CAPÍTULO XXI

Habían emprendido una carrera con el tiempo. El viaje por Europa, ya dos veces diferido por alifafes de Doña Berenguela, lo preparaban ahora haciendo los equipajes con una prisa de incendio. Yo andaba hecho una sombra. Contaba los días con los dedos y me sentía morir. Por otra parte, disponía aún de la lucidez suficiente como para analizar, con funestos resultados, mi situación. Jamás daría un solo paso para intentar convertir en otra cosa aquella dulcísima amistad mía con Ruth, que era, además de Ruth, la heredera cuantiosa de Valeiras. ¿Qué derecho tenía yo a cosa semejante? Y además, ¿cómo iba a poner a una carta tan dudosa mi situación de privilegiada amistad con aquella familia, que tanto consuelo me había traído y que había llegado a ser, en verdad, y en mayor significación —¡Dios me perdone!— más que la casa de mis tías, el verdadero eje de mi existencia? Y, por otra parte, ¿qué pasaría en aquel viaje? ¿Y aquel invierno, instalados en París? ¿Qué iba a suceder en aquella ciudad de cazadores de dotes, de aristócratas tronados, de arbitristas expertos en la industria matrimonial?

Ruth maduraba como un fruto suntuoso. Nuestras lecturas en común, nuestra música y nuestras conversaciones, con su consiguiente incitación al pensar resuelto y seguro, iban acercándola a un punto de riesgo intelectual que la singularizaba y enriquecía, dándole una personalidad en la cual la belleza, en vez de dispersarse por la vertiente de la coquetería, venía a ser un factor más de su prestancia, de su encanto. También, y cada vez más, su arte perfecto aparecía sometido a aquella totalidad armoniosa, clásica; era un elemento más de su ser. Tendría éxito en todas partes, pues su recato, lleno de seguridad interior, la haría resaltar aún más, donde quiera que fuese, entre las que únicamente poseen las monótonas artes de la seducción… Nadie ponía menos esfuerzo que ella en agradar. Se estaba ahí, como una flor, como un fruto, pero era imposible no verla. Y viéndola…

Ruth, perdida en el zafarrancho de los equipajes, corría todo el tiempo de aquí para allá, mirándome al pasar y haciéndome infantiles visajes, en los que se traslucía una mezcla de mofa y ternura. Cuando faltaba muy poco para la partida, Valeiras se me quedó un día, estando solos en su casa, plantado delante de mí, con aquel aspecto suyo de las rápidas decisiones, y me dijo:

—¿Cómo anda usted de ropa?

—No sé, no me preocupo; pero, casi seguramente, muy mal —yo estaba bastante avergonzado, pues aquella gente me había ido contagiando de un sentido del vestir que antes no tenía—. Usted comprenderá —proseguí—, aquí, en este pueblo, tenemos establecida una especie de tregua entre el significado de la ropa y…

—¡Bueno, bueno, no se meta usted en laberintos! Conteste a derechas. ¿Tiene usted o no tiene ropa de invierno?

Entrevi la intención y me puse serio.

—¿A dónde quiere usted ir a parar, Valeiras?

—Ya sabe que no soy hombre de requisitos. Al pan, pan, y al vino, vino. Anda usted con el alma hecha cisco, no hay más que verle, perdiendo una libra a cada paso que da. ¿O cree usted que, porque no soy poeta, me chupo el dedo? Haga su petate y véngase con nosotros… Y si algo le falta, avise. ¡Aire, demonio; sáquese la polilla de este pueblo! ¡Aire, aire!

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas y que me temblaban las piernas. Tuve que sentarme. Valeiras posó su mano en mi cabeza.

—Ya sabe que le tenemos ley —añadió emocionado—. Los chicos le quieren como a un hermano. Saltarán de contentos. ¡Déles usted esa alegría! —y de pronto, para jerarquizar la invitación, cuya generosidad no tenía excusa posible, añadió—: Además se encargará usted de explicarles todo aquello… ¡El que no sabe es como el que no ve! ¿Pero no se da cuenta de que todavía nos hace un favor? ¡Con sus conocimientos, con esa manera de hablar…! Desde aquel día que estuve con usted en la catedral, me parece otra; si, señor, parece que me habla… ¡La pucha, menos mal que no lo pescaron otros antes! ¿O es que no se enteró de las indirectas que le echaron los Santamaría para llevárselo? Bien claro lo dijo don Carlos cuando usted les explicaba el convento de San Francisco: «Si encontrásemos uno así en cada ciudad de Europa…» y hay gente que hasta cobra buen sueldo por eso…

Alcé hacia él los ojos enrojecidos. La simpatía de aquel hombre se me entraba en el corazón, y me aflojaba allí no sé qué resortes del orgullo…

—No puede ser, Valeiras, no puede ser. Demasiado sabe usted que no puede ser.

—¿Ahora con ésas? ¡Yo creí que iba usted a pegar brincos hasta el techo como las codornices enjauladas, y me sale con remilgos! ¿Qué es lo que le impide venir, qué? ¿Sus grandes negocios, sus complicados estudios? No me sea pavero y vaya a buscar sus documentos, que hay muchos papeles que sacar. ¡Hala!

Me levanté sin contestarle, secándome los lagrimones con el dorso de la mano, y descolgué mi sombrero de la percha del recibimiento.

—¡Hábleme claro, rediós! Yo soy de aquí, pero no soy de aquí, y hay cosas que no las entiendo. ¿Es por el dinero? ¿Cree que su viaje me va arruinar? Donde viajan cuatro ¿no viajan cinco, eh? —se quedó esperando mi respuesta. Yo leía y releía el medallón estampado en el tafilete de mi sombrero: «Sombrerería Ralleira. Tiendas 3. Auria… Sombrerería Ralleira. Tiendas 3. Auria…», mientras las ideas descoordinadas, veloces, parecían rebotar contra las paredes de mi cráneo.

—Lo que le pasa a usted, amigo Torralba —dijo sacudiéndome por un hombro— es que le roe la soberbia del señorío… Pues sepa usted que a mí no me pareció nunca cosa tan señorial el darle esa importancia al dinero…

—Al dinero ajeno.

—¡A ninguno! —gritó enfadado—. ¿Qué es la «plata»? La plata es un poco de m… con perdón sea dicho. ¡Discúlpeme, che! Pero es la verdad. También yo creía antes que el dinero era como un dios… ¡Ay, si no fuese tan imposible recoger los años pasados como el agua de un lebrillo derramada en la tierra! —comentó con un repentino quiebro en la voz—. En fin, allá usted con sus prejuicios y macanas. Yo se lo ofrezco de corazón.

Decía todo esto paseándose muy agitado. De pronto se detuvo y vino hacia mi con el rostro serio, casi demudado. Me miró un instante en silencio y exclamó.

—¿O es que cree usted que ando buscando un apellido para mi hija? ¡Pues ya tiene cuatro, y tan honrados como el que más!

—¡Valeiras, por Dios…! —grité todo cuanto pude. Se asustó del grito, pero no dio su brazo a torcer:

—Hablaba de mi hija, a lo que tengo derecho, supongo…

—No sé hasta qué punto…

Alzó las cejas, asombrado. Yo continué, con voz más calma:

—¡La sola idea de que su hija pueda verse envuelta en una habladuría tal…! Ruth está por encima de todos nosotros —dije, sin reparar en la imprudencia de mis palabras. Y luego, ya en voz baja, como meditando—: ¡Y usted, me dice eso, usted, que conoce la historia de mi familia! ¡Parece mentira, Valeiras! ¡Un apellido! ¡Vaya un apellido!

Medió una pausa. Me dirigí hacia la puerta.

—Adiós, Valeiras.

—Un momento… —vino hacia mí con su más ancha sonrisa—. Usted, que es siempre tan bien educado, no debe olvidarse de ciertos detalles —y me tendió la mano. Yo abandoné la mía flojamente.

—Adiós, Valeiras.

—Hasta pronto… y piénselo —dijo estrechándome la mano hasta lastimarme.

Me fui a la catedral y anduve por allí una hora. Cuando salí mi decisión estaba tomada.

Faltaban dos días para que los Valeiras emprendieran el viaje y ya estaban viviendo en su casa como en un camarote. Amadeo, que no lograba nunca esconder su verdadero fondo sentimental bajo los cascotes de sus erudiciones y paradojas, tuvo piedad de mi estado, tan visiblemente calamitoso, y consiguió, después de varias intentonas, cortar aquella racha soledosa que de nuevo me había acometido y que me traía por corredoiras y cimas montañesas, como un loco, pensando sandeces y sufriendo como una bestia alanceada.

Tal vai o meu amado, madre, con meu amor,

como cervo ferido, por monteiro maior,

me decía, con palabras de hace seis siglos.

—Vente al café, y déjate de hacer el Cardenio, que te queda muy mal —impuso un día.

Accedí, pero me mantenía en un borde de la mesa, metido en un libraco. En la «peña», ésa era la forma simbólica de pedir que le dejasen a uno en paz.

Cuando llegamos al café, un día de aquéllos, que era el de Santa Marta, o sea el 29 de julio —yo jamás había vivido tan pendiente del calendario— nos encontramos con un ambiente agitado de discusiones frenéticas que, cancelando el modo habitual de la ironía o del diálogo sosegado, tenía a todos los contertulios gritando a voz en cuello, lanzándose los argumentos, si así podía llamársele a aquel barullo, como pedradas. Si acaso en medio del apasionamiento dialéctico sobrevenía el aparte humorístico, no era con los filos intencionalmente mellados en la forma cazurra, mansurrona en que solían, sino como impactos desnudos que iba desde el sarcasmo tal hasta la más declarada crueldad. Yo nunca había oído, para no citar más que un caso, en Auria, al menos entre aquella gente, cosa semejante a la que disparó Ramón Meiriño, contra un tal Serantes, que tenía un estrabismo tan pronunciado que daba pena:

—¿Cómo va usted a entender lo que le digo si ve el mundo desde una perspectiva oblicua?

—Eso es una grosería y una salida de pie de banco —dijo, furioso, el estrábico.

—Nada, nada… Ciencia pura. Una gran parte del mundo se recibe por los ojos y usted lo recibe atravesado. Es como comer por una oreja. ¡Qué le vamos a hacer! Vaya usted a que le operen y vuelva.

¡Empezaba en aquel instante una disputa que había de durar cuatro largos años y que había de destruir tantas y tan sólidas amistades! Yo, entre tanto, devoraba el suplemento extraordinario de El Miño, que acababa de salir. Habían asesinado a unos príncipes en un lejano país, y era inminente la guerra europea. Desde unos años antes, los periódicos aludían, de cuando en cuando, a la guerra europea, como a algo maligno y catastrófico, de consecuencias imprevisibles. Tuve la sensación de una cosa nueva en el horizonte, de algo ingobernable y brutal como una calamidad antigua. Alguien vino a anunciarnos que en los pizarrones de La Voz Popular había nuevas noticias sensacionales. Era allí, muy cerca. Nos fuimos en masa. Se notaba una agitación inusitada a aquella hora, que era la de la siesta. La gentes se inquirían en voz alta, al pasar. Los telegramas eran espeluznantes. Alemania movilizaba, Inglaterra enviaba a Austria-Hungría un ultimátum, los franceses se echaban a la calle tras el vuelo de La marsellesa, Bélgica miraba ansiosa hacia la frontera…

Amadeo, que todo lo sabía, nos dio allí mismo una transparente explicación de las posiciones políticas europeas, que apagó por un momento las controversias, pues todos estaban deseosos de enterarse. En esto vimos que llegaba, a grandes pasos, Valeiras, con una cara impresionante, enloquecida. Supuse que venía en procura de noticias, por eso me sorprendió cuando, tomándome de un brazo, me dijo:

—¡Venga, Luis! —anduvimos en silencio unos metros y añadió—: ¡Lo necesito! Acompáñeme a Vigo en el rápido de esta tarde —su voz era como una orden—. Mi cuñado y yo estamos ofuscados y necesitamos ayuda. Usted es hombre de cabeza clara. ¿Viene?

—¿Pero qué ocurre?

—Queremos reservar pasajes para el primer barco, que sale el 5 de agosto. Nuestros intereses están seriamente comprometidos. Todos nuestros contratos son con Inglaterra. Pronto empezará el lío en el mar… así que figúrese… ¡Y yo con mi gente aquí! ¡Qué mala pata, la gran perra…!

—Me tiene usted a sus órdenes.

En su casa había un ambiente de gran inquietud, pero, en contraste con Valeiras, la reacción era más serena y valerosa. Al doctor se le había desmoronado un tanto la muralla de su bobería y se mostraba más a pecho descubierto, más hombre.

Mientras Valeiras redactaba unos telegramas para la Argentina, Ruth me dijo, seria, en un instante en que nos quedamos solos:

—¡Ya se cumplió su maleficio!

—¿Cuál?

—El de que no se hiciese nuestro viaje por Europa.

—Tiene usted razón. Yo soy un hombre tremendo, no hay más que verme para convencerse de que manejo los grandes poderes infernales.

—Pues deshaga el pacto. Satanás no le juega limpio. ¡Ya ve, nos vamos a América, de donde es más difícil volver!

—¡Por favor, Ruth, téngame piedad! ¿No ve cómo estoy?

—¿Cree usted que yo estoy en un lecho de rosas?

En esto entraron Valeiras y Saúl.

—Atiende a tu madre; está la pobre que le salta la cabeza. Busca los sellos de piramidón. ¿Dónde andarán, santo Dios? ¿Están ahí los pasaportes?

—Ahí, en la cartera de mano.

—¿Usted tiene cédula, Luis?

—Sí, pero en mi casa.

—Hay que llevar los documentos encima. Y, de paso, avise a sus tías. ¿Qué edad tiene usted exactamente?

—Dentro de un mes, diecinueve anos —se quedó un momento pensativo, mirándome.

—¿Quiere venir con nosotros?

—Ya le he dicho que sí.

—No, no; a América, a Buenos Aires.

A Ruth, que estaba allí cacheando en un mueble, se le cayó algo de las manos con estruendo. Era una caja de lata. Los sellos de piramidón rodaron por el suelo como monedas. Estaba colorada como si hubiese corrido. Valeiras se acercó a ella y la besó en la frente.

—¡Vamos, hija! Hay que sujetar esos nervios… ¡Estuviste tan tranquila hasta ahora…!

—¿No se les hace tarde para el tren, papá?

Valeiras miró el reloj y luego dijo, encarándose conmigo de nuevo:

—¿Se viene usted o no? Nos queda muy poco plazo para arreglar sus cosas. Tiene que embarcar, «por la alta», pues está comprendido en el servicio militar… —se quedaron todos mirándome. Ruth seguía de espaldas, buscando algo en los cajones. Valeiras continuó, con voz grave—: Ahora no es un viaje de placer lo que le ofrezco, sino peligros, tristezas, trabajos… y tal vez un porvenir…

—¿Pero qué voy a hacer allá, Valeiras? No sirvo para nada…

—América inventa hombres. ¡Ya verá usted cómo sirve! Además, queda el recurso de volverse si aquello no le gusta. No creo que esta guerra dure de aquí al fin del mundo.

Saúl me abrazó hasta tocarme con su cara la mejilla.

—Vente, Luis; si papá te lo dice… ¡No conoces a papá!

—Claro que lo conozco, tan bien como tú.

Ruth se volvió; estaba tan congestionada que me dio miedo. Tenía los ojos muy abiertos, pero vagos, desdibujados como si el soliloquio que siempre los animaba hubiese quedado mudo.

—Disponga usted de mí, Valeiras. ¡Ojalá pueda serle útil! Aunque no lo creo. Yo soy un bicho raro, un fin de raza…

—Déjese de gaitas y de poesía… Ya verá cómo, sin salirse de su condición, no le faltará allí en qué romperse el alma. ¡Andando, que son las cuatro!

Ruth había desaparecido sin que yo lo advirtiese. Entraron Valeiras y su cuñado en las habitaciones de la señora, a despedirse. Yo me quedé en el corredor. Casi en seguida oí que doña Mafalda me llamaba —era la primera vez— por mi nombre de pila. Entré. Hallábase reclinada en la cama, envuelta en un chal de seda y tenía compresas sobre la frente. Ruth también estaba allí.

—Nos da usted una gran alegría, Luis. Le queremos como a un hijo más —yo me encontraba vacío de palabras, alelado y no acertaba más que a sonreír. Saúl tenía los ojos húmedos. Valeiras, haciéndose cargo de la situación, me sacó del aposento.