—¿Por qué no te llevas para allá un colchón y unos cuantos libros? —me había dicho Amadeo, un día de aquellos, con muy mala intención. Pero la verdad es que yo vivía en la casa de los Valeiras mucho más que en la mía. A mi amigo, después de unas cuantas veces, dejaron de invitarle resueltamente, sin ninguna clase de explicaciones. El indiano las rehuía. Yo me había propuesto, con la mejor buena fe, terminar con aquella repentina repulsa, que muy bien pudo haber tenido origen en alguna ligereza verbal de mi amigo. Amadeo creía estar siempre hablando para intelectuales y esto le acarreaba muchos disgustos. Además tenía el peligroso hábito del monólogo, y seguía monologando a través de todas las respuestas y observaciones. Y, claro está, el soliloquio, aunque no implique forzosamente ninguna agresividad directa, indirectamente resulta siempre cruel, sobre todo cuando es inteligente.
Pero no, no era por ahí la cosa. Al contrario, siempre que se referían a él, lo hacían todos los de la familia en términos tan admirativos que parecían aislarlo tras una empalizada; defendíanse de él proclamando sus virtudes, que es un método como otro cualquiera de desentenderse de alguien. Un día, paseando a solas con Saúl, que se había contagiado del vicio del paisaje y de las excursiones a metas ilustres, y que escuchaba mis parvas explicaciones arqueológicas con embelesado respeto, hice una viva defensa de mi amigo. El muchacho argentino, que en ciertas cosas parecía un hombre hecho y derecho, se mantuvo reservado cuidando mucho sus réplicas. Algo aventuró, muy de lejos… Yo no quise insistir y dejé el asunto envuelto en aquella bruma. En realidad no quería pensar… Se lo conté todo a Amadeo, como era mi deber, y respondió con vaguedades, pero sin extraviarse, muy dueño de sí y como pesaroso.
Muchas personas de Auria empezaron a cambiar visitas con los Valeiras, entre ellas mis tías, que encontraron muy simpáticas y guapas a las mujeres, aunque «un poco exageradas». Los jóvenes, tal como habíamos previsto, tuvieron un éxito sin precedentes en cuanto abarcaba la historia de la forastería, y de haber accedido a todas las invitaciones, no hubieran parado una hora seguida en su casa.
El matrimonio era recibido con algunas prevenciones (en realidad doña Mafalda, a quien le habían puesto de mote «Doña Berenguela», asustaba a las otras damas con el despliegue imperial de su guardarropa), pero eran estimados los dos por sus excelentes condiciones de carácter y su buen corazón. Al doctor casi nunca le insistían para que volviese. Ciertamente era un pelmazo de marca mayor que ni respondía al castigo cuando le tomaban el pelo, convirtiendo las ironías en incienso a través de su sonrisa entre cínica y bienaventurada. Se comentaba, con asombro, que Ruth durante todas las misas a que acudió en lo que restara del invierno y en lo que iba de primavera, como asimismo en los bailes y reuniones, apenas había llevado dos veces el mismo vestido. Cada tantas semanas íbanse a viajar unos días, sin salir de la Península. Durante estas ausencias yo me ponía de un humor siniestro y volvía a mis paseos solitarios —pues Amadeo me achicharraba con sus sarcasmos—, no sabiendo qué hacer de mis horas. Además, me tenía sin sosiego el anuncio de un gran viaje que harían por Europa todo el próximo verano y parte del otoño, tal vez para pasar el invierno en París.
La intervención de Ruth en una fiesta benéfica, tocando las Variaciones de Brahms sobre un tema de Paganini, causó estupefacción. Pepe Bailén, que además de empleado de Hacienda y muy mala lengua, era bajo de ópera, y su mujer una buena pianista, por lo cual sus juicios se tenían en Auria por inapelables, dijeron que no habían oído en su vida una gracia musical tan innata. «Esta niña —fueron sus palabras— interpreta como respira». Efectivamente, era una delicia escucharla. Al tocar se transfiguraba, no restando en la intérprete el menor residuo de coquetería. Su sencilla gravedad, su ausencia, sobrecogían, y semejaba no volver en sí hasta que se levantaba, muy lentamente, para saludar. La verdad es que tenía una gran pasión —que a mí me parecía un poco maniática— por el piano, y se pasaba estudiando horas y horas. Cuando la oímos por primera vez —nunca quiso tocar para nosotros en su casa— el día del concierto, comentamos el caso Amadeo y yo. Él, que era muy entendido y que desbordaba siempre de generosidad para el verdadero talento, la encontraba musicalmente admirable «aunque un poco verde» respecto a la técnica, detalle al que no le concedió demasiada importancia. «La música —había dicho— tiene su cronología, o, si quieres, su cronografía, aparte. No hay casos mozartianos en la literatura ni en la plástica. Sin duda la música es más obra de la gracia que todas las otras artes, además del esfuerzo, naturalmente, pero que aquí es secundario e indispensable a la vez, ya que por sí solo no demuestra nada; en cambio puede, en las otras artes, inducir a confusión. En música no hay modo de confundir arte con artesanía, ni en su creación ni en su ejecución».
De esa misma índole intuitiva debía de ser el arte de Ruth para el recitado de los versos. Aseguraba que nadie le había enseñado y, afortunadamente para todos, parecía ser verdad. Una noche, muy en lo íntimo, dijo, de modo estupendo, poemas que no merecían, en su mayor parte, como he podido luego comprobarlo al leerlos, aquel honor; pero que a través de su voz y de su arte, tan natural y directo, resultaban transfigurados… Se había reído de mis aspavientos, llamándoles «exageraciones españolas», y continuó superándose en nuevas interpretaciones, pues, además, tenía una memoria que resultaba otro asombro. De pronto, dijo, como dando punto final a aquel concierto de palabras:
—Y ahora, la última… para usted.
La cosa me pareció un tanto organizada, pues, en este momento, el doctor Brunelli —no estábamos más que los chicos, él y yo— bajó en dos puntos la luz de la araña del salón, dejándonos casi a obscuras.
—No, doctor, no —exclamé—. No sé lo que opinará Ruth, pero no hace ninguna falta la penumbra. Creo que fue san Jerónimo quien dijo, que no hay que bajar los ojos en el instante de alzar; y que las cosas de Dios, por más cegadoras que sean, hay que mirarlas cara a cara. No hay duda que Ruth puede emanar su luz propia, pero…
—Si continúa usted disparatando me callo —y dirigiéndose a su tío, agregó—: No hace falta eso. ¿Para qué?
Por lo que me di cuenta que aquella cursilería de la media luz era de la inventiva del letrado, comprobación que me causó un sincero alivio. Luego, contrariamente a como lo había hecho antes, se sentó en el taburete del piano para recitar. Se había puesto pálida. Los versos empezaron a salir de sus labios sin declamación ni artificio alguno, como confiándolo todo a su voz y a sus ojos; las manos cruzadas, apoyadas en las rodillas, la vista hacia el aire, como hacia un destino invisible, como orando:
Adviene por las cumbres encendidas,
señales y portentos le abren paso,
se rasga en dos el velo de la altura…
Hundí la cabeza entre las manos… Comprendí que estaba enamorado de aquella imposibilidad hasta la perdición y el aniquilamiento…
La misma noche en que tuvo lugar el improvisado recital entró Blandina, demacradísima, en mi cuarto. Eran como las tres de la mañana y estaba en traje de salir. Hacía más de cuatro meses que yo no iba a su habitación. Tenía mis ojos, mi alma y mi carne llenos de Ruth. Me impresionó verla con un vestido hecho de uno de los de mamá. Me dijo que se marchaba al amanecer, que «ya no podía más» y que «todo lo comprendía perfectamente». Hasta ella, sin duda, había llegado el rumor de mi entusiasmo por Ruth, que constituía la comidilla de la ciudad. Esto era lo que la había ido encerrando en un silencio lleno de altivez, que yo había aprovechado, con oportunismo cobarde, para ir separándome de ella, ahorrando piadosas mentiras y largas explicaciones.
—¿Por qué has de irte? ¿No estás bien aquí… con las tías?
—No fue a las tías a quien di mi honra.
Me quedé callado, deseando que aquella situación, que encontraba más ridicula que penosa, terminase lo más pronto posible. Blandina no dijo más y se fue. Seguramente esperó verme aparecer en su cuarto cada minuto en todo lo que restaba de la noche. No lo hice. Estaba embrutecido de amor. Supe luego que se había ido a la mañana, a primera hora, y que la decisión fue tan repentina e inapelable, que las tías —que lo habían sabido, por ella, la noche anterior— no habían tenido ni tiempo de recuperarse. Después nos enteramos que una buena familia de Auria se la había llevado a Bayona para cuidar de los niños durante el veraneo. Lola y Asunción lloraron a moco tendido por «aquella ingratona». Durante un tiempo me remordió la conciencia, pero, al final, todo terminó quemándose en la misma hoguera.
No podía yo acostumbrarme a una mezcla tal de refinamiento y de lo que me parecía ser un residuo de barbarie americana. Desde que los Valeiras me habían admitido en su plena confianza, muchas veces los encontré entregados a la liturgia de tomar el mate que a mí me parecía una ordinariez. En los otros indianos, la extravagante operación no me parecía bien ni mal, y, pasada la primera sorpresa, un poco cómica, no me importaba gran cosa ver el lujoso calabacín —las criadas vernáculas le llamaban «el biberón»— ir de unos a otros, como una pipa colectiva de indios de novela. Sin embargo, cuando el doctor me presentó un día, con ademán de sacerdotal ofrenda, el calabacín, casi pego un salto, al mismo tiempo que me amagaba una punzada en el estómago.
Pero en Ruth me enfurecía, sencillamente. Se lo traían, por lo general, mientras estudiaba, al piano. Le daba una importancia excesiva y declaraba siempre la misma complacida sorpresa porque una de las sirvientas indígenas se había mostrado muy diestra en echar el agua por el orificio del calabacín, lo que a mi no me parecía cosa tan del otro mundo; pero no debía de ser así y, sin duda, se trataba de un rito lleno de misterios que requerían una larga iniciación; ellos mismos se referían al mate como a un verdadero culto.
Ruth trabajaba duramente todos aquellos días en la preparación de un concierto que le había pedido la marquesa de Velle para una de sus trapacerías benéficas. Yo ya estaba furioso de antemano; se presentaría otra vez ante los lechuguinos de la sociedad auriense, que la elogiarían, la aplaudirían, hablarían de ella, la invitarían a nuevas casas; tal vez alguno de aquellos pisaverdes, todos mucho más apuestos que yo, todos con dinero…
Bach, Fantasía cromática y fuga; Beethoven, op. 57; luego unos estudios de Chopin, y para las «propinas» algunas de aquellas cosas intrincadas de un francés que andaba haciendo ruido en los últimos tiempos: Debussy, y que a nadie le gustaba pero que a Ruth la enloquecía y se lo metía a todo dios por los ojos, es decir, por los oídos.
Yo no hallaba manera de establecer una relación, por muy desviada e ilógica que fuese, entre su admirable comprensión de aquellas almas luminosas, sufrientes, gozadoras, saturadas de vicia y de muerte, frutos maravillosos de una multisecular convivencia civilizada, y aquel bebedizo desértico, primario, que no lograban reducir a términos urbanos ni el calabacín con virola de oro ni la «bombilla» con sus trabajados arrequives de las fórmulas barrocas coloniales. Además la reiteración de las tomas me lo hacía aún más insufrible. ¿En razón de qué, aquella celeste criatura, producto refinadísimo, ejemplar, de dos viejas razas transidas de cultura, tendría que estar chupando agua caliente durante media hora, mientras recorría, con la punta del dedo, el pentagrama para posar luego la mano derecha, cargada de compases, en el teclado, en tanto que con la izquierda sostenía aquella ridiculez, dando pequeños sorbitos que la propia distracción de la lectura musical hacía que no resultasen siempre silenciosos?
Había ido yo conquistando, poco a poco, el privilegio de quedarme a solas con ella durante sus horas de estudio. Me estaba allí, mirándola, o con la cabeza metida en un libro, o asomándome al balcón cuando las dificultades la malhumoraban, para no ser testigo de ellas. Después de varias acometidas teóricas contra el artilugio, que Ruth defendía con obstinación graciosa y un poco provocativa, mezclando a ello menciones ele la patria, me dijo en una ocasión:
—Pero, ¿hay algo más primitivo, más ridículo, más indio que el fumar o el bailar?
Otro día —yo andaba sin sombra, pues la fecha del anunciado viaje europeo se acercaba con una inexorabilidad planetaria— estaba con la nariz pegada a un vidrio del balcón aguardando que diese fin la odiosa tregua del mate, cuando oí la voz de Ruth cerca de mi nuca.
—Tome…
Me volví y estaba casi tocando mi espalda, enarbolando el calabacín en una mano y con una especie de pequeña tetera de plata en la otra.
—Tome…
—¡Está usted loca!
—Hoy es un día muy importante en mi país y tiene usted que «matear» conmigo. Hoy no se me escapa.
Me pareció gracioso el término «matear», pero sólo la palabra, sonaba a cosa íntima, campechana.
—¡Vamos, vamos, que se enfría! Hoy es 9 de Julio[27];y me he propuesto convertirle a usted.
—¿Pero qué tiene que ver que sea 9 de Julio con que tenga yo que atragantarme?
—El mate —dijo con una entonación divertida, de maestra de escuela— tiene allí un sentido tradicional y amistoso. Los gauchos se ofendían cuando no se le aceptaba. ¿Entiende? ¡Tome!
—¡Pero si usted no es gaucha! —dije retrocediendo.
—No tiene usted idea hasta qué punto; con espuelas y todo… —Ruth me perseguía implacable con el calabacín—. ¿Toma o no?
—No.
—Pues entonces no se queda a cenar esta noche. Cena patriótica —dijo con gracia infantil, enumerando—: Churrasco…, carbonada…
—Pero Ruth…
—Elija —repitió, tendiendo nuevamente el calabacín hasta que me hizo sentir su tibieza en los labios—, o el mate o no se queda.
—Pues bien, no me quedaré. Otro día será.
Cambió de táctica y dijo con falsía quejosa:
—¡Así que es usted capaz de dejar a sus amigos solos, el primer día patrio que pasan lejos de su tierra! ¿Y ésa es la hidalguía española?
—¡Pero Ruth, si yo no soy hidalgo, ni patriota, ni apenas español! Además, ¿qué tienen que ver esas grandes palabras con un poco de agua caliente mixturada con ese horrible barro verdoso? ¿Por qué no me lo cuela, al menos? —exclamé mirando al fondo del calabacín, casi haciendo pucheros, como un chico. Ruth soltó una carcajada.
—¡Vamos, ármese de valor, que también yo lo tuve el otro día para comer aquel espantoso pulpo que usted trajo! ¡Tome…!
Me quedé un momento indeciso.
—¿No se anima? —hice un signo negativo con la cabeza—. Bueno, le ayudaré yo —y dio un par de pequeños sorbos, frunciendo deliciosamente los labios sobre la «bombilla» y mirándome con los ojos llenos de malicia; luego me tendió otra vez el siniestro aparato.
—¿Y ahora?
—¡Ahora, aunque fuese arsénico y solimán vivo! —y cogiendo el calabacín chupé con tal denuedo que se me llenó la boca de hierbajos. Saqué la lengua con aquellas briznas en la punta, desolado, y Ruth, en medio de una risa como nunca le había oído, cogió con gesto rápido de la bandeja, donde habían traído los trebejos, una servilleta y me la limpió, mientras me decía, con un tono entre maternal y burlesco:
—¡Así me gustan los chicos bien mandados! ¡Pero no hay que chupar tan fuerte…! De todas maneras, vencí; tal como dice nuestro Himno:
a mis plantas rendido un león[28]
Tomó luego ella, y me volvió a servir. Y así varias veces hasta que se acabó el agua. Yo la dejaba hacer con cara de embelesado o de idiota, que no se diferencian mucho. Por otra parte la infusión no resultó tan desagradable como yo temía.
—Bueno, y ahora seriedad —exclamó poniéndose repentinamente grave—. Me ha hecho perder diez minutos. ¡Porfiado!
Cuando iba a sentarse en el taburete, exclamé:
—Ruth… Una palabra y no vuelvo a interrumpirla.
Se puso más seria aún, casi adusta, y se quedó inmóvil, pálida, mirándome muy fijamente, apoyada en el piano.
—Dígame —contestó con una voz fría, sin pestañear.
—¿Por qué tenía usted tanto interés en que yo bebiese eso?
Ruth respiró hondo, como aflojándose de una gran tensión. Luego dijo, a media voz, desgranando las palabras:
—Dicen en mi tierra que el que toma mate no regresa.
—Pero yo aún no me he ido, ni siquiera he pensado en ello.
—Puede pensarlo algún día —y concluyó repentinamente—: Déjeme trabajar, ¡odioso! —se sentó de golpe y hundió, casi con furia, los dedos en los densos compases iniciales de la sonata. Yo me fui a pasos lentos hacia el balcón. Lo abrí con manos torpes. Caía mi mirada sobre la calle. Todo estaba en su sitio: los almacenes de San Román, los carros parados enfrente; a lo lejos, el Campo de San Lázaro. Sí, todo se veía con claridad desde aquel quinto piso; la luz estival no dejaba ningún rincón indemne donde pudiera refugiarse lo increíble… Pero de lo que estaba perfectamente seguro era de que si en aquel momento se hundiese el balcón yo quedaría flotando en el aire.