No tardó mucho en divulgarse en la familia la decisión de Soames de hacerse una casa, produciendo la agitación que siempre en los Forsytes creaba cualquier decisión referente a propiedades.
No tenía él la culpa, pues bien determinado estaba a que nadie supiera nada. Pero June, en la embriaguez de alegría que llenaba su corazón, se lo había dicho a la señora de Small, autorizándole tan sólo a decírselo a tía Ana, por dar una satisfacción a la pobre, que llevaba ya tanto tiempo sin moverse de su habitación.
La señora de Small se lo dijo en seguida a tía Ana, que sonriendo, con la cabeza recostada en el almohadón, dijo con su voz temblorosa:
—¡Cuánto me alegro por June; pero confío en que tendrán cuidado! ¡Es muy peligroso…!
Y cuando se quedó sola cruzó su frente una arruga, lo mismo que una nube cruza el cielo presagiando una mañana lluviosa.
Todo el tiempo que estaba enferma le servía para reforzar su voluntad, y esto se mostraba en las contracciones vigorosas de sus músculos en las comisuras de los labios.
Una muchacha, Smither, que había estado a su servicio desde niña, y de la que siempre decía: «Smither es muy buena chica, pero es tan lenta…», realizaba cada mañana los complicados deberes que requería la toilette de la anciana. Sacaba del fondo de una blanquísima caja aquellos rizos postizos que eran la insignia de dignidad de su ama, se los sujetaba diestramente al poco pelo que le quedaba, y volvía la espalda.
Y cada mañana, también tía Julia y tía Ester eran requeridas de comparecencia ante su hermana para informar detalladamente sobre Timoteo, sobre las noticias que pudiera haber de Nicolás, sobre si June había conseguido acortar el plazo de su noviazgo, ya que Bosinney estaba trabajando para Soames; sobre si era cierto que la esposa del joven Roger estaba… con novedad; si realmente había salido bien la operación que hicieran a Archie; sobre la posible decisión de Swithin acerca de aquella casa vacía de la calle Wigmore; sobre todo, quien más le interesaba era Soames:
«¿Seguía Irene todavía… queriendo tener cuarto aparte?».
«Y todas las mañanas Smither oía las mismas palabras: “Esta tarde, sobre las dos, saldré un poquito del cuarto. La necesitaré, pues después de tantos días de cama…”».
Después de informar a tía Ana, la señora Small había informado también, y con la mayor reserva la mujer de Nicolás, quien a su vez solicitó de Winifred Dartie confirmación, pues siendo hermana de Soames pensaba que estaría bien al tanto sobre si era cierto o no que aquél pensaba hacerse una casa. Llegó pronto a los oídos de James la fausta nueva, y le hizo sentirse muy agitado.
—Nadie —se quejó— me dice a mí nada —y antes que marchar a ver a Soames, cuyo carácter taciturno le imponía, cogió el paraguas y se fué a ver a Timoteo.
Se encontró con la señora de Small y con Ester (que había sido informada) dispuestas, y podríase decir, ansiosas de hablar. Pensaban que era una gran prueba de bondad la de Soames el dar trabajo al señor Bosinney, pero no dejaba de ser un tanto peligroso. ¿Cómo le había puesto Jorge? ¿El Pirata? ¡Qué gracioso! ¡Jorge era graciosísimo! Pero desde luego, encargándole a Bosinney quedaba todo en la familia…, pues había que considerar ya a Bosinney como de la familia, ¿no?, aunque pareciera un poco raro…
James rompió a hablar:
—Nadie sabe nada de él. No me explico cómo Soames se ha metido en negocios con un hombre así. No diría yo que Irene no haya intervenido en la cosa… Tendré que decirle yo…
—Soames —intervino tía Julita— dijo al señor Bosinney que no quería que se hablase del asunto.
James hizo pabellón con la mano en la oreja.
—¿Qué? Me estoy quedando sordo, no oigo lo que habla la gente. Emilia tiene un pie malo. No podremos salir para Gales hasta fin de mes. Siempre tiene que pasar algo… —y habiéndose enterado de lo que quería, tomó su sombrero y se marchó.
Estaba la tarde muy hermosa y fué andando, a través del parque, a casa de Soames, donde quería quedarse a cenar, pues la dolencia de Emilia la tenía en cama, y Raquel y Cicely estaban fuera. Tomó el camino que le llevaba desde Bayswater hasta Knightsbridge Gate. Caminaba rápidamente, con la cabeza inclinada, sin mirar a ningún lado. El ir por aquel parque, que había sido el verdadero centro de su campo de batalla de toda la vida, no le hacía pensar en nada. Las bajas de la lucha lanzadas allí por las oleadas de violencia y fragor, aquellas parejas de novios sentados con las caras juntas buscando una hora de dulzura robada a la monotonía de su esfuerzo por la vida, no despertaban ninguna fantasía en su mente; su nariz, como la nariz de una cabra, iba clavada al suelo, en busca siempre de hierbecillas que ramonear.
Uno de sus inquilinos había mostrado últimamente cierta tendencia a retrasarse en el pago de la casa, y le había planteado el problema de si echarle inmediatamente, corriendo así el riesgo de no realquilar antes de Navidad. Iba pensando en esto al andar, y llevaba el paraguas cogido cuidadosamente por el puño, pero por debajo del cayado, para evitar que la contera de hierro tocase el suelo y se desgastara; también tenía el cuidado de llevarlo separado para no rozar la seda. Y con sus delgados hombros inclinados, sus largas piernas moviéndose con precisión mecánica, este pasar el parque —que el sol iluminaba con clara luz en toda su inactiva belleza, iluminando también tanto desecho humano, prueba de la crueldad de la batalla entre Propiedad y Carencia— era como el vuelo de un pájaro robre el mar.
Al llegar a Albert Gate sintió que le tocaban en un hombro.
Era Soames, que, cruzando desde la acera en sombra, iba hacia su casa de vuelta de la oficina.
—Tu madre está en cama —explicó James—. Ahora iba precisamente a verte, pero creo que estorbaré.
Las relaciones entre padre e hijo eran, en lo externo, notables por la falta de sentimentalismo, muy a lo Forsyte; pero con todo, no dejaban de quererse. Quizá cada uno miraba al otro como una inversión de fondos; pero eran atentos, se preguntaban por la salud y se mostraban contentos de verse juntos. Nunca habían cambiado media palabra sobre los problemas íntimos de la vida, ni había ninguno, en presencia del otro, revelado la existencia de ningún sentimiento profundo.
Algo más allá de la capacidad de expresión en palabras los unía, oculto profundamente en la fibra de naciones y familias —decían que la sangre no era agua—, y ninguno de ellos era hombre de sangre fría. Además, en James era ahora el amor de sus hijos lo fundamental en su existencia. Tener seres que eran parte de él, a quienes poder transmitir el dinero ahorrado, era el motivo y la razón de su ahorrar; y a los setenta y cinco años, ¿qué otra cosa podía proporcionarle satisfacción como no fuera el ahorro? El motivo de su vida era ahorrar para sus hijos.
De que James Forsyte, a pesar de todo su jonaísmo, era el hombre más sensato de Londres, de aquel Londres del que poseía tanto, no se podía dudar, si la sensatez se demuestra sabiéndose conservar y preservar. Tenía la maravillosa sensatez de la clase media. En él más que en Jolyon —con su voluntad dominante y sus momentos de ternura y filosofía—, más que en Swithin —el mártir de la chifladura—, más que en Nicolás —el que sufría de excesiva capacidad—, más que en Roger —víctima del temperamento emprendedor—, latía el pulso de la adaptación; de todos los hermanos era el menos notable en cuerpo y espíritu, y, por tanto, el que más probabilidades tenía de vivir mucho.
La familia era, para James más que para ningún otro, un algo representativo y amado. Siempre hubo algo primitivo y hogareño en su actitud frente a la vida: amaba el hogar familiar, amaba los pequeños chismes, amaba el gruñir a los suyos. Todas sus decisiones estaban formadas del extracto de la mente familiar y de las mentes de millares de familias análogas. Año tras año, semana tras semana, iba a casa de Timoteo, y allí, en el salón de su hermano, con las piernas cruzadas y las blancas patillas enmarcándole el bien afeitado rostro, se sentaba a contemplar el hervir del puchero familiar…, y se marchaba descansado, confortado, sintiéndose protegido con un indefinible sentimiento de seguridad.
Bajo el pétreo aspecto de su instinto de autoconservación había, en realidad, mucha ternura en James: una visita a Timoteo era para él como una hora pasada en el regazo materno; y el ansia profunda que tenía por la solidaridad familiar y la protección mutua se reflejaba en sus hijos; era una pesadilla tremenda el pensarles expuestos a los ataques del mundo contra su dinero, su salud o su reputación. Cuando el hijo de su viejo amigo John Street marchó voluntario en los Servicios Especiales, movió su cabeza y se preguntó cómo John Street lo había consentido.
Y cuando el joven Street murió a golpes de azagaya, lo tomó tan a pecho que hizo punto casi de honor el ir por todas partes diciendo: «Ya sabía él lo que iba a pasar a su hijo…; pero no tuvo paciencia para resistir sus peticiones».
Cuando su yerno Dartie pasó por aquella crisis financiera, debida a especulaciones con las acciones de petróleo, James se puso enfermo de preocupación. El toque de difuntos por la prosperidad parecía haber sonado. Necesitó tres meses y una visita a Baden Baden para mejorarse; había algo terrible en la idea de que si no hubiera sido por él, por su propio dinero, el nombre de Dartie hubiera aparecido en la Lista de Quiebras.
Con un temperamento tal que creía, si tenía dolor de oídos, que se moría, consideraba la dolencia presente de su esposa o cualquier enfermedad de sus hijos como una intervención personal de la Providencia para destruir su paz interior; pero no creía en las enfermedades de personas ajenas a su familia: las atribuía siempre a desatención para con el hígado. Su comentario universal era éste: «¿Qué otra cosa pueden esperar? Yo también tendría el hígado estropeado si no me lo cuidara».
Cuando aquella tarde llegó a casa de Soames pensaba que la vida era dura con él: «Emilia, con un pie malo; Raquel, danzando por ahí, en el campo. No tenía a nadie a su lado. Y Ana… estaba mal, muy mal… No tiraría el verano. Había ido tres veces a verla y no había podido recibirle ninguna. Además, esta idea de Soames de hacerse una casa… Tendría él que mirar bien aquello. Y de la situación con Irene, no sabía lo que iba a pasar…, cualquier cosa, y no buena».
Entró en el número 62 de Montpellier Square completamente decidido a sentirse desgraciado.
Ya eran las siete y media, e Irene, vestida para cenar, estaba sentada en la sala. Llevaba aquel vestido color oro, pues habiéndolo ya lucido en una cena, en una soirée[10] y en un baile, quedaba para casa. Lo había adornado el cuello con una cascada de encaje en la que los ojos de James se quedaron fijos nada más entrar.
—¿Dónde te haces la ropa? —preguntó con voz de agravio—. Nunca veo a Raquel ni a Cicely la mitad de guapas que tú. Y esa rosa… es artificial, ¿verdad?
Irene se le acercó para convencerle de que era natural la flor.
Y, a pesar suyo, James sintió gratamente su deferencia, sintió el efecto del perfume, débil y seductor, que emanaba de ella. Ningún Forsyte que se respetara se rendiría al primer golpe, y así, tan sólo dijo que él no entendía, pero que le parecía que estaba gastándose un buen pellizco en vestirse.
El batintín sonó, y enlazándole Irene el blanco brazo en el suyo le llevó al comedor. Le hizo sentarse en el sitio de Soames. La luz daba suavemente allí y no le preocuparía el gradual oscurecerse del día. Y empezó a hablarle acerca de él mismo.
Muy pronto James sintió un cambio, como cambia el color de una fruta suavemente acariciada por el sol: una sensación de caricia, de elogio, de mimo; y todo ello sin que Irene le concediera una sola caricia ni una sola palabra de alabanza. Notaba que lo que comía le sentaba bien. En su casa nunca notaba eso; no sabía desde cuándo no había tomado una copa de champaña con tanto gusto, y al preguntar la marca y el precio tuvo la sorpresa de saber que era precisamente el mismo que él bebía y del que guardaba siempre unas botellas. Inmediatamente decidió comunicar a su proveedor de vinos que le había engañado.
Levantando la vista de su plato, dijo:
—Tenéis muchas cosas bonitas. ¿Cuánto os ha costado ese azucarero? Ya valdrá lo suyo…
Le gustó especialmente un cuadro que había en la pared frente a él y que era, por cierto, regalo suyo.
—No creía yo que era tan bueno —dijo.
Se levantaron para pasar al salón, y James siguió bien de cerca a Irene.
—¡Esto es lo que yo llamo una cena de primera! —murmuró—. Nada pesado y nada afrancesado en exceso. Pero no puedo cenar así en casa. Le doy a la cocinera sesenta libras al año, pero ella es incapaz de servirme nada parecido.
Hasta el momento, no había hecho alusión a lo de la casa, ni tampoco dijo nada cuando Soames, excusándose con tener que trabajar, se marchó al cuarto de arriba, donde guardaba sus cuadros.
Se quedó James a solas con su nuera. La alegría del vino y de un licor excelente la llevaba todavía dentro. Se sentía lleno de afecto por ella. Realmente era una personita deliciosa; le escuchaba a uno y sabía lo que uno estaba diciendo; y, mientras hablaba, seguía mirándola, desde los zapatos de tono bronceado hasta el pelo de oro ondulado. Estaba recostada en una butaca Imperio, con lo hombros en la parte más alta, con el cuerpo flexible, recto y sin doblarse por las caderas, moviéndose cuando se movía con una suavidad que sugería que se inclinaba hacia el amado. Sonreía y tenía entornados los ojos.
Pudo ser la percepción de un peligro en el encanto auténtico de su actitud; pudo ser un efecto de la digestión, pero algo fué lo que hizo, repentinamente, callar a James. No recordaba haber estado nunca tan completamente a solas con su nuera.
Y al mirarla, un sentimiento extraño se apoderó de él, como si de repente se hubiera visto frente a algo extraño o exótico.
¿En qué estaría pensando aquel instante, sentada de aquella manera?
Y así, cuando habló de nuevo, fué con una voz áspera, como si le hubieran despertado de un sueño agradable.
—Bueno, y tú, ¿qué te haces? Nunca se te ve por Park Lane…
Ella pareció dar muy débiles excusas, y James no se atrevía a mirarla. No quería creer que su nuera quería evitarles, a él y a su mujer… Sería demasiado significativo.
—Creo que es que no tienes tiempo —le dijo—. Siempre estás con June. Seguramente le serás útil en su noviazgo, haciendo de carabina y cosas así. Parece que ahora no para un momento en su casa. Al tío Jolyon me figuro que no le gustará mucho que le dejen siempre solo. Dicen que ella está siempre detrás de ese joven, de Bosinney. Él vendrá aquí todos los días, ¿no? ¿Qué te parece a ti? ¿Crees tú que sabe lo que quiere? Me parece un pobre diablo.
Las mejillas de Irene se colorearon intensamente y James la miró con sospecha.
—Quizá es que no comprendes al señor Bosinney.
—¿Que no le comprendo? —dijo James, nervioso—. ¿Por qué no le voy a comprender? Es uno de esos individuos de temperamento artístico que…, nada entre dos aguas. Dicen que es inteligente…, todos dicen que es muy inteligente. Tú sabrás eso mejor que yo —y de nuevo volvió a mirarla, lleno de sospecha.
—Está proyectando una casa para Soames —dijo ella suavemente, tratando, sin duda, de quitar importancia a la cosa.
—Pues a eso voy. Yo no sé lo que Soames se propone entrando en negocios con ese pollo. ¿Por qué no se ha dirigido a un arquitecto de primera fila?
—A lo mejor el señor Bosinney es de primera fila.
James se levantó y dio una vuelta por la habitación con la cabeza inclinada.
—Siempre pasa lo mismo. Vosotros los jóvenes os defendéis unos a otros. Siempre pensáis que sabéis de todo más que nadie.
Se detuvo frente a ella y le apuntó con el dedo, de forma acusadora, como condenándola por su belleza. Le dijo:
—Lo que yo sé es que estos artistas, o como se quiera llamarlos, son gente de poco fiar. Y mi consejo para ti es que no tengas mucho trato con él.
Irene sonrió, y en la curvatura de sus labios hubo un indicio de desafío y provocación. Pareció haber perdido toda su anterior deferencia hacia su suegro. Su pecho se agitaba como con indignación. Deslizó las manos sobre los brazos del sillón y las puso tocándose las yemas de los dedos, y sus ojos oscuros tuvieron una mirada insondable para James.
Éste, turbado, examinaba atentamente el suelo.
—Mi opinión es que es una lástima que no tengas un hijo a quien dedicarte.
Instantáneamente apareció como una nube sobre el rostro de Irene, y James no dejó de notar la apostura de violencia que adquirió su cuerpo, bajo la blandura de la seda y el encaje de su vestido.
James se asustó del efecto que había causado, y como la mayoría de los hombres de mucho carácter, trató de arreglarlo queriendo tener razón a la fuerza.
—No tienes interés por salir ni por hacer nada. ¿Por qué no vienes a Hurlingham con nosotros? Debes ir al teatro de vez en vez…, divertirte. A tu edad debieras interesarte por esas cosas. ¡Eres una chiquilla todavía!
La nube que cubría el rostro de Irene se oscureció más aún, y James se puso ya más que nervioso.
—En fin: yo no sé nada de nada, nadie me dice a mí nada. Soames debe saber lo que hace en sus cosas. Si no sabe cuidar de lo que le interesa, que no me mire a mí a la cara… No digo más.
Y mordiéndose el nudillo del dedo índice, lanzó una mirada fría y aguda a su nuera.
Encontró su mirada clavada en la suya, tan profunda y oscura, que se detuvo sintiéndose lleno de sudor.
—Bueno, tendré que irme —dijo tras una breve pausa; y unos instantes después se levantó con expresión de sorpresa, pues había esperado que le dijeran que se quedase todavía un rato… Le dio la mano a Irene, y ella le acompañó hasta la puerta de la calle. No iría en coche, prefería andar un poco. Encargó a Irene que le despidiera de Soames y le dijo que si quería pasar un buen rato, que la llevaría cualquier día a Richmond.
Llegó a su casa, y al subir las escaleras despertó a Emilia del primer sueño que había logrado conciliar en veinte horas, para decirle que las cosas iban mal para Soames. Habló del tema por media hora, y diciendo que no sería capaz de pegar un ojo, se dio la vuelta en la cama y empezó a roncar.
En la casa de Montpellier Square, Soames ya había terminado con sus cuadros. Desde lo alto de la escalera vio a Irene hojear las cartas que había habido en el día. Después la vio volver al salón. Salió de allí con un gato entre los brazos. Pudo ver su cara inclinada sobre el animalito, que ronroneaba feliz, contra su cuello. A él nunca le había mirado con tanta ternura.
De repente le vio, y su cara cambió por completo.
—¿Hay alguna carta para mí?
—Tres.
Se hizo a un lado y ella pasó, sin proferir una palabra, al dormitorio.