CAPÍTULO XIX

Viví todos aquellos días gocisufriendo el primer paladeo de la notoriedad. Auria era un pueblo de gran amor propio y celebraba mucho estas apariciones locales de artistas y escritores nuevos. Las gentes letradas de la antigua escuela tuvieron aquellos versos por «nuncios nada agraces de una inspiración notable, aunque ligeramente desmejorados por la audacia de algunas imágenes demasiado modernistas», como me dijo un ilustre orador sagrado y profesor de Literatura del instituto. Mis camaradas me felicitaron con palabras francas y animosas.

Pero yo, que conocía muy bien a mi pueblo, me andaba muy cauteloso procurando ver con claridad en todo ello. Sí; conocía sobradamente a mi pueblo y sabía que era capaz de establecerse entre todos sus habitantes una tácita complicidad destinada a la burla. No sería yo el primero a quien habían enloquecido con las alabanzas fraguadas.

Por si acaso, situé espías y confidentes donde me fue posible. Amadeo se indignaba y me decía: «No puedes negar que eres como ellos». En el café se analizaron los versos, hasta en sus comas, y acabaron por darle el visto bueno, «como una feliz promesa».

La consecuencia más venturosa que se derivó de todo ello fue un mayor predicamento y concurrencia a la casa de los Valeiras. Por disposición de la señora, en los últimos tiempos, se habían cerrado un poco a la banda, y había que andarse con cierta prosopopeya para visitarlos; de lo que Valeiras se excusaba diciendo que eran «pamemas criollas», que no hiciéramos caso y que fuésemos por allí cada vez que se nos ocurriera. Pero lo cierto es que las dos veces que fuimos sin anunciarnos, se nos recibió —no estaba Valeiras— en el vestíbulo; tuvimos que soportar más de media hora al doctor, que estaba insólitamente en pijama a las cinco de la tarde, chupando, muy serio, algo verde por un tubito de metal metido en un calabacín, y finalmente se había aparecido doña Mafalda tan cumplidamente vestida que creimos que iba a salir.

Al otro día de publicado el poema me invitaron a cenar, a mí solo. Yo me libré bien de decirle nada a Amadeo para no darle un disgusto. Me recibieron vestidos de punta en blanco, con todas las luces encendidas y las criadas de uniforme. Yo estaba volado, con mi traje de bastante uso y mis tacones torcidos. Ni siquiera iba bien afeitado. Valeiras me recibió al entrar con un gran abrazo.

—Yo no entiendo mucho, amigo; uno es un burro cargado de plata, un analfabeto que sabe leer por casualidad. ¡Pero donde hay sentimiento lo hay, qué embromar! ¡Y vaya si lo hay! ¿Verdad? —dijo volviéndose hacia sus hijos—. Éstos estudiaron esas cosas y las saben razonar.

Se hizo a un lado para dejar paso a doña Mafalda, quien se acercó, con un aire sonriente y vacuo, no exento de distinción, para decirme:

—¡Lo felicito, lo felicito! ¡Qué buen hijo debió de haber sido usted!

Y de repente, por en medio de todo aquel artificio, se le saltaron las lágrimas, abundantes, como lo era todo en aquella casa, implacables, como exprimidas. Acudió Valeiras a «su señora» y la sacó de allí. Los chicos no hicieron ningún caso, por lo que deduje que la excelente dama, al revés de mi tía Pepita, tenía el llanto frecuente y a su entera disposición, lo que es una gran ventaja. Ruth, dándome la mano, me dijo, breve y misteriosamente, mientras sus ojos hablaban a borbotones:

—¡Gracias!

Toda esta escena era en el vestíbulo.

—¡Ya está el aperitivo! —exclamó, reapareciendo, el doctor que se había mantenido al margen de aquellas expansiones y que, de momento, no se refirió para nada al origen de las mismas, como ignorándolo o restándole importancia. Sólo cuando ya llevábamos media hora en el saloncillo, bebiendo la pócima que el tío aquel estuviera perpetrando, me dijo, con una voz ligeramente innocua:

—¡Así que había sido usted medio poeta…!

Yo pensé en lo que le habría contestado Amadeo, y por decir algo:

—Sí, se hace lo que se puede —le respondí, fijándome en su cuello altísimo, que lo oprimía como un ceremonioso dogal.

—¡También yo he macaneado en mis buenos tiempos! Y algo queda, che, algo queda… Un día de estos le haré ver algunas de mis composisiones —y me sirvió otra copa de aquel brebaje con olor a medicamento.

Yo estaba sentado al lado de Ruth. Volvió su hermano, luego de haberse ido un instante a averiguar por la madre, y se sentó también, dejándome en el medio. Me apretó el brazo y me dijo casi al oído.

—No le hagas caso a mi tío. Es un figurón.

Ruth aprobó con las pupilas. Me sentí consolado y apuré la copa del filtro, esta vez casi sin percatarme de su sabor.

—Muy buenos tus versos, Luis, muy buenos —añadió en voz alta Saúl—. Con Ruth leemos mucha poesía. ¿No te gusta que te llame por el nombre? —dijo un poco sin venir a cuento, quizás al verme quedar preocupado.

—Yo creo que de vosotros me gustaría hasta que me pegaseis, hasta que me llamaseis «medio poeta» —dije reaccionando tarde, como siempre.

—¿No conoces a nuestros escritores?

—Sí, a algunos.

—Ya te daremos libros. ¿Verdad, Ñata?

—Por Dios, no le llames de esa manera a tu hermana, al menos mientras yo esté aquí.

—¿Por qué? —preguntó extrañado.

—No tiene nada que ver con ella ese mote, no suena a ella. ¿Cómo se arregla usted —dije volviéndome hacia la estupenda criatura— para saber que es usted a quien llaman con ese apodo tan… absurdo, llamándose usted Ruth? ¡Ruth!

… porque donde quiera que tú fueres iré yo y donde quiera que vivieres viviré yo. Tu pueblo será mí pueblo y tu Dios será mi Dios.

recité, un poco achispado por la droga del jurisconsulto.

Ella siguió mis palabras con una sonrisa en los ojos y un leve movimiento de los labios, como repitiéndolas mentalmente, y agrego:

… entonces bajando los ojos a tierra díjole: ¿Por qué he hallado gracia en tus ojos para que tú me reconozcas siendo extranjera?

Yo me quedé pasmado y no acerté más que a decir:

—Pero, ¿cómo sabe usted eso, criatura?

—¿Cómo quiere que no sepa de memoria el libro de mi nombre, el Libro de Ruth? Un día le recité unos trozos a sor Avelina, la profesora de Música de las Siervas, y casi me echan del colegio.

Se rieron los dos, y el doctor, que no se le escapaba nada, me miró con un gesto de «chúpate esa».

—En fin —añadí—, ¿qué quiere decir exactamente «ñata»?

Ruth se aplastó la naricilla con la punta del dedo, sonriendo. Estaba maravillosa con aquel vestido de gasa color salmón, con la falda hasta cerca de los pies.

—¿Chata? ¡Llamarle a usted chata con esa nariz de Atenea adolescente! —dije, ya en el delirio del bebedizo aquel que no me dejaba tiempo para sopesar las frases. Se rió otra vez echando la cabeza hacia atrás, dejando al aire los dientes perfectos, mientras la luz revelaba la pulpa pálida, temblorosa, virginal, de su lengua.

—Es el primer piropo que oigo en España.

—No le extrañe; aquí la verdadera belleza nos deja mudos. Los piropos más expresivos se malgastan en costureras. La verdadera belleza nos intimida, nos deja callados y un poco rencorosos. A lo sumo miramos en silencio o mugimos: dos actitudes entre la melancolía y el deseo. Cuando usted pase y alguien haga: ¡muuu!, esté usted segura que le están tributando el mejor homenaje.

El doctor enseñó por un lado los colmillos, con risa aconejada. Durante nuestra conversación se quedaba, a veces, siempre sin mirar, inmóvil, suspendiendo la chupada al cigarrillo o el escanciado de su farmacopea, hasta que yo terminaba la frase. Cuando sonreía lo hacía con la cara baja o vuelta a medias, como si estuviese enfrascado en lo que hacía; mas lo cierto es que no perdía nada de cuanto charlábamos o hacíamos, y más acentuadamente desde que Valeiras se había ido con «su señora», tan poética y abruptamente conmocionada.

No tardaron éstos en volver, la señora ya descargada de su noble histérico y recién restaurada de afeites. Venía, aprovechando la «convalecencia», luciendo una pelerina de armiños, justificada por unos escalofríos que, según afirmó, aún le duraban. En todo lo que he escrito después, jamás he vuelto a tener un éxito tan fulminante y pertinaz.

—¡Discúlpeme, señor Torralba! ¿Qué dirá usted? (no apeaba el «señor» por nada del mundo).

—Yo digo que es usted encantadora.

—¡Qué comportamiento para una vieja, habrá usted pensado!

Efectivamente, lo había pensado. Pero me levanté e inclinándome ante ella le besé la mano (¿qué filtro nos había dado a beber el doctor?) y le dije, jamás supe si en serio o en broma:

—Ningún premio tan suntuoso para esa pobre cosa que sus lágrimas, nobilísima señora…

—¡Ejem! —hizo Valeiras, un poco escamado.

La comida fue magnífica y muy alegre. Los efectos de la sorprendente pócima se prolongaron hasta mucho más allá del asado y aún recibieron ayuda en los excelentes vinos que allí se sirvieron. El doctor comía como un homérida, sin descomponer jamás sus gestos. Yo hablé por los codos. Los demás se quedaron demorados en una especie de contención del buen gusto, dejándome a mí, en todos los sentidos, el lugar del huésped; privilegio que aproveché, con flagrante ingratitud, para desbarrar a mis anchas. Daban la sensación, especialmente los chicos, de que podían ir mucho más allá en el diálogo; pero llegados a un punto, se detenían con una discreción que no se sabía si era natural pudor o educación impuesta, pues muchas veces, antes de aventurarse en la réplica, miraban hacia la madre; pero su silencio no era nunca desprevención ni falta de ingenio. Hablando con ellos a solas daban mucho más de sí, además de aquel encanto y mesura que jamás les abandonaban. El doctor, aunque era tan pestilencialmente afectado que parecía vivir en una desconfianza perpetua de sí y de los demás, dijo aquella noche cosas de cierto interés, pero muy enfáticas e inferiorizadas por su aire sentencioso, como si se las estuviera dictando a un escultor para que las grabase en la más persistente materia. Yo nunca había oído a nadie hablar así el idioma, deteniéndose en cada palabra, como en las cuentas de un rosario, para obtener un resultado las más de las veces confuso o insignificante. Parecía un fatigoso regodeo que le hacía escamotear la ilación tras las sílabas largas, como cantadas («este hombre habla con calderones», había dicho Amadeo, con su chispa de siempre). Claro está, con aquel deslizarse a través de los sonidos, se advertía que tenía cancelado de antemano el compromiso de hacer llegar a sus oyentes conceptos lúcidos, conclusiones arriesgadas, personales, valederas. Yo me impacientaba y me resultaba muy difícil discriminar el punto de juntura entre las palabras y su final destino, que deseábamos, ya que no inteligente, por lo menos inteligible.

Valeiras, en cambio, estaba aquella noche hecho un verdadero espectáculo humano, a veces demasiado humano, como en un instante en que, sin venir a cuento, se volvió hacia su mujer, y palmeándola con fuerza en la espalda, exclamó:

—¡Esta criollaza linda! ¡Pura uva, che, pura uva! —concluyó, mirándome, como si me brindase aquellas nacaradas abundancias.

Yo creí que ella iba a molestarse, desde la altura imperial de sus joyas y pieles, mas, contrariamente, le tiró por una guía del bigote, envolviéndole en una mirada de ternura.

Aunque, como ya dije, los jóvenes no me acompañaban en mis exabruptos, los sentía llenos de ecos. Ruth me hablaba, hasta aturdirme, con el silencio de sus ojos color topacio, y Saúl no daba tregua en llenarme la copa, como entregándome su amistad en aquella silenciosa alegría. Al final de la comida era tanta mi felicidad que quise compartirla con alguien. Insinué el nombre de Amadeo, y Valeiras acudió en seguida con su comprensiva generosidad.

—No crea que me olvidé del amigo Hervás; pero esta noche era sólo para usted, pues en esta casa se le quiere sin riquilorios ni pamplinas. ¿Verdad, vieja? ¿Qué digo yo de Torralba, muchachos? Amadeo es un poco zafao y habla siempre de cosas que es muy difícil entenderle. Yo nunca sé bien cuándo me está tomando el pelo, o cuándo no. A éstos le gusta más usted. ¿No es así, Saúl?

—No hay comparación —dijo el muchacho con franqueza.

—¿No es así, Ñata?

Ruth se «distrajo» con una tenacilla suspendida sobre mi taza de café, inquiriéndome, muy concentrada, sobre el número de terrones.

—¡No te hagas la otaria, che! —dijo el padre, no perdonándole la respuesta y con la vista fija en ella mientras encendía el puro—. Porque ha de saber usted, amigo Luis, que aquí la jovencita…

—¡Papá, no vayas a soltar una de las tuyas!

—Estos criollos le llaman «una de las mías» cuando digo la verdad; eso si estoy yo delante; cuando creen que no los oigo, dicen «que me salió la gallegada» —Ruth se ruborizó—. Pero a mí no me duelen prendas… Esta fiestita y la idea de la invitación fue cosa de ella. ¿Por qué no se lo dices, eh?

—¿Qué tiene de particular, papá, que haya pensado en quien tú llamas «mi mejor amigo» para invitarlo a tu mesa?

¿Su mesa? —dije yo.

—Bueno, nuestra mesa —añadió Ruth, con un tartamudeo de impaciencia.

Salimos Saúl y yo a buscar a Amadeo. Desde la puerta nos volvimos a procurar con qué taparnos, pues estaba cayendo un chaparrón tormentoso. Me envolvió en un impermeable livianísimo, con olor a nuevo, que era un placer sentir sobre los hombros. Aquella gente usaba unas ropas de las que yo no tenía la menor idea. No es mucho decir, puesto que yo era uno de los seres peor vestidos de Auria. Nunca me dio por ahí, ni cuando teníamos dinero. Todo en ellos, las comidas, los perfumes, la ropa blanca, denotaba una preocupación narcisista por lo corporal. Comprendí, al tratarlos, las infatigables correrías de Valeiras en procura del «cuarto de baño instalado», cuando buscábamos piso para su familia, pues él se había adaptado perfectamente al baño de tina de la fonda de doña Generosa.

Encontramos a Amadeo —fuimos a tiro hecho— en un ángulo del café de La Unión, enfrascado en Las confesiones, de Rousseau, que era una de sus lecturas maníacas, comiendo con lentísimo deleite una de sus pulidas uñas, que tal era el destino final de todas ellas, aunque muy economizado. (Algunas veces, cuando, en pleno café, sacaba la gamuza del bolsillo y la emprendía con el repaso del lustrado, mientras desgranada sus paradojas, decía alguien: «¡Qué! ¿Te estás preparando el postre?»).

Nos recibió enfurruñado y dijo queriendo, infructuosamente, disimular su irritación:

—¿Conque de juerga familiar, festejando al poeta? ¡Cría cuervos…!

—… y te vendrán a buscar a la hora de los licores, mal agradecido.

—Creí que habías levantado el vuelo abandonando al empresario —dijo cambiando el tono y echándose el libro al bolsillo, con una precipitación que trató de enmendar en seguida:

—¿No os sentáis un poco?

—Están esperándonos con una copa de champaña —dijo Saúl.

—¡Al fin dejó usted de ser esquivo! Ser amigo suyo es un oficio; un oficio difícil, como el de tallista o el de glíptico —añadió con cierto reconcomio—. ¡Las veces que he ido a buscarle a usted…!

—Estamos siempre tan juntos con mi familia… —se disculpó Saúl, un si es no es incómodo.

—¿Cómo supiste que yo estaba hoy allí? —le pregunté cuando nos encaminábamos hacia la puerta.

—¡Hombre, que me haga esa pregunta un natural y vecino de este obispado y provincia…! ¿Quieres el menú? Ahí va: Mortadella de envase italiano, jamón del país y salchichón catalán; sopa de creme d’oignon; luego langosta a la americana, por cierto comprada en el puesto de la Eudoxia: 11 pesetas; un solomillo al horno adquirido en la carnicería del Sordo por la módica suma de…

Saúl soltó una carcajada, francamente divertido. Llovía a cántaros. Le hicimos un hueco abriendo cada uno un ala de nuestro impermeable. Amadeo nos tomó por la cintura y nos echamos a correr bajo el chubasco, alegres como chicos. Ya cerca de la casa, Amadeo citó a san Juan de la Cruz:

Apártate, que voy de vuelo.

—¡Vuelo de cuervos! ¿No?

—No, ahora de ángeles, con el propio Lucifer en medio.

—Siempre te quedas con la mejor parte.

—Al menos con la más arriesgada. Pero esta vez se trata de ángeles compatibles.

Habíamos alcanzado el zaguán y sacudíamos las prendas, con brillante restallido de la goma.

—¡Bonito título para un poema!: «Los ángeles compatibles».

—¿Lo vas a escribir? —preguntó Amadeo con voz anhelante.

—No, prefiero vivirlo. Es tu fórmula, aprendida en Nuestro Señor don José María Eça de Queiroz —hicimos una gran reverencia—: «Se vive o se escribe».

Saúl Valeiras estaba verdaderamente encantado.