IV

Soames Forsyte salió por la puerta principal, cruzó al otro lado de la plaza y miró a su casa. Hacía tres días que había tenido lugar la cena en casa de Swithin. Ahora le parecía que necesitaba revocarse la fachada.

Su mujer había quedado sentada en el sofá de la sala, con las manos cruzadas en el regazo, esperando manifiestamente que se fuese. Y esto no dejaba de ser usual: ocurría cada día.

Él no podía comprender qué era lo que su mujer le encontraba de malo. ¡Ni que fuera un borracho o cosa parecida! ¿Es que acaso contraía deudas, o era jugador, o decía palabrotas? ¿Es que era violento, o se trataba con gente inconveniente, o salía de noche? No sucedía nada de eso, muy al contrario…

La profunda aversión que sentía en su esposa era un misterio para él y causa de constante irritación. El que se hubiera equivocado en aceptarle, el que hubiera intentado quererle sin conseguirlo, el que no le quisiera, no era, claro está, motivo que justificase su actitud.

El entender los sentimientos de su esposa hacia él hubiera significado que no era un Forsyte.

Por tanto, Soames echaba a su mujer toda la culpa de lo que sucedía. Nunca había encontrado una mujer tan capaz de despertar amor. No podía ir con ella a ningún sitio sin percibir cómo todos los hombres se sentían atraídos por ella: sus miradas, palabras y comportamiento general lo demostraban a las claras. El comportamiento de ella ante las atenciones que recibía había estado lejos de merecer reproche. El que ella fuese una de esas mujeres —no frecuentes en la raza anglosajona— nacida para amar y ser amada era cosa que no se le había ocurrido.

Su poder de atracción del interés masculino lo consideraba como algo que formaba parte de sus propiedades económicas. Y además sospechaba que, al igual que capaz de demostrar amor, era capaz de amar, si bien no a él. «Entonces, ¿por qué se casó conmigo?», pensaba constantemente. Es que ya se le había olvidado su época de noviazgo, aquel año y medio que la había asediado vanamente, inventando proyecto tras proyecto para hacerla ceder, haciéndole constantes regalos, pidiéndole que se casara con él a intervalos periódicamente espaciados y manteniendo a sus otros admiradores aparte con su presencia constante. Había olvidado el día en que aprovechándose astutamente de una fase aguda de desagrado por su ambiente familiar, había coronado con éxito su labor de asedio. Si había algo que no había olvidado era la frialdad y distanciamiento con que aquella muchacha de cabello rubio y ojos oscuros le había tratado. Pero no quería acordarse de su cara —extraña, pensativa, doliente— en el día en que cedió y dijo que sería su esposa.

Había sido uno de aquellos cortejos amorosos que las novelas y la gente elogian, y en el que el enamorado golpea el hierro frío hasta hacerlo maleable, y ya todo tiene que ser dulce y feliz como el son de las campanas que anuncian la boda.

Soames se dirigió en dirección Éste, murmurando oscuramente algo, y siguiendo la acera de la sombra.

Habría que revocar toda la casa, a menos que se decidiera a hacerse otra en el campo.

Por centésima vez en aquel mes volvía a darle vueltas a aquel problema. ¡No había que tomar decisiones apresuradas! Él andaba muy bien de dinero, pero no tanto como su padre creía. Su padre era un tanto exagerado, y siempre creía que sus hijos estaban mejor de lo que estaban en realidad. «Puedo disponer en cualquier momento de ocho mil libras sin tener que acudir a Robertson o a Nicholl», pensó.

Se había parado para mirar una tienda de cuadros, pues Soames era un amateur de los cuadros y tenía un cuartito en Montpellier Square lleno de los lienzos que no podía colgar por falta de espacio. Los llevaba a casa a su regreso de la City, ya oscurecido, y solía ir a aquel cuartito los domingos por la tarde, pasándose horas mirando sus cuadros a la luz, examinando las marcas de los respaldos y, de vez en vez, tomando notas.

Casi todos eran paisajes con figuras en el primer plano, signo de un misterioso antilondrismo, expresión de hartura por sus casas altas y sus calles interminables, donde la vida suya y de su clase transcurría. De vez en vez solía llevarse un cuadro o dos en un coche y dejarlos en casa de Jobson, de camino para la City.

Raramente los enseñaba; Irene, cuya opinión respetaba en secreto y que nunca solicitaba quizá por esa razón, había entrado en el cuartito en muy raras ocasiones, sólo cuando tenía que realizar algún deber de ama de casa. Nadie le pedía que mirase los cuadros, y ella no los miraba. Y esto era otra ofensa para Soames. Odiaba su orgullo y le asustaba.

En el cristal del escaparate de la tienda de pinturas se reflejó su imagen, mirándole.

Su cabello, que asomaba bajo el sombrero, tenía un brillo como el sombrero mismo; sus mejillas, pálidas y chupadas; la línea de sus labios bien afeitados, su barbilla firme con un tinte azulenco del afeitado y la seriedad de su chaqueta estrictamente abrochada, implicaban una apariencia de reserva y secreto, de imperturbable y forzada compostura; pero sus ojos fríos y grises, de mirar extraño, con un pliegue en el entrecejo, le examinaban insistentemente, como si le conociesen su secreta debilidad.

Se fijó en los motivos de los cuadros, en los nombres de los pintores; hizo un cálculo de lo que valdrían, pero todo ello sin la satisfacción que generalmente experimentaba, y prosiguió su camino.

El número 62 tiraría bien otro año, aunque después se decidiera a edificar. Los tiempos eran buenos para la construcción, y el sitio que había visto en Robin Hill cuando fué allí a inspeccionar la hipoteca de Nicholl era inmejorable. A doce millas de Hyde Park Corner, el terreno tenía forzosamente que subir de precio y siempre podía sacarle más de lo que gastara; luego una casa, si la construía en estilo realmente bueno, era una magnífica inversión de fondos.

La idea de ser el único miembro de la familia con una casa de campo influía poquísimo en él, pues para un auténtico Forsyte todo sentimiento, incluso el sentimiento de superioridad social, era un lujo que sólo podía permitirse tras la satisfacción de un placer más material y pecuniario.

¡Sacar a Irene de Londres, llevarla lejos de toda oportunidad de salir y ver gente, lejos de aquellas amistades que le metían ideas en la cabeza! ¡Eso era lo que tenía que hacer! ¡Era demasiado amiga de June! Y June no le podía ver. Él le correspondía. Eran de la misma sangre.

Sacar a Irene de Londres sería el todo. La idea de la casa la encantaría, sobre todo eso de orientar la decoración y elegirlo todo, ella que era tan artista…

La casa tenía que ser de buen estilo, algo que siempre hubiera de valer un buen precio, algo único, como la casa de Parkes, que tenía una torre y todo. Pero el mismo Parkes le había dicho que su arquitecto era ruinoso. Los arquitectos eran gente con las que no se podían echar cuentas, y si tenían nombre le metían a uno en un sinfín de gastos y lo tenían a orgullo.

Y un arquitecto corriente no convenía tampoco… El recuerdo de la torre de Parkes le impedía pensar en un arquitecto corriente.

Por eso había pensado en Bosinney. Desde la cena en casa de Swithin había hecho averiguaciones y los resultados habían sido escasos, pero animadores: uno de la nueva escuela.

—¿Pero inteligente?

—Todo lo inteligente que usted quiera. Pero un poco, un poco… en las nubes.

No había podido descubrir qué casas había construido Bosinney hasta la fecha ni qué tarifas tenía. La impresión que sacó fué que él mismo podría estipular condiciones. Y cuanto más pensaba en la idea aquélla, más le gustaba. Sería hacer la cosa en familia, otro de los instintos forsyteanos, y así podría tener el trato de nación favorecida, aunque no fuera muy explícitamente, cosa completamente natural, dado que proporcionaba a Bosinney la ocasión de demostrar su talento y capacidad de construir una casa de buen estilo.

Soames reflexionó complacido en el trabajo que el encargarle él una casa podría traerle al joven Bosinney, pues como todo Forsyte, sabía ser ampliamente optimista cuando del optimismo podía sacarse alguna ventaja.

Bosinney tenía su oficina en la calle Sloane, muy cerca, de modo que él podía estar siempre al tanto de cómo iban los planos.

Por otra parte, Irene no podría poner ningún inconveniente, por tratarse de un trabajo que se confiaba al novio de su íntima amiga. La boda de June dependía de ello… Irene no podía decentemente oponerse a que June se casase; nunca liaría tal cosa, él la conocía bien. Y June quedaría muy complacida, y de esto veía él bien la ventaja.

Bosinney parecía inteligente, pero también tenía —y era uno de sus grandes atractivos— el aire de no saber nunca dónde le apretaba el zapato; no sería difícil entenderse con él en cuestiones de dinero. Soames se hizo esta última reflexión sin despreciar a Bosinney; era el modo natural de pensar en un hombre de negocios, en uno de aquellos miles de buenos hombres de negocios entre los cuales se iba abriendo el camino hacia Ludgate Hill.

Y así cumplía las leyes inescrutables de su gran clase —el género humano en realidad— cuando pensaba, con una sensación de agrado, que Bosinney sería fácil de manejar en cuestiones de dinero.

Mientras se abría paso por la calle, sus ojos, que habitualmente miraban al sitio que iba a pisar, se sintieron atraídos por la cúpula de San Pablo. Tenía para él una atracción particular esta vieja cúpula, y no uno, sino dos o tres veces cada semana, detenía su andar hacia el trabajo cotidiano y entraba cinco o diez minutos y leía los nombres y los epitafios de los monumentos. Era inexplicable la atracción que ejercía sobre él la gran iglesia, a no ser que le ayudase a meditar y concentrarle sobre los negocios del día. Si algún asunto de cierta importancia o que exigía alguna agudeza peculiar le preocupaba, invariablemente penetraba allí y vagaba con atención ratonil de epitafio en epitafio. Después se marchaba de la misma forma silenciosa en que había entrado, con la cara llena de una luz de decisión, como si hubiera visto claro que le convenía vender o comprar.

Esta mañana también entró; pero en vez de ir furtivamente de monumento a monumento, levantó sus ojos a los capiteles de las columnas y midió con la vista distancias y espacios, y se mantuvo inmóvil.

Su rostro levantado, con el aire sobrecogido y respetuoso que las caras humanas suelen tomar en las iglesias, se presentaba pálido cual el yeso en aquel vasto edificio. Sus manos enguantadas se agarraban, nerviosas, al puño de su paraguas. Las levantó… Parecía que una inspiración divina había alcanzado su alma.

—Sí —pensó—. Necesitaré un cuarto para colgar los cuadros.

Aquella tarde, de regreso de la City, fué a la oficina de Bosinney. Allí estaba el arquitecto, tiralíneas en mano, en mangas de camisa, fumando su pipa y dibujando. Soames rehusó tomar una copa y se fué derecho al asunto.

—Si no tuviera que hacer el domingo, quisiera que me acompañase a Robin Hill para darme su opinión sobre un lugar donde construir una casa.

—¿Va a hacerse usted una casa, entonces?

—Quizá —dijo Soames—. Pero no diga todavía nada de ello. Por ahora sólo quisiera conocer su opinión.

—Pues muy bien —dijo el arquitecto.

Soames echó una mirada por la habitación.

—Está usted muy alto aquí —dijo.

Toda información que pudiera sacar de la naturaleza de los negocios de Bosinney era interesante.

—Hasta ahora me basta con esto —dijo el arquitecto—. Usted está acostumbrado, sin duda, a sitios más elegantes.

Sacudió su pipa y la colocó de nuevo, vacía, entre los dientes; quizá le ayudaba a seguir la conversación. Soames notó que tenía un hueco en cada carrillo, a fuerza de chupar la pipa.

—¿Cuánto paga usted por esta oficina?

—Cincuenta más de lo que quisiera —replicó Bosinney.

La respuesta causó buen efecto en Soames.

—Entonces será caro —comentó—. Vendré a buscarle el domingo sobre las once.

Y así, el domingo fué a buscarle en un coche y fueron a la estación. Al llegar a Robin Hill, no encontraron otro vehículo y echaron a andar para hacer la milla y media que les faltaba.

Era el primer día de agosto —un día hermoso, con un sol radiante y un cielo sin nubes—, y del camino estrecho que los conducía a su destino iban levantando un polvo amarillento.

—Suelo de grava —dijo Soames… y disimuladamente echó una mirada a la chaqueta de Bosinney.

En los bolsillos llevaba rollos de papel, y bajo el brazo, un bastón muy raro. Soames notó estas peculiaridades.

Nadie que no fuera un hombre muy inteligente o, claro, un pirata, se hubiera tomado tales libertades en el vestir; y aunque estas excentricidades molestaban a Soames, le producían cierta satisfacción, como evidencia de un modo de ser del cual él había de beneficiarse… Si aquel sujeto sabía construir casas, ¿qué importaba su vestimenta?

—Ya le dije que quiero que esta casa sea una sorpresa. No hable, pues, ni media palabra. Yo nunca hablo de mis asuntos hasta que están terminados.

Bosinney asintió con un gesto.

—Como deje uno que las mujeres se metan en nuestros planes, nunca se sabe cómo van a terminar.

—¡Ah! —exclamó Bosinney—. Las mujeres son el demonio.

Este sentimiento hacía tiempo anidaba en el corazón de Soames; pero no lo había llegado a expresar nunca.

—¡Oh! —murmuró—. Ya empieza usted a… —y se detuvo; pero añadió, en una incontrolable explosión de despecho—: June tiene un carácter muy suyo. Siempre lo ha tenido igual…

—No es mala cosa que un ángel tenga carácter.

Soames nunca había dicho de Irene que fuese un ángel. Eso sería violar sus más acendrados instintos, haciendo así partícipes a otros de la valía de su mujer, denunciándose a sí mismo. Y no hizo ningún comentario.

Llegaron a un camino a medio hacer que atravesaba un vedado. Normal a él, un camino de herradura llevaba a un hoyo, de donde se sacaba arena y en cuya orilla opuesta se alzaban las chimeneas de una granja situada entre un grupo de árboles, al borde de un espeso bosque. Una hierbecilla, fina cual pluma, cubría el áspero suelo, y, sobre todo ello, las alondras se remontaban, deleitándose al sol. En el horizonte remoto, sobre una sucesión infinita de campos y cercados, se alzaba una cresta montañosa.

Soames dirigió hasta que hubieron llegado al otro lado de la hoya, y allí se detuvo. Era el lugar elegido; pero ahora se le presentaba el peligro de participar a otro su elección y se encontraba nervioso.

—El agente vive en aquella casita —explicó—. Nos dará algo que comer. Es mejor que comamos antes de tratar del asunto.

De nuevo guió él hacia la casa, donde los recibió el encargado de la venta de los terrenos aquellos, un hombre alto, que llamado Oliver, les dio la bienvenida. Soames casi no comió y se pasó todo el tiempo mirando a Bosinney y enjugándose la frente con un pañuelo de seda. Terminó la comida al fin, y Bosinney se levantó.

—Bueno, ustedes tienen que hablar —dijo Bosinney—. Yo, mientras tanto, me daré una vuelta y echaré un vistazo a todo esto —y sin esperar respuesta salió.

Soames era procurador del dueño de aquella finca, y pasó casi una hora en compañía de su representante, estudiando el plano del terreno y hablando de intereses. Fué casi por casualidad como que sacó a relucir la cuestión de comprar alguna tierra.

—Su gente —dijo— tiene que hacerme rebaja, teniendo en cuenta que soy el primero en construir aquí.

Oliver movió la cabeza.

—Este lugar que le interesa, señor, es el más barato que tenemos. Las zonas de la cima de la colina son algo más caras.

—Yo —dijo Soames— no estoy decidido todavía a comprar; es muy posible que no construya nada. La renta de terreno es muy elevada.

—Bien, señor Forsyte, lamentaré mucho que no se decida, y me permitiré decirle que sería una equivocación. En todo el cinturón de Londres no hay unos terrenos mejor situados que éstos ni tan baratos. Conque pongamos un anuncio tenemos aquí una multitud de compradores.

Se miraron el uno al otro. Sus caras querían decir: «Yo le considero un hombre de negocios, así que no espere que le crea una sola palabra de lo que diga».

—Bueno —dijo Soames—, no me decido aún. Lo más fácil es que la cosa quede en nada —con estas palabras, tomó su paraguas, dio fríamente, sin la más ligera presión, la mano al agente y salió.

Anduvo lentamente y muy pensativo hacia el lugar que pensaba comprar. Su instinto le decía que las palabras del agente respondían a la verdad. Era barato, y lo divertido era que el agente no lo consideraba así, de forma que su idea instintiva era ya un triunfo sobre el agente.

—Barato o no, ha de ser mío —pensó.

Las alondras cruzaban el aire ante él; volaban por doquier las mariposas, y una dulce fragancia se desprendía de las plantas silvestres. Del bosque se escapaba un fuerte olor a savia y el arrullar de las palomas escondidas en él, y de parte aún más lejana venía el sonar rítmico de las campanas de una iglesia.

Soames caminaba con los ojos fijos en el suelo, abriendo y cerrando un poco la boca, como satisfaciéndose de un rico bocado. Pero cuando llegó al sitio elegido, Bosinney no estaba. Después de esperar un rato, cruzó el vedado en dirección a la colina. Hubiera querido gritar, pero temía al sonido de su voz.

El vedado estaba solitario, silencioso, y sólo se percibía de cuando en cuando el ruido de los conejos que allí se criaban, al correr y saltar a sus agujeros, y el canto de las alondras.

Soames, el vanguardista del gran ejército de los Forsyte en avance desde la civilización hacia aquellas zonas desiertas de humanidad, sintió su espíritu atemorizado por soledad tan grande, por el canto invisible que llenaba el aire, por el calor, por la dulzura del ambiente. Ya estaba volviendo sobre sus pasos cuando vio a Bosinney.

El arquitecto estaba sentado en el suelo, bajo un gran roble, con las piernas abiertas, al borde de una hondonada.

Soames tuvo que tocarle en la espalda para que se diera cuenta de su presencia.

—¡Hola Forsyte! —dijo—. He encontrado el sitio que usted necesita para su casa. Mire esto…

Soames miró, echándose hacia atrás, y dijo fríamente:

—Usted, sin duda, sabe elegir muy bien, pero esto me costaría lo que pienso gastar y otro tanto casi.

—Déjelo usted, hombre. Fíjese bien en el sitio…

Casi a sus pies nacía grano maduro y dorado, alejándose cuesta abajo la extensión sembrada. Una llanura de tierra labrada se extendía hacia el horizonte. A la derecha se veía platear el río.

El cielo era tan azul y el sol tan brillante que parecían hallarse en el reino de la eterna primavera. A su alrededor crecían los cardos, extáticos y felices, en la pureza y suavidad del ambiente. El sol se sentía bailar sobre el grano sembrado, y llenándolo todo se percibía un suave murmullo, el murmullo de minutos de eternidad flotando entre la tierra y el cielo.

Soames miró. A pesar suyo, había algo que le levantaba el pecho. ¡Vivir allí, a la vista de todo aquello, poderlo hacer notar a los amigos, hablar de ello, poseerlo!… Sus carrillos se colorearon. El calor, el sol radiante, el resplandor de todo, se le iba metiendo dentro, invadiendo sus sentidos, lo mismo que cuatro años antes la belleza de Irene se le había metido dentro y le había hecho suspirar. Miró a hurtadillas a Bosinney, cuyos ojos, los ojos que el cochero había llamado de «leopardo a medio domesticar», parecían recorrer, embriagados, el paisaje. La luz viva del sol hacía destacar los promontorios del rostro del hombre, los abultados pómulos, la punta de la barbilla, las arrugas verticales de su frente. Y Soames miraba aquella cara arrugada y entusiasmada, llena de desdén y descuido, con un sentimiento molesto.

Un largo y blando oleaje producido por el viento agitó los sembrados; y a sus rostros trajo una caricia de aire fragante.

—Aquí le construiría yo una maravilla —dijo Bosinney, rompiendo el silencio por fin.

—Claro. Como que no tendría usted que pagarlo.

—Por unas ocho mil le haría un palacio.

Soames empalideció… En su interior había lucha. Bajó la mirada y dijo obstinadamente:

—Yo no puedo gastar eso.

Y lentamente, como a su pesar, guió hacia el sitio que él pensaba.

Pasaron un rato discutiendo detalles, y después Soames volvió a la casa del agente.

Salió al cabo de media hora, y reuniéndose con Bosinney, se encaminaron ambos hacia la estación.

—Bueno —dijo casi sin abrir la boca—. Me he quedado con el sitio que a usted le gusta.

Y de nuevo guardó silencio, pensando confundido cómo aquel sujeto, a quien se había acostumbrado a despreciar, había podido llevarle a modificar su decisión.