. Era su llamada final a aquella unidad que había sido su fuerza; su triunfo definitivo, el haber muerto cuando el árbol había alcanzado el desiderátum[12] de plenitud.
Se había evitado ver algunas ramas caer por su propio peso. Ya no podría leer en los corazones de los que la sobrevivían. La misma ley que la había forjado a ella, transformándola de joven alta y derecha en mujer fuerte, de mujer fuerte en anciana angulosa y débil. Aquella misma ley estaba forjando, había ya forjado aquella familia, mirándola como una madre mira a sus hijos.
Había visto su familia joven, en desarrollo; la había visto fuerte y crecida, y antes que sus ojos pudieran ver ninguna decadencia, se habían cerrado para siempre. Ella hubiera tratado, y quién sabe si lo hubiera conseguido, de mantenerla pujante y fuerte con la acción de sus manos débiles y de sus besos temblorosos, un poco más, un poquito más… Pero ¡ay!, ni la tía Ana hubiera podido vencer a la Naturaleza.
«Antes de caer nos vence el orgullo»… De acuerdo con esto, la más grande de las ironías de la Naturaleza, la familia Forsyte se reunía para una última y orgullosa exhibición, antes de caer. Sus caras, a la izquierda y a la derecha, estaban casi todas inclinadas, impasibles, hacia el suelo, guardando, celosas, sus secretos pensamientos; pero aquí o allí, alguna se alzaba llevando un pliegue profundo en el entrecejo, como si en las paredes de la capilla estuviera viendo, o de algún sitio estuviera oyendo, algo terrible y aterrorizador. Y los rezos, murmurados muy bajo, en voces sintonizadas, con el mismo timbre familiar, sonaban fantásticos, como duplicados y multiplicados por una misma y única persona.
Terminado que fué el oficio religioso, el cortejo volvió a desfilar tras el cadáver hacia la tumba. La fosa estaba abierta, y a su alrededor había hombres vestidos de negro.
Desde aquel alto y sagrado terreno, donde miles de miembros de la clase media acomodada dormían su último sueño, las miradas de los Forsytes repasaron la multitud innúmera de sepulcros. Allí, extendido en la distancia estaba Londres, sin sol, llorando la pérdida de su hija, acompañando en su duelo a aquella familia que había perdido su madre y su guardián. Cien mil nichos y panteones y casas, desdibujadas en la gris tela de araña del sagrado recinto, yacían como adoradores postrados ante la tumba de aquella Forsyte, la más vieja de todos.
Unas cuantas palabras, un rocío de tierra, el descenso del ataúd, y tía Ana había empezado a descansar eternamente.
Alrededor, cinco fedatarios del comienzo de aquel largo descanso, cinco hermanos que con cabezas inclinadas procuraban que Ana estuviera cómoda en donde quedaba. Su poca riqueza quedaba atrás, pero de todas formas se hizo todo lo posible.
Después, severamente, se hicieron a un lado. Y después, poniéndose los sombreros, se inclinaron a inspeccionar la nueva inscripción en el mármol de la tumba que ya era familiar:
DESCANSE EN PAZ
ANA FORSYTE
HIJA DE LOS ANTERIORES
JOLYON Y ANA FORSYTE
QUE DEJÓ ESTA VIDA EL DÍA 27
DE SEPTIEMBRE DE 1880
CONTANDO OCHENTA Y SIETE AÑOS Y CUATRO DÍAS
Muy pronto quizá hubiera que redactar otra inscripción para alguno. Era extraño e intolerable; ninguno había pensado en que tendría que ser así, que también los Forsyte tendrían que morir. Y todos y cada uno sintieron deseos vehementes de separarse de aquel dolor, de aquella escena que les recordaba cosas cuyo pensamiento no podían soportar. Marchar, marchar rápidamente, volver a los negocios y olvidar…
Hacía frío. El viento, cual una fuerza lenta desintegradora, soplaba desde lo alto de la colina sobre las tumbas y los alcanzaba a ellos, haciéndoles daño con su gélida respiración. Empezaron a disgregarse en pequeños grupos, y con toda la rapidez de que fueron capaces se metieron en sus coches.
Swithin manifestó que él podía volver a comer a casa de Timoteo y ofreció llevar a alguno en su coche. El ir en el vehículo de Timoteo se consideraba dudoso privilegio, pues no era grande; nadie aceptó, y él se marchó solo. James y Roger siguieron inmediatamente después; también irían allí a comer. Los demás se desparramaron lentamente, llevándose el viejo Jolyon a tres sobrinos en su carruaje, pues necesitaba verse entre rostros jóvenes.
Soames, a quien quedaban algunos detalles que arreglar en el cementerio, se separó con Bosinney. Tenía mucho que hablar con él, y una vez terminados sus asuntos, anduvieron hasta Hampstead y comieron juntos en la Posada del Español, dedicando largo rato a detalles concretos referentes a la construcción de la casa; después tomaron el tranvía que los llevó hasta Marble Arch, de donde Bosinney se dirigió a Stanhope Gate para ver a June.
Soames se sentía de excelente humor cuando llegó a su casa; informó a Irene que había hablado un buen rato con Bosinney, que realmente parecía un sujeto razonable; se habían dado además un buen paseo que le había sentado de primera para el hígado —llevaba algún tiempo que necesitaba hacer más ejercicio—. Y en definitiva, había sido un día totalmente satisfactorio. Si no hubiera sido por la pobre tía Ana, hubieran ido al teatro. Pero no había más remedio que quedarse en casa y pasarlo lo mejor posible.
—El Pirata ha preguntado por ti varias veces —dijo repentinamente. Y llevado de un inexplicable deseo de confirmar su propiedad, se levantó de la silla y le plantó un beso a su mujer en el hombro.