Al igual que otros tantos ilustres miembros de su clase y generación, que no creen ya en sillas tapizadas en terciopelo rojo y saben que los grupos modernos en mármol de Carrara son vieux jeu, Soames Forsyte habitaba una casa que tenía su prestancia. La puerta llevaba un aldabón de cobre de modelo único; las ventanas habían sido arregladas de forma que abriesen hacia afuera; tenía tiestos con fucsias, lo que era un gran detalle, y en la parte trasera, un patinillo cubierto en parte de tejas verde jade, se adornaba con una orla de macetas de hortensias. Allí, bajo un toldo japonés, se situaban los dueños y sus visitas a tomar el té y a examinar detenidamente la última cajita de plata repujada de Soames.
La decoración interior estaba muy en la línea del primer Imperio y William Morris. Por su extensión, la casa era cómoda, con incontables rinconcitos como nidos de pájaro donde objetos de plata coquetonamente dispuestos parecían ser los huevos.
En esta perfección general se hacían la guerra dos clases de formalismos fastidiosos: el de la señora, que hubiera vivido con toda corrección y delicadeza hasta en una isla desierta, y el del señor, cuya exquisitez era, como si dijéramos, una inversión de fondos, hábilmente cultivada con intenciones de competencia y de ganancia. Esta cultivada exquisitez había hecho que Soames, en sus días de Marlborough fuese el primer muchacho que se ponía el chaleco blanco al llegar el verano y el de pana al comenzar el invierno, como había determinado que nunca apareciera en público con la corbata torcida y que siempre, en los días de velada, saliera a recitar a Moliere tras sacudirse el polvo, en el último segundo, de las bien lustradas botas.
Siempre era su aspecto inmaculado, como el de tantos otros londinenses; no se lo podía concebir con un cabello fuera de su sitio, con la corbata torcida un milímetro, con el cuello sin brillo. Por nada del mundo hubiera salido de casa sin bañarse —pues entonces se puso de moda tomar el baño—, y ¡qué grande era su desprecio por quienes omitían el hacerlo!
E Irene podría representársela uno cual blanca ninfa bañándose en claro arroyo para deleitarse con la frescura de las aguas y con la contemplación de su cuerpo bello.
En este conflicto de delicadezas, la mujer había llegado a imponerse. Al igual que en el conflicto entre lo anglo y lo sajón, que todavía persiste en la raza, el temperamento más impresionable y receptivo se había visto obligado a someterse a una superestructura de modos que dominaba la propia.
Y así, había adquirido la casa un estrecho parecido con tantas otras con la misma alta aspiración de bien parecer: «Es encantadora la casita de Soames Forsyte, tan distinguida…, realmente encantadora, querida amiga».
Para Soames Forsyte —o James Peabody, o Thomas Atkins, o Emmanuel Spagnoletti, un nombre cualquiera de la clase media-alta de Londres, con pretensiones de buen gusto, aunque la correspondiente decoración de la casa respectiva difiera algo de la de su congénere— la frase era exacta.
En la tarde del 8 de agosto, una semana después de la expedición de Robin Hill, en el comedor de la casa —«realmente encantadora, querida amiga»—, Soames e Irene estaban sentados a la mesa. Tenían una buena cena los domingos, pues eso era también cosa distinguida, una elegancia común a todas las casas elegantes. Desde los primeros días de su vida de casado, había Soames establecido la regla: «El servicio tiene que prepararnos una buena cena los domingos…; no tienen nada que hacer, como no sea tocar la flauta». Y la norma nueva no había producido ninguna revolución en el tinelo, pues los criados —mal síntoma, a juicio de Soames— adoraban a Irene, que, desafiando la buena y vieja tradición, parecía reconocerles el derecho de participar de las debilidades que afligen a la naturaleza humana.
La feliz pareja estaba sentada no en lados opuestos de la bella mesa, sino en lados contiguos. Comían sin mantel —otro signo de elegancia—, y hasta el momento no habían cambiado una palabra.
A Soames le gustaba hablar de negocios mientras comía, explicar las inversiones o ventas que pensaba hacer, etc. Y en hablando él, estaba satisfecho y no le importaba que Irene no le contestase. Aquella tarde había decidido, por fin, hablar. La decisión de hacer la casa le había estado preocupando toda la semana y había decidido participar a su esposa su proyecto.
Le irritaba mucho estar nervioso con motivo de la noticia. No había razón para que estuviera nervioso con su propia mujer, pues ya se sabe que los esposos son dos cuerpos y un solo espíritu, y todo eso… Pero ella no le había mirado una sola vez desde que se sentaron, y él se preguntaba qué podría haber estado pensando todo el tiempo. Era duro aquello de trabajar como él trabajaba, de hacer dinero para ella, de quererla —sí, de quererla con todo su corazón como la quería—, y que ella estuviera así, mirando a la pared, sin hacerle caso. Era para levantarse y dejar la mesa.
La luz que atravesaba la rosada pantalla le daba en el cuello y los brazos, pues Soames quería que llevase traje de noche, y a él eso le daba una sensación gratísima de ser superior a la mayoría de sus amigos, cuyas esposas se contentaban con un traje de calle o una bata. Bajo aquella luz rosada, el cabello rubio de Irene y su blanca piel formaban extraño contraste sus ojos oscuros.
¿Podía un hombre poseer algo más bonito que aquella mesa de tonalidades escuras adornada con rosas de pétalos suaves, cristalería de color de rubí, aquel hermoso servicio de plata? ¿Podía un hombre poseer algo más bello que aquella mujer suya allí sentada? La gratitud no era virtud de los Forsyte, que, esforzados y llenos de sentido común, comprendían merecer lo que poseían. Soames sólo experimentaba un nerviosismo que llegaba a la desesperación de no ser dueño de Irene con la plenitud a que tenía derecho, de no poder extender una mano y arrancarle su secreto como podía extender una mano y arrancar los pétalos de una de aquellas rosas.
De sus otras propiedades, de los demás bienes que poseía, de su plata, de sus cuadros, de sus casas, de su dinero, sacaba un íntimo y dulce placer; de su mujer no obtenía placer alguno.
En su casa encontraba algo escrito en cada muro: una misteriosa advertencia de que ella no estaba hecha para él. Y contra eso protestaba su temperamento de hombre de negocios. Él se había casado, conquistado a su mujer, haciéndola cosa suya, y le parecía totalmente contrario a toda ley el no poder disponer libremente de lo que le pertenecía. Si alguien le hubiera preguntado si deseaba la posesión de un alma, le hubiera parecido sentimental y ridículo, pero eso era lo que él ansiaba, y aquellas paredes le decían que no podría lograrlo jamás.
Siempre estaba callada, inactiva, graciosamente adversa, como si temiera que el menor gasto o palabra pudieran hacerle creer que sentía la más mínima afección por él. Y él se preguntaba: «¿Y siempre seguirá así esto?».
Como pasaba a la mayoría de los lectores de novelas de su generación, y Soames era un gran lector de novelas, la literatura comunicaba cierto tinte a sus opiniones sobre la vida, y se había forjado el criterio de que todo era mera cuestión de tiempo. Al final, el marido acababa conquistando el cariño de la esposa. Hasta en aquellos casos —y esa clase de libros no le gustaba— que acababan en tragedia, la esposa moría expresando amargo arrepentimiento, o si era el marido el que pasaba a vida mejor —desagradable pensamiento—, ella se arrojaba sobre su cuerpo presa de agónico remordimiento.
Llevaba frecuentemente a Irene al teatro, eligiendo instintivamente las modernas comedias de sociedad que trataban el problema conyugal, afortunadamente bien distinto del problema conyugal verdadero. Vio que siempre acababan de la misma forma, hasta cuando había un amante de por medio. Mientras veía la comedia, frecuentemente las simpatías de Soames eran para el amante; pero antes de haber llegado a casa, de regreso con Irene en un coche, se había dado cuenta de que aquello no podía ser, y se alegraba de que la obra hubiera acabado bien. Había una clase de marido que se había puesto de moda en el teatro: el hombre fuerte, un tanto rudo, pero noble y leal en extremo, y que al final acababa por tener un triunfo envidiable. Por este tipo de marido no tenía ninguna simpatía, y si no hubiera sido por su propia posición, Soames hubiera mostrado abiertamente su desagrado. Pero se daba cuenta tan clara de la necesidad que tenía de ser un marido triunfante, incluso un marido fuerte, que nunca manifestaba su desagrado, nacido quizá, por un proceso perverso de la Naturaleza, de un secreto fondo de brutalidad que en él había.
Pero aquella tarde el silencio de Irene era excepcional. Nunca había visto tal expresión en su cara. Y como lo no frecuente es siempre lo que alarma, Soames se sentía alarmado. Tomó su postre y dio prisa a la muchacha, que recogía la mesa con el cepillo de plata. Cuando hubo salido de la habitación, se sirvió vino y preguntó:
—¿Ha venido alguien esta tarde?
—June.
—¿Qué quería? (Para los Forsytes era axiomático que la gente no iba a ningún sitio a menos que quisiera alguna cosa). ¿O vino a hablar de su novio?
Irene no respondió.
—Me parece —dijo Soames— que ella le hace más caso a él que él a ella. Siempre va detrás de él por todas partes.
La mirada de Irene le hizo sentirse molesto.
—Tú no tienes que ver nada con eso —exclamó ella.
—¿Por qué no? Todo el mundo lo nota.
—No es así. Y si es, no hay por qué decirlo.
Soames perdió los estribos.
—Eres una esposita muy simpática. (Pero le extrañaba la viveza de su respuesta; no acostumbraba tomar con tanto calor las cosas). Esa June te tiene sorbido el seso. Y que te enteres de una cosa: Ahora que ha enganchado al Pirata, le importas tú menos que nada, ya lo comprobarás. Pero quizá no tengas que comprobar nada, pues nos vamos a vivir al campo.
Le satisfizo soltar la noticia enmascarada por aquella explosión de ira. Pero había esperado alguna exclamación de Irene, y el silencio que siguió a sus palabras acabó de alarmarle.
—Parece que no te interesa el asunto —se vio obligado a decirle.
—Ya lo sabía.
—¿Quién te lo ha dicho?
—June.
—Y ¿cómo lo sabía ella?
No obtuvo respuesta. Azorado y molesto, dijo:
—Es algo que beneficiará a Bosinney. Le dará cierto nombre. ¿Supongo que June te lo habrá dicho todo?
—Sí.
Hubo otro silencio, y después Soames dijo:
—Creo que tú no querrás ir…
Irene no contestó.
—Bueno, yo no sé lo que quieres. Parece que aquí nunca estás contenta.
—¿Es que mis deseos te importan algo?
Cogió el florero de las rosas y salió de la habitación. Soames se quedó sentado. ¿Y él había firmado el contrato para esto? ¿Para esto iba a gastarse casi diez mil libras? La frase de Bosinney le volvió a la memoria: «Las mujeres son el demonio».
Pero pronto se quedó más tranquilo. La cosa podía haber ido peor. Podía ella haberse indignado. Algo de esto se había esperado. Después de todo, era una suerte que June hubiera descubierto el asunto. Se habría entusiasmado al ver el trabajo que había conseguido Bosinney, no había duda.
Encendió un cigarrillo. Al fin y al cabo, Irene no le había hecho una escena. Ya volvería…, eso sí lo tenía; podía ser fría, pero no era huraña. Y lanzando el humo a una figurilla de la mesa, se sumió en un ensueño referente a la casa. No quería preocuparse, iría él a buscarla. Seguramente que estaba sentada bajo el toldo japonés haciendo labor. Hacía una noche hermosa.
En realidad, June había llegado aquella tarde con los ojos resplandecientes y diciendo: «¡Soames es estupendo!… ¡Qué formidable para Philip! ¡Es lo que necesitaba!».
Y como la cara de Irene mostrara extrañeza y asombro, June continuó:
—Tu casa de Robin Hill, de eso hablo… Pero ¿es que… no sabes nada?
Irene no sabía nada.
—¡Vaya! Creo que he hablado de más —y mirando extrañada a su amiga, exclamó—: ¡Parece como si no te interesara! Para mí es importantísimo, he estado rezando porque sucediera, es la oportunidad que él necesita. Ya verás lo que es capaz de hacer —y le contó ya todo.
Desde que tuvo novio parecía no interesarse ya en los problemas de Irene. Las horas que pasaban juntas las dedicaba a hablar de sus propias cosas, y a veces, con toda la compasión afectuosa que sentía, no podía evitar una sonrisa de desprecio por la mujer que había cometido tal equivocación en la vida, tan ridícula y enorme equivocación…
—También se encarga él de la decoración… Soames le ha dado carta blanca. Es estupendo —y se echó a reír, templando alegremente su cuerpecillo. Levantó la mano y la pasó por una cortina—. ¿Sabes que yo misma llegué a proponerle al tío James…?
Pero sintiendo un recuerdo desagradable de la conversación se detuvo, y muy pronto, encontrando a su amiga tan desinteresada del caso, se marchó. Se volvió a mirar desde la otra acera, y vio que Irene estaba todavía en la puerta. En respuesta a su gesto de adiós, Irene se llevó lentamente la mano a la frente, giró sobre sus talones y se entró, cerrando después.
Soames fué al salón y miró por la ventana. Allí estaba ella, sentada bajo el quitasol japonés, casi inmóvil, sin dar más señal de vida que el lento subir y bajar de su pecho.
Pero en torno a esta silente criatura parecía flotar un cálido y oculto ambiente de devoción y ternura, como si todo su ser hubiera sido agitado y en los más recónditos senos de su alma se hubiera desarrollado algún cambio profundo.
Soames, furtivamente, se retiró de la ventana y volvió al comedor.