VIII

Todos los Forsytes, como todo el mundo sabe, tienen su caparazón, al igual que ese sustancioso animal que permite hacer tan rica sopa; en otras palabras: no se los ve nunca, y de vérselos no se los reconocería, sin la casa a cuestas, casa que, en el sentido más amplio de la palabra, se compone de circunstancias, propiedades y esposa todo lo cual parece que se mueve con ellos en su caminar por el mundo. Es inconcebible un Forsyte sin esa casa, tan inconcebible como una novela sin argumento, que ya se sabe es anomalía.

Ante los ojos forsyteanos, Bosinney parecía sin casa, uno de esos raros y desafortunados hombres que van por la vida rodeados de circunstancias, propiedades y esposas que no son de ellos.

Su vivienda, en la calle Sloane, en un ático, en cuya puerta había un cartel: «Felipe Bosinney, arquitecto», no era la vivienda de un Forsyte. No tenía otro sitio para recibir como no fuera su habitación de trabajo, y una buena parte de ella estaba encortinada para ocultar los objetos más necesarios: una cama, una butaca, unas cuantas pipas, una caja de botellas, unas novelas y unas zapatillas. La parte dedicada a cuarto de trabajo tenía el mobiliario acostumbrado: un armario con casillero, una mesa redonda de roble, un lavabo desmontable, algunas sillas muy duras y un tablero de dibujo de grandes dimensiones, lleno de planos y diseños. June había estado allí dos veces a tomar el té, mientras una tía de su novio hacía de carabina.

Se creía que disponía de un dormitorio en la parte trasera del piso.

Según lo que la familia había podido comprobar, sus ingresos consistían en dos puestos de consejero técnico con veinte libras de sueldo anual, junto con algún extra que otro, y —y esto era ya más digno e importante— una renta, heredada de su padre, de ciento cincuenta libras al año.

Lo que se sabía acerca de tal padre no era muy convincente. Parecía haberse tratado de un médico rural con ejercicio en Lincoln y oriundo de Cornwall, de aspecto raro y tendencias byronianas, tipo muy conocido en su país. Un tío político de Bosinney, apellidado Baynes, de la firma Baynes Bildeboy, Forsyte por temperamento, ya que no de nombre, era poco comparable a su cuñado.

—Era rarísimo —decía del padre de Bosinney—. Siempre hablaba de sus hijos mayores diciendo que eran buenos, pero apagados… Y, sin embargo, todos han llegado muy alto en el Cuerpo Administrativo Colonial. Al único que quería de verdad era a Felipe. A veces, le he oído hablar de la forma más extraña; una vez me dijo: «Yo te aconsejaría, mi querido amigo, que procures que tu mujer nunca se entere de lo que piensas». Pero yo no seguí su consejo. ¡No faltaba más! Era un excéntrico. Siempre le decía a Felipe: «Aunque no vivas como un caballero, procura morir como tal». Y él mismo se hizo amortajar de levita y con corbata de raso con alfiler de diamante. Era un tipo original, lo digo yo…

Del propio Bosinney hablaba acaloradamente, con un dejo de lástima:

—Ha heredado algo del byronismo de su padre. Fijaos la oportunidad que desaprovechó dejando mi oficina para irse por ahí seis meses con la maleta al hombro para… ¿Sabéis para qué? ¡Pues para estudiar arquitectura extranjera! ¿Qué iba a sacar de eso? Pero, mira…, es muy inteligente. Mas con esas cosas no saca ni cien libras al año. En lo que ha tenido acierto es en el noviazgo este. Eso le hará arreglarse, que bien lo necesita: es un sujeto de esos que se pasan todo el día durmiendo y que están levantados de noche. Y eso oí porque no tiene método para nada. Pero de vicios, nada…; de eso, ni hablar. El viejo Forsyte es un hombre muy rico.

El señor Baynes se hizo muy simpático a June, que frecuentemente iba a su casa en la plaza de Lowndes.

—Esta casa del señor Soames Forsyte (¡Qué hombre de negocios es!) —solía decirle a June— es lo que necesitaba Felipe. Usted ahora, señorita, no debe exigirle mucho tiempo. Hay que sacrificarse, hay que sacrificarse… Ahora tiene él que abrirse camino. Cuando yo tenía su edad trabajaba día y noche. Mi mujer solía decirme: «Bobby, no trabajes tanto, piensa en tu salud». Pero yo nunca me permití perder un minuto.

June se había quejado de que su novio nunca tenía tiempo de ir a Stanhope Gate.

Y la primera vez que fué, después de mucho tiempo, cuando todavía no habían hablado ni un cuarto de hora, por una de esas coincidencias en que estaba especializada, llegó la señora de Septimus Small. De acuerdo con lo que tenían previsto si el caso se presentaba, Bosinney se levantó para meterse en el despachito de al lado y aguardar a que se marchara.

—Pero, hijita —dijo la tía Julita—, ¡si está delgadísimo! Siempre les pasa a los enamorados eso; pero tú no debes descuidarte: hazle que tome extracto de carne Barlow; a tu tía Swithin le sentó muy bien.

June, la figurilla erecta ante el hogar, con la carita haciendo muecas de desagrado, pues consideraba la inoportuna visita de su tía como una ofensa personal, replicó con desprecio:

—Es que está muy ocupado. La gente que hace algo que merece la pena no está gruesa nunca.

La tía Julita hizo un puchero, ella había sido siempre flaca, pero la única satisfacción que aquello le proporcionaba era la posibilidad de desear estar gorda.

—No creo —dijo quejumbrosa— que debieras permitir que le llamen el Pirata; a la gente le podía llevar a sentir desconfianza, ahora que va a hacer una casa para Soames. Supongo que se esmerará; puede ser muy importante para él; además Soames tiene tan buen gusto…

—¡Gusto! —exclamó June destellando cólera—. No daría yo ni tanto así por su buen gusto ni por el de nadie de la familia.

La señora de Small quedó muy sorprendida.

—Tu tío Swithin —dijo— siempre ha tenido muy buen gusto. Y la casita de Soames es encantadora, no dirás que no…

—Pchs… Y eso es por Irene.

La tía Julita quiso decir algo agradable.

—¿Y qué le parece a Irenita la idea de vivir en el campo?

June la miró fijamente, con una mirada como si todas sus potencias se hubieran concentrado en sus ojos. Pero pasó aquel mirar… para que otra mirada aún más taladrante viniera a sus pupilas. Replicó imperiosamente:

—Pues ¿qué le ha de parecer? Pues muy bien.

La señora de Small se estaba poniendo nerviosa.

—No sé…, creí que le disgustaría separarse de sus amigos. Tu tío James dice que no tiene demasiado interés por las cosas. Nosotros creemos, quiero decir que Timoteo cree, que debiera salir y moverse más. Tú la echarás mucho de menos, ¿verdad?

June entrelazó sus dedos con fuerza tras la nuca.

—Lo que yo querría es que el tío Timoteo se metiera en lo que le importe.

La tía Julita se levantó todo lo larga que era.

—Él nunca habla de lo que no le importa.

Por un instante, June se sintió pesarosa. Se acercó a su tía y le dio un beso.

—Perdona, tía, pero es que me gustaría que dejaran a Irene en paz.

La tía Julita, incapaz de pensar nada más sobre el asunto que fuera adecuado, quedó callada. Se disponía a marcharse, abrochándose el abrigo de seda y tomando sus impertinentes verdes.

—¿Y cómo está el abuelo? —preguntó en el hall—. Se encontrará muy solo ahora que dedicas todo tu tiempo al señor Bosinney —se inclinó y la besó, y con su pasito corto se fué.

A June se le saltaron las lágrimas. Corrió al despacho donde estaba Bosinney entretenido dibujando pájaros en un sobre, y se sentó a su lado, exclamando:

—¡Oh, Phil, qué repugnante es todo esto! —y su corazón estaba tan ardiente como el color de su pelo.

Al domingo siguiente por la mañana, cuando Soames se estaba afeitando, le trajeron recado de que Bosinney le esperaba y quería verle. Abrió la puerta que daba al tocador de su mujer y dijo:

—Bosinney está abajo. Ve tú y recíbele mientras yo termino. Bajo en seguida. Será para algo de los planos.

Irene le miró sin replicarle, dio el último toque a su vestido y bajó.

Soames no sabía lo que pensaba sobre lo de la casa. No había dicho nada en contra, y por lo que tocaba a Bosinney, estaba con él bastante afable.

Desde la ventana de su cuarto de aseo pudo verlos hablando en el patinillo.

Se dio prisa con el afeitado y se cortó dos veces. Los oía reír y pensó: «Bueno; parece que, con todo, se llevan bien».

Como había supuesto, Bosinney había venido a buscarle para que fuera a ver los planos.

Cogió el sombrero y salió.

Los planos estaban extendidos sobre la mesa de nogal del cuarto del arquitecto; y pálido, imperturbable, queriendo enterarse bien, Soames se inclinó sobre ellos sin hablar durante largo tiempo.

Al final dijo con extrañeza:

—Es una cosa rara.

Se trataba de un edificio rectangular, de dos pisos, dispuesto todo alrededor de un patio interior cuadrado. Este patio, rodeado por una galería en el piso alto, estaba cubierto de cristales, soportados por ocho columnas que arrancaban en el suelo.

En verdad que era, a los ojos de Forsyte, una casa rara.

—Hay mucho sitio desaprovechado —dijo Soames.

Bosinney empezó a andar por la habitación y a Soames no le gustó la cara que puso al oírle.

—La base fundamental es que dispondrá usted de aire para respirar como un caballero…

Soames extendió el índice y el pulgar, como midiendo la cantidad de distinción que iba a adquirir, y replicó:

—Sí, sí…, ya lo veo.

Aquella mirada peculiar de Bosinney que venía a sus ojos indicando que le asaltaba el entusiasmo apareció.

—He tratado de proyectarle una casa que tenga carácter y grandeza en sí misma. Si no le gusta es mejor que lo diga, pues hay que tenerlo todo en cuenta. Pero ¿cómo se puede pretender grandeza en una casa queriendo meter aquí o allá un lavabo extra? —y puso el dedo repentinamente en la zona de la izquierda del rectángulo, diciendo—: Aquí puede usted bailar si quiere. Es para sus cuadros, y está separado del patio por unos cortinajes. Los retira usted y le queda un espacio de cincuenta y uno por veintitrés con seis. Aquí en el centro hay una doble estufa, con una cara que mira al patio y la otra a la galería de los cuadros; toda esta pared del fondo es una ventana, desde donde le entra luz sudeste, con luz del norte por el patio. El resto de los cuadros los puede poner en la galería de arriba y en otras habitaciones. En arquitectura —continuó, y aunque miraba a Soames parecía no verle, lo que producía a éste una sensación desagradable—, como en la vida, no se obtiene grandiosidad sin regularidad. Algunos dicen que eso está pasado de moda. Se trata de chocar siempre, no se piensa en plasmar el principio fundamental de la vida en nuestra habitación; llenamos nuestras casas de adornos, de baratijas, de rinconcitos, de cosas que nos choquen a la vista. Y debe ser todo lo contrario: proporcionar descanso a los ojos. Destacar lo que se quiera destacar con algunos, pocos, trazos fuertes, y nada más. Todo está en la regularidad. Sin regularidad no hay grandiosidad.

El Soames inconscientemente irónico fijó sus ojos en la corbata de Bosinney, que se separaba mucho de la perpendicularidad. Además iba sin afeitar, y todo su vestido no era notable por su regularidad precisamente. Toda la regularidad de que hablaba parecía írsele en la arquitectura.

—¿No parecerá un poco un cuartel? —preguntó.

No recibió respuesta inmediata.

—Ya veo lo que le pasa —dijo al fin Bosinney—. Usted lo que quiere es una casa a lo Littlemaster, una de esas casas lindas y cómodas donde los criados viven en guardillas y la puerta principal está hundida en la casa para que tenga usted la sensación de salir dos veces. Pues nada, decídase por Littlemaster, que ya verá lo que le gusta. Yo le conozco bien.

Soames se alarmó. Realmente le habían gustado los planos, y el ocultar su satisfacción había sido cosa instintiva. Le era difícil hacer un cumplido a nadie. Despreciaba a la gente que derrochaba elogios.

Se encontraba ahora en la embarazada posición de quien tiene que decir una fineza o correr el riesgo de perder una cosa buena. Bosinney era muy capaz de romper los planos y rehusar trabajar para él; una especie de niño caprichoso y mal criado.

Y este infantilismo de persona mayor tenía un efecto casi hipnótico en Soames, pues él nunca había sido así.

—Sí —murmuró al fin—. Verdaderamente es, es… original.

Sentía una secreta desconfianza y disgusto por la palabra original, y le pareció que se habla descubierto al pronunciarla.

Bosinney pareció complacido. Palabras así gustaban a sujetos semejantes. Y su éxito dio ánimos a Soames.

—Es… una gran casa —dijo.

—Espacio, aire, luz —oyó que murmuraba Bosinney. No se puede vivir como un caballero en una casa de Littlemaster. Construye para fabricantes.

Soames hizo un movimiento despectivo. Ahora que había sido clasificado entre los caballeros, por todo el dinero del mundo no consentiría en que le clasificasen entre los fabricantes. Pero su desconfianza innata por lo general y abstracto revivió. ¿Qué falta hacía el hablar de regularidad y grandiosidad? Tenía el presentimiento de que la casa iba a resultar fría.

—Irene no puede soportar el frío —expuso.

—¡Ah! —dijo sarcásticamente Bosinney—. ¿Su señora? ¿No le gusta el frío? Pues ya lo tendré en cuenta, no pasará frío. Mire esto. Y señaló a cuatro marcas pactadas a intervalos regulares en las paredes del patio. Le he puesto radiadores de agua caliente de aluminio. En proyectos buenos suelen ponerse.

Soames se llenó de sospechas.

—Sí, sí, muy bien; ¿pero costará mucho?

El arquitecto sacó un papel del bolsillo.

—La casa, desde luego, ha de ser totalmente de piedra; pero como supongo que le parecerá demasiado, he contratado una buena imitación. Ha de llevar techado de cobre, pero lo pondremos de pizarra verde. En definitiva, incluyendo la herrería, le costará a usted ocho mil quinientas.

—¿Ocho mil quinientas? Bueno… Yo le puse como límite ocho mil.

—Pues no se puede disminuir ni un penique —replicó fríamente Bosinney—. O lo toma o lo deja.

Era la única forma, probablemente, en que semejante proposición podía habérsele hecho a Soames. Quedó pasmado. La conciencia le decía que debía dejarlo todo. Pero el proyecto era bueno, y él lo apreciaba: todo estaba perfectamente acabado, tenía dignidad. Los cuartos de los criados eran excelentes también. Viviendo en semejante casa ganaría prestigio. Todo tan bien arreglado, tan fuera de lo corriente…

Continuó observando los planos mientras Bosinney se vestía y afeitaba.

Los dos volvieron a Montpellier Square en silencio. Soames, mirando al otro con el rabillo del ojo.

El Pirata era bastante guapo, le parecía a Soames cuando iba arreglado decentemente.

Irene estaba entretenida con sus flores cuando los dos hombres entraron.

Propuso mandar al otro lado del parque a buscar a June.

—No, no, que tenemos todavía que hablar de negocios —dijo Soames.

Durante la comida estuvo casi cordial, instando constantemente a Bosinney para que comiera. Le agradaba ver al arquitecto tan animado, y le dejó pasar la tarde con Irene mientras él marchó a ver sus cuadros, según su hábito dominical. A la hora de merendar bajó al salón y se los encontró, como esperaba, charlando por los codos.

Sin que le vieran, desde la puerta los observaba, congratulándose de que las cosas hubiesen tomado tan buen giro. Era una suerte que ella y Bosinney se llevaran bien; parecía que Irene iba haciéndose a la idea de la casa nueva.

En la tranquilidad del cuarto de los cuadros se había decidido a gastar las quinientas si era necesario, pero confiaba en que la agradable tarde que había pasado hubiera suavizado los cálculos de Bosinney. Sin duda era cosa que Bosinney podía remediar si quería; habría una docena de modos de abaratar la construcción de una casa sin que se perdiera el efecto.

Así, aguardó la oportunidad de estar Irene sirviendo al arquitecto la primera taza de té. Un rayo de sol que se filtraba por el encaje de las cortinas le daba a ella en el rostro, presentándole más vivos y más brillantes los ojos. Quizá era el mismo resplandor lo que también avivaba la cara de Bosinney y le daba aquel mirar sorprendido que tenía.

Soames odiaba los rayos del sol, y pronto se levantó a correr las cortinas. Tomó de manos de su esposa su taza, y dijo de manera más fría de lo que se había propuesto:

—¿No ve ningún modo de hacerlo por ocho mil, como quedamos al principio? Habrá un montón de cosas pequeñas que pueda usted modificar.

Bosinney se bebió su té de un trago, dejó la taza y contestó:

—¡No hay ningún medio!

Comprendió Soames que su sugerencia había chocado con alguna fibra de vanidad personal del arquitecto.

—Bueno, hágalo usted como lo crea conveniente —aceptó de mala gana.

Unos instantes después Bosinney se levantó para irse, y Soames se levantó también para despedirle a la puerta. El arquitecto parecía absurdamente contento. Tras verle marchar con paso animado, Soames volvió malhumorado a la sala donde Irene estaba recogiendo unos papeles de música, y llevado por una invencible curiosidad, le preguntó:

—Bueno. ¿Qué piensas tú del Pirata?

Miró la alfombra mientras ella le respondía, y tuvo que aguardar bastante. Al fin, la respuesta vino:

—No sé.

—¿Te parece guapo?

Irene sonrió. Y le pareció a Soames que se estaba burlando de él.

—Sí —contestó—. Mucho.