II

Eran las cinco del siguiente día, y el viejo Jolyon estaba solo, fumando un puro y tomando una taza de té que tenía junto a sí en su mesita. Estaba cansado, y con el puro sin terminar, quedó dormido. Se le paró una mosca en la cabeza; se oía fuertemente, en el silencio, su respirar, y su labio superior tenía temblores intermitentes, rápidos. El puro se le había caído de la mano arrugada y venosa, y en el vacío hogar de la chimenea se iba consumiendo.

La tétrica habitacioncita, con vidrieras de colores en la ventana, estaba amueblada en caoba pesadamente tallada y tapizada en verde; mobiliario del que el viejo Jolyon solía decir: «No me extrañaría que algún día alcanzase buen precio».

Le era agradable pensar que después de muerto sus cosas podían valer más de lo que él pagó por ellas.

En el ambiente gris y rico, peculiar en las habitaciones interiores de la casa de Forsyte, el blanco cabello, resaltando del almohadón de su sillón de alto respaldo, comunicaba a su cabeza un aire rembrandtesco, sólo contrariado por el bigote que militarizaba su rostro. Un viejo reloj, que tenía desde que se casó cincuenta años antes, marcaba los segundos que, inexorables, se escapaban de la posesión de su viejo dueño.

Nunca había sido aficionado a aquella habitación, y sólo la pisaba para tomar tabaco de aquella cajita de laca japonesa del rincón. Pero ahora, la habitación se estaba vengando.

Los parietales, que se curvaban como techos de barraca; los pómulos, la barbilla, que se le afilaba al dormir, proclamaban la confesión de que era un hombre viejo.

Se despertó. ¡June no estaba! James le había dicho que se encontraría solo. James había sido siempre un pobre diablo. Se acordó con satisfacción de que le había quitado a James la ocasión de comprar aquella casa. Que se fastidiara, por roñoso, por pararse tanto a mirar el precio. No pensaba más que en el dinero, el demonio del hombre… Pero ¿no habría pagado él demasiado? Habría que hacer muchas reparaciones. Se precisaría gastar mucho dinero antes de acometer la boda de June. No debía haber permitido ese noviazgo. Había conocido a Bosinney en casa de Baynes y Bildeboy, los arquitectos. Creía que Baynes, aquel cara de vieja era tío político de Bosinney. Desde que le conoció, su nieta no había dejado de perseguirle, y cuando se le metía una cosa en la cabeza no había quien la hiciera desistir. Siempre estaba metida con muertos de hambre, de una clase o de otra. Aquel tipo no tenía que llevarse a la boca, pero ella se empeñó en ser su novia…; un hombre inútil, sin espíritu práctico, que no pararía de meterse en dificultades y apuros.

Se le presentó un día y le dio la noticia del noviazgo como si tal cosa… Y para acabarlo de arreglar, le había explicado:

—¡Es formidable!… Muchas veces ha estado viviendo de chocolate con agua por una semana…

—Y piensa mantenerte a ti a base de chocolate con agua también, ¿no?

—¡No, no!… Ahora ya está entrando en el mar del dinero…

El viejo Jolyon se había quitado el cigarro de entre los bigotes, manchados de nicotina y café y la había mirado. ¡Que aquella pequeñez de chica se le hubiera apoderado así del corazón! Sabía de mares de dinero más que su nieta. Pero ella se le había sentado encima y frotaba la carita contra la suya haciendo un ruidito como el run-run de un gato… Tirando la ceniza, había explotado en desesperación nerviosa:

—¡Sois exactamente iguales! Si no conseguís lo que queréis, no estáis a gusto. Pues si tú te empeñas en ser la desdichada, tú te lo buscas… Yo me lavo las manos.

Y con esta decisión, no quiso hablar más del asunto. La única condición que puso fué la de que no se casarían hasta que Bosinney ganara un mínimo de cuatrocientas libras anuales.

—Yo no podré darte mucho —había dicho, frase a la que June estaba bastante acostumbrada—. Quizá el Don Nadie ese saque para el chocolate con agua…

Desde que comenzó el noviazgo veía a menos a su nieta. ¡Mal asunto! No estaba dispuesto a darle una dote que permitiera al otro vago darse buena vida sin trabajar. Ya conocía él casos parecidos. Y no acababan nunca bien. Y lo peor era que no se podía contar con hacerle desistir. Era obstinada como una borrica, desde pequeñita, siempre igual. Pero no la dejaría casarse hasta que el jovencito aquel tuviera una renta decente. ¡Pues y aquello de irse a Gales a visitar a las tías del novio! Quizá viniera bien, pues estaba seguro de que serían unos tipos raros…

Inmóvil, el viejo Jolyon contemplaba la pared, pero parecía dormido. ¡Mira que pensar que aquel majadero de Soames podía irle a él con consejos!… Y el muy necio, con sus narices mirando al cielo, llegaría a situarse, a ser un hombre acomodado. ¡Hombre acomodado Soames! Era igual que su padre, siempre venteando negociejos, siempre a la que salta… Un pordiosero de los negocios, lo mismito que su padre.

Se levantó, fué al rincón de la cajita japonesa, y lentamente empezó a llenar la petaca de habanos. No eran malos para su precio, pero ya no se encontraba un buen cigarro, nada que se pareciera a un superfino de Hanson y Bridger. ¡Aquéllos eran cigarros!

El recuerdo, cual perfume sutil aspirado sin saberlo, le hizo volver a aquellas noches maravillosas de Richmond, cuando después de cenar se sentaba a fumar en la terraza de La Corona y el Cetro con Nicolás Treffry, con Traquair, con Jack Herring y Antonio Thornworthy…

De todos aquellos, sólo debía de vivir él. También vivía Swithin, pero tan gordo, tan ofensivamente gordo, que no había que pensar en él para nada.

Se le hacía difícil creer que hubiesen pasado tantos años; él se sentía aún joven. La idea de la vejez, mientras cogía los puros, se le clavaba amargamente en el alma. Con su cabeza blanca y su soledad, se sentía joven y animoso. Y aquellas tardes de domingo en Hampstead Heat, cuando su hijo Jolyon y él iban por la calle de los Españoles a Highgate, a Child’s Hill, y volvían por la carretera de Heat a cenar a El Castillo… ¡Qué bien sabían entonces sus cigarros! ¡Y qué tiempo tan bueno hacía! Ahora no tenían ni buen tiempo…

Y cuando June era un renacuajo de cinco años y se la llevaba los domingos al Parque Zoológico, lejos de las faldas de su madre y de su abuela, y ella daba a los osos bollos pinchados en la punta de su paraguas, qué bien sabían sus cigarros…

¡Sus cigarros! No había conseguido perder el buen paladar, aquel buen paladar que llegó a ser famoso, que hacía que se refirieran a él diciendo: «Forsyte tiene el paladar mejor de todo Londres». Su paladar había colaborado en mucho a su fortuna, la fortuna de los famosos importadores de té Forsyte y Treffry, cuyo té era el mejor del mundo, pues él sabía cuidar su aroma, el encanto de un aroma romántico y genuino. La Casa Forsyte y Treffry, en la City, tenía un gran aire de misterio, de tratos especiales con barcos especiales, procedentes de puertos especiales donde orientales especiales también le preparaban el té que su paladar especial aconsejaba como el mejor.

Había trabajado duro en aquel negocio. Entonces se trabajaba de verdad. Las nuevas generaciones no sabían ni lo que significaba la palabra trabajar. Él estaba en todos los detalles, conocía exactamente toda aparente insignificancia. Y… ¡cuántas noches se pasó en claro, sin dejar de trabajar! Y siempre había escogido personalmente sus agentes, y lo tenía a gala. Su vista para calar a la gente, decía, había sido el secreto de su éxito, y el ejercicio de su formidable capacidad de seleccionar era la parte que más le había gustado de su trabajo. Y un hombre de su habilidad no tenía ninguna carrera. Incluso ahora, que la compañía se había convertido en Sociedad Limitada y estaba declinando (él se había desprendido de sus acciones hacía mucho tiempo), sentía remordimientos, pues ¡qué de cosas podía haber hecho si hubiera estudiado! En la abogacía hubiera cosechado los mejores éxitos. Hasta hubiera pertenecido al Parlamento. Muchas veces se lo había dicho Treffry: «Tú llegarías a cualquier cosa si no te preocuparas tanto por tu porvenir». ¡Pobre Treffry! Tan buen muchacho como era…, pero muy escandaloso. Él sí que no se había preocupado nada del porvenir… Ya estaba muerto. El viejo Jolyon contó sus puros con mano firme y pensó si en fin de cuentas no se había preocupado de su porvenir en demasía.

Se guardó la petaca en el bolsillo interior de la chaqueta, se abrochó y subió la escalera que llevaba a su dormitorio, descansando pesadamente sobre los pies y apoyándose en la barandilla. La casa era demasiado grande. Cuando se casara June, que se casaría si se le metía en la cabeza, dejaría aquella casa y se marcharía a vivir a un hotel. ¿Qué necesidad tenía él de mantener media docena de criados que no hacían más que comer?

Su ayuda de cámara se personó al oírle tocar la campanilla. Era un hombre alto, con barba, de andar silencioso y una capacidad peculiar para estar callado. El viejo Jolyon le dijo que sacara su traje de etiqueta. Iba a cenar al club.

—¿A qué hora volvió el coche de llevar a la señorita June a la estación? ¿A las dos? Que me espere a las seis y media.

El Club en que Jolyon penetró, dando las seis, era una de esas instituciones de la clase acomodada que han tenido mejores tiempos. A pesar de que todos estaban cansados de él, y quizá precisamente por eso, el Club demostraba una tremenda vitalidad. La gente se hartaba de decir que le quedaba poco tiempo de existencia. El viejo Jolyon lo decía también, pero despreciaba la cosa de forma que irritaba a todo socio con espíritu de Club debidamente desarrollado.

—¿Por qué sigues perteneciendo? —le preguntaba Swithin, muy irritado—. ¿Por qué no te haces del Poliglota? No hay en todo Londres donde se encuentre un vino tan bueno como el nuestro a veinte chelines la botella —y bajando la voz, añadía—: Sólo nos quedan cinco mil docenas. Yo me aprovecho y bebo todas las noches.

—Pues ya lo pensaré —respondía su hermano; pero siempre que lo pensaba, pensaba también que habría de pagar una cuota de entrada de cincuenta guineas. Y seguía pensando el asunto…

Ya era demasiado viejo para ser liberal; había dejado de creer en las doctrinas políticas de su Club, incluso se afirmaba que las calificaba de majaderías, pero le causaba placer pertenecer a una institución opuesta a su criterio. Habíalo despreciado siempre, pues entró en él después de haber sido rechazado en el Hotch Potch, hacía ya muchos años, a causa de ser industrial nada más… Como si fuera menos que otros que presumían de vivir de rentas… Era natural que despreciara al Club que le admitió. Los socios eran unos pobretones, muchos de ellos con tiendas, comisionistas, corredores de Bolsa, procuradores…, cosas de ésas. Como la mayoría de los hombres de carácter, pero no muy originales, el viejo Jolyon tenía en poco a la clase social a que pertenecía. Observaba fielmente sus costumbres sociales y de todo orden, pero secretamente la despreciaba.

A fuerza de años y de filosofía, había llegado a olvidar su derrota en el Hotch Potch, y ahora, en sus sueños, lo consideraba como el Rey de los Clubs. Él hubiera ingresado, a no ser por la forma absurda con que Jack Herring, el socio que le presentó llevó las gestiones; Y ¡qué cosas!… Habían admitido a su hijo Jo sin rechistar. Todavía debía pertenecer, pues hacía ocho años había recibido una carta suya en papel del Club.

Hacía meses que no iba por su Club, y la casa había sufrido una ridícula decoración que la gente hace en las casas y barcos que quiere vender.

«¡Han dejado bonito el fumador! —pensó—. ¡Pues el comedor sí que está bueno!».

Le irritó el color chocolate con adornos verdes en que lo habían pintado.

Pidió la cena y se sentó en el mismo rincón, quizá a la misma mesa (pues las cosas no variaban mucho en aquel Club de principios casi radicales), en que solía hacerlo veinticinco años antes, cuando después de llevarle a cenar, llevaba a su hijo al teatro en vacaciones.

Le encantaba el teatro al muchacho, y el viejo Jolyon le recordaba sentado frente a él y tratando de ocultar con charla viva la excitación que le producía el ir a ver una función.

Encargó la misma cena que el chico había escogido siempre: sopa, boquerones, chuletas y una pequeña tarta. ¡Si estuviera allí su hijo!

No le había visto en catorce años. Y en aquellos catorce años se había preguntado muchas veces si no tendría él que reprocharse la separación. Un desgraciado asunto de amores con Danae Thornworthy, la preciosa hija de Antonio Thornworthy, le había lanzado de rebote a casarse con la madre de June. Él debía quizá haber impedido aquel matrimonio; los dos eran demasiado jóvenes. Pero comprendiendo que su hijo tenía que olvidar aquellos amores desgraciados, hizo lo posible porque se casara cuanto antes. Y en cuatro años de matrimonio se había presentado la catástrofe. Haber aprobado el proceder de su hijo en aquella vergüenza hubiera sido de todo punto imposible. La razón y la costumbre —aquella combinación de potentes factores que constituía sus principios— le dijeron que era imposible del todo, aunque su corazón sufría. Y el remordimiento le agobiaba ahora. Todo fué por June, por aquella muñequita de pelo llameante que se había apoderado de él, que se había adueñado de su corazón, de aquel corazón que era el juguete de esos seres débiles y desamparados que son los niños. Con su claridad de visión de siempre, se dio cuenta de que tenía que separarse de su hijo o de su nieta: no había términos medios, y en esto radicaba la tragedia. Y su amor por la niña prevaleció. No podía encender una vela a Dios y otra al diablo…, y dijo adiós a su hijo.

Y el adiós duraba hasta el presente.

Quiso seguir pasando una corta mensualidad a su hijo, pero la rechazó, y quizá fuera eso lo que le doliera más de todo, pues era la prueba sólida y tangible de que todo había terminado.

La cena no le supo a nada; el champaña era seco y amargo, no como el de la Viuda[6] de antaño.

Estaba tomando el café cuando se le ocurrió que podía ir a la Opera. En el Times, naturalmente, pues desconfiaba de los demás periódicos, vio que daban Fidelio. Menos mal que no era una de esas modernas pantomimas de Wagner.

Con su vieja chistera, de ala ya plana del uso y de gran volumen, parecía un emblema viviente de mejores tiempos. Poniéndose los finos guantes de cabritilla, que olían a la piel de Rusia de su petaca, por estar siempre en contacto en el mismo bolsillo, entró en un coche.

El vehículo cascabeleaba alegre por las calles y el viejo Jolyon sentía desusada animación.

«Los hoteles deben de estar haciendo un negocio bárbaro», meditó. Hacía unos años no había ninguno de aquellos grandes hoteles. Pensó satisfecho en algunas fincas que poseía por allí. Estarían subiendo de valor a saltos. Y vaya tráfico…

Pero a partir de esto se lanzó a una de aquellas extrañas especulaciones, tan poco forsyteanas, y en las que, parcialmente, descansaba su superioridad sobre todos los demás. ¡Qué pequeño es el ser humano! ¿Y qué sería de todos en fin de cuentas?

Al salir del coche, tropezó. Pagó al cochero el precio del viaje exactamente, fué a la taquilla, y ante ella quedó con el monedero en la mano. Siempre había llevado el dinero en un monedero, pues no aprobaba la costumbre de llevarlo desperdigado en los bolsillos, como hacen muchos. El taquillero se inclinó hacia adelante, asemejándose a un perro que se asomara en la perrera.

—¡Pero si es el señor Forsyte! —dijo con una nota de sorpresa en la voz—. ¡El mismísimo señor Jolyon Forsyte! Hacía años que no le veía… Y qué tiempos éstos, señor mío… ¿Recuerda cuando usted y su señor hermano y aquel señor de las subastas, el señor Traquair y el señor Treffry, tenían abonos por toda la temporada? ¿Y cómo está usted, señor? Ya no somos tan jóvenes…

El brillo de los ojos del viejo Jolyon aumentó. No le habían olvidado. Penetró en la sala a los acordes de la obertura como un viejo caballo de guerra en el campo de batalla.

Aplastando la chistera, se sentó, se quitó los guantes a la manera antigua, y con los gemelos echó una mirada alrededor de la sala. Dejándolos finalmente en su chistera plegada, miró al escenario. Más agudamente que nunca comprendió que todo había ya terminado para él. ¿Dónde estaban las mujeres, aquellas hermosas mujeres que antaño llenaban el patio de butacas, los palcos? ¿Dónde estaba la emoción con que esperaba la aparición en escena de alguno de aquellos maravillosos cantantes? ¿Dónde estaba aquella sensación de embriaguez de vida y de su capacidad para gozarla?

¡Y él había sido el mayor aficionado a la ópera de sus tiempos! ¡Ya no había ópera tampoco! Aquel Wagner lo había echado todo a perder; ya no había melodía, ni voces, ni nada. ¡Los grandes cantantes de sus tiempos! Todos habían desaparecido. Veía las viejas escenas y su corazón estaba mudo.

Desde el rizo plateado que tenía sobre la oreja hasta las puntas de los zapatos, no había nada caduco ni viejo en Jolyon Forsyte. Estaba tan erguido —casi tanto— como en los tiempos en que venía todas las noches; su vista era tan buena —casi tan buena— como entonces. Pero ¡qué sensación de fatiga y desilusión!…

Siempre había disfrutado de las cosas, incluso de las imperfectas (hacía muchas cosas imperfectas en la vida); había gozado con moderación, para conservarse siempre con entusiasmo juvenil. Pero ahora le había abandonado su capacidad de goce, su filosofía, quedándole solamente aquella sensación horrible de acabamiento. Ni el coro de los prisioneros de la canción de Florián podían disipar la tristeza de su soledad.

¡Si estuviera Jo con él! El muchacho debía de tener cuarenta años por aquel entonces. Y ya no era un paria social. Estaba casado. El viejo Jolyon no había sido capaz de evitar una demostración de agrado por el hecho, y le había enviado un cheque de quinientas libras. El cheque le había sido devuelto en una carta del Hotch Potch, que decía:

Mi queridísimo padre:

Tu generoso regalo ha sido recibido como prueba de que podrías pensar peor de mí. Te lo devuelvo; pero si creyeses oportuno invertirlo en beneficio del pequeño (le llamamos Jolly) que lleva nuestro nombre, aunque abreviado, te quedaría muy agradecido.

Deseo cordialmente que te encuentres tan bien como siempre.

Tu hijo que te quiere,

Jo.

La carta era muy suya. Siempre había sido un muchacho cordial. Le había contestado:

Mi querido Jo:

La suma (500 libras) consta en mis libros consignada a tu hijo, a nombre de Jolyon Forsyte, y devengará un interés anual del 5 por 100. Deseo te encuentres bien. Por ahora mi salud sigue siendo buena.

Recibe el cariño de tu padre.

Jolyon Forsyte.

Y cada día de Año Nuevo había añadido cien libras y los intereses. La suma iba creciendo, el próximo Año Nuevo llegarla a mil quinientas libras y pico. Y es difícil expresar la alegría que sacaba de aquella transacción anual. Pero la correspondencia había terminado.

A pesar de su cariño por su hijo; a pesar de un instinto en parte constitutivo de su carácter, en parte resultado —como en miles de los de su clase— de su continuo manejo y observación de negocios, que le llevaba a juzgar las conductas antes por sus consecuencias que por los motivos que las hubieran determinado, tenía en el corazón un fondo de malestar. En aquellas circunstancias, su hijo debería haberse hundido totalmente; era la ley escrita en todas las novelas, sermones y dramas que había leído, escuchado o presenciado.

Al serle devuelto el cheque le parecía que había una equivocación en alguna parte. ¿Por qué no se había hundido su hijo? ¿Quién tenía, entonces, razón?

Se había enterado —en realidad había procurado saber noticias— de que Jo vivía en St John’s Wood, que tenía una casita en la avenida Wistaria, con un jardincito, y que llevaba a su esposa a todas las reuniones de sociedad a que él iba —rara sociedad sería, sin duda—; que tenían dos niños: aquel llamado Jolly —el nombre le había parecido un cinismo, dadas las circunstancias, y al viejo Jolyon le disgustaba y le temía al cinismo— y una niña llamada Holly. Pero ¿qué podrían decir con exactitud las circunstancias de la vida de su hijo? Había capitalizado la renta que heredara de su madre, había entrado en Lloyd de agente de Seguros, pintaba acuarelas… Y el viejo Jolyon sabía esto último y había comprado subrepticiamente algunas de vez en vez, después de haberse encontrado con la sorpresa de ver el nombre de su hijo en una representación del Támesis, expuesta en un escaparate. No le gustaban los cuadros. No los ponía en su casa a causa de la firma, pero los guardaba en un cajón de una mesa.

Allí en la ópera le vino un deseo irresistible de ver a su hijo. Se acordó de los días en que se veía obligado a dejarle pasar entre sus piernas, en las veces que había corrido a su lado cuando montaba en su caballito, en el primer día que le llevó a la escuela. Había sido un niño simpático y cariñoso. Con ir a Eton había adquirido, quizá, de modo algo excesivo aquel aire que el viejo Jolyon sabía que sólo se puede obtener en esos colegios y gastando mucho; pero siempre había sido cordial, siempre buena compañía para él, incluso después de Cambridge. Quizá estuviera un poco como alejado…, pero eso era a causa de la educación superior que había recibido. El sentir del viejo Jolyon hacia Colegios y Universidades no variaba, y conservaba siempre su actitud de admiración y desconfianza por un sistema sólo accesible a los mimados de la fortuna y del que no había podido participar. Ahora que June no estaba, o aprovechando que June no estaba, sería grato ver de nuevo a su hijo. Sintiéndose culpable de traición a su familia, a sus principios, a su clase, el viejo Jolyon clavó la mirada en el cantante. ¡Un pobre diablo!… Y el Florián, más tieso que un palo.

Acabó la representación. Con poca cosa se contentaban.

En la calle atrafagada le birló un coche en sus mismas narices a un caballero gordiflón y mucho más joven que ya lo tenía por suyo. Fué por Pall Mall, y en vez de dirigirse por Green Park, el cochero tiró por San Jaime. El viejo Jolyon no soportaba que le llevaran dando rodeos y se asomó para protestar. Pero al sacar la cabeza por la ventana vio que estaba enfrente del «Hotch Potch»…, y el deseo que le había estado consumiendo toda la velada le dominó. Mandó parar. Bajó a preguntar si Jo era todavía miembro del Club.

Entró. El hall estaba exactamente lo mismo que cuando iba a cenar allí con Jack Herring y tenían el mejor cocinero de Londres; y miró a su alrededor con aquella mirada suya que había hecho siempre que en todas partes le sirvieran mejor que a las demás personas.

—¿Pertenece todavía al Club el señor Jolyon Forsyte?

—Sí, señor. Está ahora en el Club. ¿De parte de quién?

Al viejo Jolyon le pilló de sorpresa.

—De parte de su padre —dijo, y se acercó a calentarse a la chimenea.

El joven Jolyon se marchaba ya del Club cuando se le acercó el conserje. Ya no era tan joven… Su pelo era ya gris, y la cara, reproducción exacta de la de su padre hasta en el bigote caído, estaba decididamente ajada. Palideció. El encuentro era terrible después de tantos años. Se dieron la mano sin decir palabra. El padre, con voz temblorosa, dijo:

—¿Cómo estás, hijo mío?

Y el hijo preguntó a su vez:

—¿Cómo estás, papá?

La mano del viejo Jolyon temblaba en el guante.

—Si vas por mi camino —dijo, puedo llevarte.

Y reviviendo la costumbre de marchar juntos a casa por las noches, salieron uno al lado del otro y entraron en el coche.

Al viejo Jolyon le pareció que su hijo había crecido. «Ya es más que hombre», fué su comentario. Sobre el natural afable de su rostro se había extendido una máscara de dureza, cual si en las circunstancias de su vida se hubiera encontrado necesitado de una armadura protectora. Sus acciones eran, desde luego, las de los Forsyte; pero en ellas había como un mirar introspectivo propio del erudito o del filósofo… Sin duda se había obligado a serias introspecciones en aquellos quince años.

Para el joven Jolyon fué indudablemente doloroso el volver a ver a su padre. ¡Qué viejo y decaído estaba! Pero una vez en el coche volvió a parecerle el mismo de siempre, volvió a verle erguido y firme.

—Te encuentro bien, papá.

—Así, así —respondió el viejo.

Se sentía presa de una angustia que tenía que expresar forzosamente en palabras. Había recuperado a su hijo y tenía que interesarse por su situación económica.

—Jo —le dijo—. Quisiera saber cómo te desenvuelves. ¿Tienes… deudas? Es natural que tengas alguna, claro…

Lo dijo de forma que su hijo no se pudiera sentir herido.

Pero el joven Jolyon respondió con su voz llena de ironía:

—No. No tengo ninguna deuda.

Notó que se había irritado y le cogió la mano. Se había arriesgado, pero merecía la pena. Jo no había tenido nunca reservas para él. Siguieron, y sin hablar, hasta Stanhope Gate. Le invitó a pasar, pero el joven Jolyon movió la cabeza.

—June no está —explicó apresuradamente—. Ha salido fuera. ¿Sabrás ya que va a casarse?

—¿Ya? —murmuró el joven Jolyon.

Salió el viejo del coche y pagó. Por primera vez en su vida se equivocó y dio al cochero un soberano en vez de un chelín.

El cochero se metió la moneda en la boca y fustigó al caballo con prisa.

El viejo Jolyon abrió despacito la puerta e hizo una seña. Su hijo le vio quitarse el abrigo con la expresión furtiva de un muchacho que roba cerezas.

La puerta del comedor estaba abierta; la llama del gas, amortiguada. Sobre una bandeja silbaba un infiernillo con agua para té, y junto al calorcillo, un gato dormía cínicamente sobre la mesa. El viejo le echó de un sombrerazo. El incidente sirvió de descanso a sus nervios.

—Tendrá pulgas —dijo, siguiendo al animal.

En la puerta del hall, de donde partía la escalera que daba al piso bajo, hizo «hssst!», al gato para que saliese… hasta que dio la casualidad de que apareció el criado.

—Puede usted acostarse, Parfitt —dijo—. Yo cerraré y apagaré las luces.

Cuando volvió a la habitación, el gato le precedía con el rabo en alto, indicando bien a las claras que había comprendido desde el principio que no le echaban a él, que sólo se trataba de hacer retirarse al criado.

Toda su vida la fatalidad descubría las estratagemas domésticas del viejo Jolyon.

Su hijo no pudo evitar una sonrisa. Era un gran humorista, y todo lo de aquella noche le parecía lleno de ironía amarga: el episodio del gato, el anuncio de la boda de su hija… Él era tan ajeno al gato como a June. Y la justicia dramática de esta realidad de la vida le acongojó.

—Y ¿cómo es ahora June?

—Es pequeñita. Dicen que se parece a mí, pero no es verdad. A quien se parece es a tu madre. Los mismos ojos, el mismo pelo…

—¿Y es guapa?

El viejo Jolyon era demasiado Forsyte para elogiar a nadie abiertamente, y menos a persona por quien sintiera admiración.

—No es fea… Tiene nuestra cara. Estaré muy solo cuando se vaya, Jo.

Y el aspecto de su rostro volvió a entristecer a Jolyon.

—¿Qué piensas hacer, papá?

—¿Hacer? Pues tratar de vivir solo como un hongo. No sé cómo acabará la cosa. Que sea lo que Dios quiera… —se contuvo y prosiguió—: La cosa es lo que voy a hacer con esta casa.

El joven Jolyon miró a su alrededor. Era una habitación grande y temerosa, decorada con aquellas enormes naturalezas muertas que recordaba de su niñez: perros dormidos con el hocico descansando en montones de zanahorias, racimos de uvas entre cebollas, en mezcla sorprendente. La casa era grande como un elefante blanco, pero no concebía a su padre viviendo en un sitio más pequeño.

En aquella silla, con atril para leer, reposaba el viejo Jolyon, la figura principal de una familia y de una clase y un credo, con su cabeza de nieve y su frente abombada, la encarnación de la moderación, el orden, el amor a la propiedad, el hombre más solo de Londres. Allí estaba sentado, en el triste confort de aquella habitación, un muñeco impotente ante el poder de las grandes fuerzas, que no se cuidan de familia, clase ni credo, deslizándose inevitablemente hacia su fin. ¡Pobre papá! Éste era su fin, el objeto a que había entregado su vida: Quedarse solo, envejecer y envejecer, ansiando encontrar un alma a la que hablar…

Por su parte, el viejo miraba al joven. Querría hablarle de muchas cosas que no había podido decirle en tantos años, que no había podido decir a June; no había medio de comunicarle su convicción de que las propiedades urbanas de Soho iban en aumento de su valor; no había medio de que se interesara en el tremendo silencio de Pippin, el superintendente de la Nueva Compañía Carbonera, que había presidido él tanto tiempo; no podía hacerle participar en su preocupación por la constante baja de sus valores americanos, ni en la que sentía por el medio de evitar el pago de los derechos reales que habría de pagar al morir. Al fin, bajo la influencia de una taza de té empezó a hablar a su hijo. Y así se abrió para él una nueva zona de promisión en la vida, una tierra prometida, maravillosa, de conversación, en la que podría encontrar un puerto de abrigo contra la tristeza, los presagios y los recuerdos; donde podría calmar su alma con el opio de la invención de procedimientos para evitar la merma de lo único que quedaría en la tierra de él.

El joven Jolyon sabía escuchar, era ésta su gran cualidad. Mantenía los ojos fijos en la cara de su padre, intercalando una pregunta de vez en vez.

El reloj dio la una y el viejo Jolyon no había terminado, y al sonido de la campana volvió a él el sentido del orden. Sacó el reloj del bolsillo y le echó una mirada sorprendida:

—Tengo que irme a la cama, Jo…

El joven Jolyon se levantó y le tendió la mano a su padre para ayudarle. Volvió a encontrar su rostro demacrado y macilento, con los ojos hundidos y apagados.

—Adiós, hijo; cuídate.

Salió al fin. Casi no veía, no podía sonreír. En todos aquellos quince años no se había dado cuenta de que la vida no era cosa fácil. Y la verdad era que la vida era cosa tremendamente complicada.