I

Quienes tuvieron la fortuna de presenciar una fiesta familiar de los Forsytes han podido ver una encantadora e instructiva estampa… Una familia de la «clase media bien acomodada» en pleno desarrollo. Pero cualquier mortal tan afortunado que además tuviera el don de saber interpretar psicología y carácter (un talento sin ningún valor monetario, y naturalmente ignorado de los Forsytes), habrá contemplado un espectáculo no solamente delicioso en sí, sino también ilustrativo de un oscuro problema humano. Más claramente dicho, de una reunión de esta familia —ninguna de cuyas ramas estima a la otra, ninguno de cuyos miembros quiere a otro— ha necesitado la comprobación de la existencia de ese algo misterioso, pero concreto, que hace de la familia una unidad social tan formidable y potente y una reproducción en miniatura tan clara de la sociedad humana. Le ha sido concedida una visión de los oscuros caminos del progreso, ha podido comprender algo de la vida patriarcal, del hervir de la salvaje horda, del nacimiento y desaparición de las naciones. Es como quien, habiendo visto crecer un árbol desde que se plantara —ejemplo claro de tenacidad, aislamiento y éxito, entre el morir de cientos de otras plantas con menos vigor, menos savia y menos persistencia—, un día le viera florecer con tierno y denso follaje, casi con prosperidad repulsiva, en la cumbre de su desarrollo.

El 15 de Junio de 1886, sobre las cuatro de la tarde, el observador hipotético que se hallara en casa del viejo Jolyon Forsyte, en Stanhope Gate, habría presenciado la más alta élite del clan de los Forsytes.

El motivo de la reunión familiar era celebrar el noviazgo oficial de la señorita June Forsyte, nieta del viejo Jolyon, y del señor Philip Bosinney. Estaba allí toda la familia, brillando entre el esplendor de los guantes finos y los chalecos vistosos, de las plumas y las levitas… Hasta tía Ana, que nunca dejaba su rincón en casa de su hermano Timoteo, en aquel salón en verde donde la rodeaban las efigies de tres generaciones de Forsytes, había abandonado su leer o su hacer punto. Hasta la tía Ana estaba allí, con su estiramiento y la dignidad de su rostro de vieja, personificando inexorablemente la idea de familia.

Cuando un Forsyte se prometía, se casaba o nacía, la familia estaba allí. Cuando un Forsyte moría…; pero no, los Forsytes no morían; la muerte estaba en contra de sus principios. Por eso tomaban precauciones contra ella, las precauciones instintivas de personas de gran vitalidad que no admiten que nadie ni nada les usurpe lo que es suyo.

En los Forsytes, que aquel día se mezclaban con otras gentes, había algo más que el aspecto de siempre; había un aire de vigilancia, de seguridad inquisitiva, de respetabilidad brillante, como si estuvieran prestos a resistir o desafiar algo. El gesto despectivo, habitual en Soames Forsyte, se había generalizado a todos; estaban en guardia.

La agresividad subconsciente de su actitud que se apreciaba en la reunión del viejo Jolyon ha constituido el momento psicológico de la historia familiar que viene a ser el preludio de su drama.

Los Forsytes, no individualmente, sino como colectividad, se resentían de algo. Este resentimiento se manifestaba en una mayor perfección en el vestir, en una gran exuberancia de cordialidad fraterna, en una exageración del orgullo familiar…, en el gesto. Los Forsytes olían el peligro, esa sensación indispensable para que salga a relucir la cualidad fundamental de sociedad, grupo o persona. El presentimiento del peligro ponía un brillo nuevo en su armadura. Por primera vez, daban la sensación colectiva, familiar, de poseer un instinto anunciador de la proximidad de algo extraño e inseguro.

Apoyado en el piano, estaba un hombre de gran estatura y muy grueso; llevaba, cubriendo su amplio pecho, dos chalecos en vez de uno, y un alfiler de rubí en vez de un alfiler de brillantes, propio de ocasiones de menos importancia. Y su rostro, de hombre viejo, bien afeitado, lustroso, tenía el aspecto más digno que pueda imaginarse. Era Swithin Forsyte. Junto a la ventana, para disfrutar lo más posible del aire, estaba el otro mellizo, James. La O y la L los llamaba el viejo Jolyon. Era tan alto como Swithin, pero muy delgado, como si desde su nacimiento estuviera destinado a compensar, en beneficio del término medio, la gordura de su gemelo. Se inclinaba sobre la escena con su permanente inclinación; sus ojos, grises, parecían concentrarse en una angustia callada, si bien de cuando en cuando salían de su abstracción para, en rápida mirada, hacerse cargo agudamente de los hechos circundantes; sus carrillos, delgados, surcados por sendos pliegues paralelos, y su labio superior, amplio y afeitado, armonizaban con patillas a lo Dundreary. Miraba una tacita de china, dándole vueltas y más vueltas entre las manos. No lejos de él estaba su único hijo, Soames, pálido y bien rasurado, de escaso pelo negro; escuchaba a una señora vestida de marrón, con la cara vuelta hacia un lado, llena de ese gesto que indicaba desconfianza y desprecio por algo que no podía aceptar. Y tras éste, su primo Jorge, alto y desgarbado, hijo del quinto de los Forsyte, con un gesto burlón y sardónico en su cara carnosa.

Y todos ellos se sentían afectados por algo concerniente al motivo de la reunión.

Sentadas unas junto a otras, en fila, estaban tres señoras: tía Ana, tía Ester (las Forsyte solteras) y tía Julita, que en su juventud se había ocupado en casarse con Septimus Small, «hombre de pobre salud», a quien había sobrevivido muchos años. Con sus dos hermanas, una mayor y otra más joven que ella, vivía ahora en casa de Timoteo, su sexto y más joven hermano, en Bayswater Road. Todas ellas llevaban sus abanicos, y cada una, con alguna nota de color en su atuendo, alguna orgullosa pluma o broche, contribuían a la solemnidad del día.

En el centro de la habitación, bajo la lámpara, con la dignidad del dueño de casa, se encontraba, en pie, el viejo Jolyon en persona. Con sus ochenta años de edad, su fino y blanco cabello, su frente abovedada, sus ojillos gris oscuro y su inmenso bigote blanco que le caía más abajo de la mandíbula, tenía un aspecto patriarcal, y a pesar de sus carrillos consuntos[4] y de lo hundido de los parietales, parecía el dueño del talismán de la eterna juventud. Se mantenía muy erguido, y sus ojos firmes y de mirar agudo no habían perdido su claro brillar. Así, daba sensación de seguridad y superioridad, que despejaba miedos y temores en hombres de menor carácter. Durante muchos años había impuesto a todos su voluntad y ahora se le reconocía derecho imprescriptible a seguir haciéndolo. Nunca había creído el viejo Jolyon en la conveniencia de adoptar un aire de duda o de confianza.

Entre él y los otros cuatro hermanos presentes, James, Swithin, Nicolás y Roger, había mucha diferencia y mucha semejanza también. Cada hermano era distinto de los demás; sin embargo, tenían muchas cosas comunes.

En las facciones distintas y en la expresión de los cinco hermanos podía notarse una común firmeza de mandíbula que, dejando a un lado diferencias superficiales, les imprimía como un sello racial, demasiado antiguo para buscarle la raíz, demasiado remoto y permanente para discutirlo…, la verdadera patente de garantía de los triunfos de la familia.

En la generación subsiguiente, en Jorge, alto y bovino; en el pálido Archibaldo, en el joven Nicolás, en el grave Eustaquio, se percibía ese sello también. Quizá menos significado, pero inconfundible…, una señal de algo imposible de extirpar del alma de la familia.

Durante aquella tarde, antes o después, todas aquellas caras tan distintas, pero tan similares, habían tenido una expresión de recelo y desconfianza, motivada sin duda por el hombre cuyo conocimiento se habían reunido a hacer.

Philip Bosinney era tenido por un joven sin fortuna; pero las señoritas Forsyte se habían con frecuencia casado con hombres así. No era, por tanto, debido a esto el que los Forsyte recelaran. No podrían haber dicho exactamente cuál fuera la razón de su recelo, oscurecidos como estaban los criterios por la niebla de la charla familiar. En verdad, que circulaba ya una historia. Había hecho Bosinney una visita de cortesía a las tías Ana, Ester y Julita. Llevaba un sombrero blando, de fieltro gris… ¡Un sombrero blando! ¡Y además no era nuevo!… Una cosa polvorienta y deforme. «Tan extraordinario, hija mía, y tan raro…». La tía Ester —«ya sabes que no anda muy bien de la vista»— lo había tratado de espantar, pensando que era un gato, uno de esos feos que se cuelan en las casas y se suben a las sillas. Y se quedó muy asustada cuando no se movió.

Lo mismo que un artista siempre trata de descubrir el detalle significativo que caracteriza totalmente una situación, un lugar o una persona, así esos artistas inconscientes que eran los Forsytes habían adherido su intuición a aquel sombrero gris: era su detalle significativo, el detalle que revelaba el carácter de todo el caso. Todos se habían preguntado: «Bueno, ¿habría hecho yo una visita semejante con un sombrero semejante?». Y se habían todos respondido: «¡No!». Y algunos, los de más imaginación, se habían dicho: «Es que se me hubiera escapado de la cabeza».

Jorge, escuchando la historia, había hecho un guiño de comprensión: Llevar tal sombrero era mera broma. ¡Él entendía bien de bromas!

—Hombre altivo —dijo—. Es un pirata osado.

Y la palabrita tuvo éxito: Pirata iba de boca en boca y fué la manera preferida de todos para designar a Bosinney.

Las tías reprocharon a June lo del sombrero.

—No debieras permitírselo llevar, hijita.

La respuesta de June fué imperiosa y cortante, como todas sus palabras:

—¿Qué importa eso? Philip nunca se da cuenta de lo que lleva.

Nadie aceptó la explicación. No va a saber un hombre lo que lleva puesto… ¿Qué clase de hombre era aquél, que haciéndose novio de June, la heredera del viejo Jolyon Forsyte, y beneficiándose tanto con ello, se atrevía a llevar semejante sombrero? Era arquitecto, pero eso no justificaba nada. Ninguno de los Forsytes era arquitecto, pero uno de ellos conocía muy bien a dos arquitectos que se hubieran guardado mucho de hacer una visita con prenda de cabeza tan ofensiva, en plena season londinense. Aquello era peligroso…, peligroso.

June no le había visto con semejante facha, desde luego que no… Aunque no había cumplido los diecinueve, ya entendía de elegancias. ¿Pues no había llegado a decirle a la señora de Soames, que siempre vestía tan bien, que las plumas eran una cursilería? ¡Y la señora de Soames había dejado de llevar plumas! ¡Pues no era entendida en modas la niña!…

Estos recelos, esta desaprobación y natural desconfianza no evitaban que los Forsyte concurrieran a casa del viejo Jolyon ante su invitación. Una reunión familiar en Stanhope Gate era cosa desusada: ninguna se había celebrado desde hacía doce años, desde que la señora Forsyte murió.

Nunca había sido tan concurrida una asamblea familiar, pues, misteriosamente unidos en espíritu, a pesar de todas sus diferencias, habían cerrado filas contra el presentido peligro común que los amenazaba. Igual que el ganado salvaje se une hombro con hombro y testa con testa ante la presencia del lobo, silencioso y dispuesto a arremeter a galope violento contra el invasor, estaban esperando algo los Forsyte. También habían acudido, qué duda cabe, a orientarse respecto a los regalos de boda que se verían obligados a hacer. Pues aunque esta cuestión, generalmente la decidía cada uno tras oportunas consultas a los demás: —«¿Qué vas a regalar tú? Nicolás les regalará unos cubiertos»—, en gran parte dependía del novio: si era elegante, si vestía bien, si tenía aire de prosperidad, era necesario regalar cosas buenas. Al final, todos regalaban lo que era debido, por una especie de convenio familiar al que se llegaba muy a la manera como se llegan a regular los precios del mercado en Bolsa, regulándose todo en la casa de Timoteo, en Bayswater, en aquella casa de ladrillo rojo, dando al parque, donde vivían tías Ana, Ester y Julita…

El malestar de la familia Forsyte se justificaba mediante la simple mención de aquel sombrero… Cualquier familia acomodada que se respetase tenía forzosamente que experimentar malestar ante la existencia de aquella desgraciada prenda.

El causante del malestar estaba hablando con June junto a una puerta; su cabello rizado estaba aplastado y en cierto desorden, como si percibiera que algo se trataba en conexión con el mismo. Y el dueño del cabello parecía que estaba pasando por un trance divertido.

Jorge le decía en voz baja a su hermano Eustaquio:

—Parece que está presumiendo de sombrero… El muy pirata…

Este chocante joven, como después le llamara la señora Small, era de estatura media y corpulento, muy pálido, moreno, con bigote color tierra, de pómulos salientes y mejillas flacas. Su frente se inclinaba hacia atrás y presentaba sendos abultamientos sobre los ojos, como la frente del león del Parque Zoológico. Tenía los ojos pardos, de mirar tan intenso que a veces desconcertaban. El cochero del viejo Jolyon, tras llevarle con June al teatro, había dicho a otro criado:

—No sé lo que me parece… Parece un leopardo a medio domesticar.

De cuando en cuando, un Forsyte se acercaba, daba una vueltecita con disimulo, le echaba una mirada y se iba otra vez.

June estaba de pie, frente a él, protegiéndole de esta tonta curiosidad; un cuerpecito diminuto, «todo pelo y viveza», como alguien había dicho, con sus azules ojos atrevidos, su mandíbula firme, su acusado color y su carita toda demasiado frágil para soportar aquella pesada corona de su pelo de oro rojo.

Una mujer alta, de bello tipo, que alguien de la familia había comparado con una diosa pagana, miraba a la pareja con sonrisa apagada.

Sus manos, enguantadas a la francesa, estaban cruzadas; su rostro, serio y encantador, se inclinaba ligeramente a un lado, y todos los hombres tenían los ojos fijos en él. Su cuerpo era tan grácil que parecía que el mismo aire iba a moverla En su rostro había simpatía, pero poco color; sus ojos, grandes y oscuros, eran de dulce mirar. Pero eran sus labios —al preguntar algo, al responder, con su sonrisa sombría— lo que atraía las miradas de los hombres; eran labios sensitivos y dulces, y de ellos parecía desprenderse cálido perfume como de una flor.

La pareja no se daba cuenta de la observación de la diosa. Fué Bosinney quien primero la vio, y preguntó su nombre.

June llevó a su novio junto a la mujer de bella figura.

—Irene es mi mejor amiga —dijo—. A ver si sois buenos amigos también.

Ante la petición de la joven, los tres sonrieron; y cuando sonreían, Soames Forsyte, apareciendo tras la mujer hermosa, que era la suya, dijo:

—Oye: preséntame a mí también.

Era raro verle muy alejado de su mujer, e incluso cuando por esas obligaciones sociales que se crean en reuniones y fiestas tenía que estar separado de ella, no dejaba de mirarla un solo instante, y en su mirada había una extraña expresión de vigilancia y deseo.

Junto a la ventana, James, su padre, seguía examinando la taza de china.

—¡Cuánto me extraña que Jolyon consienta este noviazgo! —dijo a tía Ana.

—Me han dicho que no se van a poder casar en bastantes años. Este Bosinney —lo pronunció haciendo la palabra llana en vez de esdrújula que era— no tiene donde caerse muerto. Cuando Winifred se casó con Dartie, le hice depositar hasta el último penique. Menos mal…; si no, no tendrían ahora nada.

Tía Ana miró desde su silla de terciopelo. Grises rizos orlaban su frente, rizos que, invariables por décadas, habían extinguido en la familia toda idea del transcurso del tiempo. No dijo nada, pues hablaba raramente, administrando su cascada voz; pero a James, su mirada le valió por una respuesta.

—Claro yo no pude evitar que Irene no tuviese dinero… A Soames le entraron unas prisas… Se quedó flaquísimo haciéndole la corte.

Dejando la taza sobre el piano, miró al grupo de la puerta.

—En mi opinión —dijo inesperadamente—, las cosas están bien como están.

Tía Ana no le pidió explicación de sus extrañas palabras. Comprendía lo que pensaba. Si Irene no tenía dinero, no se permitiría hacer ninguna tontería. Se decía —se decía— que reclamaba tener habitación aparte. Pero, claro, Soames no iba a…

James interrumpió el hilo de sus pensamientos:

—¿Pero dónde —preguntó— estaba Timoteo? ¿No había venido con ellas?

Una tierna sonrisa escapó de los labios apretados de Ana.

—No, no lo ha creído oportuno con toda esta difteria que anda por ahí. Y con lo fácilmente que él pesca esas cosas…

James comentó:

—Sí; se cuida, se cuida… Yo no puedo permitirme el lujo de cuidarme.

No podría decirse si era admiración, desprecio o envidia lo que había en el fondo de la frase.

A Timoteo, realmente, se le veía muy poco. El menor de los hermanos, editor de profesión, había varios años antes, cuando nadie se lo esperaba, olido la depresión que a su comercio esperaba y había vendido todas sus acciones de su empresa, dedicada principalmente a la edición de libros religiosos. Después invirtió su dinero en valores del Estado. Y si bien dejó garantizada su vida, con este acto se había aislado de la comunidad familiar, pues no es de Forsytes contentarse con un tres por ciento de interés: por lo menos, un cuatro… Y este aislamiento había ido poco a poco minando su espíritu, quizá más que comúnmente dotado del sentido de la precaución. No había cometido la imprudencia de casarse, siendo el matrimonio y los hijos tan pesada carga.

Volvió James a tomar la tacita de china.

—No es Worcester auténtico. Jolyon te habrá dicho algo de ese joven, ¿no? Creo que no tiene dinero, ni negocios, ni rentas, ni nada… Pero no sé… A mí nadie me dice nada…

Tía Ana sacudió la cabeza. Por su cara ajada y aquilina pasó un ligero temblor; apretó unos contra otros sus delgados dedos, expresión de afirmar su voluntad.

Varios años mayor que los demás hermanos Forsytes, tenía entre ellos una posición especial. Oportunistas y egotistas[5] todos ellos —claro que no más que los demás humanos—, temblaban ante su incorruptible carácter. Y cuando se les presentaba una oportunidad demasiado interesante, lo único que podían hacer era huir de su hermana…

Cruzando sus piernas largas y delgadas, James continuó:

—Jolyon tiene que hacer siempre lo que le parece. No tiene hijos… —y se detuvo, recordando la existencia del joven Jolyon, hijo del viejo, padre de June, que había dado aquel escándalo de abandonar a su mujer e hija y marchar con aquella institutriz extranjera…—. Bueno —prosiguió apresuradamente—; si le gusta hacer las cosas así, él pagará las consecuencias. Veremos lo que tiene que darle. Lo menos le habrá de pasar mil al año; no tiene que darle a nadie, pues…

Tendió la mano para saludar a un apuesto y bien afeitado visitante, casi calvo, de larga nariz, labios carnosos y ojos grises y fríos bajo unas cejas en ángulo recto.

—¿Qué tal, Nick? —murmuró—. ¿Cómo estás?

Nicolás Forsyte, con rapidez de pájaro y aspecto de joven inteligente (había hecho una gran fortuna, honradamente, actuando de director de varias compañías), depositó y retiró en la fría palma de la mano del viejo las puntas más frías aún de sus dedos.

—Estoy mal, muy mal —murmuró con aire de preocupación—. No duermo por las noches. El médico no sabe el porqué. Es hombre que vale, pues si no, no sería mi médico, pero lo único que hace es cobrarme.

—¡Los médicos! —exclamó James—. A mí me han visto todos los médicos de Londres… No te dicen ni una palabra que sirva para orientarte. Mira Swithin. ¿De qué le han servido también los médicos? ¡Sigue engordando! ¡Está enorme! Y no pueden hacerle perder peso. Aquí viene.

Swithin Forsyte, alto, cuadrado ya de gordo, con el pecho abultado como un palomo buchón, brillando sus chalecos, se acercaba a ellos dando trabajosos saltitos.

—Hola, ¿cómo estáis? —dijo con su elegante tono de voz—. ¿Cómo va esa salud?

Todos los hermanos sentían recelo de que cualquiera de ellos pudiera exhibir una salud peor que la propia, eclipsando así los propios sufrimientos.

—Estábamos diciendo precisamente que no adelgazas nada…

Swithin proyectó hacia afuera sus ojos saltones en el esfuerzo de escuchar.

—¿Adelgazar? ¡Sí, sí, adelgazar!… No tengo la suerte de estar como vosotros…

Y temeroso de perder su apostura, se echó hacia atrás en estado de completa inmovilidad, pues lo que más estimaba era una apariencia distinguida.

Tía Ana dirigió sus ojos cansados primero a uno y después a otro. Su mirada era a la vez indulgente y severa. Los tres hermanos correspondieron a sus miradas. Estaba ya temblona. ¡Maravillosa mujer! Ochenta y seis años, y como si nada; podría vivir por lo menos otros diez; y eso que nunca había tenido mucha salud. Swithin y James, los mellizos, sólo tenían setenta y cinco. Nicolás era un crío de setenta o así. Todos estaban fuertes y orgullosos de ello. De todas las formas de la propiedad, la que más interesaba a cada cual era la de su salud.

—Yo me encuentro muy bien —prosiguió James—. Pero los nervios los tengo destrozados La menor cosa me preocupa horriblemente. Tendré que ir a Bath.

—¡Bath! —dijo Nicolás—. Ya he probado yo con Harrogate. Pero eso no sirve para nada. Lo que me sienta bien es el aire del mar. No hay nada como Yarmouth. Ahí sí que duermo bien…

—A mí es el hígado lo que me trae a mal traer —interrumpió Swithin lentamente. Tengo aquí un dolor terrible— y se colocó la mano en el lado derecho.

—Pues todo es falta de ejercicio —murmuró James con los ojos puestos en la tacita de china. Y añadió rápidamente—: También a mí me duele ahí.

Swithin enrojeció, viniendo a su rostro un gran parecido con el pavo.

—¡Falta de ejercicio! Yo hago mucho ejercicio siempre. En el Club no tomo nunca el ascensor.

—No sé. Yo no sé nada de nadie. Nadie me dice nunca nada —dijo James.

Swithin le miró fijamente, preguntándole:

—¿Qué tomas tú para ese dolor?

Se iluminó el rostro de James.

—Pues… —comenzó—. Tomo un compuesto de…

—¿Qué tal, tío?

Era Juno, firme y erecta ante él, con su carita levantada y extendiendo la mano. Desapareció el brillo del rostro de James.

—¿Cómo estás tú? —dijo inclinándose hacia ella—. ¿Conque te vas mañana u Gales, a visitar a la familia de tu novio? Allí estará lloviendo mucho. Oye: esto no es Worcester auténtico —y dio unos golpecitos en la taza—. El juego que le regalé yo a tu madre cuando se casó sí que lo era.

June dio la mano a los tres tíos y se volvió a tía Ana. A los ojos de la vieja señora había acudido una mirada de dulzura. Besó la mejilla de la muchacha con fervor tembloroso.

—Bueno, rica mía… —dijo—. Y te vas por un mesecito entero, ¿eh?

La muchacha siguió, y tía Ana contempló su esbelta figurilla. La anciana, en cuyos ojos grises y acerados se iba formando una película como en los ojos de los pájaros, continuaba mirándole, entre la gente, que empezaba a despedirse. Y sus dedos se apretaban unos contra otros queriendo retrasar su propia y definitiva despedida.

—Sí —pensó—. Todos han sido muy cariñosos, todos han venido a felicitarla. Quiera Dios que sea muy feliz.

Entre la multitud que desfilaba —la multitud bien vestida de abogados, médicos, agentes de Bolsa, profesionales de la clase media—, sólo había un veinte por ciento de Forsytes; pero todos eran Forsytes ante los ojos conocedores de tía Ana… No había muchas diferencias: eran todos de su sangre y su carne. Era su mundo, casi su familia. No conocía otras gentes. Todos sus pequeños secretos, enfermedades, compromisos, matrimonios; la manera de irles las cosas en la vida; si hacían dinero o no… todo esto era propiedad de ella, era su delicia, su vivir. Fuera de esto, sólo existía una confusa nebulosa de personas, de hechos, de cosas que no le importaban. Esto que estaba viendo era lo que tendría que dejar cuando le llegara la hora de morir; esto era lo que a ella la hacía sentirse importante, sentimiento sin el que no podemos vivir; y a esto se agarraba ansiosamente, con ansia que cada día se hacía mayor. La vida, indudablemente, se le marchaba poco a poco. Pero «esto» lo conservaría hasta el final.

Pensó en el padre de June, el joven Jolyon, que se fué con aquella chica extranjera. ¡Qué golpe para su padre y para toda la familia! ¡Un chico que prometía tanto! Pero por lo menos no hubo escándalo, pues la mujer de Jo no pidió el divorcio. Y cuánto tiempo hacía ya… Cuando murió la madre de June, hacía seis años. Jo se había casado con aquella mujer, y había oído que tenía dos niños. Había perdido su derecho a ir allí, a casa de su padre. Y con ello la había privado a ella del placer natural de verle, de besarle…, con lo orgullosa que habría estado de poderlo hacer… Acudieron unas lágrimas a sus ojos. El pensar aquello la llenaba de amargura y avivaba la vieja herida de su corazón. Con un pañuelo de la tela más fina se limpió los ojos furtivamente.

—¿Qué hay, tía Ana? —dijo, tras ella, una voz.

Soames Forsyte, con sus hombros caídos y su cara seria, su cintura baja, su aire reservado, la miraba desde su altura y de costado, como tratando de ver a través de su nariz.

—¿Qué te parece el noviazgo? —le preguntó.

Tía Ana le miró con orgullo. Era el mayor de los sobrinos que quedaban desde la eliminación del joven Jolyon del seno de la familia. Era su favorito, pues reconocía en él un seguro depositario del alma familiar, que tan pronto dejaría de tenerla a ella de guardiana.

—Un joven muy simpático —respondió—. Y muy guapo también. Pero dudo que sea el novio más adecuado para June.

Soames tocó el borde de una pantalla dorada.

—Ya le domará ella —dijo, mientras furtivamente humedecía los dedos y se frotaba los nudillos—. Es laca dorada auténtica, muy antigua. Ya hoy no se la consigue. Se vendería bien en una subasta de Jobson —hablaba con delectación, conociendo que alegraba con su charla a su anciana tía. Casi nunca era confidencial—. No me importaría comprarla yo mismo. No se pierde nunca dinero invirtiéndolo en laca antigua.

—¡Qué entendido eres en estas cosas! ¿Y cómo está Irene?

La sonrisa de James se heló.

—Bastante bien —dijo—. Se queja de no poder dormir, pero duerme mucho mejor que yo —y miró a su mujer, que estaba hablando a la puerta con Bosinney.

Suspiró tía Ana.

—Quizá —dijo— sería mejor que no viese mucho a June. ¡Tiene un carácter tan decidido y extraño esta chiquilla…!

Soames se ruborizó. Sus rubores pasaban rápidamente de las fláccidas mejillas a la zona de los ojos, y allí persistían mostrando la turbación de sus pensamientos.

—No sé qué le encuentra a esa cría que es tan amiga suya —exclamó con cierta cólera. Pero dándose cuenta de que ya no estaban solos, volvió al examen de la lámpara.

—Dicen que Jolyon ha comprado otra casa —dijo la voz de su padre, a su lado—, debe de tener un montón de dinero. Debe de tener tanto, que no sabe en qué emplearlo… En Montpellier Square, cerca de Soames. ¡Nunca me dicen nada! ¡Sobre todo Irene… nunca me dice nada!

—Estupendamente situada, a dos minutos de la mía. Y desde la mía llego al Club en ocho… —dijo Swithin.

Las situaciones de las respectivas casas era cosa de importancia vital para los Forsytes, y no era extraño, pues el espíritu de su éxito radicaba en la ubicación de casas.

Su padre, de familia de granjeros, había venido a Dorsetshire, a comienzos del siglo.

Forsyte el Grande, como le llamaban sus íntimos, había sido peón de albañil y había llegado a constructor. Hacia el final de su vida, se había trasladado a Londres, dedicándose a la construcción hasta el día que murió. Le enterraron en Highgate. Dejó más de treinta mil libras a sus diez hijos. El viejo Jolyon decía que era «hombre fuerte, sin refinamientos excesivos». Pues la segunda generación de Forsytes pensaba que semejante padre no les hacía demasiado honor. El único rasgo aristocrático que podían recordarle era su afición a beber madeira.

Tía Ester, autoridad suprema en historia familiar, le describía así:

—No me acuerdo de que nunca hiciera nada. Por lo menos en mi época. Sí…, era propietario. Tuvo el cabello así como el tío Swithin. Era bastante fuerte, físicamente. ¿Alto? No, no era muy alto (tenía cinco pies, rematados por una cara llena de pecas). Si, muy buen color. Recuerdo que le gustaba el madeira; pero pregúntale a tía Ana. Su padre…, sí, creo que tenía alguna tierra por Dorsetshire, cerca de la costa.

Una vez James fué a ver aquella tierra de donde procedían. Se encontró con dos viejas granjas, un camino de carros discurriendo por la tierra rosácea y que llevaba a un molino junto a la playa; una pequeña iglesia gris rodeada de un muro muy remendado y apuntalado, pero con una alegre capilla. El arroyo que accionaba el molino venía repartido en una docena de arroyuelos menores, y los cerdos danzaban por su estuario. Durante cientos de años, con los pies clavados en el fango, los Forsytes habían vivido allí, recorriendo domingo tras domingo el camino de la iglesia.

No se sabe si James había ido allí con la idea de encontrar alguna herencia o algún detalle de nobleza en su ascendencia. Es el caso que vino de mal humor, tratando de disimular lo posible.

—Poco, poco se puede sacar de allí. Unas casuchas más viejas que los cerros en que están.

La antigüedad era lo único que podía tener algún interés. El viejo Jolyon, en quien de vez en vez surgían pujos nobiliarios, decía: «Terratenientes…, pero no creo que fuera mucho». Y repetía la palabra «terratenientes», tratando de obtener con ello algún consuelo.

Se habían manejado tan bien los hermanos Forsytes, que habían llegado a lo que se suele decir «disfrutar de una posición desahogada». Tenían participación en todas las empresas imaginables, excepto —excluyendo a Timoteo— en valores del Estado, pues no había en la vida nada más terrible que sacar sólo un tres por ciento de intereses. Coleccionaban cuadros además, y contribuían a todas las instituciones de caridad que podían dar algún prestigio a sus economías enfermizas. Habían heredado de su padre un natural talento para lo referente a ladrillos y argamasas Al principio, quizá hubiera pertenecido la estirpe a alguna secta de poca monta; pero con el natural devenir de las cosas, pertenecían todos ya a la Iglesia de Inglaterra, y hacían que sus mujeres e hijos acudieran a las más distinguidas iglesias de la metrópoli. Si alguien hubiese puesto en duda su cristianismo, les hubiera causado sorpresa y dolor. Algunos hasta pagaban asientos en la iglesia, expresando así, de la forma que les parecía más eficaz, su simpatía por las doctrinas de Cristo.

Sus residencias, puestas a intervalos regulares alrededor del parque, vigilaban como centinelas el corazón de Londres, no fuera a escapárseles el lugar donde debían vivir las personas de respeto.

El viejo Jolyon vivía en Stanhope Gate; James y los suyos, en Park Lane; Swithin, en la soledad gloriosa de azahar de las Hyde Park Mansions —no se había casado, ¡no!—; Roger, con su familia, en los Jardines del Príncipe. (Roger era aquel ilustre Forsyte que había ideado y obligado a seguir a sus cuatro hijos una nueva profesión: «La Propiedad Inmobiliaria… ¡No hay carrera como ésa! Yo nunca me he dedicado a otra.»).

Los Hayman —la señora de Hayman era la única Forsyte casada— vivían en una casa allá arriba en Campden Hill, que tenía forma parecida a la de una jirafa, y que era tan alta que quien quisiera mirarla tenía que doblar violentamente el cuello; los Nicolases, en Ladbroke Grove, gran vivienda y buen precio; finalmente, Timoteo vivía en la carretera de Bayswater, con Ana, Julita y Ester bajo su égida protectora.

Pero James estaba muy preocupado, y preguntó a su anfitrión y hermano cuánto había pagado por la casa de Montpellier Square. Él había estado pensando, durante dos años lo menos, en comprar una casa allí mismo. Pero pedían un precio que…

El viejo Jolyon dio detalles.

—¿Veintidós años pagando esa cantidad? —dijo James—. Es precisamente la casa que yo quería… Pero has pagado demasiado.

Frunció Jolyon el ceño.

—No es que a mí me interese —dijo James apresuradamente—. A ese precio no me conviene. Soames conoce la casa… Él te dirá si has pagado poco o mucho. Su opinión es de peso.

—A mí —dijo el viejo Jolyon— me importa un pito su opinión.

—Sí, hombre, sí… —dijo James—. Tú siempre harás lo que te dé la gana. Ésa es la mejor opinión. ¡Adiós! Vamos en coche a Hurlingham. Si June se va a Gales, te quedarás solo. Vente a cenar con nosotros.

El viejo Jolyon rehusó. Bajó hasta la puerta de la calle a despedirlos; cuando se iban en su coche les hizo un guiño; le había desaparecido el mal humor. La mujer de James, con su aire majestuoso y su pelo blanco marfil, se sentaba dando frente a los caballos; a su izquierda, Irene… Los dos maridos, padre e hijo, frente a ellas, se les inclinaban como si esperasen algo de sus respectivas mitades. El viejo Jolyon los vio partir, entre los saltos y los bandazos del coche.

En el camino, fué la señora de James quien rompió el silencio:

—¿Habéis visto qué colección de gente rara?

Soames asintió con la mirada y con una inclinación de cabeza. Vio que Irene le miraba furtivamente con una de aquellas miradas insondables suyas. Era lo más probable que cada rama de los Forsytes, camino de casa, fuera haciendo parecidos comentarios de los demás.

Los hermanos cuarto y quinto. Nicolás y Roger, fueron de los últimos en marchar y lo hicieron juntos. Dirigieron sus pasos por Hyde Park hacia la estación del «Metro» de Praed. Al igual que los demás Forsytes de cierta edad, tenían coche y no tomaban uno de alquiler si podían evitarlo.

El día era claro y los árboles del parque presentaban su belleza plena de mediados de junio; pero los hermanos parecían no darse cuenta de esta circunstancia que, sin embargo, contribuía a la viveza de su conversación.

—Sí —decía Roger—. Es guapa la mujer de Soames; pero dicen que no andan bien.

Este hermano tenía una frente amplia y mejor color que ninguno; sus ojos gris claro medían las dimensiones de las fachadas cuando iba por la calle, y de vez en vez levantaba el paraguas para calcular la altura de una casa.

—No tiene dinero —replicó Nicolás.

Él se había casado con una mujer adinerada, de cuyos bienes, gracias a estar en tiempos anteriores a la Ley Reguladora de los Bienes de las Esposas, había podido sacar buen partido.

—¿Qué era su padre?

—Se llamaba Heron. Era profesor de no sé qué.

Roger movió despectivamente la cabeza.

—Pues vaya cosa. Eso no da dinero.

—Dicen que el abuelo materno se dedicaba al cemento.

El rostro de Roger se animó.

—Pero parece que quebró —continuó Nicolás.

—¡Ah! —exclamó Roger—. Le dará un disgusto a Soames, te lo digo yo; le dará disgustos… Además, tiene aspecto de extranjera.

Nicolás se relamió.

—Es una bonita mujer —y desvió con la mano a un barrendero que se le acercaba.

—¿Cómo conseguiría que se casara con él? —preguntó Roger de repente—. Debe de gastarle un capital en vestidos.

—Dice Ana —replicó Nicolás— que estaba medio loco por ella. Le dio calabazas cinco veces. A James se le ve contrariado.

—¡Ah! —volvió a exclamar Roger—. Lo siento por James. Ya tuvo disgustos con Dartie. —Su vivo color estaba más acusado que nunca. Levantaba frecuentemente el paraguas al nivel de los ojos. La cara de Nicolás también presentaba aspecto de agrado.

—Demasiado pálida para mí —dijo—. Pero tiene un gran tipo.

Roger no respondió.

—Es distinguida —dijo al fin; y éste era el mayor elogio que podía hacer un Forsyte—. El Bosinney ese no hará nunca nada de provecho. En casa de Burkitt dicen que es un sujeto de esos artísticos, con la manía de mejorar la arquitectura inglesa. Pero eso no da nada. Me gustaría saber lo que piensa de él Timoteo.

Entraron en la estación del «Metro».

—Yo voy en segunda. ¿Y tú?

—Yo no quiero segundas —dijo Nicolás—. Puede uno pescar cualquier cosa.

Tomó un billete de primera hasta Notting Hill Gate; Roger, uno de segunda, para South Kensington. El tren vino en seguida, y los hermanos se separaron para entrar en sus respectivos departamentos. Los dos estaban molestos porque el otro no había modificado su costumbre para acompañarle un poco más. Roger casi dijo en voz alta:

—Este Nicolás, tan roñoso como siempre.

Y Nicolás pensó:

«Este Roger, siempre tan orgulloso y amigo de echárselas».

No eran los Forsytes demasiado sentimentales. ¿Qué tiempo tenía para sentimentalismos en aquel gran Londres que habían sabido conquistar?