La mesa estaba puesta para doce en el comedor —azul y naranja— de Swithin. Una lámpara de cristal tallado con todas las bujías encendidas colgaba, cual enorme estalactita, del techo, lanzando luminosos rayos sobre los espejos de gran marco dorado, sobre los mármoles de los aparadores, sobre las sillas de madera lustrosa y abundantemente trabajada. Todo allí delataba ese amor por lo hermoso que tan profundamente sienten las familias que han tenido que abrirse, mediante el esfuerzo, el propio acceso a la sociedad desde la parte más recóndita y oscura del corazón de la naturaleza. Swithin tenía una gran afición por lo magnífico, que siempre le había clasificado entre sus asociados como hombre de gustos caros. Y de la noción de que nadie que entrara en su casa podría dejar de considerarle hombre rico obtenía una de las mayores satisfacciones que pudiera darle la vida.
Desde que se había retirado de su agencia de negocios, profesión deplorable, a su juicio, especialmente en lo que se refería a la compraventa, se había abandonado a sus naturales gustos aristocráticos.
El lujo perfecto de los últimos tiempos le había embebido como a una mosca un vaso de jarabe. Y su cabeza, donde pocas veces surgían ideas complicadas, era escenario de dos sentimientos curiosamente contradictorios: la satisfacción de saberse hombre que todo se lo había hecho a sí mismo y se había logrado un puesto distinguido en la sociedad, y el sentimiento de que un hombre de su finura y distinción nunca debiera haber ensuciado su mente con el trabajo.
Estaba sentado, luciendo blanco chaleco de botones de ónice y oro, deleitándose en ver cómo su valet introducía hasta el gollete tres botellas de champaña en los cubos de hielo. Entre las puntas de su cuello almidonado, que si bien le lastimaban al moverse no hubiera cambiado por uno blando en manera alguna, estaba inmóvil la carne pálida de su sotabarba. Los ojos se le iban de botella a botella. Pensaba así: «Jolyon bebe un vaso, lo más dos… ¡Es tan cuidadoso y moderado! James no puede beber ya. Nicolás…, Fanny y él beberían agua, no le extrañaría. Soames no contaba. Aquellos jóvenes sobrinos (Soames no tenía más que treinta y ocho años) no eran capaces de beber. Pero ¿y Bosinney?». Hallando en el nombre de este advenedizo algo fuera de los límites de su filosofía, Swithin se detuvo. «¡Menudo problema! ¡No podía predecirse nada! June era una chiquilla, y además, enamorada. Emily (la mujer de James) era probable que se tomase un buen vaso de campaña. Era muy seco para Julita, la pobre…, que no sabía apreciar. Pero ¡Hatty Chessman…!». El recuerdo de su buen amigo le ensombrece el rostro. «Era muy capaz de beberse media botella…».
Al pensar en la última persona invitada le cubrió el rostro una expresión felina. «La mujer de Soames… No bebería mucho, pero sabría apreciar lo que bebía. Daba gusto ofrecerle buen vino. Linda mujer. Y tan cariñosa con él…».
Su recuerdo de ella era como el champaña. Era un placer dar buen vino a una mujer tan bonita, que vestía tan bien, que tenía modales tan distinguidos… Sí, era un placer tenerla de invitada. Entre las puntas de su cuello, su cabeza tuvo la primera oscilación, muy dolorosa por cierto, de la tarde.
—¡Adolfo! —llamó—. Pon otra botella.
Él bebería bastante, pues gracias a aquel potin…, a aquella prescripción de Blight, estaba la mar de bien. No se había sentido tan bien en muchas semanas.
Salió a la antesala, se sentó en el borde de una silla, con las piernas muy separadas, e inmediatamente su abultada figura quedó envuelta en su inmovilidad característica. Estaba dispuesto para levantarse al primer aviso. Hacía meses que no había dado una comida en su casa. Esta cena era en honor de June, para celebrar su compromiso, y le había parecido fastidioso al principio (entre los Forsytes, todos los acontecimientos se festejaban comiendo), pero después, con la excitante labor de enviar invitaciones y preparar bien las cosas, se había convertido en estimulante placer.
Y así, sentado, inmóvil, con el reloj en la mano, gordo, suave, reluciente, no pensaba en nada.
Un hombre altísimo, que había sido criado de Swithin, pero que ahora poseía una verdulería y llevaba patillas, entró anunciando:
—¡La señora de Chessman! ¡La señora de Septimus Small!
Las dos señoras avanzaban. La que iba delante, totalmente vestida de rojo, tenía grandes rosetones del mismo color en la cara y ojos grandes, de mirar atrevido. Se acercó a Swithin con la mano alargada y llevando guantes rosados.
—Bien, Swithin —dijo—. Hace siglos que no te veo. ¿Cómo estás? Pero, hijo mío, ¡qué gordo te estás poniendo!…
Los ojos inmóviles de Swithin demostraron rabia. Una cólera sorda le llenó el ánimo. Era grosero ser gordo, hablar de gordura… Él tenía mucho pecho, pero nada más. Volviéndose a su hermana, le cogió la mano y le dijo con voz de mando:
—Bueno, Julita, ¿qué hay?
La señora de Septimus Small era la más alta de las cuatro hermanas. Su rostro, bueno y redondo, tenía ya un aire de cierta amargura. Por todo él se extendía una especie de rayado, como si hubiera tenido la cara metida en una jaula y se la hubiera quitado para salir. Sus ojos parecían hacer pucheros; ésta era la forma de mostrar su desconsuelo por la pérdida de su marido.
Era famosa por su especialidad en decir siempre lo que no debía decirse; y siendo su carácter tenaz, como en toda su casta, insistía en la inconveniencia que había dicho, añadía nuevas coladuras, y así sucesivamente… Era una gran habladora cuando la dejaban, y se lanzaba a monólogos interminables, monocordes, explicando prolijamente cómo la fortuna la había abandonado siempre. Pero como tenía buen corazón, no era capaz de percibir que sus oyentes comprendían y daban la razón a la fortuna.
Habiendo tenido la pobre que aguantar interminables horas junto al lecho de Small (un hombre bastante delicaducho), había adquirido la costumbre de visitar enfermos, niños malitos y personas imposibilitadas, y así nunca podía evitar la seguridad de que este mundo es el lugar más desagradable para vivir. Domingo tras domingo, se pasaba larguísimos ratos junto a aquel agudísimo predicador, el reverendo Thomas Scoles, que ejercía gran influencia sobre ella; pero se esforzaba en convencer a la gente de que esto era una desgracia grande. Había llegado a convertirse en un símbolo para la familia, y así, cuando alguien estaba tristón o pachucho, se le decía que estaba hecho un verdadero Julita. Su modo de ser hubiera acabado con cualquiera que no fuese un Forsyte; pero ella tenía ya setenta y dos años y estaba mejor que nunca. Tenía tres canarios, el gato Tommy y medio loro, pues el otro medio era de su hermana; y estos pobres seres (mantenidos siempre bien lejos de Timoteo, pues le ponían nervioso los animales) comprendían que la hacían feliz y, generosamente, le tenían gran cariño.
Estaba sobriamente magnífica aquella tarde con su alepín negro con un pecherito malva triangular rematado con una cinta de terciopelo que rodeaba su flaca garganta; el negro y el malva se consideraban como muy castos y dignos colores por la familia.
—Ana está siempre preguntando por ti —dijo, dedicando sus pucheros a Swithin—. Hace un siglo que no vas a vernos.
Swithin se metió los pulgares en el chaleco, y replicó:
—Ana está muy floja. Debiera verla un médico.
—¡Los señores de Forsyte!
Nicolás Forsyte, alzando sus cejas rectangulares, sonreía al entrar. Durante todo el día había estado gozándose en el placer de organizar los trabajos de una tribu del Alto Ceilán en una mina de oro. Un lindo plan, llevado a cabo a pesar de todas las dificultades. Se sentía satisfecho. El rendimiento de su mina se duplicaría. La más común de las experiencias le había convencido de que el hombre tenía que morir. Y entre morir de viejo o morir prematuramente en el fondo húmedo de una mina, la elección no era dudosa si algún beneficio había de derivarse para el Imperio británico.
Nadie ponía en duda su gran habilidad. Levantando su nariz partida hacia un oyente, solía decir:
—Por carecer de un centenar de esos individuos, no hemos pagado un dividendo en muchos años, y hay que ver el precio de las acciones. No se pueden sacar ni diez chelines…
También había estado en Yarmouth y había regresado con la seguridad de que se había aumentado la vida por lo menos en diez años. Cogió la mano de Swithin, exclamando con buen humor:
—¡Bueno, aquí estamos otra vez!
—¡El señor James Forsyte y señora! ¡El señor Soames Forsyte y señora!
Swithin, siempre distinguido, chocó fuertemente sus tacones.
—¡Hola, James; hola, Emilia! ¿Cómo estás, Soames? ¿Y cómo estás tú?
Su mano estrechó la de Irene y sus ojos destellaron. ¡Qué hermosa mujer! Un poco demasiado pálida; pero ¡qué tipo, qué ojos, qué dientes!… ¡Demasiado para aquel tipo de Soames!
Los dioses habían dado a Irene, unos ojos negros y un pelo rubio como el oro, extraña combinación que se atraía las miradas de los hombres y que dicen es prueba de carácter débil. Y la total y blanda blancura de su cuello y hombros, destacando en un vestido color oro, le daba personalidad y aire extranjero.
Soames se mantenía tras ella, con los ojos clavados en su nuca. Las manillas del reloj de Swithin, que tenía abierto en la mano, habían rebasado las ocho; su hora acostumbrada de cenar había quedado treinta minutos atrás. No había almorzado, y una extraña impaciencia juvenil se había apoderado de él.
—Jolyon no acostumbra nunca llegar tarde. Ya será que June le haya entretenido —dijo a Irene, mostrando desagrado.
—Los enamorados hacen esperar siempre —respondió ella.
Swithin la miró; un color anaranjado se le había extendido por el rostro.
—Pues nunca hay razón para no ser puntual. Será una moda estúpida de ahora.
Y tras esta explosión de mal carácter, latía la violencia de las primitivas generaciones.
—Dime si te gusta mi estrella, tío Swithin —dijo Irene suavemente.
Entre el encaje de su vestido, lucía sobre su pecho una estrella de cinco puntas hecha de once diamantes.
Swithin miró la estrella. Tenía buen gusto para las piedras preciosas. No se le podía haber ocurrido a nadie un procedimiento tan ingenioso para distraerle.
—¿Quién te la ha regalado?
—Soames.
Su cara no experimentó el menor cambio; pero los ojos claros de Swithin parecieron haber cobrado la facultad de leer dentro del alma.
—Me atrevería a asegurar que te aburres en tu casa —le dijo—. Cualquier día que se te ocurra venir a cenar conmigo, vienes y te daré el mejor vino de Londres.
—¡La señorita June Forsyte! ¡El señor Jolyon Forsyte! ¡El señor Bosinney!
Swithin movió el brazo, diciendo con voz retumbante:
—¡Pues a cenar, a cenar!
Sentó a su lado a Irene, justificándolo con la explicación de no haberla tenido cerca desde su boda con Soames. June era la pareja de Bosinney, que estaba sentado entre su novia e Irene. Al otro lado de June estaba James con la señora de Nicolás; después, el viejo Jolyon junto a la señora de James: Nicolás, con Hatty Chessman; Soames, con la señora Small, cerrándose así el círculo en Swithin.
Las cenas familiares de los Forsytes se ajustan a determinadas tradiciones. Por ejemplo, no hay hors d’oeuvre[7]. El motivo de la omisión es desconocido. Entre los más jóvenes de la familia existe la teoría de que se debe al terrible precio de las ostras; pero probablemente la razón es el deseo forsyteano de llegar pronto a lo que importa, de ir al grano cuanto antes. Tan sólo los Jameses, incapaces de resistir una costumbre casi universal en Park Lane, traicionan de cuando en cuando la familiar costumbre.
Un silencio casi agobiante, una clara desatención para el vecino, sucede al proceso de designar sitios y sentarse, y dura hasta casi terminado el primer plato. Sólo se oye de vez en vez: «Tom está otra vez malo; no sé qué es lo que le pasa»; o bien: «¿Ana no sale por las mañanas?», o un: «¿Cómo se llama tu médico, Fanny? ¿Stubbs?», o un: «¿Winifred? ¡Tiene demasiados hijos! Cuatro hijos son muchos hijos. Está más delgada que un hilo», o quizá un: «¿Cuánto te cuesta este vino, Swithin? Es demasiado seco para mí».
Al segundo vaso de champaña empieza a oírse un murmullo sordo, que al liberarse de ruidos parásitos, resulta ser James contando un cuento, y esto prosigue por tiempo considerable, hasta que se llega al momento culminante de todo banquete Forsyte: The saddle of mutton.
Ningún Forsyte da una comida sin lomo de carnero. En su jugosa solidez hay algo que lo hace muy adecuado para la gente de cierta posición. Es nutritivo… y sabroso; el manjar que uno recuerda siempre haber comido. Tiene pasado y futuro, cual una cuenta corriente; es algo acerca de lo que se puede discutir.
Cada miembro de la familia se aferraba tenazmente en preferir un determinado lugar en la tierra: el viejo Jolyon sacaba la cara por Dartmoor; James, por Gales; Swithin, por Southdown; Nicolás mantenía que la gente podría decir lo que quisiera, pero que no había nada como Nueva Zelanda. En cuanto a Roger, el original de los hermanos, se había visto obligado a inventar un sitio maravilloso, pero no un lugar de nuestro globo: una tienda, una tienda donde vendían alemán. Al ser reprochada su fantasía había demostrado su razón sacando la factura de un carnicero, con lo que de paso demostraba que él gastaba en carne más que nadie en carne… Y esto es prueba del claro ingenio del hombre que había sabido inventar una nueva profesión para sus hijos. En casos como éste era cuando el viejo Jolyon, volviéndose a June, le decía en uno de sus arranques filosóficos:
«Te digo que son un hato de locos estos Forsyte. Ya lo irás viendo cuando te vayas haciendo vieja…».
Timoteo, que no intervenía en las conversaciones, se dedicaba a su lomo de carnero con entusiasmo, aunque afirmaba que le tenía miedo.
Para quien se interese por la psicología forsyteana, el detalle del lomo de carnero es harto significativo; no solamente ilustra acerca de su tenacidad, tanto colectiva como individual, sino que los clasifica como pertenecientes en sustancia e instinto a la amplia clase de los que creen en la nutrición y en el buen paladar, sin rendirse a ninguna idea tonta de belleza.
Los más jóvenes de la familia hubieran deseado, ésta es la verdad, un buen pollo, una langosta…, algo más de encanto e imaginación, aunque fuera menos nutritivo; pero eran sólo las mujeres, o al menos varones, a quienes habían corrompido sus esposas o madres, o que habiéndose visto obligados a comer lomo durante tiempo y tiempo, habían llegado a cansarse de él y habían conferido a sus hijos, en herencia, profundo disgusto por el manjar.
Y habiendo terminado la gran controversia sobre el lomo de carnero, comenzó a gustarse y tratarse del jamón de Tewkesbury y de las Indias occidentales.
Y Swithin se puso tan insistente con este tema, que causó una interrupción en la cena. Para poder dedicarse con gusto a comer tenía que detenerse un rato.
Desde su asiento junto a la señora de Small, Soames observaba. Tenía sus razones, relacionadas con una edificación, para observar a Bosinney. El arquitecto podía servirle para su objeto; parecía inteligente, allí recostado contra el respaldo de su silla, haciendo montoncitos con trocitos de pan. Soames observaba su traje, bien cortado, pero raquítico, como si fuera de muchos años atrás.
Le vio volverse a Irene y decirle algo, y su cara resplandeció como sólo la había visto resplandecer cuando le hablaban otros… y nunca cuando le hablaba él. Trató de darse cuenta de lo que hablaban, pero tía Julita le estaba hablando a él.
¿No le había parecido a James que aquello era extraordinario? Precisamente el último domingo su querido Mr. Scoles había estado tan agudo, tan fino en su sermón, tan sarcástico… «¿Qué provecho —había dicho— tendrá un hombre que salve su alma, pero pierda sus propiedades?». Ésta, había dicho el orador, era la pregunta que incesantemente se repetía, la clase media. Pero ¿qué había querido decir con eso? Si…, eso podría ser cosa que la clase media se preguntara, ella no sabía. ¿Qué pensaba Soames de aquello?
Le respondió distraído:
—¿Y yo qué sé? Ese Scoles es un cuentista.
Bosinney estaba mirando por toda la mesa, como percatándose de las características de todos, y Soames quería saber lo que estaba diciendo. Por su sonrisa, Irene estaba de acuerdo con él. Siempre parecía estar de acuerdo con los demás.
Vio que sus ojos se clavaban en los de él, y Soames tuvo que bajarlos. La sonrisa se había helado en los labios de su mujer.
—¿Un cuentista? ¿Pero qué estaba diciendo Soames? Si Mr. Scoles, un ministro, era un cuentista, ¿qué serían las demás personas?… ¡Era terrible!
—Pues las demás personas son como son —dijo Soames.
Durante el momentáneo silencio de tía Julita captó estas palabras de Irene:
—Renunciad a la esperanza los que entréis aquí.
Pero ya Swithin había terminado con su jamón.
—¿Dónde compras tú las setas? —le estaba diciendo a Irene con voz meliflua.
—Yo te recomiendo a Snileybob…, te las dará siempre frescas.
Irene se volvió para responderle, y Soames vio cómo Bosinney la miraba y sonreía para sí. Tenía una sonrisa extraña aquel sujeto. Una sonrisa sencilla, como la de un niño cuando está contento. Y viendo que Bosinney se volvía a June, también Soames sonrió irónicamente. June parecía poco complacida.
No era lógico, pues había estado manteniendo la siguiente conversación con James.
—Pasé junto al río, cuando iba a casa, tío James, y vi un sitio precioso para hacer una casita…
James, que era un comedor lento y concienzudo, detuvo la masticación.
—¿Eh? ¿Dónde está eso?
—Junto a Pangbourne.
Se metió James un trozo de jamón en la boca, y June esperaba a que hablase.
—¿No te habrás enterado si aquel terreno está libre? —dijo al fin—. ¿Y no tendrás idea de lo que cuesta el terreno?
—Sí —dijo June—. Hice algunas pesquisas —su carita resuelta mostraba expectación bajo el encendido cabello.
—Bueno…, no estarás pensando en comprar, ¿verdad? —y la miraba con aire de inquisidor.
June se sintió muy animada por su interés. Hacía tiempo tenía el plan de que sus tíos se beneficiasen y beneficiasen a Bosinney encargándole casas.
—No, nada de eso… —contestó—. Pero sería un sitio precioso para ti o alguno de vosotros…
James la miró un poco de lado y siguió comiendo jamón.
—El terreno tiene que ser muy caro por allí —dijo.
Lo que June había tomado por interés personal era solamente la excitación impersonal que todo Forsyte sentía en lo más profundo al pensar que algo bueno podía pasar a manos de otro. Pero rehusó comprender que no tenía oportunidad de conseguir nada y volvió a la carga:
—Lo mejor es vivir en el campo, tío James. Yo quisiera tener mucho dinero solamente por eso, por vivir en el campo y abandonar Londres inmediatamente.
James se sintió extrañadísimo, pues no sospechaba que su sobrina tuviera ideas tan categóricas.
—¿Por qué no te vas a vivir al campo? —repetía June—. Además te sentaría estupendamente.
—¿Pero por qué voy yo a comprar tierra? —dijo James, algo irritado—. No sacaría nada en limpio, ni siquiera un cuatro por ciento…
—Pero sacarías buen pulmón, respirarías bien, que es más importante.
—¡Respirar bien! ¿Y para qué quiero yo respirar mejor de lo que respiro?
—Pues yo creía que a todo el mundo le gustaría respirar bien —dijo June con desprecio.
James pasó la servilleta a todo lo largo de la boca.
—Tú no sabes el valor del dinero —dijo evitando su mirada.
—¡No! Y confío en que nunca lo sabré —y mordiéndose los labios, la pobre June quedó en silencio.
¿Por qué todos sus parientes eran tan ricos, mientras que su novio no sabía nunca si podría tener para fumar al día siguiente? ¿Por qué no podrían hacer algo por él? Eran unos egoístas… ¿Por qué no podrían construirse alguna casa? Tenía todo ese cándido dogmatismo, tan conmovedor, que a veces consigue triunfar e imponerse. Bosinney, hacia quien dirigió la vista en busca de consuelo, estaba hablando con Irene, y un escalofrío se apoderó del espíritu de June. Sus ojos revelaron cólera, como los viejo Jolyon cuando se enfadaba.
James también estaba muy molesto. Le parecía que alguien amenazaba su derecho a emplear su dinero como quisiera, a colocarlo para sacar un cinco por ciento. Jolyon la había malcriado. A ninguna de sus hijas se le hubiera ocurrido semejante tontería. James había sido siempre muy condescendiente con sus hijos, pero todo tiene sus límites en la vida. Jugueteó tristemente con su plato de fresa; después añadió crema, y al fin se lo comió todo con voracidad. Al menos, eso no se le escaparía.
Y no era extraño que se sintiese molesto. Toda la vida había sido administrador de bienes y fortunas. Había pasado cincuenta y cuatro años haciendo equilibrios para sacar el último céntimo de beneficio, manejando capitales e intereses con el cuidado y la prudencia máximos para que en ningún momento se presentara peligro para él ni para sus clientes, y había llegado a interpretar todo en la vida en función del dinero. El dinero era la luz de sus ojos, el faro que le permitía ver y comparar, y sin el cual no podía apreciar nada en nada… Y tener que oír aquel «espero que nunca sabré el valor del dinero»… No comprendía cómo había podido resistir que le dijeran eso en su propia cara. ¡Cómo iba el mundo! Se había asustado. Pero recordando la historia del joven Jolyon se tranquilizó. ¡Qué se podía esperar que saliese de semejante padre! Pero también esto le hizo sufrir, pues le llevó a otros desagradables pensamientos. ¿Qué era aquello que se murmuraba de Soames e Irene? Como en todas las familias que se respetaban a sí mismas, se había creado un mercado donde los secretos familiares se feriaban y se ponía precio a las cosas íntimas. Se sabía en la Bolsa Forsyte que Irene no quería a su marido, y su sentir era generalmente desaprobado. Ya tenía edad para saber lo que se hacía cuando se casó. Una mujer seria no se equivoca en ciertas cosas. James pensó amargamente que tenían una casa muy bonita (algo pequeña), situada magníficamente; que no tenían hijos, ni tampoco problemas de dinero. Soames era muy callado en lo referente a sus asuntos, pero debía de estar haciendo una buena fortuna. Tenía una renta considerable en el negocio —pues Soames, como su padre, era miembro de aquella conocida firma de procuradores Forsyte, Bustard y Forsyte— y siempre había sido muy ahorrativo. Y había tenido éxitos sorprendentes en algunas combinaciones en que se había metido.
No había razón alguna para que Irene no pudiera sentirse feliz; sin embargo, se decía que quería tener dormitorio aparte de su marido. Y él sabía en lo que acababa eso. No era lo mismo que si, por ejemplo, Soames bebiese.
James miró a su nuera. Su mirada, subrepticia, era fría y desconfiada. Estaba cargada de inquietud y temor y reflejaba el sentimiento de una ofensa personal. ¿Por qué tendría él que sufrir con preocupaciones de ésas? Seguramente todo eran tonterías; las mujeres son tan raras… Todo lo exageraban, y uno se quedaba sin saber qué pensar. Además, a él nadie le decía nada, tenía él que enterarse de las cosas por sus propios medios… Volvió a mirar furtivamente a Irene, y después a Soames. Éste, escuchando a tía Julita, miraba a su vez a Bosinney.
«Él la quiere, desde luego», pensaba James. «Y si no, no hay más que ver cómo la está siempre regalando cosas».
Y el extraordinario absurdo del desafecto de ella le chocó con fuerza redoblada. Era una pena, pues en verdad que era atrayente; él mismo la querría mucho si se dejase querer. Ahora había intimado demasiado con June. Y eso no le convenía. Se estaba acostumbrando a tener opiniones y no necesitaba semejante cosa. Ya tenía su buena casa y todo lo que pudiera desear. Habría que buscarle amistades convenientes, pues de seguir la cosa así sucedería algo peligroso.
Y June, realmente, con su costumbre de ponerse al lado de los desdichados, había arrancado una confesión a Irene, y en consecuencia le había predicado la necesidad de hacer frente al mal, llegando a la separación si fuera necesario. Pero ante estas exhortaciones, Irene había mantenido un silencio pensativo, como si encontrase terrible la lucha y la posibilidad de llevarla a cabo a sangre fría.
—Soames no la libertaría nunca —dijo a June.
—¡Y qué importa! —había exclamado June—. Déjale que haga lo que quiera. Tú persiste en tu razón —y no le había importado nada comentar todo esto en casa de Timoteo. James, cuando lo supo, experimentó indignación muy natural.
¿Qué ocurriría si Irene se convenciese de… —casi no podía atreverse a pensarlo— de la necesidad de dejar a Soames? Y encontraba la idea tan intolerable, que la daba inmediatamente de lado. Las sombrías visiones que le sugería, el chismorreo familiar del asunto, la vergüenza del suceso en su propia familia, en su hijo, le llenaba de horror. Menos mal que ella no tenía dinero… Total, cincuenta miserables libras al año. Y recordó con profundo desprecio al fallecido Heron, que no tuvo nada que dejar a su hija. Mirando pensativo su vaso y con sus largas piernas cruzadas bajo la mesa, omitió casi el levantarse cuando las señoras dejaron el comedor. Tendría que hablar con Soames. Tendría que ponerle en guardia; las cosas no podían seguir así, no podía ni permitirse tal contingencia. Y vio con desagrado que June había dejado el vaso lleno de vino.
—La mona ésa tiene la culpa de todo —musitó—. Irene no hubiera pensado sola tal cosa nunca —James era hombre de mucha fantasía.
La voz de Swithin le sacó de su ensueño.
—He pagado cuatrocientas libras —decía—. Es una buena obra de arte.
—¡Cuatrocientas!… ¡Hum!… Es un dineral… —murmuraba la voz de Nicolás.
El objeto aludido era un complicado grupo escultórico en mármol italiano, que sobre un altivo pedestal, también de mármol, difundía una atmósfera de cultura por toda la habitación. Las figuras complementarias, que eran seis desnudos femeninos, de grande y complicado trabajo, señalaban todas a la figura central, que era también un desnudo femenino y que a su vez se señalaba a sí misma. Tanto señalar, le daba a quien la contemplaba una sensación de mucho valer. La tía Julita, colocada frente al grupo, se las veía y deseaba para mantener castamente apartados los ojos.
El viejo Jolyon, que era quien había empezado la conversación, habló:
—¡Cuatrocientas libras! No me digas que has dado tú cuatrocientas libras por eso.
La garganta de Swithin hizo entre las puntas agudas de su cuello el segundo movimiento doloroso de la tarde. Había dado cuatrocientas libras, libras inglesas, moneda nacional, ni un céntimo menos… Y no estaba arrepentido; no era un trabajo inglés y vulgar, era italiano moderno auténtico…
Soames sonrió y miró a Bosinney. El arquitecto hacía guiños tras el humo de su cigarrillo. Así parecía más pirata que nunca.
—Lleva muchísimo trabajo —explicó James apresuradamente, que se sentía conmovido por el tamaño del grupo—. Podría venderse bien en Jobson.
—El pobre diablo extranjero que lo hizo —continuó Swithin— me pedía quinientas y yo le di cuatrocientas. En realidad vale ochocientas. Estaba medio muerto de hambre el desdichado.
—Sí —chilló la voz de Nicolás repentinamente—, pobrecillos artistas. No me explico cómo viven. Ahí tenemos al joven Flageoletti, a quien Fanny y las chicas están invitando siempre por oírle tocar el violín. Si saca cien libras al año, es lo más que saca…
James asintió. Él tampoco comprendía cómo vivían.
El viejo Jolyon, con el cigarro en la boca, se había levantado y se había aproximado a examinar el grupo de cerca.
—Pues yo no hubiera dado ni doscientas —decidió al fin.
Soames vio que su padre y Nicolás lo miraban expectantes; mientras tanto, Bosinney seguía envuelto en humo.
«¿Qué pensará este del asunto?», se dijo Soames, que estaba bien al tanto de que el grupo era desesperadamente vieux jeu[8], del arte totalmente invendible en Jobson.
La respuesta de Swithin vino al fin:
—Tú no sabes una palabra de estatuas. Tú con tus pinturas tienes bastante.
El viejo Jolyon se volvió a su silla chupando violentamente su cigarro. No quería discutir él con semejante infeliz obstinado, que tenía la cabeza más dura que un borrico y que no sabía distinguir una estatua de… un sombrero de paja.
—¡Estuco! —fué todo lo que dijo.
Swithin no podía romper a hablar. Al fin, dando un puñetazo en la mesa, exclamó:
—¡Estuco! Me gustaría ver en tu casa algo que valiera la mitad que esto… en sus palabras resonaba la sorda violencia de generaciones primitivas.
Fué James quien salvó la situación.
—¿Y usted qué dice, señor Bosinney? Usted es arquitecto y ha de saber todo lo que haya que saber sobre estatuas y cosas de ésas…
Todos los ojos se volvieron a Bosinney; todos esperaron la respuesta con miradas extrañas y llenas de sospecha.
Y Soames, hablando por primera vez, dijo;
—Sí. Bosinney, ¿qué opina usted?
Bosinney contestó fríamente:
—Es un trabajo notable.
Sus palabras iban dirigidas a Swithin, y sus ojos sonreían astutamente al viejo Jolyon; solamente Soames quedó insatisfecho.
—Pero notable, ¿por qué?
—Por su naiveté[9].
La respuesta fué seguida de un silencio absoluto. Y Swithin no sabía si estar o no agradecido.