Un arranque de generosidad, de delicada generosidad, del indiano Valeiras acabó de hacernos amigos. En cuanto supo la situación de mi casa, que le expuse, a su requerimiento, durante uno de nuestros paseos montañeses, omitiendo muchas cosas, claro está, exclamó:
—Déjeme tener el gusto de ayudarle, Torralba; ¡no sea orgulloso ni porfiado! En América la gente se ayuda, sin que ello signifique vergüenza para nadie. Primero esas mujeres. ¿Cómo es el asunto?
—La renta de los molinos de azufre se salvó, pero no alcanza. Yo no quiero, por nada del mundo, que vivan de la costura. Usted comprenderá… Nuestra familia…, porque aquí eso de las familias…
—¡Al grano, al grano!
—Yo veo que don Camilo, el albacea, pone de su dinero. Mi abuelo le ayudó mucho, nos quiere bien; sin embargo… De la aldea viene algo… Pero la casa tenemos que dejarla inmediatamente, se vence la hipoteca. Mi tío Manolo, ¡ese usurero!, es el que tira la piedra y esconde la mano.
—Bueno, bueno; soluciones, soluciones. Aquí lo que hacen falta son soluciones. ¿Qué se le ocurre?
—¡Si pudiera resolverse lo de la viudedad de la tía Asunción…! Ya le conté eso.
—¿De quién depende?
—Del rey.
—¡La pucha! No es cosa de ir a untarle la mano a Su Majestad con treinta o cuarenta duros para que saque adelante el expediente. Aunque, quién sabe…
—Habría que mover el asunto en Madrid con los diputados de la provincia.
Se quedó un rato caviloso.
—¡Muy bien! Me iré a ver a Paco Cobián, que me debe todos los votos de mi aldea. Pocos, unos dieciséis, contando muertos y ausentes. Pero ganó por once… Mañana me planto en Madrid.
—Pero, Valeiras…
—Lo dicho, mañana me largo a Madrid. Casi se lo agradezco, así me distraigo. ¿No quiere venir?
—No, no.
—¿Por qué?
—Pues, ya sabe…, el luto.
—¿No da billetes el ferrocarril a la gente vestida de negro?
—No quiero dejar solas a las tías.
—Esa es mejor disculpa para negarse a que yo le pague el viaje. ¡Estos señoritos! En fin, como usted quiera. ¿Y va a seguir estudios o no?
—No, ya lo he pensado. Mejor dicho, no puedo, no debo. Aquí el seguir una carrera es una categoría. Aquí todo son categorías… No quiero seguir haciendo el señorito pobre. Además no me seduce nada el llegar a ser médico, abogado o ingeniero. No creo que sirviese para gran cosa. En fin, ya veremos…
Valeiras movió la cabeza y de pronto se volvió hacia mí, mirándome ojiabierto, como hendido por una revelación:
—¿Sabe usted contabilidad?
Me quedé de una pieza, luego me dieron ganas de reír. Me parece que fue la primera vez que oí palabra semejante.
—¿Contabilidad? ¿Y de dónde quiere que saque yo la contabilidad? Ni siquiera tengo una idea clara de lo que pueda ser.
Valeiras se apretó una mano con la otra y echó ambas, en haz, a volar sobre su cabeza, gritando bíblicamente:
—¡Qué país, Señor, qué país!
Volvió el indiano en menos de una semana, y vino a verme apenas bajó del tren.
—Ya está la cosa, viejo. Una miseria, veinticinco duros al mes, pero menos da un cantazo. ¡En España los héroes son baratísimos! Claro que era coronel de cuchara; además no murió en acción sino de unas fiebres cuartanas… Y dejó allí unos asuntitos administrativos… Pero en fin, aquí está la pensión —concluyó, entregándome unos papeles.
Nos mudamos un mes después. Tuvimos que dejar la casa grande donde habían nacido tantas generaciones de los nuestros. Nos trasladamos a un pequeño piso de la carretera de Trives que se iba haciendo calle, como casi todas las otras, por la lenta expansión de Auria rebasando los antiguos extramuros. Yo no quise estar cuando se llevaron las cosas sobrantes, malvendidas. ¿Pero a dónde íbamos a ir con todo aquello? Una de las circunstancias que más me hirió en aquella despedida, fue el asomarme, por última vez, a la ventana de mi cuarto, por la que mi niñez tantas veces se había asomado al trasmundo de la catedral. Allí estaba el David —demasiado sabía yo ahora que era una estatua de transición, del siglo XIII— con su vida inmóvil, la cabeza inclinada, como oyendo el cordaje del arpa que, para ser más entrañable, no era monumental sino pequeña como una cítara, apoyada en su regazo, ceñida contra el pecho, como si necesitase ser uno con la vibración del escondido cántico que le llevaba a la comprensión de Dios:
Cuando me cercaron las ondas de muerte y arroyos de iniquidad me asombraron… Tú ensanchaste mis pasos debajo de mi para que no titubeasen mis rodillas.
Nuestras miradas se cruzaron, tristes. Yo permanecería en su ser y viviría cuanto el viviese. Ya no volvería a verle más que desde la común perspectiva de la calle, que lo hacía insignificante, perdido allá, en lo alto, una nota más en el rítmico frenesí de la fachada, y él moriría también un poco al no tener sobre su postración beata la ansiedad de aquel alma infantil que vibraba desde lejos como otro delicado instrumento. Ahora iba a ser tan mío como de todos y renunciaba a él para no compartirlo. Acostumbrado a su trato, por aquel silencioso y limpio puente de luces sobre el gárrulo bracear de los humanos, jamás levantaría de entre dos la cabeza para verle desde el hondón de la calle de las Tiendas, que, como todas las calles, tenía algo de cloaca. No; allí quedaba, perpetuo y maravilloso… Todos los soles, todas las lunas, todas las lluvias, todas las escarchas, todos los luceros sobre él, salvado en mi alma de su quieta misión ornamental, donde sigue viviendo una vida tan fuerte como la de los otros seres que han gastado su sangre a mi alrededor y que aún perduran girando en las canales donde también la mía rueda y se destroza.
¡Adiós, David, hasta el cielo, al que no valdría la pena de ir si no fuesen con nosotros algunas de las pocas cosas unánimes que dieron anticipado sentido celestial a nuestras vidas!
Aunque rodeado de los más acendrados afectos y atenciones por parte de mis tías —¡qué inextinguibles hontanares de amor tiene el alma ele la mujer cuando no se ve obligada a compartir su objeto!—, mi situación se me presentaba cada vez como más falsa. A su angustia inmediata se añadía la indecisión de mi porvenir. Un día sobrevino mi padre, con aquel aire esquivo, como de conspirador o contrabandista, que tenían ahora sus visitas a la ciudad. Me propuso ir a vivir con ellos.
—La sopa boba no te ha de faltar y algunos trapos con que cubrirte. Las otras alegrías las brinda la naturaleza… ayudada con un poco de ron.
¡Qué destrozo, qué dolor! Amadeo se apareció por allí cuando se le pasó la ventolera, a proponerme insólitamente que nos preparásemos para alguna de las carreras especiales del Estado: Correos, Hacienda, Aduanas… No le hice caso, naturalmente. A los pocos días me pidió perdón. Lo había hecho en un momento confuso, abrumado por una terrible discusión con su padre en la que se vio motejado de «zángano, intelectual y gorrón».
Aumentaba aún más mis preocupaciones Blandina, que se había ido trasformando en una señorita pueblera y a quien mis tías —que habían apreciado su fidelidad tan generosa, pues se negó a cobrar su mesada mientras las cosas no tuviesen mejor arreglo— vestían y cuidaban como a una hija. Por mi parte, yo la enseñaba todo lo que me era posible en materia escolar, poniendo ella la mejor voluntad en aprenderlo. Pero lo malo de todo esto es que, con unas cosas y con otras, parecía ir adquiriendo ciertos derechos, no confesados, aunque, sí, expresados indirectamente, sobre mí. Y eso me traía mohíno y fastidiado. No me ocultaba sus quejas y celos y me los echaba en cara cuando estábamos solos, con palabras nada suaves. Yo pensaba en la influencia que las concubinas habían tenido sobre la vida de los hombres de mi familia, a los que llegaran a gobernar, de cerca o de lejos, lo que venía a ser igual. Además, para que las cosas se presentasen aún más graves, mediaba entre Blandina y yo el terrible secreto que, entre tapujos y precauciones —además de diez duros— había deshecho, unos meses atrás, la Cachelos, con sus artes de bruja, echadora de cartas y partera, sobre todo con las de esta última condición.
Pero era incapaz de reaccionar. Sólo sentía tan obscuro afán de fuga —bien cabalmente heredado de mi padre— que pusiese tierra por medio entre todo aquello y yo. Tenía frente a mí una vida tapiada, sin esperanza de salida. Ni medios económicos, ni estudios útiles, ni parientes poderosos… Yo me dejaba ir, pasivamente, aunque de ningún modo conforme, esperando no sabía qué y confiando en que la lógica final que preside los actos de la vida llevase las cosas a un natural desenlace.
Una noche que estábamos en el barracón donde Pinacho hacía funcionar su cinematógrafo, aguantando, por cuarta vez, La dama de las camelias, entró el repartidor del telégrafo. El portero le acompañó hasta donde solía sentarse Valeiras, en una silla de la «Preferencia», al lado de la puerta, donde tomaba siempre varias localidades para invitados. Salimos con nuestro amigo, temblábale en la mano el alarmante papel azul, pues estábamos todavía en una época en que el telégrafo no solía traer más que alarmantes noticias. No bien pasó Valeiras los ojos por sus líneas, soltó una sucia palabrota, aunque dulcificada por el acento criollo, y tirando el sombrero al suelo se puso a bailar sobre él. Aquel regocijo montañés, que cancelaba treinta años de metrópolis americana, nos dejó asombrados.
—¡Muchachos, vamos a «mamarnos[26]» , hasta caer, la gran p…!
—¿A qué?
—¡Mira, hombre, mira! —me dijo con repentino tuteo, poniéndome el papel tan cerca de los ojos que no había manera de leerlo. Decía así:
«Llegamos el 15 en el Avón, de la Mala Real. Va también el Pocho. (Otro nombre de perro, pensé). Cariños. Mafalda».
Le abrazamos con sincera alegría y echamos a andar, en demanda de una tasca de buen nombre. No quiso que fuésemos al Casino por nada de este mundo.
—¿Y eso del Pocho, qué?
—Mi cuñado Juan Carlos. ¡Es doctor!
—Lo traerán creyendo que aquí no hay médicos.
—No, no. Es abogado.
—¡Ah!
Juergueamos hasta las tantas y las cuantas y fuimos a parar a lugares poco consecuentes, por parte de Valeiras, para celebrar un contento de tipo conyugal. Por cierto, en una de aquellas casas, la Costilleta —ya vejancona y muy flaca, pero a quien su fama de limpia otorgaba títulos para ejercer inmortalmente su profesión— se arrimó al Valeiras para layarse, con voz amaricada.
—¡Ay, se me va el mejor parroquiano!
—No te aflijas, hay para todas —respondió el «che», muy rufo.
Al día siguiente llegó al café hablando pestes de Portugal —en realidad echando las pullas para el lado del relojero Barbosa, que era de aquel origen, y que estaba en la mesa contigua jugando al dominó—. Argüía el indiano que eso le pasaba a España, «por no haber querido mandar sus tropas, un día de aquellos, a darse un paseíto hasta la desembocadura del Tajo» y por seguir consintiendo, «pegados allí, a aquellos primos pobres».
Todo ello provenía de que el vicecónsul portugués, que era otro relojero, finchado y acre, llamado Menino, no quería darle pasaporte en vista de que «o Paiva Couceiro, ao que a Hespanha consente conspirar, tennos metidos en outra revolução». Lo de revoluçao lo dijo Valeiras con fuerte burla, mirando hacia Barbosa, que no se dio por enterado, pensando, como estaba en tal momento, en salvar el seis doble en aquel ruinoso «cierre», que le iba a importar unos nueve reales.
—Sí, no queda sino invadirlos por la cuenca del Támega. El Tajo es demasiado retórico para una acción de policía. Un día, que no tengamos qué hacer, iremos por allí unos cuantos —dijo Amadeo, como distraído, puliéndose las uñas contra el pantalón—, y paseando, paseando, llegaremos a Estoril…
—Si no me dan ese papel para ir a Lisboa a esperar a los míos, forzaré la frontera con mis jornaleros, y, por lo menos, con Valenga y Chaves, me quedo —añadió Valeiras entrando en la chanza.
—¡Cautela, señores, cautela! —terció el respetadísimo profesor de Historia, don Desiderio Veiras, que, como de la vieja escuela, lo tomaba todo muy a pecho y que era, además, un gran lusitanista—. Esas memeces son las que impiden una franca inteligencia con el hermano Portugal, que buena falta nos hace. ¿Qué es eso de parientes pobres el país de Camões y Sáa de Miranda, el de don Enrique el nauta y Gil Vicente, el de Albuquerque y Magallanes? Parientes pobres somos nosotros…
—¡No diga usted tonterías, doctor! —exclamó Valeiras que, como todos los indianos, era «español cien por cien» y también, como todos ellos, doctoraba con la mayor facilidad a las gentes.
—¡Doctor será usted y tonterías las dirá usted! —disparó, con soberbia, el viejo maestro, parapetado tras su cara de mariscal.
—No quise ofenderle.
—Naturalmente. ¡No faltaría más! ¡Qué va usted a ofenderme a mí…! —hubo una pausa molesta en la peña.
—No tiene usted razón, clon Desiderio —terció Amadeo—; los escritores portugueses nos zurran cuanto pueden y, en general, no nos quieren bien, y un pequeño desquite, aunque sea en los modestos términos de una divagación de café, no está de más; afirma los principios. El Portugal de la monarquía era un país caído.
—No sé qué dirá usted, jovenzuelo, de la España de Cánovas y de la de ahora mismo.
—Lo mismo que del Portugal de doña Amelia —repuso Amadeo, no sabiendo por dónde salir, como siempre que discutía de cosas concretas.
—Pero Portugal acabó redimiéndose de la podre monárquica y nosotros no. ¿O es que no lee usted los periódicos?
—No; soy historiador —concluyó Amadeo impecablemente serio, echándose aliento en las uñas.
—Usted lo que es, es tonto.
—También, don Desiderio, también; no son cosas incompatibles…
El mariscal acarició el puño de su bastón —que era un perro de lanas tallado en marfil, sentado sobre las patas traseras— y le relampaguearon los ojos. Amadeo hizo espejar las cuatro uñas juntas contra la palma de la mano y el asunto no pasó de ahí.
Valeiras se agitó día y noche durante el mes que tardaron en llegar los suyos, en poder de la excitación y del insomnio. Cacheamos todos los pisos de las casas nuevas de Auria. Su interés previo se centraba en el cuarto de baño. Se ponía tan fastidioso con esto que, un día en que andábamos asendereados en tales pesquisas, Amadeo le preguntó:
—Pero dígame, Valeiras, ¿acaso su familia piensa recibir en el excusado?
—Déjeme a mí, que yo sé bien con qué bueyes aro… Quiero evitar a tiempo las discusiones. Los de allá viajan comparando, y hay que ponerse a cubierto.
Cuando el piso estuvo apalabrado vino la historia de su amueblamiento, que también tuvo sus perendengues. Al fin se le encargaron a unos ebanistas de nota, que llenaron todo aquello con los endebles barrotillos, espejuelos y baldosas embutidas del art nouveau, que allí seguía con toda su pujanza. De Barcelona llegó, locamente facturado a gran velocidad, lo que costó un sentido, un magnífico Erard, de cola, que era una gloria verlo. Cuando estuvo instalado, Amadeo me soltó, al socaire:
—Me parece demasiado mueble para los valsecillos y cancioncicas con que nos abrumará la niña…
El día 14 estábamos todos en Vigo. Al siguiente entró el hermoso paquebote, negro, con su orgullosa chimenea amarilla echada hacia atrás. Valeiras estaba tan impresionado como si asistiese, no a la llegada del barco, sino a su salvamento. Como ya sabíamos que el navio no iba a atracar al muelle, alquiló una lujosísima motora, capaz para medio centenar de personas, con seis marineros vestidos de blanco. Amadeo y yo le convencimos de que el primer contacto con su familia debía ser a solas, y nos quedamos en el muelle esperándoles.
Era un día soleado y tibio, y la espléndida rada bruñía las aldeas de sus costas como miniaturas fuertemente coloridas. Empenachadas de luz recortábase las altas montañas contra el cielo azul-oro: la península del Morrazo, el Castro, Monteferro, en el horizonte; al fondo de la rada, la capilla de la Guía, como un cubo de sal, en el ápice de su colina perfecta; a lo lejos las islas Cíes, como de jade obscuro…
Regresó la chalupa con sus seis marineros en pie, como para un desembarco real. Valeiras venía sentado a popa con una muchacha abrazada por la cintura y al lado de ellos una señora aún de buen ver, pintadísima y metida en un gran abrigo de pieles grises. A proa, de pie, un muchacho de magnífica estampa, muy bien vestido, del brazo de un caballero de unos cuarenta años, con gafas pinzadas en los altos de la nariz, cuello de pajarita, traje negro de corte afectado, sombrero también negro, muy ancho de ala, y un bastón de cayado de una madera muy clara. Aquel tipo, metido en tan lúgubre y literario atuendo y con aquel aspecto frío y reservón —no había más que verlo—, contradecía nuestro concepto del hombre americano. En realidad, todos ellos desembarcaban como para una recepción o una velada de ópera, menos la muchacha, que vestía un sencillo abrigo de tela escocesa, largo hasta las corvas, y se tocaba con una especie de gorro montañés de lana cardada, blanco como un gran copo de nieve.
El hijo de Valeiras miraba hacia todo con ojos simples y claros, con un afecto curioso y lleno de entrega; y el tío, pues tal era el de los lentes, el doctor Pocho, se fijaba en todo con un severo aspecto de inventariador, de hombre que no va a tolerar ningún género de irrupciones sorpresivas en su bien informado espíritu.
Cuando subieron la escalera del muelle, yo me quedé lo que se dice boquiabierto, no sólo ante la belleza, realmente dinástica, de la hija de Valeiras, sino ante su natural distinción y la soltura de sus ademanes, que, sin exceder la gracia juvenil, eran de una elegancia y de una seguridad que parecían destilados a través de diez generaciones de la más alta convivencia social. Se lo dije a Amadeo en un aparte, y me contestó:
—Todo lo que le resta de su antigua taumaturgia a la Iglesia, son las monjas de los colegios costosos. Hacen estos milagros…
Era rubia, más bien castaña clara; su piel, de finura increíble, ligeramente oreada por el aire del mar, y los ojos, muy grandes claros, casi amarillos, de una repentina cordialidad, mucho más expresivos que cuanto decía —parecía que hablaba con ellos—; el cuerpo esbelto y un tanto aniñado. En la presentación, a la que reaccionaron con cierta lentitud, la señora y los chicos se quedaron parados frente a nosotros, como iniciando una tertulia sobre el muelle, mientras el doctor Juan Carlos Brunelli, que así, con título y todo, nos fue presentado por su hermana el fúnebre sujeto, luego de habernos estrechado la mano con una sonrisa glacial como si fuéramos a pedirle un empleo, se alejó por allí como buscando algo. Volvió de su breve alejamiento para decir a su cuñado, con voz tan afelpada que producía un poco de aprensión y que en lugar de preguntar por los maleteros parecía inquirir por la princesa de Asturias:
—¿Dónde andan los «changadores», che? ¿No hay en Galicia «changadores»?
Con su imprudencia de siempre, Amadeo se le fue encima, doblándole en exquisitez prosódica:
—¿Cómo no ha de haber en Galicia maleteros? Aquí hay de todo, hasta doctores…
El tontainas aquel, que ya Amadeo y yo habíamos declarado odioso en un cruce de miradas, no pescó el venablo y dijo calmosamente:
—No lo dudo, no lo dudo, señor… ¿Señor? —y tendió la oreja sin mirar.
—Doctor Hervás; doctor Amadeo Hervás de Regueirofozado y Ginzo de Limia —soltó, sin inmutarse.
Un par de maleteros, que traje yo de por allí, la emprendieron con el equipaje de mano. Cuando iban a llevarse un pequeño maletín, el doctor los arredró con el cayado del bastón, enganchándole a uno de ellos un brazo. Yo supuse que se trataba del maletín de las joyas.
—No, eso no; aquí vienen las cosas del mate; de esto no me separo.
El faquín dijo al otro, mientras se echaba al hombro las maletas:
—¡Hace mucho tiempo que no tengo visto un «che» tan «che»!
Uno de ellos, entre las idas y las vueltas del acarreo y con el afán de aquellas gentes por ser amables, le preguntó:
—¿Y cómo quedan por allá los peisanos?
—¡Yo soy criollo, amigo! —contestó el doctor, picado.
—¿Y eso qué le hace? ¡También yo le soy de Santa Eugenia de Riveira… y más no digo nada! —y se echó al hombro un racimo de maletas con la volatinera levedad de quien se enrolla al cuello una bufanda.
Durante el viaje de ciento veinte kilómetros hasta Auria, en un departamento del exprés que Valeiras había tomado para todos, redescubrimos aquel pedazo de la belleza de nuestra tierra a través de la admiración de aquellos muchachos sensibles y limpios de alma, que corrieron de una ventanilla a otra todo el tiempo que duró, cambiando, en voz alta, sus asombros y comentarios.
—¡Y eso que veis mi tierra en invierno! —dijo Valeiras, reventando de satisfacción, pero sin poder con aquella voz de convaleciente que se le había puesto desde que desembarcaran los suyos.
Cuando el tren, dos horas después, desembocó en el valle del Ribero, los jóvenes sosegaron sus corridas y se quedaron quietos, asomados a una ventanilla, con la madre en medio. Al poco rato de contemplación, Saúl se volvió hacia su padre, con los ojos muy abiertos y atrayéndolo hacia el grupo, le dijo:
—¡Cuánta razón tenías, papá! ¡Es lindísimo!
—Ya ves —dijo sobriamente Valeiras, con la voz hecha cisco, sepultada en el esternón. La chica le besó en la mejilla y luego nos miró a nosotros, como haciéndonos responsables de aquella belleza epifánica, suave, revelada en los más puros matices del paisaje invernal. La augusta madre, sin descomponer el gesto matronil y un poco ausente, gozaba también a través de la alegría de sus retoños.
Nosotros, hay que decir la verdad, estábamos impresionados y amando ya a aquellas criaturas, como a cada una de las gotas de nuestra sangre. Y fue en este punto de íntima y equilibrada sentimentalidad, en la que no faltaba ni la tregua silenciosa, cuando el del cuello de pajarita, quitándose el tenebroso y haldudo sombrero, pues había permanecido con él encasquetado hasta aquel instante, y dejando al aire, por primera vez, su melena de mártir aséptico, interpuso:
—Sí, todo esto está muy bien, che. Pero ¿qué pueden valer aquí las cosechas, con la tierra tan dividida?
Amadeo, implacable con la estupidez, como era su costumbre, se volvió hacia él, que estaba de pie en medio del departamento, no asomándose nunca resueltamente para no comprometer su admiración, y le dijo, tomándole muy finamente de un brazo, y casi copiándole el acento:
—Aquí no hay cosechas, doctor.
—¿Cómo que no hay cosechas?
—No, doctor; aquí somos muy bien educados…
El jurisconsulto ultramarino debió de pensar, por primera vez, aunque luego tuvo ocasión de pensarlo otras muchas, que había caído en una tierra de locos.