CAPÍTULO XVI

—¿Por qué no te entregas alguna vez al disfrute simple de las cosas con sencillez, dejando la cabeza tranquila?

—Aquí tenemos de nuevo —respondió Amadeo— la incompatibilidad, el «maniqueísmo» romántico: la cabeza y el corazón, a pesar de que nadie pensó tanto con el corazón ni amó tanto con la cabeza como nuestros abuelos románticos. Lo que ocurre, amigo Luis, es que buscas caminos desviados para eludirme. Tú ves que, en cierto modo, te suplanto. Yo soy tu mejor imagen. Pienso lo que tú no puedes o no quieres; pienso por ti, y eso siempre humilla un poco.

—No tienes ninguna razón; nadie te admira más que yo…

—Ahí está el asunto. Ya se dijo, a través de tocias las edades y en todos los idiomas, que la admiración es incómoda; es una anulación, como todas las entregas.

Paseábamos por la Alameda del Concejo. En los jardinillos y en los paseos centrales bullía y bailaba el populacho esperando los grandes fuegos artificiales de las vísperas del Corpus. Los árboles estaban moteados de farolillos multicolores y la brisa llevaba a lo lejos los globos de papel de seda. Por entre las copas de los grandes plátanos vestidos de junio veíamos estallar los ramilletes de la cohetería.

—No tienes razón… Tengo más fe en ti que tú mismo.

—¡Pues sí que es un término de referencia…! ¿Crees que yo espero de mí más de lo que Severino —era el nombre del cohetero local— espera de sus pirotecnias, al verlas arder en el aire frente al pasmo de los romeros?

—¡No te suponía tan ambicioso! Estoy seguro de que cuando Severino pone la mecha a sus ruedas de fuego, a sus «cubos» y «castillos», le tiemblan las manos, como a Dante cuando puso el verso final a su Comedia

L'amor que muove il sol e l’altre stella —recitó Amadeo con gravedad, y luego volviendo a su tono voluntariamente frívolo, agregó—: Elegiste mal. Las manos literarias empiezan a temblar en el romanticismo. ¿Por qué no dijiste las de Hugo, cuando dio fin al Hernani?

—¡Hombre, a Hugo le temblaría la barba!

—Te advierto que por entonces no debía de tenerla; creo que es precisamente de ese tiempo el dibujo lampiño de Deveria…

—¡No hay manera de pescarte en descubierto! ¡Eres fatigoso, como todas las perfecciones!

—Pero, querido Luis, la erudición se tiene o no. Hay que saberse también las barbas… Tienen su significación… ¿Cómo no han de tenerla? El otro día he visto un retrato de Brahms que me dejó asombrado. El obeso y nefrítico Brahms fue un barbilindo hermoso; mucho más que Listz o Massenet. Habría que comprobar lo que escribía por aquel entonces; probablemente sus lieders primarios, oliendo a bosque municipal… Una de las cosas más fáciles que hay es no ser pedante, pero cuando uno se mete a serlo hay que llegar a las últimas consecuencias…, como yo. Pero ¿qué has querido decir con eso de la sencillez, de entregarse al goce simple del vivir…?

—Me gustaría que estuvieses menos alerta, menos sobre ti, más en las cosas, en su amor. Te lo digo en serio. Piensas tanto las cosas, que no tienes tiempo ni lugar para amarlas.

—¡Pero si yo las amo…! ¿Quién te dice que no las amo? Pero con aquel amor intellectualis de «nuestro» Spinoza. Lo que ocurre es que yo no puedo ver un recental con los mismos ojos que un carnicero o que un poeta bucólico, pongamos por casos extremos de desafecto hacia la naturaleza.

—No eras así cuando empezamos a tratarnos…

—¡Ah!, porque en aquellos tiernos días no era yo; es decir, entonces yo era tú.

—¿Cómo?

—Me configuraba a tu imagen y semejanza, tal como se lee en tu soneto:

Tan convencido espejo fuiste mío

que al fin, en su cristal, nací de cierto.

—¡Calla con eso! —interrumpí, molesto. Nada me fastidiaba más que oír mis propios versos, que, por otra parte, sólo él conocía.

—… y el origen de todos los fracasos en materia afectiva o amorosa, llamémosle así, en forma inequívocamente socrática, es que nunca, más allá de lo convencional, nos acomodamos a la imagen previa que se tiene de nosotros.

—Según eso, en ti hay dos…

—¿Cómo, dos? ¡Todas las posibilidades humanas, divinas y demoníacas! No valía la pena que la especie hubiese adoptado la marcha erguida y desarrollado el lóbulo frontal para continuar siendo uno; es decir, menos aún: uno en una innumerable familia de mamíferos.

—De todas maneras me quedo con tu personalidad inicial…

—¿Con la de Cromagnon?

—¡Déjame hablar! Con la primera que te he conocido, con la confiada, con la auténtica.

Amadeo abandonó el tono coruscante y paradojal y dijo poniendose serio:

—La auténtica es, con toda exactitud, la que has rehuido… Aparte de que también en los grandes planos del carácter, en los que parecen más elementales, existen facetas múltiples. ¿Quién habla de planos? Estamos compuestos de poliedros psíquicos… Ese es nuestro drama o nuestra comedia… —su voz estaba velada de emoción. Por debajo de sus palabras latía una vehemencia apenas contenida.

—Así me gustaría oírte hablar siempre… Pero abusas del artificio, de la inteligencia; y le das a todo un rango intelectual insoportable, una nivelación en la que el asunto es lo de menos… Ni cuando tendrías que hablar simplemente de cosas del alma…

—Pero Luis, ¿cómo quieres que hable simplemente de cosas del alma, ni aun de la pobre ánima animal? —dijo, recuperándose.

—¡Eres imposible!

—¿Qué pretendes, que ponga los ojos en blanco mirando al riente arroyuelo, a la recatada pastora o a la argéntea luna?

Mon Dieu, mon Dieu, la vie est là simple y tranquille…

—… o a un cometa borroso, oyendo cantar a los ruiseñores.

—Aparte de que tenemos tres años más, no te olvides que yo me formé o, si quieres, me deformé, entre las varias gentes del mundo; que además soy, por naturaleza, un ser disperso, «desparramado», como tú dices… Claro está, tú metido en este recinto de piedra, o en este paisaje disolvente, no te queda otra evasión que caerte hacia algo, vivir en otro, ser en otro…

—¿Y por qué no en mí?

—Es igual, son dos formas de huida de lo abstracto, dos respuestas a una sola pregunta. Pero ésa es tu misión. Tú eres un poeta, un hombre del sentimiento, de la credulidad, de la intuición; yo soy un dialéctico, un racionalista, un intelectual; es decir, un inseguro. Si no dispusiese del juego de mi espíritu caería en la desesperación —concluyó exaltándose.

—¡Un racionalista! Eres el sentimental más doloroso de cuantos he tratado o leído.

—¡Vaya un secreto! ¿Qué otra cosa es el raciocinio más que una defensa? ¡Figúrate…! Un sentimental sin esa puerta de escape caería en su primera experiencia. El día que hozaste en tu criada, yo tendría que haberme aniquilado. ¿No? El juego puro de los sentimientos puros, no da para más.

Dio una larga chupada al cigarrillo. Yo me sonrojé hasta las orejas.

—Eso es de un cinismo… —me quedé buscando el adjetivo—… de un cinismo sucio.

—¿Cómo, sucio? El cinismo, cuando no es una profesión, es la cosa más limpia que existe.

—Diógenes revolcándose en la mugre…

—Por eso hice la salvedad del cinismo profesional. Además no falsifiques: se puede vivir en la mugre material y ser un ángel.

—¡Yo no he visto a nadie —grité, furioso de impotencia ante aquel sopapeo polémico— que diga las cosas con mayor arbitrariedad y con sofismas más indecentes!

—¡Ah, pues si no eres capaz de eso renuncia a la carrera literaria! Estas cosas, y otras por el estilo, puestas en marcha, o las mismas dichas al revés, son la literatura. Y si me apuras, también la filosofía. En el fondo, palabras…, palabras… Ahora bien, hay que empezar por saberse gobernar entre ellas.

Nuestro paseo se había ido prolongando hasta el monte del Couto. Veíamos, de arriba abajo, el folión, como en una perspectiva impresionista, revelado por las pinceladas de las luces y de los fuegos artificiales, al otro lado del río. Amadeo se quedó callado y triste.

—Vámonos —dije después de un rato, levantándome del peñasco en que nos habíamos sentado a descansar—. La noche te altera; quiere hacer de ti un amigo diurno.

—Como las gallinas…

—No, como los gallos. ¡Vámonos! Me ahogo aquí, contigo. Quiero meterme en el folión; bailar la polka con las criadas, sentir su olor y beber vino en las tabernas con los aldeanos.

—¿Cómo quieres que nos vayamos, amado poeta —exclamó parodiando, de pie en el peñasco y lanzando su declamación hacia las sombras—, en este instante en que Orion, como una mesa de billar con sus tres bolas y el resplandor galáctico y el manso arroyuelo…?

—¡Vamos, idiota!

—Estoy cantando a la naturaleza —dijo con voz natural, para añadir otra vez con tono escénico—: ¡En este momento en que las rústicas parejas, llenas de geórgica pringue y de bucólicos hedores…!

Me puse de mal humor porque, además, en su parodia, imitaba mi voz y mis gestos.

—¡Cállate…, Amadís! —dije, echándome a andar.

Se detuvo y se quedó serio. Me alcanzó y caminamos unos pasos sin decirnos nada. De pronto me echó un brazo sobre el hombro y con una voz que quería ser íntima sin lograrlo, fue diciéndome:

—En el fondo eres un buen amigo… Has guardado el secreto en esta ciudad donde se habla hasta dormido. Te auguro que llegarás a hacer tan buenos versos como los hay en los sonetos domésticos de Boscán. Y en honor a esta buena amistad y a esa discreción de no haber echado a las fieras este nombre que debo a un honrado padre, funcionario lírico de la Arrendataria de Tabacos, paisano tuyo y, por lo tanto, poeta; y en premio a que te hayas reservado para tus adorables desquites, como el de hace un momento, ese nombre que, al llegar a mis cabales, me vi obligado a disfrazar fonéticamente, sustituyéndolo por el de un rey dimitente, que dejó en los españoles un buen recuerdo y una forma nueva del peinado masculino; en vista de que… ¿En qué íbamos? Ah, sí, en premio a tu discreción te preparo una sorpresa para el día de tu santo; otro rey, el dignísimo Luis de los francos, aunque me hubiese gustado más que fuese el dulce palomo de Gonzaga, no sólo porque te pareces a él como un santo a otro santo, sino porque cae más cerca la fecha. ¡He dicho! Pero cuenta con mi promesa.

Todo esto lo había murmurado, casi a mi oído, en un tono entre cariñoso y amenazador. No supe, ni me paré a pensarlo, qué habría querido decir ni qué sorpresa me preparaba…

Al llegar de nuevo a la Alameda, no quiso entrar al paseo y me despidió con un adiós seco, sin darme la mano. Yo me fui a ver los fuegos artificiales y no bailé la polka con las criadas porque me acordé de mi luto reciente, no porque me faltasen las ganas. Pero, en cambio, bebí vino en las tabernas, confundido con los paisanos romeros. Bebí tanto, que, por vez primera en muchos meses, sentí que la vida era grata y el mundo no tan difícil.