CAPÍTULO XVIII

Al fin llegaron las piezas de granito para la construcción del sepulcro de mamá, labradas por un imaginero de Compostela, que empleó largos meses en hacerlo. En sus días finales, tan aislada de todo, mi madre había, no obstante, confiado a sus hermanas que no quería ser enterrada en el viejo mausoleo de la familia sino aparte. «Hacedme una buena sepultura, pero en la tierra», les había dicho una y otra vez. Como en aquellos días andaba yo tan perdido de mí, no me dijeron nada, pero separaron las alhajas de su hermana, las pocas que se habían salvado del desastre, por si el caso llegaba, destinarlas a cumplir su voluntad. Se compró la tierra a perpetuidad y se cimentó el sepulcro sobre ella. Era sobrio sin dejar de ser valioso, esculpido en piedra gris por el buen criterio tradicional de aquellos canteros de cuya antigua casta salieran los que han labrado las magnas torres y los pórticos inmortales.

Yo no dije a nadie nada, ni a Amadeo, que se perdía en cábalas sobre aquellas escapatorias, y pasé muchos de los días finales de aquella primavera siguiendo de cerca el parsimonioso trabajo de los picapedreros y asentadores. En uno de los preparativos fue forzoso extraer el sarcófago y dejarlo al descubierto allí sobre los terrones, al sol, durante unas horas, lo que me impresionó duramente.

Apuraba yo al capataz, hora a hora, acuciado por el deseo de que el sepulcro quedase listo para el Carmen, que era el santo de mamá. Y así fue, exactamente, aquel mismo día nos lo entregaron. Las tías, Blandina y yo, fuimos muy de mañana y rezamos un rosario arrodillados en la tierra cubierta de hierba fresca. A eso de las ocho, quise quedarme un rato a solas y convine con las tías en que me encontraría con ellas en casa, para desayunar, y en que luego iríamos a la catedral a oír una misa, aunque yo me negué a que fuese en la capilla del Santo Cristo.

Macías el enterrador, que andaba por allí, cantando entre las tumbas, vino una vez más, con su perpetua alegría de viejo fauno, a decirme que el sepulcro, «salvo mejor opinión», no le gustaba, y que, «como usted me enseña», razones habrían mediado, de mucha entidad, para haberlo mandado labrar en la misma piedra con que, «con su licencia», se hacen los perpiaños de las casas y los poyos de las viñas. Macías estaba acostumbrado a los mármoles declamatorios con sus deidades lloronas, sus ángeles judiciarios y sus estatuas teatrales, por lo que me pareció muy lógico que no le contentase la parquedad de aquellas líneas de estilización románica y que, en vez de la piedra, le hubiese gustado, tal como yo le dije, «el mármol con que se hacen las escaleras y los cuartos de baño». Macías se rascó la coronilla y se echó luego al raposo desquite, como es normal en aquellos paisanos.

—¡Ya ve usted, señorito Luis, lo que es tener familia amorosa que vele por los restos de uno! Su mamá tan bien enterrada, como le cumplía, como lo que era, como una hidalga… En cambio Joaquina, con toda aquella patulea de parientes que bajó de las montañas para atracarse en su velatorio, ahí está, sin siquiera un «por ahí te pudras» que la recuerde.

Yo no me atreví a levantar la cabeza. Era verdad; no sólo la patulea que había venido al olor de las onzas, sino también nosotros la habíamos olvidado. ¡Pobre Joaquina!

—Llévame allá, Macías.

Efectivamente, allí estaba la sepultura de Joaquina, en el ensanche del cementerio nuevo, donde yo no había vuelto desde que la enterráramos. Era un montículo de tierra invadido por los hierbajos. El reventón de la primavera, que allí todo lo infestaba, había puesto sobre el terrón un rocío de margaritas. La tablilla, en forma de cuña y pintada de negro, no tenía otra mención que una cifra trazada con albayalde.

Hice rápidamente un plan.

—Vas a decirle al Catapiro que me vea en mi casa, hoy mismo, a las dos.

Catapiro era un herrero que batía hermosas verjas del arte popular.

—Por aquí andaba hace poco.

Le encontramos en la parte vieja del camposanto, asentando una cruz. Era muy ladino y había que entretenerse con él en interminables regateos, como si las cruces y las verjas empezasen siendo de oro. En el primer envite me pidió cuarenta duros. Al cuarto de hora estábamos en dieciocho y comprendí que nada le haría ceder más. Había llegado a su límite. Ofrecía cosas inferiores, vulgares, y yo le pedía una cosa digna y sólida. Yo no subía ni un céntimo de los dieciséis. Cansados ambos del forcejeo, me preguntó el ferranchín:

—Pero dígame, señorito, ¿qué le hacen a usted cuarenta reales de más o de menos? (seguían creyéndonos ricos) —y añadió la nota del soborno sentimental—: ¡Eso y muchos más les merecía la buena de Joaquina!

—Nada, Catapiro, ni un real más. Tengo mis razones. Te doy dieciséis duros y además te los pago en una sola moneda.

—¡Vaya, ésa sí que es buena! ¿Y de dónde va a sacar una moneda que valga trescientos veinte reales?

—Te pagare con una onza de oro. Puedes ir a buscarla hoy mismo, anticipada.

—Siendo así, trato hecho —exclamó, cerrando repentinamente el ajuste y alejándose de inmediato.

Cuando nos encaminábamos hacia la salida, Macías dejó caer raposamente, como hablando para el aire:

—¡¡No, por eso…, con permiso de usted las gentes que andan en el estudio nunca saben bastante!! Usted, tan leído como dicen que es, y ese pillaban lo engañó.

—¿Cómo, me engañó? ¿No va a hacer la verja y la cruz, como yo se las he pedido y en el precio tratado?

—¡Ay, don Luisiño! ¿Pero cómo no sabe usted, que todo lo sabe, que las onzas viejas, como usted me enseña, tienen más de un tercio de premio en el cambio y que ese bribón resultó cobrándole veinte o veintidós duros por lo que le ofrecía en dieciocho?

Salí del alegre cementerio de Auria pensando en aquella pobre generosidad mía, que se reducía a devolverle a Joaquina la pesada moneda con que me llenara la mano de oro el día de mi primera comunión, y que, desde hacía tantos años, había estado olvidada en el fondo de mi baúl de colegial; allí sepultada, con otros tantos sucesos…

Se me había hecho tarde y me fui directamente a la catedral. Al entrar por la puerta del reloj me encontré con el sastre Varela —un sastre literario— que salía y que me miró de una manera especial, como sorprendido; cosa sin ningún fundamento, pues en Auria nos veíamos todos unas diez o veinte veces al día. Al contestarle al saludo me llamó y me dijo bisbiseando:

—Lo felicito; son hermosos, hermosos. Estamos todos muy conmovidos. ¡Será usted una gloria para Auria!

—No le entiendo palabra, Varela —contesté con igual cuchicheo.

—¡Vamos, vamos! Está bien la modestia, pero cuando se hacen las cosas de esa manera, con esa construcción y ese sentimiento, si usted no quiere mostrarse orgulloso, déjenos que lo estemos sus amigos.

El diálogo ocurría, casi sin voz, junto a la pila del agua bendita. Lo tomé de un brazo y lo llevé afuera.

—¿De qué demonios me está hablando? Déjese de misterios y aclare de una vez —exclamé con mi voz entera. Varela se quedó un instante callado, con los ojos sobre mí, sinceramente confundido.

—Pero, ¿es que no sabía usted…? —y sin más, sacó del bolsillo de la chaqueta El Miño, de aquel mismo día, que insertaba en su primera página y bajo un fervoroso acápite, un poema mío que databa de un año atrás. Amadeo había cumplido su amenaza, aunque algún tiempo después de la fecha prometida. Me hundí en el periódico, lleno de estupor y de vergüenza, al ver mis versos allí, tan desairados, tan insolentemente separados del texto común por los claros de casi una columna, con que los habían aislado, como lanzándolos al medio de una plaza, desnudos. Y mi nombre entero debajo, con letras grandes, como si yo también estuviera allí mismo, tirado, aplastado, por la carga de mis estrofas —¡cuántas eran, Dios mío!— pesándome, como bloques, sobre el corazón… Vi, sin mirar, que el sastre Varela se alejaba casi en puntillas, como si no quisiera despertarme… El acápite de presentación estaba escrito con respeto, conocimiento y sobriedad. Era bien visible la mano de Amadeo.

La misa desfiló ante mí como una retahila de palabras y una serie de movimientos sin sentido. Pero pensé mucho en mamá, casi rezándole. La imagen de Santa María la Mayor me recordaba siempre su cara de joven. Me volvieron sus palabras de queja y burla, con el tono exacto de su voz, tantas veces oídas mientras crecía «de zagal a mozo endrino».

—¡Cómo andas, hijo mío! ¡Mira qué manos, qué ropa, qué pelos…! ¡Ay, santo Dios, ni que fueras poeta!…

Los versos decían así:

LA MADRE

Adviene por las cumbres encendidas,

señales y portentos le abren paso,

se rasga en dos el velo de la altura

para su muerte.

Sobrecogidos pasmos forestales,

arrodillados montes, quietos ríos,

y mudez repentina de los pájaros,

para su muerte.

Anunciada en arcángeles y signos

—se vieron en lo azul corona y palma—

hizo pie en la ribera del martirio,

para su muerte.

Nadie de más belleza sufridora,

ni voz así, de mágica y ardiente,

ni manos de tan altas bendiciones

para su muerte.

Certero fue el destino de su carne

de tránsito y dolor todos sus días

bendita era en su vientre y en su llanto,

para su muerte.

Sin otras flores del vivir gozoso,

he aquí que apenas fuimos sus pisadas

en la sangrienta roca de este mundo

para su muerte.

Después todo pasó, la cruz y el vuelo,

la incontenible ausencia decretada,

el zarpazo del tiempo con su presa,

para su muerte.

No hubo siquiera pausas, no hubo adioses;

portento era el quedarse, no la ruta

volada, transitada sin descenso

para su muerte.

Y ahora aquí, esta piedra encadenada,

esta callada entraña abierta al buitre

esta furia del hombre y su blasfemia,

para su muerte.

Este rostro de tierra, estos gemidos,

estas hierbas que nacen de mi boca,

estos pútridos ojos sin imagen

para su muerte.

—Dadme el acento, sepa la palabra

o argüidme un rostro que ella reconozca

desde sus ángeles, desde sus alburas,

para mi muerte.

¿Qué miserable cieno expiatorio

o flor podrida o limos estancados

pueden formar el nombre requerido?

Para mi muerte.

Pido a mi sangre el eco de su paso,

palpo en mi carne el sitio de sus alas,

busco en mi voz la concertada suya,

para mi muerte.

Nada, nada, ni espectro ni memoria,

ni su hueco en el aire que la tuvo,

ni el resonar del tiempo así rasgado,

para mi muerte.

He aquí la soledad que nunca pude,

el declarado gesto de lo estéril,

el mundo en sí, vacío de respuestas,

para mi muerte.

(¡Oh, si la oculta huella, si aquel tránsito

que iba de Dios a Dios, por donde andabas

dejado hubiera el cauce de tu huida,

para mi muerte!)

¡Dame señal, soberbia de tus ángeles,

impasible, de Dios contaminada,

irreparable afán que así me niegas,

o dame un punto donde me desande

desde este amor sin ti, desde esta nada,

hasta el nacer desde otro fiel comienzo,

para mi muerte!