VII

El viejo Jolyon salió aquella tarde del campo de cricket de Lord con intención de irse a casa. Pero antes de llegar a Hamilton Terrace había cambiado de idea: llamó un coche y dio un número de Wistaria Avenue al cochero. Había llegado a una resolución.

En toda la semana, June casi nunca había estado en casa, no le había acompañado nada. Y esto no era nuevo. Desde que entró en relaciones con Bosinney estaba sucediendo así. Pero él no le pedía compañía, pues no era su costumbre pedir nada a nadie. Le había dado a ella por Bosinney, y le dejaba tan tranquila completamente solo en aquella enorme casa, rodeado de sirvientes y sin un alma con quien comunicar. El Club lo tenía cerrado por limpieza general. Su oficina estaba en vacación. No había, pues, nada que le llevase a la City. June quería que se fuera unos días a descansar, pero ella no quería ir porque Bosinney estaría en Londres.

Pero ¿adónde iba a ir él solo? No iba a ir al extranjero sin que nadie le acompañase, pues el mar le trastornaba el hígado y además odiaba los hoteles, Roger había marchado a un balneario, pero no iba a hacer él esas cosas a sus años. Todos esos balnearios de moda eran un puro engaño.

En semejante estado de ánimo, le invadió una gran tristeza; las arrugas de la cara se le profundizaron y los ojos expresaban esa melancolía que sienta tan mal en un rostro hecho a reflejar serenidad y fuerza.

Y así, aquella tarde se dirigió a través del parque de San Juan, pasando entre los arbustos redondeados y las acacias bañadas en luz dorada. Y miró a su alrededor con interés, pues ésa era una zona que ningún Forsyte cruzaba sin abierta autodesaprobación y secreta curiosidad.

Su coche paró frente a una casa pequeña, de ese color indefinido que da la falta de revoco frecuente.

Se apeó con apostura extremadamente compuesta, con su gran cabeza ornada de blancos mostachos y blancos cabellos, muy levantada bajo la enorme chistera, la mirada firme y un tanto colérica. ¡Verse conducido a esto!

—¿Está la señora de Forsyte en casa?

—Sí, señor. ¿De parte de quién, me hace el favor?

Y el viejo Jolyon no pudo evitar hacerle un guiño a la muchacha al decirle su nombre. Le parecía un renacuajo muy divertido.

La siguió a través de un hall muy oscuro que daba a una salita con muebles cubiertos de cretona, y la muchacha le indicó una silla.

—Están todos en el jardín, señor; en seguida les aviso.

Se sentó en la silla enfundada en cretona y echó una mirada a la habitación. Le pareció todo muy pobretón. Había un aire —no sabía en qué consistía— de modestia extremada, de quiero y no puedo… por más que quiera. No había ni un mueble que valiera un billete de cinco libras. Las paredes, descuidadas hacia sin duda mucho, estaban adornadas con acuarelas. En el techo había una buena grieta.

Aquellas casitas eran todas viejas. Seguramente que no rentarían más de cien libras al año. Pensar que un Forsyte vivía así le hacía más daño de lo que esperaba. ¡Que su hijo —su propio hijo— viviera en semejante sitio!

La muchacha volvió.

—¿Sería tan amable que fuera al jardín?

La siguió a través de una ventana practicable, y al bajar los escalones notó que necesitaba una buena mano de pintura.

El joven Jolyon, su esposa, sus dos hijos y el perro Baltasar estaban todos bajo un peral.

El dirigirse hacia ellos fué el acto que más valor requirió en toda la vida del viejo Jolyon; pero no se alteró ni un músculo de su cara, ningún gesto nervioso le traicionó. Mantuvo los ojos fijamente clavados en el enemigo…

En aquellos dos minutos demostró a la perfección aquellas cualidades de fortaleza inconsciente, equilibrio y vitalidad que hicieran de él y de otros de su clase el corazón y la fibra del país. En la dirección callada y nada ostentosa de sus negocios, en el abandono y desprecio de todo lo demás, tipificaba el individualismo esencial que nace en Britania del natural aislamiento del país.

El perro Baltasar olisqueó las bocas de sus pantalones, pues este simpático y cínico mestizo, producto de ocasionales amores de un perro de lanas raso y de una foxterrier, tenía una nariz que se deleitaba en los olores desusados.

Pasados que fueron los extraños saludos, el viejo Jolyon se sentó en una silla de mimbre, y sus dos nietos, uno a cada lado de sus piernas, le miraban en silencio, extrañados de aquel hombre tan viejo.

No se parecían nada, como si estuvieran demostrando la diferencia de circunstancias en que habían nacido. Jolly, que nació en el pecado, tenía una cara redondita con hoyuelos en las mejillas y el pelo de estopa revuelto sobre la frente. Su aire era de amable testarudez y sus ojos de Forsyte; la pequeña Holly, que nació en matrimonio, era un espíritu solemne, con piel morena y los ojos grises y pensativos de su madre.

El perro Baltasar, tras darse una vuelta alrededor de los tres macizos de flores para demostrar su indiferencia por las cosas de la sociedad y la vida, se había sentado frente al viejo Jolyon, agitando su cola retorcida y mirándole sin pestañear.

Hasta en el jardín, aquel aire de pobretería acosaba al viejo Jolyon; la silla de mimbre había crujido cuando se sentara, los arriates parecían deslucidos; más lejos, junto al muro, los gatos habían trazado un camino de arañazos.

Mientras el abuelo y los nietos se miraban con el interés y la fijeza propios del escrutinio entre los muy jóvenes y los muy viejos, el joven Jolyon miraba a su mujer.

Su carita ovalada y fina se había teñido de rubor y sus grandes ojos grises miraban al suelo. Su cabello, ondulado en ondas largas hacia atrás, ya tiraba a gris, y este color ceniciento daba a su rubor un carácter doloroso.

En su rostro había algo que su marido no había visto nunca: un resentimiento con mezcla de deseo de algo y de miedo. Estaba callada.

Jolly llevaba el peso de la conversación: Tenía muchas cosas, y le interesaba que aquel hombre de los bigotes grandes, que cruzaba las piernas como su padre —hábito que él mismo estaba intentando adquirir—, se percatara bien de sus riquezas. Pero como era un Forsyte, aunque no tenía todavía ocho años, no mencionaba lo que más tenía preso su corazón: una caja de soldados que había visto en un escaparate y que su padre le había prometido comprar. Sin duda le parecía algo demasiado precioso; mencionarlo sería tentar a la Providencia.

Y la luz del sol, filtrándose entre las hojas del peral, que hacía ya mucho no daba peras, alumbraba aquella reunión de tres generaciones, tranquilamente constituida bajo el árbol.

La cara del viejo Jolyon se iba enrojeciendo por zonas, como se enrojece siempre la cara de un viejo por la acción del sol. Tomó una de las manitas de Jolly y el niño se subió a una de sus piernas; la niña Holly, hipnotizada por lo que veía, se subió a la otra también. Los bufidos del perro Baltasar sonaban rítmicamente.

Repentinamente, la joven señora de Jolyon se levantó, y corriendo se metió en la casa. Unos instantes después, murmurando una excusa, su marido la siguió. El viejo Jolyon quedó a solas con sus nietos.

Y la naturaleza, con una de sus extrañas ironías, empezó a desarrollar en él una de sus extravagantes revoluciones, imponiendo sus leyes ineluctables en el fondo de su corazón. Y aquella ternura por los niños, aquella pasión por la vida en sus comienzos, que una vez le hizo dejar a su hijo por quedarse con la pequeña June, le llevaba ahora a dejar a June para quedarse con sus nietos pequeñines. La juventud, como una llama, ardía siempre en su pecho, y a la juventud se inclinaba, a aquellos miembros pequeños y delicados que reclamaban cuidado, a las caritas redondas que tan irrazonablemente eran solemnes o aparecían alegres, a las lengüecillas torpes, al reír agudo, a las manitas que insistentes tocan y tocan, al contacto con los cuerpecillos pequeños contra sus piernas, a todo lo que era joven y joven y definitivamente joven. Y sus ojos se llenaron de dulzura, y su voz y sus manos venosas se hicieron blandas, y blando se le puso el corazón, convirtiéndose para aquellas criaturas en lugar deleitoso y en lugar seguro, donde los llevaría siempre con sus juegos y sus risas. Y como la luz de un sol, de la vieja silla de mimbre irradió la alegría de tres corazones.

Mas para el joven Jolyon las cosas eran muy distintas en el cuarto de su mujer.

La encontró sentada en una silla frente al espejo del tocador, con las manos cubriéndole la cara.

Los hombros se le agitaban con sollozos. Era un misterio para él aquella pasión de ella por el sufrimiento. Había pasado por un centenar de ataques de aquéllos. No sabía cómo había podido sobrevivirlos, pues nunca creyó que eran ataques, y siempre pensaba que había llegado para su esposa la última hora.

De noche, era seguro que le echaría los brazos al cuello y le diría: «¡Oh, Jo, cómo te he hecho sufrir!», lo mismo que había dicho siempre en cien ocasiones anteriores.

Cuidadosamente cogió la caja de su navaja de afeitar y se la metió en el bolsillo.

—No puedo estarme aquí —pensó—. Debo irme al jardín —y sin decir una palabra salió del cuarto y se volvió a donde su padre.

El viejo Jolyon tenía a la niña Holly en las rodillas. Se le había apoderado del reloj, Jolly congestionado, estaba demostrando que sabía tenerse cabeza abajo. El perro Baltasar, todo lo cerca que podía de la mesita del té, no quitaba ojo del bizcocho.

El joven Jolyon sintió el deseo malicioso de cortar aquel gozo.

¿Por qué tenía que presentarse su padre y trastornar a su esposa de aquella manera? Era una gran violencia, después de tantos años. Debiera haberlo comprendido, haberlos prevenido… Pero ¿cuándo un Forsyte se da cuenta de que su proceder puede disgustar a nadie? Y en sus pensamientos era injusto para con el viejo Jolyon.

Habló a los niños con violencia y les dijo que se fueran a merendar. Muy sorprendidos, pues nunca habían oído a su padre hablar de aquella forma, se fueron de la mano, y la pequeñita Holly volvía la cabeza para mirar.

El joven Jolyon sirvió el té.

—Mi mujer no está hoy nada buena —dijo, pero conociendo que su padre comprendía el porqué de aquella retirada, y casi sentía odio por el viejo, sentado tan tranquilamente allí.

—Tienes una casita muy mona —dijo el viejo con mirada llena de agudeza—. Supongo será alquilada, ¿no?

El hijo asintió.

—No me gusta la vecindad —prosiguió el viejo—. Gente muy arruinada.

—Sí, todos somos gente arruinada —replicó el joven Jolyon.

El silencio era sólo interrumpido por los gruñidos del perro.

El viejo Jolyon dijo sencillamente:

—Creo que he hecho mal en venir aquí, Jo… Pero me sentía tan solo…

A estas palabras, el hijo se levantó y puso la mano en el hombro del padre.

En la casa de al lado alguien estaba tocando una y otra vez La donna e mobile en un piano desafinado. En el pequeño jardín había oscurecido y el rol alcanzaba solamente la parte superior del muro, donde se deleitaba en los últimos rayos un gato acurrucado, con los ojos amarillos vueltos adormecidamente hacia el perro Baltasar. Se percibía un runruneo apagado de tráfico distante y todo parecía apagarse en el cielo, que aún lanzaba algunos rayos de luz sobre la parte alta de la cara y la copa del peral.

Durante un rato estuvieron allí sentados, casi sin hablar. El viejo se levantó para irse y no dijo ni media palabra sobre futuras visitas.

Se marchó muy triste. ¡Qué lugar tan miserable aquél! Y pensó en la gran casa vacía de Stanhope Gate, vivienda apropiada para un Forsyte, con su gran sala de billar y su gran salón, en el que se pasaban las semanas sin entrar.

Le había gustado la cara de aquella mujer, pero le había dado un mal rato a su hijo. ¡Y aquellos hijos! ¡Qué encanto de ángeles!

Anduvo hacia la carretera de Edgware, entre hileras de casitas que le sugerían (erróneamente, sin duda, pero los prejuicios de un Forsyte son sagrados) historias sombrías de una clase o de otra.

La sociedad, sin duda, aquel ruidoso cotarro de brujas y mequetrefes, se había conciliado para juzgar a su hijo, su carne y su sangre… El atajo de vejestorios… Clavó el paraguas contra el suelo, como si lo clavara en el corazón de aquel cuerpo social que se había permitido aislar a su hijo y a los hijos de su hijo, en quienes él podía de nuevo revivir…

Clavó el paraguas con violencia; sin embargo, él había seguido la línea de conducta de la sociedad durante quince años, y solamente hoy había traicionado lo que se estableció entonces.

Pensó en June y en su madre muerta y en toda la historia, y retornándole toda la vieja amargura.

Era muy tardo cuando llegó a Stanhope Gate, pues con perversidad nativa, estando cansadísimo, había ido andando todo el camino.

Tras de lavarse las manos en el lavabo de abajo, subió al comedor para cenar, la única habitación que usaba cuando June estaba fuera, pues reduciendo su espacio disponible, se sentía menos solo. No había llegado todavía el periodo de la noche. Y como había ya leído entero el Times, no tenía nada que hacer.

La habitación daba a una zona de poco tráfico y era muy silenciosa. No le gustaban los perros, pero hasta un perro le hubiese servido para tener compañía. Su mirada deslizándose por las paredes, descansó en un cuadro titulado Pesqueros holandeses al atardecer; era el chef d’oeuvre[11] de su colección. El contemplarlo no le produjo ninguna sensación agradable. Cerró los ojos. ¡Qué solo estaba! No debía quejarse, lo comprendía, pero no podía evitarlo. Era un desgraciado; siempre había sido un desgraciado…, no tenía valor para nada. Tal era su pensamiento.

El criado vino a poner la mesa, y viendo a su señor aparentemente dormido, realizó con gran cuidado todo movimiento. Este hombre llevaba barba y bigote, lo que había motivado grandes dudas en la familia, especialmente en aquellos que, como Soames, hablan estado en colegios y estaban acostumbrados a una gran pulcritud facial en el servicio. ¿Podía, en realidad, considerarse a aquel hombre como un criado perfecto? Se movía de acá para allá entre el gran aparador brillante y la gran mesa brillante con una suavidad inimitable.

El viejo Jolyon le observaba fingiendo dormir. Aquel sujeto le parecía una serpiente; que siempre le había parecido que no se preocupaba lo más mínimo de nada y que sólo tenía interés en hacer cuanto antes las cosas para marcharse con su mujer o con Dios sabría quién. ¡Holgazán! ¡Y bien gordo que estaba! Y no le importaba lo más mínimo su amo.

Pero entonces, y contra su voluntad, le asaltó uno de aquellos momentos de filosofía que hacían que el viejo Jolyon fuera diferente de los demás Forsytes:

Después de todo, ¿por qué tenía él que preocuparse por nada? No se le pagaba para eso; ¿por qué, pues, esperarlo? En este mundo no se puede esperar afecto, a menos que se pague por él. En el otro mundo sería diferente, pero ¿en éste…? Y volvió a cerrar los ojos.

Continuadamente y en silencio, el criado siguió su trabajo, trayendo cosas desde los distintos departamentos del aparador. Parecía que estaba siempre vuelto de espaldas al viejo Jolyon; así desproveía a sus operaciones de la dificultad de realizarlas ante los ojos del amo; de vez en vez echaba vaho a la plata y la frotaba con una gamuza. Parecía meditar sobre el vino que había en las jarras, que trasladaba cuidadosamente, y, tapándolas, protector, con las barbas. Cuando terminó estuvo más de un minuto mirando a su señor, y en sus ojos verdosos había una mirada de desprecio:

Después de todo era un vejete al que no le quedaba mucho por vivir.

Silencioso como un gato cruzó la habitación para tocar el timbre. Le habían ordenado que «la cena a las siete». ¿Qué le importaba que el señor estuviese dormido? Había que acabar pronto. Y ya podría dormir por la noche. Además, él tenía que salir, pues le esperaban en su Club a las ocho y media…

En respuesta al timbrazo apareció un pinche con una sopera de plata. La tomó de sus manos y la dejó en la mesa; después, en pie junto a la puerta abierta, como si fuera a escoltar a algún invitado al comedor, dijo con voz solemne:

—¡La mesa está servida, señor!

Lentamente, el viejo Jolyon se levantó de la butaca y se sentó a cenar.